14.4.12

¿Te ríes, tío? Ay de la risa... –En honor a un humorista, por Perla Sneh




May Christ have mercy on your soul/for making such a joke
amid these hearts that burn like coal/and the flesh that rose like smoke.

Leonard Cohen



Conviene hacer un poco de historia: Hubo en el Ghetto de Varsovia un hombre llamado Abraham Rubinztajn [Pronúnciese: “Rubinshtein”]. Algo en él, cuenta N. Nudelman (Gelejter durj trern / “Risas entre lágrimas”, Bs. As., 1947), obligaba a reír a los atormentados judíos allí encerrados. Enormemente popular -quizás estaba loco, quizás no- Rubinztajn corporizaba el amargo humor del ghetto. Al ver pasar el carro con los muertos, gritaba: Recuerden, compañeros muertos, después de la calle Smotcha, el camino va cuesta abajo. ¡Sujétense fuerte!... Solía instalarse frente a algún negocio a gritar ¡Abajo Hitler! y no había modo de callarlo hasta que recibía algo de comer. Cierta vez, se corrió la voz de que había muerto, el ghetto entero derramó por él lágrimas ardientes. Reapareció a los pocos días y agradeció a todos, uno por uno, por haber asistido a su entierro. Los cronistas lo recuerdan correteando, con su extraña alegría a cuestas, acosando a los transeúntes, vociferando chistes y refranes. Pero, de pronto, se acercaba a alguno de los que reían y le murmuraba al oído: ¿Te ríes, tío? Ay de la risa....

Rubinztjan no fue una excepción: en todos los ghettos hubo lo que Rajel Auerbach (“Der Umkum Drame” [El drama de la aniquilación], Rev. Di Góldene Keit, Nº 4, 1949) llamó un marshelik fun umkum, un bufón de la matanza. Rojl Pupko (“Ein ior árbet in YIVO únter di daitchn” [Un año de trabajo en el IWO bajo los alemanes”], citado por N. Blumenthal, en Bleter far gueshijte – Ídisher Histórisher Institut [“Hojas de historia – Publicación del Instituto Histórico Judío”] Tomo I, Cuad. 3-4; Varsovia, Agosto-Diciembre 1948.) cuenta sobre un sastre en Vilna obligado a trabajar para los nazis quien, al medirles un traje nuevo, en vez de la expresión ídish usual en estos casos -ir zolt es trogn gezunterheit, o sea, “que lo use (trogn)- con salud”- decía: Gezunte zoln aij trogn, Herr Levtenant, “que los sanos se lo lleven (trogn), Sr. Teniente” (es decir, “que se lo lleve el demonio”). La diferencia, inaudible a oídos nazis, hacía, sin embargo, estremecer los hombros de los demás judíos presentes; Pupko no omite relatar sus esfuerzos por disimular la risa.

No pocas veces los judíos –que debían cantar al marchar al trabajo, ya que debían mostrarse alegres– coreaban versos derogatorios de los nazis en su misma presencia. Una de las canciones preferidas por los asesinos era una antigua copla sumamente popular: Lomir zij iberbeitn... (“Hagamos las paces...”). Espontáneamente –todas las crónicas coinciden en esto– los judíos cantaban, alterando apenas la letra: Lomir zei iberlebn... Sobrevivámoslos...

Hay registros de infinidad de expresiones de un humor insoportable, como el grito de ese judío de Bialystock al ser arrastrado al tren de la deportación: Mir hot ir genumen, nor Stalingrad, ¡a faig! / A mí me agarraron, pero Stalingrado, ¡minga!.., pero basten estas pocas líneas para asomarnos apenas a una risa que nos congela el alma. Y digamos, simplemente, que la risa –ingenua, franca, cavernosa, trágica, desesperante–, no faltó ni en lo más negro de la matanza.

Pero no fue la única risa en juego: Cuando los ciudadanos, soldados y SS realizaban sus actos inenarrables, las fotos muestran que sus rostros no estaban torcidos de horror, ni siquiera de sadismo común y corriente, sino más bien deformados de risa. (...), dice Anne Michaels (Piezas en fuga, Alfaguara, 1997), que propone un nombre para esto: la risa de los malditos.

¿Por qué, entonces, es la risa piedra de toque de tal polémica? Más aún, tal pelea, porque no se trata sólo de mejores o peores argumentos, sino de dónde nos ubicamos para sostenerlos. Digámoslo así: se trata de donde nos ubican nuestras risas.

Es muy probable que el autor –y quizás también quienes se alzaron “contra la censura y el acoso”– no entiendan qué paso. Pero no sé si el Sr. Salas deba “pedir perdón”. Quizás baste leer a Vladimir Jankélevitch para reconsiderar tamaña exigencia. Por mi parte, no me creo con derecho a desnudar conciencias ajenas. Asimismo, descreo de las vestiduras rasgadas en letras de molde, sobre todo ahora que el gesto se ha convertido en dudosa credencial de un desleído bienpensar. Sin embargo, entiendo que, aún si desconoce las razones, el Sr. Sala no puede desconocer lo que ha provocado, es decir, no puede desentenderse de las consecuencias de su acto. Bueno, tampoco exageremos: poder puede, (¿acaso no es lo que hace la lógica de ese espectáculo que rige tantos de nuestros debates cotidianos, es decir, desentenderse de sus propias palabras? ¿O debemos redundar diciendo de las propias risas?). Pero, vaya uno a saber por qué, abrigo la esperanza de que no lo haga.

Porque quizás Ud. no sepa, Sr. Salas, dónde lo ubican las risas que buscó despertar pero puede que se espante al advertirlo. Quizás se estremezca al percibir cuán agraviante resulta su malogrado intento, no para con “sensibilidades individuales” –¿cómo reducir esto a algún pequeño yo ofendido? –, sino para con una memoria que, lo entienda Ud. o no, le atañe; lo injurioso que resulta para con una historia siempre en peligro y que quizás Ud. no advierta –y se espante al darse cuenta– cuánto ha colaborado en acrecentar ese peligro. En fin, quizás no advierta lo irresponsable de su acto, incluso para con ese impensado colega que, como Ud., sostuvo a ultranza, hasta el último átomo de su cuerpo hecho cenizas, su derecho “al humor negro y la acidez”: dicen que Rubinztajn reía cuando subió al tren.

Quizás Ud. no sepa lo que ha hecho, Sr. Salas, pero ya no le asiste el derecho a desconocerlo.


Tomado de: LA TECLA Ñ, año XI, número 51- marzo/abril 2012.