9.6.12

La mañana sol de limón (V), por Hugo Savino





Nos separamos sólo porque ellos no quieren saber. Seguí con esos libros prohibidos y me quedé casi solo. Mi vejete de tío silencioso que no se dejó engañar por las remanidas historias de la italianidad la vaca sagrada de la memoria operística los chuchos resecos de las glorias garibaldinas las aventuras industriales a él no le tocó el bien común no pudo digerir esa caca poética del progreso no pudo fue a parar a una pieza en Suarez al fondo. Un hoyo. Desde ahí veía las luces de La Boca. Jubilación de mierda nadie al que decirle algo. Sabía. Y estaba mejor solo. Sus amigos: dormían hablando en los cafés, bonchas del eterno presente de la mentira, y él estaba en la ventana, miraba algo, no sé qué, algo, miraba y se pasaba las palabras por la boca y fue el principio de su soledad loca. Cama vieja, radio antigua, cepillo para el traje. Pasarse las palabras por la boca. Es la condena social. Me dejó esa costumbre. Lo veo mirar por la ventana. O en casa. Irma le arrima un café, Irma con vestido floreado del verano, él rasca la mesa, no habla, un anís para acompañar, yo lo miro y sueño, no me acuerdo pero seguro que sueño, marca de fábrica familiar. El camino que hicimos de Olavarría y Patricios a Avellaneda por esa calle amarillo lavado años cincuenta, llena de negocios, gente por Montes de Oca, y yo sabía que en algún lugar de ese camino estaba mi ensoñación, la perla rarísima, los cuatro acordes de mi solo. Ese fue el camino. Después salí, me metí en lugares que no me correspondían, y me marcaron el camino de salida, astillitas en el alma, me dejaron, me pusieron en mi lugar, ¿por qué? Pero muchos años después. Cuando se me ocurrió progresar y tuve amigos de buenas familias. ¡Las buenas familias! Mala frecuentación para mí. Quise meterme un poco en otro ambiente. Un poco de respetabilidad. Algo así. Me ajustaron las cuentas. Amigos de vidriera. Y no digo como al otro. Excluido el como de esta novela. Un aprendizaje es dejar de progresar. Necesité libros. Los libros de salida. Y decidí dejar de estar loco y seguí leyendo. Dejé mi personalidad de persona cordial, que cae bien, que trata de no hablar de lo que leyó. No es que me puse a hablar de esos libros, casi nunca hablo de lo que leo, salvo con poquísimos amigos curtidos en cielos, amaneceres y colores. Y que no juzgan. No puedo ponerlo blanco sobre negro. No lo puedo resumir bien. No le busco una solución a este embrollo, eso seguro, detesto las soluciones narrativas. Un poco de luz para mí. Busco una frase que me vengue. Que no tenga solución. Que flote.

