2.6.12

Mar negro de Ana Arzoumanian: una prueba de origen, por Luis Thonis


Un libro tiene que ser un hacha para el mar congelado dentro de nosotros. La literatura sólo es digna cuando descongela la sangre de quien lee.
Franz Kafka

Mar negro de Ana Arzoumanian, Ceibo ediciones, 2012.


La lectura de Mar Negro de Ana Arzoumanian le quita a uno las ganas de comer y dormir. Se debe al ritmo, a “el mismo tono para amar y destrozar” de la cita de Tsvietáieva que lo encabeza. Después de un aleteo de aves migratorias hay un renacer y la certeza que esta vez Eros ha vencido a Thanatos.
Alguien dijo que este libro no era demasiado argentino. También la estupidez tiene una larga tradición, busca perpetuarse en esencias, no se banca que le muevan el piso. Mar negro es tan argentino como el mate o el fútbol cuyos orígenes como tantas cosas que hoy parecen nativas no son nacionales. Hasta quien inició la narrativa argentina, Esteban Echeverría, fue considerado por algunos académicos como Calixto Oyuela “no haber sido suficientemente americano” por haberse apartado de lo español y castizo. Echeverría se apartó de la tradición colonial apoyándose en el francés para escribir El Matadero, la escena que consideraba inenarrable. En Mar negro hay que pagar cierto precio, salir de los paradigmas habituales de lectura.
Aquí se trata de una guerra y un exterminio reales en tanto la Argentina desde sus orígenes ha estado luchando contra enemigos imaginarios y los sujetos matándose entre sí, incluso se fue a la guerra, a un suicidio para encubrir un exterminio inenarrable.
Al no poder separarse del Origen mediante instituciones –es el único modo de hacerlo– nuestra historia retrocede siempre a lo que Murena llamó el Campamento: un lugar de paso para saquear y enriquecerse que no puede fundar un nombre y abunda en grandes palabras vacías.
Hay una siniestra confusión entre el pasado –histórico– y lo arcaico que está siempre presente: el niño que dice “caca” habla en griego arcaico.
Repudiar lo arcaico es condenarse a la circularidad del tiempo y a un presente que reproduce fetiches del pasado.
Nuestra psicología de masas no puede salir del incesto colectivo y la fusión de los antónimos como, por ejemplo, en la siniestra década del setenta entre los montoneros y las Tres A que respondían al mismo liderazgo. Estos pares se reproducen en otros dobles de dobles, copulan y hablan una lengua común: basta escuchar los cantos de las hinchadas y las expresiones xenófobas para entrar en materia.
La lengua es la institución por excelencia y se oye más demanda de caudillismo que instituciones que suelen confundirse no con limitaciones del Unico sino con los edificios.
Aquí la lengua ha sido extirpada y el crimen convertido en institución: “Si hablaban en armenio les cortaban la lengua. El uso de siete palabras seguida en hayeren era causa de blasfemia. Les clavaban las uñas en las frentes de los niños”.
Es desde una poética que se oye una lengua en sus voces desaparecidas. La narradora de Mar negro, como esas criaturas de Kafka que van por una calle de campo no conoce el reposo. Está entre dos lenguas en las que muere una vez y renace en otra: “Para estar cansada hay que tener historia y no tengo pasado porque se me deshace. Cuentan que los niños nacen sabiendo y que luego baja un ángel y les da un beso del olvido. Así se forma la línea del labio”.
La única referencia que encuentro en la literatura argentina es Onagros y hombre con renos de Antonio de Benedetto donde en el principio no está el verbo sino el exterminio. Es un relato de origen, un génesis que actualiza lo arcaico, siempre impensado, el único modo de que el futuro no sea una reescritura del pasado.
Abundan las crónicas y los materiales sobre el genocidio contra los armenios aunque el Estado turco se empeñe en no reconocerlo. Aquí no se trata sólo de eso: la novela es transhistórica en tanto el exterminio es vivido desde una delgada línea genealógica, la del abuelo, cuyas cuatro hijas fueron asesinadas y que a veces imagina vivas y prostituidas a los turcos. Hace eco en la historia actual.
