25.6.11
Por el lado de las cosas sagradas, por Mariano Massone
Sobre Por el lado de las cosas sagradas, de Martín Rodríguez
La religión católica se basa en una mítica antropofágica: esa gran comilona humana se desplaza por los siglos de los siglos –amén– desde un comer al otro a una consumación como comerse a sí mismo, autosatisfaciéndose en el propio sufrimiento. Por el lado de las cosas sagradas (Editorial El niño Stanton, 2010) de Martín Rodríguez produce esta licuefacción religiosa pero no sólo eso. Este libro de poemas narra tres historias que, disolviéndose éstas entre sí, generan una cuarta dimensión, que es la dimensión del hecho poético.
En primer lugar, es una historia bíblica que remite a momentos claves del libro judeo-cristiano: la caminata de Jesús sobre las aguas, la conversión del pan en carne humana (acto sacramental que sigue hasta nuestros días), el jardín del Edén y la caída del paraíso por la manzana del saber. Pero si de saber se trata, hay una segunda historia, ya no fundante (como la primera) de la cosmovisión occidental, sino parte de nuestra carne nacional (a ser consumida en este libro de poemas). Aparece una abuelita que, en su delirio, habla con Rosas y un personaje, Facundo, que su nombre nos lleva directamente al libro homónimo del escritor Domingo Faustino Sarmiento, fundador y promovedor de la institución educativa pública a la cual pertenece, seguramente, ese niño de clase media que se llama Facundo en los poemas. Por último, la tercera historia es una historia familiar: los preparativos y los sucesos de las festividades navideñas argentinas. Los ritos familiares como tirar un tiro a las doce de la noche y esa sospecha que, con nieve y en un país del norte, se pasan mejor las fiestas.
Estas tres historias conviven simultáneamente y se convierten en una sola: “caminando por el desierto de la sopa/el humo derrite de sus almas lo bueno, la sopa/ se abre en dos ríos hacia el fondo de la olla donde bulle.” El comienzo de la cena navideña familiar se convierte así en la caminata por el desierto (¿éxodo judío, pampeano, o acaso el Martín Fierro huyendo de la frontera?) que abre a la sopa en dos, como Moisés abre las aguas.
Los poemas de Martín Rodríguez se producen en una intersección macro-micropolítica: no es sólo la constitución familiar con sus mitos edípicos (presupuestos freudianos totalmente refutables), sino la constitución de una familia atravesada –carnalmente– por la Iglesia Católica por un lado y por la Historia Nacional por el otro. El cuerpo, en este libro, es literalmente martirizado por esas dos configuraciones político-culturales, cuerpo que año tras año tiene que volver a reunirse con su familia (aunque sea a la fuerza).
Cuerpo mártir también es el de la figura retórica central de este libro de poemas: Ceferino, ese aparecido al que siempre se lo llama. El beato Ceferino Namuncurá, otro pasaje de la Historia Nacional que cruza historiografía con misticismo, es utilizado generalmente por los albañiles y plomeros para publicitar sus trabajos. Es decir, junto con el gauchito Gil y otras figuras místico-populares argentinas se disputan el puesto de íconos de los obreros de la construcción y afines. Podemos decir, que la construcción de los poemas de Martín Rodríguez se debe a la invocación de Ceferino, puesto que esa familia es de clase media, posiblemente con un padre plomero, de esas familias que comen las garrapiñadas en el patio, con la pelopincho y la planta de jazmines al lado, aromatizando el verano.
Decimos que Ceferino es un cuerpo mártir porque él se murió de tuberculosis. Como dijimos al principio de esta reseña, su cuerpo pasó de comer al otro (acto sacramental de la comunión) a comer su propio cuerpo, mediante la enfermedad -¿Podrá Fernando Peña entrar a la lista de mártires católicos, lo beatificarán a él también?-El cuerpo que se debate entre la Nación y la Iglesia no es otro que este cuerpo autofagocitante que en su despliegue demuestra su destrucción: “¡Bendito sea Dios y María Santísima!; basta que pueda salvar mi alma y en los demás que se haga la santa voluntad de Dios.” Estas palabras son las últimas que Ceferino Namuncurá dijo en su lecho de muerte. Quería que Dios lo salvara, y lo termino matando. Martín Rodríguez, en el final (última parte del libro de poemas) expresa: “dijo al final:/talar un árbol,/ quemar los libros,/y sólo tener hijos.” Al obrero de la construcción, cuerpo mártir entre las regulaciones estatales, privadas y las eclesiásticas, lo único que le queda como producción son los hijos, ya que las rentas por sus edificaciones se la llevan otros.