La palabra moscardón. No sé cómo ponerla. Me gusta. Tiene que traerme una buena frase. La saco de un poema: “Todo prometido, ella se duerme, flor bajo el dardo del moscardón.” Tomo también “el dardo del moscardón”. Palabra y frase. Ese dardo. No se me escapa. Se me pegan los moscardones. O los pego como dice Miriam. Veremos. Ella trabajaba en la instalación de palabras. De ahí fraseaba. Era pobre. Fue rica. Se volvió pobre. ¿Qué pobreza? No sé, no se puede hablar de la pobreza de los otros. Sólo se puede decir: es pobre. Lo aprendí en un libro. Ya sabía que un pobre es invisible. Pero ese libro me enseñó muchas cosas más. No sobre la pobreza únicamente, no, de eso sé mucho. Los hizo hablar y eso es sorprendente. Los detalles de la pobreza. Nadie soporta los detalles. Así es la lectura. Un momento de soledad que se va ampliando. A soledad, obvio. A más soledad. De manotazo a manotazo. Y los que renuncian a la lectura; ¿a qué renunciarán? Es un poco básica mi pregunta. Pero me asombra esa renuncia. ¿En nombre de qué originalidad? Son mis divagaciones, pero daré vueltas y al final no me alejaré de esta novela localizada en un momento del tiempo. Acá no se condena a los perdedores sociales. Y uno tiene que decirse las heridas de la lejanía del tiempo. No están tan lejos. Si uno empuja. Animarse y se toca, la lejanía, como se toca el aire de la noche de verano de 1950. Es como el desorden. Bendito sea. ¿Moscardón de la familia de pesado y copión? Escritores moscardones. Falsos amigos moscardones. Gama de moscardones. Como la gama de los coches Citröen. No puedo ver estas cosas de manera desapegada. Para eso hay que nacer en otro lugar. Las componendas del lugar de nacimiento. Los retoques y maquillajes. Para gente respetable. Hay muchas maneras de ser respetable. Sutiles. Huelo un respetable a una cuadra. Me enervan. Uno de los yeites del respetable es el kitsch de la emoción, llora, llora por todo, por la humanidad, todo a distancia, ausentes, son ausentes, nunca serás tan respetable como ellos, nunca. Sentimentales, desesperadamente. Y los sentimentales te matan. Lo sé y los frecuento. ¿Seré un horrible sentimental? ¿De la cobardía? Le tienen miedo a los pobres, a la pobreza, asco al pobre, asco al fracasado. No caer en la tentación de querer seducir a esta gente. Respetables. Alejarlos. Patearlos. Te piden que les inspires piedad, te la cuelan, te la regalan cuando tienen tiempo, no te dejan contar. Pero quiero resumir: no se puede frecuentar a brutos letrados, es injusto. Irse al culo del mundo no quiere decir irse del momento del nacimiento. Patio de inquilinato es para siempre. Es un infinito si lo quieren más delicado. Se verá en tu cara. En tu lenguaje. No se podrá ocultar. Para qué. No se puede usar como pasaporte. Tampoco. No sirve para nada. Hay que dejar atrás a esas garrapatas que venden delicadeza. No siempre se nace. No quiero meterme ahí. Conozco a muchos no nacidos. Clandestinos. Queridos amigos no nacidos. Andrajos que se obligan a frecuentar el mundo. Leo el artículo de un imbécil que glosa la gran novela americana, no la va escribir nunca. Anuncia que sólo lee americanos. ¿A quién quiere asustar? Y bueno. ¿Por qué no? Debe ser hijo del otro imbécil que anuncia que no le gusta Joyce. Lo anuncia al mundo. A sus discípulos. A sus lectoras. Los autoriza a no leer. Los no nacidos son otra cosa. En principio no hay imbéciles del presente entre ellos. Cómplices de los desposeídos. Pero desposeído es para tesis. Sólo que no nacidos y desposeídos son sospechosos. Pero tengo que volver a los revolcones, las ideas generales son una tentación. Tengo que escribirles a Esteban y a Mariano. Me mandarán una carta rajante. Les confesaré que salí a buscar respetabilidad literaria. Se cagarán un rato de risa. Hay sol. Me achicharro y busco la sombra de los árboles de Paláa y Berutti. Rasco el aire de la memoria, medio tuerto, pero no importa. Te espera el vacío, el viento. Hay que tejer. Palabras: agüita, sombra, tijera de podar, limonero, viejo. Paro. Cosa vieja palabra vieja. Es una lista. Amo las listas de palabras. Me las hago cuando escribo. Atrás del cuaderno. Toco. Ilusión. Manía de lo interminable. ¿Mudanza es derrota o ilusión? Desalojo. Poco prestigio. El que te que pone distancia, el emocional, el lloriqueante, todo eso reunido en su persona de burgués de familia, en su tradición berreta, como todas las tradiciones exhibidas, gente que no dice más ropero o pava, y tiene edad para decirlo, qué poco se puede contar con ellos, tanto rezongo de aullido que se derrama como leche hervida, para un teatro de lo ridículo, y mejor no tomarla en cuenta porque todo termina en lágrimas de cocodrilo o desplante. Tendría que ir cortando esta queja, este lamento de los amigos no amigos, voy a exceso de novela sentimental, me pone en mal lugar, le doy pan a los intérpretes de la psiquis, a las eternas lechuzonas de la vigilancia, tengo que cortar. Casi ninguna amistad se puede anudar.


Con la gente que no te deja leer, que te deja en el umbral de los libros, que se angustia porque uno lee mucho. Es raro. Es como pedirle a un boxeador que no boxee mucho. Condenar o llamar boludo a alguien porque lee es juntarse con las voces mierdosas del sentido común y de la prudencia y el buen juicio, con lo permitido.

¿Qué miedo? El miedo a que nos expulsen. Ese temblor. Pobres víctimas de mi amistad. Me les caí encima. Pero en mi defensa: un poco: le otorgo a muchos de esos desechos del alma que fueron mis amigos el poder de echarme de su amistad. ¿Qué amistad? Nunca me miraron en realidad. Ni me vieron. Tampoco es traición. No estoy en esa dimensión de las coordenadas y la traición. Mucha pretensión. No me vieron. Perdí tiempo.

Vagabundo de tren debajo de los siete puentes: saco de lona, sombrero de ala no muy ancha. Cómo me harta la gran novela paranoica. Los paranoicos. Los celosos. Los canas de los sentimientos. Los tipos que ven mierda en todos lados.