Los armenios que hoy viven en Turquía, luego del giro de la política de Erdogan que ha visto los réditos de hostilizar de emprenderla contra las minorías de su propio país que vuelven a estar en la mira del Estado turco actual que no es precisamente un modelo a imitar por los países que transitan la primavera árabe. En un santiamén puede transformarse en un invierno regimentado. Armenios y judíos son, pese al éxito económico, experimentados como figuras inquietantes de lo arcaico. (1)
Mi cuerpo es un cuerpo de batalla”, dice la narradora que se encuentra con ecos con la literatura árabe actual más audaz, con Joumana Haddad que demuele los mitos árabes a lo Edward Said, se enuncia como guerrera, introduce a Sade y otras “corrupciones” occidentales en el Líbano donde Hezbollah practica la limpieza étnica.
El Mar negro no es el pontos euxeinos, el lugar hospitalario de que hablaban los griegos y abría el juego de los ciclos del nostos –retorno– que le permitía a Ulises ejercer sus astucias. El abuelo sueña con una Itaca que ya no existe, tiene una vieja Biblia con fotos sin imágenes donde intenta reconocer a sus hijas que se van transfigurando en la pesadilla interminable en que vive.
Los turcos a ese mar lo llamaron Negro, lo convirtieron en un Sheol apilando los niños en canastos y luego arrojándolos a las aguas. En contraste, las imágenes de la Virgen y el niño recurren en las historias de armenios, ella es Star of the Sea (Hopkins), la enemiga de Astarté que quiere maternizar los sujetos en el Templo. Tampoco la novela se escribe desde la civilización como lo hace Pushkin en plena campaña de 1828 contra los otomanos en su viaje a Arzrum –ve el Arca de Noé resplandeciente el monte Ararat–, entre las tribus bárbaras.
La novela de Arzoumanian pasa por esos lugares, es también un viaje entre hermosos paisajes que gotean sangre pero no hay los gestos de generosidad que se observan hacia los vencidos en Puskhin.
Entramos en el siglo veinte y el genocidio turco es la referencia ineludible que anticipa de las masacres del siglo XXI: una guerra impune contra los civiles indefensos que puede leerse desde Bosnia hasta lo que hace Siria hoy con su población.
Los talibanes hicieron volar los milenarios Budas de Bamiyán que vigilaban la Ruta de Seda: demostraron una impotencia ante lo arcaico. Arzoumanian recuerda a Giacometti, su necesidad de que nos vigilen las estatuas para recordarnos que estamos vivos mientras ellas nos cuentan de la muerte.
Las rutas están sembradas de piedras funerarias, los "khatchkar", caligrafías que hacen con las piedras aerolitos que nunca cayeron del cielo. Si los talibanes asesinan así las viejas piedras, al arte, lo inmemorial al fin de cuentas –no quieren que los miren, pueden disolverlos– qué les espera a las personas.
El Sultán durante el imperio otomano practicaba la tolerancia con armenios y judíos pero carecían de derechos civiles. La Sharia, no reconoce el testimonio de ciudadanos de segunda –dhimmis– contra un musulmán.
El mundo no habla pero los dragones se entienden entre sí. El genocidio contra los armenios se sostuvo en un mito de origen: los Jóvenes turcos evocaban al legendario Turán que luchaba contra los arios del mismo modo que el mito Ario justificó el asesinato de seis millones de judíos.
Fue Churchill el primero que nombró como “holocausto” el genocidio turco.
La narradora no está entre las dos muertes donde Lacan sitúa a Antígona, por la del hermano sin sepultura y muerta en vida por haber violado las leyes de la ciudad. Aquí no hay un Creonte, un tirano visible que al menos reconoce su acto que a su vez lo condena. Aquí no hay Estado ni ley que asuma algo, salvo el querer de algunos que las víctimas resuciten para volver a asesinarlas.
La juventud –los jóvenes turcos que sacan a reos de las cárceles para que lleven a cabo las masacres en los convoyes que simulan deportarlos– es hipnótica y está hechizada por su nuevo estado nación, hay que liquidar a los que allí vivieron durante veinte siglos.