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16.6.11
Henri Meschonnic - El tiempo, somos nosotros, simultáneamente
Henri Meschonnic (1932-2009) nació en París. Escribió poemas, retradujo la Biblia para que escuchemos allí el poema, escribió varios libros de poética que son indisociables de sus poemas y de su trabajo de traductor.
Recibió el premio Max Jacob en 1972 y el Premio de literatura Nathan Katz 2006.
No hay que glosarlo, hay que traducirlo y dejar que los lectores lo vayan encontrando. Es una obra libre para lectores libres.
Se dice con frecuencia “tengo tiempo”, y todavía más “no tengo tiempo”, pero no se tiene tiempo, se es tiempo. Soy el tiempo. El tiempo nos es consustancial.
Pero no es solamente, como las apariencias que son definitivas, porque se nace, después se es niño, adolescente, adulto, se envejece y cuando se muere el tiempo se detiene para nosotros. Es una realidad evidente, pero nos oculta otra, es que vivimos en el instante, cada instante, y cada instante es todo el tiempo, un fragmento del infinito de los tiempos.
Es que el tiempo, para nosotros, no es solamente el tiempo biológico, que compartimos con todos los seres vivos. No, el tiempo, es nuestra vida, y nuestra vida es otra cosa que biología. Acá tomo a Spinoza, en su Tratado político (V, V) cuando define una vida humana. Cito, según mi traducción: “Entiendo que una vida humana no está definida por la sola circulación de la sangre y de otras cosas, que son comunes a todos los animales, sino sobre todo por la razón, la verdadera virtud y la vida del Espíritu.” –verâ Mentis virtute, & vitâ definitur. Donde advierto la serie prosódica que sostiene fuertemente, tanto una como la otra, las palabras vera-virtute-vita. Y virtute «virtud», significa la fuerza, por supuesto.
Y esta definición es fuertemente ateológica. Es una desteologización de la vida humana, del tiempo humano. Una historización radical del tiempo, como un infinito de la historia y un infinito del sentido.
El tiempo es también el que se usa para entender que no se sabe lo que se hace, y el tiempo de los rechazos por parte de los otros de un pensamiento que desafía las ideas preconcebidas con ideas preconcebidas.
De tal manera que somos a cada instante fragmentos de infinito, y no se sabe que cuando se espera es a uno mismo al que se espera. Y ese sentido del instante hace sentir el tiempo de una manera muy distinta que como envejecimiento.
La consecuencia es que no hay edad para ser joven ni edad para ser viejo. Encontré algunos jóvenes que eran más viejos que yo. Por eso nunca digo: «cuando yo era joven», eso querría decir que ya no lo soy más. No, yo digo «cuando era un niño», «cuando era pequeño», o «cuando era adolescente». Y es cierto que al hacerse mayor, la relación con el tiempo no es más la misma, pasa más rápido, no se ve más pasar el tiempo.
Ser viejo es sentirse viejo, es no vivir más en el presente, o tener las ideas definidas, y si están definidas, es que no se mueven más, ahora bien, la vida es movimiento. Las ideas definidas, son las ideas que no viven más. Entonces, sin saberlo, no se está más en el tiempo, en el instante, se está en un pasado caduco. Mientras que el pasado que queda del sujeto sigue en el tiempo, por lo tanto también en el presente.
Así que no hay nada peor nombrado que el pasado, porque hay un pasado que no es pasado. Siempre soy el niño de diez años que fui. San Agustín ya había entendido que hay tres presentes, el presente del pasado cuando pienso en mi infancia, el presente que vivo ahora y el presente del futuro cuando pienso en el porvenir, dado que ahora pienso.
Pero no puedo no continuar eso que pensó Agustín en sus Confesiones. Él dice que hay tres presentes. Yo, lo que veo es que hay también tres pasados y tres futuros.