Salimos de Barracas. No sé muy bien adónde voy. No sabíamos. No éramos como Hudson. No teníamos experiencia. Sólo la del pateado. Pero no había drama. Éramos gente de patio. Chirusas o chirusos en camioncito. Bártulos. Paquetes. Vajilla envuelta en papel diario. Gritos. Unos días antes de la mudanza hubo un picnic en el parque de la ancianidad. Roberto tocó el bandoneón. Todos bufamos. Como años después mi amigo plomo novelista que querrá leer sus maravillas de tedio y sabiduría sentado en su saloncito. Bandoneón o lectura de manuscrito, mismo aburrimiento. Todos escapamos para los árboles, Roque Juan se divierte, incentiva el bandoneón, Irma pasa las empanadas, Nélida saca las berenjenas, toda la italianidad se dispone a comer, Roberto mata algún tango. Pero yo no incentivo lectura en voz alta de poemas. Costumbre del esteta, el paralítico de la escritura, unas copas y saca a Juan Ramón Jimenez de la biblioteca ordenadita. Me gustaría seguir ese hilo entre el primo de Irma bandoneonista y el esteta y su amigo esteta. Malos payasos –si lo tengo que decir, sé que es fácil, pero me viene a la mano– de la noche porteña, de la carnecita asada, la empanada, el vino tinto. Pero no, me agota. Es un facilismo, la burla es el supremo facilismo. Me caigo del lado de la burla. El esteta angustiado es un especialista en burla. Detesto la burla. Y el bandoneonista es un pan de dios en el cielo. Él caminó por la ciudad, años, solo, con sus jaquecas histriónicas, empleado, yugador de escritorio, amable, decente, la decencia ordinaria, los estetas de la carnecita y el vino tinto “deben formar parte de la intelligentsia para pensar todas las estupideces que piensan, un hombre común nunca puede ser tan estúpido como esos dos”.

No importa si pregunta por mí. No caigas. Tragate la curiosidad. Es sentimental, los sentimentales llevan la crueldad pegada a la suela de los zapatos. ¿Qué preguntó? Formulismo. Algún dejo de mordida del alma. No averigües. La curiosidad en el bolsillo. Pregunta es señuelo. Esfuerzo por dejar de berrear quejas. No vayas donde no te quieren. No preguntes más. No vayas. No berreo más. Me callo. Hay amistades que son un error.

Miro el cielo de estrellas manoteo el aire de alegría escucho voces medio alucinadas y yo alucino o las voces o el cielo de la noche pero no es la vieja depresión o el pánico. Eso pasó.

Querida prima coneja ¿dónde están los muebles laqueados? ¿A quién se los diste?

Porqué tanto miedo a los libros que hacen escribir. ¿Por qué ese miedo a que no me quieran? ¿Por qué? ¿Por qué no cambio de barrio? Lecturas secretas. Es lo mejor para despejar el alma. ¿Por qué pido permiso? Una lista de los miedos. Como las de los demonios interiores. No soy furibundo como ese sentimental. Pero lo que no soy: fácil. Odio a los furibundos. Y a los sentimentales. También nombrar más los lugares.

Guardo las escenas de los libros que amo: la del perro en ese vagón del tren al sur, que comió un poco de la hamburguesa del vago que viajaba acostado sobre su mochila. O “ese guarda que entra y pregunta de una: ¿quién paga?” ¿Todos, nadie? De una, para sorprender al seco. Siempre estará ese puto guarda. Cambiarán los gobiernos pero un guarda entrará a preguntar quién paga.

Cambio de lecturas. Cambio de alma. Desertar. ¿Cómo cuándo? ¿O al final se trata de ser un estudioso de la literatura? ¿Querés que te lleven al coloquio? Querés eso, ¡quejoso! ¿O querés dejar de ser invisible? ¿El reconocimiento? ¿Cuál? ¿El hegeliano? ¿El de poeta? ¿Algo así? ¿Dejar la invisibilidad? ¿Terminar poeta o novelista o escritor? Hay que estar loco, muy loco o muy apático para abandonar la invisibilidad. ¿Por qué no me junto con los que me quieren? Leo el Vagabundo de las estrellas. Preparo El Valle de la luna. Me escapo de algo, no sé muy bien, pero me escapo, siempre estuve escapando. Y seguiré. Esa herida puta. Y ahora dejo entrar la luz del mediodía. Sol color sopa de calabaza. Divagaciones. Leo ese relato donde él lleva a su hermanita cerca del río y le enseña cómo saltan los peces. Le muestra el reflejo del sol y le promete hacer lo mismo a la tarde, a las siete justo cuando un fragmento de la luz sube hacia el sauce y se escapa por la copa. El verde es intenso, y no hay como la promesa de una ensoñación a la hora del mediodía. Desertar.