El amor es una prueba de origen. Vivir es dar una versión del origen, no tenerla, querer ahorrarla, supone el refugio en el mito y sus consecuencias aberrantes. El mito opera para que el origen permanezca intacto, fijo. Las religiones tratan de darla apartándose del mito, instruyen al creyente pero el origen resuena fuera de ellas. Cuando se toman los textos a la letra se cae en el discurso del mito. El fóbico odia al que dice amar porque su religión privada se lo prohíbe. No puede desplazarse de su fantasma fijo en el origen, cree en el como un fetiche que va reconstruyendo a través de cada historia en la que triunfa al fracasar.
El amor es un modo de desplazar el origen pero también de reactivarlo de modo que no pese sobre los hombros. Alguien en medio de un encuentro pasional, de la luminosidad de los cuerpos que parecen completarse uno en otro, huye en busca de un origen que teme perder: lo arcaico está presente en el sexo y el arte no se cansa de recordarlo.
El amor es un pathos con el origen, una crisis para la cual no hay solución final. Cada entre dos es único, intraducible. La narradora no está en la situación de Antígona ni de Hamlet –que es informado por la voz del padre y toda una serie de pruebas que se van dando en medio de una locura donde debe vengar al mismo padre que debe “matar” en lo simbólico– por lo tanto debe no sólo desplazar sino reinventar el origen desde esa delgada línea enrojecida por todas las sangres que asume como heredera, argentina y armenia. Crea puentes entre el dolor y el deseo que tienen en común no responder a causas orgánicas y posibilitan encuentros inéditos.
No apunta a drogar el origen como los posmodernos o las feministas que combaten el “imperialismo heterosexual” –al hombre es considerado un signo de lo arcaico– según Judith Butler, tampoco pensar que hay un origen puro de la lengua como Heidegger y los nacional populistas que se encuentran con ellas en asociación nihilista. (2)
La narradora descubre que lo que se cuenta modifica lo contado y su única alternativa es demostrar que el origen es múltiple por retroacción, se abre así la infinitud del sujeto, experiencia que la Sociedad trata de ahorrar, bloquear a los suyos con ruidosas consignas y no pocas veces suicidándose. Para la cultura posmo todo ya ha sido dicho en el Circo, pero para esta literatura todavía no se ha dicho nada.
Por eso luego de ir hasta el fondo del Sheol como una suerte de sacerdotisa de sus muertos, renace en el Ararat como esposa de Armenia y describe entre resplandores de un cielo perforado la transmutación de la tristeza en gozo: “Los príncipes enfundaban sus penes porque pensaban que los ayudaban a resucitar. Una montaña oscura que aumenta su tamaño. Yo, el Ararat, o la brasa de tu sexo”.
Aquí la narración planta una cabeza de playa, un territorio cero –fuera del incesto colectivo que supone el exterminio– donde las imágenes se van atenuando, perdiendo “como un gigantesco rompecabezas” sobre todas las babilonias del pasado y del porvenir.
La novela en ningún momento pierde intensidad en todos los niveles enunciativos. Una mínima concesión la haría perder ese delgado hilo genealógico: “El abuelo vio fotos de colgados, de decapitados. Elige de su museo interior la imagen de cuando se quebró la costura del cielo y los astros empezaron a girar. De cuando la luz se hizo fuego y el fuego dio origen al agua. De cuando todo lo multiplicable le hacía decir, exaltado sea”. El origen es tomado desde el vamos por una multiplicidad retrospectiva, operación que hace que su simultaneidad sea el infinito en acto apelando a recursos pictóricos, fotográficos y cinematográficos ante los cuerpos ausentes.
Se trata de que el duelo no configure ese grito hacia adentro, esa hemorragia de sangre que es su única herencia –del cuadro del Papa Inocencio de Francis Bacon donde, dijo, quiso pintar no el horror sino ese grito que lo devuelve al silencio. Es el grito mismo de lo arcaico, un grito doble –dirigido al Otro, al prójimo o a nadie– que por resonancia nos dice que no es el dolor el que produce el grito sino éste al dolor que como el sexo no tiene un lugar orgánico localizable.
Es así como el dolor se torna deseo y los muertos piden que la narradora viva.
La narradora muere y renace en un grito que es silencio, pasa del yo al vos, como si inventara a otro –que puede estar o no estar– para desplegar juegos eróticos y confesiones y casi en simultaneidad transita al pasado, a una suerte de prehistoria, a ese tiempo arcaico donde sospecha que está la semilla de las guerras del futuro.
Hay que ganar la guerra de lo arcaico en vez de repudiarlo mediante mitos, parece decir la narradora al inscribir en la lengua los nombres armenios. Freud se preguntó si el dolor físico puede producir placer sexual en tanto el deseo funciona fuera de las pautas del cuerpo fisiológico. Las formas de erotismo que despliega la narradora son un conjuro, la contra cara de los múltiples modos de matar, de reducir a la esclavitud y al infantilismo al otro que, irrumpe como fuego en la noche para revivirla con el semen de Moisés.
El genocidio armenio fue sin chimeneas, calculado: liberaron asesinos de las cárceles para no mancharse las manos. Este pragmatismo resulta espeluznante cuando se entra en las escenas descarnadas. Ambos genocidios tienen en común haberse realizado en nombre del Progreso, sobre un fondo de mito y repudiando lo arcaico que siempre estará presente…los exterminios los realizan los que de antemano han perdido la guerra del origen, esto bien lo sabe el pueblo del Libro.
El armenio era para el Joven turco una figura arcaica, del mismo modo que el judío era una presencia que opacaba el futuro milenario que se prometía el Tercer Reich.
A través de la línea genealógica del abuelo –un Ulises sin mar, imagina una Itaca que ya no existe– y sus hijas asesinadas la narradora lleva en sí la carga de un millón y medio de víctimas por inevitable sinonimia con los suyos. y escribe desde el Sheol mismo, esa región donde los muertos solicitan ser escuchados desde las profundidades de lo arcaico.
Extiende un sudario sobre ellos mientras el erotismo se abre en los orificios del cuerpo, ante tanta muerte mayor es la vibración del deseo, el te amo final es el retorno no de lo siniestro sino de lo que nunca ha sido.
El vuelo literario hay que experimentarlo, abre una frontera inédita donde se inscriben los nombres armenios pero al mismo tiempo contamina a otros tan enraizados y burocratizados que son muertes viviendo una vida demasiado humana. Este libro supone una prueba posthumana que se vislumbra en la forma misma del duelo que se lleva a cabo.
Mar negro es una prueba de origen que deberán asumir las culturas que se para no ser indiferentes a la situación de las minorías amenazadas. Para saber de qué se trata y no ser vapuleadas por la voluntad de ignorar y la servidumbre voluntaria que supone.
Leerlo supone atravesar varios infiernos para encontrarse con otro tipo de sujeto, ajeno a clones y clownes posmodernos. Esta prueba de origen es una prueba de fuego que sacude los paradigmas estratificados en una circularidad letal, es una voz exterior donde resuena –to enter heaven, travel hell, decía Joyce– la risa del paraíso del trashumanar de Dante. También el mar, por negro que sea, tiene que alcanzar lo marítimo, decía Marina Tsvietáieva en su libro sobre la pintora Groncharova, para la cual lo divino puede existir sin Dios pero no Dios sin lo divino que permite el retorno de lo que no ha sido.
Este libro bien podría ser un hacha como decía Kafka para que un mar negro se descongele en nosotros.