Hay un pasado del pasado cuando las glorias de una época no son más que los residuos de la época. Como un autor de comedias del siglo XVIII que se llamaba Poisson. Hay un pasado del presente cuando las glorias de hoy, o las ideas preconcebidas hoy no son más que los restos del pasado, aunque la mayoría no lo vea. No nombraré a nadie, por compasión. Hay un pasado del futuro cuando eso que aparece ya como ideas o como obras que parecen del futuro pueden verse como una prosecución de lo caduco.
Y tres futuros. Un futuro del pasado, cuando algunos olvidados del pasado resurgen imprevisiblemente más tarde. La literatura y el arte dan buenos ejemplos. Humboldt tiene más de futuro que de pasado. El arte de las cavernas empieza en 1911 cuando se lo descubre.
Maurice Scève desaparece después de 1544, pero reaparece y revive en 1828 cuando Sainte-Beuve lo vuelve a publicar (como una monstruosidad de oscuridad), entonces al filo del siglo XIX su dificultad se disipa y se lo vuelve a publicar hacia 1920. Y Xavier Forneret es desenterrado por André Breton. El pasado es tan imprevisible como el futuro.
Y el futuro del presente, son aquellos que piensan y viven lo que no tiene lugar en el espacio cultural del momento, y que tiene futuro que es futuro. Nuestros amigos están del mismo lado de la vida, del mismo lado del lenguaje que nosotros.
Nada es más engañoso que la noción de contemporáneo. Están aquellos que están en el pasado del presente, esos que están en el presente del presente, esos que están en el futuro del presente. Algunos, se entiende, no se encontrarán nunca. A la vez que se frecuentan. Todo lo que hace falta para hacerse de enemigos y amigos.
Entonces, el futuro del futuro, reconozco que por definición, no puedo tenerlo de ejemplo. Pero se puede entender que en el futuro estarán, como en el pasado y como en el presente, esos que serán futuro caduco, esos que serán el futuro de un momento, y esos que serán un pensamiento del futuro.
Vamos, mientras tengamos nuestro infinito, hay esperanza y no estamos solos.
Por Henri Meschonnic
Traducción: Javier Fernández Paupy
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8.6.11
El verdugo, por Sisko
Se apiadan de las víctimas, las víctimas.
El 11 de diciembre era para la mayoría de nosotros simplemente un día más, o mejor dicho, un día menos. Para Jonathan Torres, en cambio, era una fecha especial. Maipú, como lo llamaban todos, había entrado unos ocho meses antes de que yo engomase. Según dicen, ese día vestía un conjunto deportivo de Chacarita Juniors y unas Nike negras con finas líneas amarillas fluorescentes que en seguida despertaron la envidia de muchos de los pibes. Esa tarde, manos juntas a la espalda, habrá pasado al pabellón de ingresos a la vista de la guardia y de todos los muchachos que en el patio jugaban al fútbol, a la payana o al jodete. Habrá escuchado los tradicionales insultos, las tradicionales amenazas, le habrán hecho las mismas preguntas que nos hicieron a todos cuando llegamos y quizás, habrá sentido por primera vez la angustia que se siente ante la certeza de haber sido engomado. Uno o dos días después lo habrán pasado al “Tres” que en ese momento lo llevaba Dani Rivera, conocido por su estilo rápido y directo.
El pelo negro con flequillo largo peinado cuidadosamente a la derecha, la nariz delicada con el tabique curvo y la punta ligeramente levantada, y esos enormes ojos negros que devolvían una mirada profunda, casi tierna, a lo Bambi, no daban a Maipú una imagen muy temible y de hecho, habrá hecho pensar a muchos que pronto sería pollo, pero no fue así. La fama de Maipú empezó a construirse ese mismo día cuando El Enano en el comedor del pabellón le exigió que le cambiara unas All Star rotosas de esas que te dan en el Rocca por sus relucientes y envidiadas Nike negras y amarillas. Hay que reconocer que El Enano se iba de boca mucho pero sabía pelear bien, a diferencia de Maipú, que nunca se iba de boca. Un minuto después, Maipú se acomodaba el flequillo insistentemente con la mano izquierda y con mirada de tres ocho miraba a El Enano que tirado en el piso buscaba uno de sus dientes mientras soltaba chocolate por todos lados. Por el incidente Maipú quedó engomado en el pasillo “A” de castigo dos días, la idea de las autoridades seguramente era que él tuviese tiempo para reflexionar sobre lo que había hecho y debe haber sido así. Apenas unos días después de volver al “Tres”, cuando estaban todos en el patio tratando de calentarse bajo el sol invernal, El Rubio lo empezó a gilear poniendo en duda que fuese realmente chorro. Seguramente muchos lo dudaban porque todos sabían que había entrado por homicidio, pero los guardias habían dicho que había matado al pibe en una pelea a la salida de un boliche y Maipú decía que había sido en un laburo. Al final parece que El Rubio le dijo que él no era un chorro que era un roba viejas y Maipú lo arrancó a las piñas. Dicen que no le duró ni un round y que Maipú paso cuatro días sancionado en el “A” de donde salió con amenaza del director de ser subido al Belgrano si la seguía bardeando.