¿Prima coneja tenía un sueño personal? ¿Tenía un gran amor al final? Tengo que averiguar. La recuerdo llamándome en ese bar. ¿Con qué soñaba?

Un ejemplo de moscardón: el escritor burlón al que después vi corriendo a los brazos del profesor que bajaba por la escalera. El abúlico burlón. Insaciable de gloria de provincia. Los moscardones llevan la burla pegada a la suela de los zapatos. Toda una vida en esa noria. Conozco alguna que otra carancha burlona.

Mis venganzas, algo así como Mis odios. También puede ser: mis rechazos.

La sensación de ir a ningún lugar. La chifladura de la normalidad ya fue. Ambición de un día. Hay que saber olvidar. Terraplén del Pato al Sur. Tiro un tronco quemado por la barranca, estoy en esa ensoñación. Infancia. No salir de allí. Un hilo de agua que baja de algún lado. ¿Con qué sueño? Ahora está la desesperación. No pongo un mameluco duro de pintura parado en una pieza, no soy pintor, pero nunca me olvidé de esa figura. Los pintores no hacen imágenes hacen cuadros. Ese mameluco ahí parado, duro, solo, duro de pintura es la vida de la desesperación. ¿Miedo a repetirme? No. Tendría que hacerme más preguntas. Una, sí: ¿qué hago entre toda esta gente, si nací del otro lado? Tener el don se paga caro. Socialmente caro. El ser se perdona, el don es un regalo de Dios. ¿Y ese dúo cómico atragantado por la envidia? Uno saca su cine B, el otro su loro teórico. Los dos me envidian el don. Yo amo a los tipos de las tardes de calor, de sol, de humedad, esos tipos en la ventana del café, que vienen de la tarde de los años cincuenta. Esos no van. Se mueven apenas. Cigarrillos. Pocillo. ¿Camina el pasado? Tengo que ir despacio. La desesperación no se ventila, o: sermón. O caranchas te ponen en libertad condicional. Mudanza en camioncito es éxodo. Hay que reforzar la clandestinidad.

Lola. Sí Román, protomártir de mis confesiones, Lola. Sí. Que no vive enclaustrada en la casa. No se deja meter en el placard. Lola hará feliz al que la vea con el oído. Mira fijo porque quiere que la escuchen. Ese, el que la escuche, a ese, le romperá el corazón con esos pantalones rojos, esas botitas rojas, esas piernas largas y chuecas, el holluelo justo donde empieza el escote, y lo matará de celos amorosos y él tocará la luna, su recompensa. Lola está destinada a la felicidad amorosa. Aprenderá a leer y escapará de la vigilancia de brujas, de la retórica del fiolo universitario, de las compañeras de oficina, o de peluquería, abuelas, tías, jefes, de los tipos con la mano atada, piojos monologantes que no le dejaban abrir la boca. En la mañana luminosa de Avellaneda bajará la ropa tendida a la noche, la rescatará del sol. Y ninguna preocupación por el futuro: ¿qué es eso? Murmullos de la cama. Tendrá ese marido irrealista, ese gavión, lo mantendrá, se morirán todos de envidia, ella aprendió en algún lado la palabra a-social. Escrita con ese guión. La anotó en su cuaderno de notas, se la escuchó a alguien y aplicó el instinto de azares y la escribió. ¿De quién aprendió esta piba arrulleta a llevar cuadernos de notas? Una pista dudosa: de la misma Lola: la leyó en un relato de un desconocido, vaya a saber de qué siglo. Ella hará el mate, clásico, fatal, por qué no, y bajará a la luz, y se meterá en el día extendido, la perderemos de vista. Lola con solera, brazos de planchadora de verano, dejará el aura de la vieja ternura mientras dobla en la esquina del baldío. Mientras todos van al revés como ese río verde sublime y la miran ir. La felicidad recíproca a la luz de la media mañana, los que la miran y la mirada chanfle de Lola. ¿Alguien le dijo: Lola, hacé cuaderno de notas?

Pero está la mirada. Lola mira. Y él está ahí. Arrinconado contra la barra. Toma un café. Él mira primero. Primero es su mirada. Lola la devuelve y la deja ahí, en sus ojos, y eso dura lo que dura, y a él le queda como una alegría dolorosa, un recuerdo, instante, se lo lleva para la noche. Hará algo con eso.

A la mañana Lola mira las ramas que apuntan al cielo, esperan el viento, quietecitas, llenas de hojas verdes. Se pone las botas rojas, pasa los cordones, murmura al techo, no se recita nada, no hay nada que temer por ese lado, ¿qué espera de la caja pandora del día?, es secreta, no confiesa nunca, nunca caerá en manos de un poeta.

Lola sigue pasando.