I) Luis Thonis, Túnez y el modelo turco, Libros peligrosos, diciembre, 2011.

2) Basta leer los diálogos entre Zizec, Judith Butler y Ernesto Laclau para notar el descerebramiento de los sujetos que producen estos ideólogos que sin ninguna versión del origen salvo la regresión a una etapa anterior a la mercancía donde lobos y corderos se amarían fuera del lenguaje. Pasan del posmodernismo light a la vindicación del estanilismo y el fascismo. Butler ataca el entre dos entre hombre y mujer en nombre del “imperialismo heterosexual” en función de un neo matriarcado: la performatividad ha llegado a los cuerpos. En “Iraq: The Borrowed Kettle”, Žižek afirma: “Better the worst Stalinist terror than the most liberal capitalist democracy” (“Mejor el peor terror estalinista que la mejor democracia capitalista liberal”), es decir, hace una apología de Stalin, insultando a más de veinte millones de víctimas y Laclau es admirador del “todo dentro del Estado” de Mussolini y de el jurista nazi Carl Schmitt: propone como “progresista” la concentración de poderes y la reelección indefinida.Estos “antiimperialistas” hablan para un público de consumidores contestatarios, enseñan en universidades extranjeras, proponen la revo pop en pesos pero cobran en dólares o libras esterlinas. Prefieren a un Chávez –al que Carlos Fuentes llamó “flatulento y destructor de las instituciones”– que una modesta democracia. De ahí cierto efecto político, mínimo pero inmenso, del libro de Arzoumanian cualquiera hayan sido las intenciones de la autora.