Después de eso Dani no dudó en atraerlo para su lado y aunque Maipú nunca cuestionó su autoridad tampoco nunca hizo de perro o lavó la ropa de otro. Quizás porque intuía que Dani se iría a la calle pronto se limitó a esperar mientras ocupaba un segundo lugar. Un tiempo después Dani efectivamente salió y todos aceptaron la sucesión de Maipú como algo casi natural.
Era esperable que las cosas no cambiasen mucho en el “Tres” y esencialmente no cambiaron. Lo único que el estilo de Maipú era diferente. El tiempo en el “A” seguramente le había servido para reflexionar. Ya no volvió a exponerse como antes. Pronto se hizo de una tropa de guardianes a los que sometía a través del temor y domesticaba con regalos estúpidos como cigarrillos o porros que en realidad les sacaba a otros pibes que no sabían pelear por sus cosas y preferían contribuir pacíficamente.
Una vuelta, un tal Villalba o Villagra, según quien cuente la historia, que era de Soldati y que entraba al Rocca por primera vez pero que había estado en varios institutos otras veces, discutió con Maipú después de la cena. Dicen que Maipú le había pedido que limpiase el comedor cuando termine de comer y que el pibe se había negado, e incluso, que lo había insultado. Maipú no quiso seguir con la discusión, le retrucó y se fue a su rancho muy sonriente mientras el otro le gritaba de todo. A la mañana siguiente, mientras ese Villalba o Villagra se bañaba, El Enano y Roco se le metieron en la ducha armados cada uno con una escoba. La guardia prefirió no ver, o mejor dicho, no oír nada. Los perros se fueron sancionados varios días pero no la patearon y Maipú salió ileso. Al otro pibe, en cambio, lo tuvieron en la enfermería una semana y cuando salió, con el tabique partido, los dos ojos morados y un par de costillas fisuradas, lo trasladaron al “Dos” donde ya nadie lo respetaba porque sabían que era puro berretín.
Cuando yo entré y pasé al “Tres” todo esto ya había pasado y yo aún no lo sabía. La primera noche Roco, sin palabra previa, me sacudió la cara y me sacó los cigarros. Pensé entonces que tenía que cuidarme de ese armatoste de nariz de boxeador que parecía el capo del pabellón, pero me equivocaba. Era del flaco con la casaca de chaca de quien me tenía que cuidar. Nadie ahí hacía nada sin su permiso.
El 11 de diciembre del 2010 no representaba para ninguno de nosotros nada especial, salvo para Maipú que cumplía 18 años y tenía que subir al Agote. En mi tiempo en el Rocca ya había escuchado muchas historias sobre Maipú y las creía todas pero también había escuchado muchas sobre el Agote y también las creía. Verdad o mentira lo cierto era que irse al Agote era para Maipú abandonar un lugar de poder donde se sentía muy cómodo, era pasar de ser el más grande a ser el más chico, de ser el más conocido a no ser nadie.
Esa mañana, la del 11, recorrí el pasillo de las celdas como tantas otras veces había recorrido e iba a recorrer, semidormido. Pensé que todos estarían tirados en la cama tratando de robarle unos minutos de sueño a la guardia pero cuando pasé por la celda de Maipú me di cuenta de que él también estaba levantado. En realidad, estaba sentado sobre el colchón, que estaba doblado en dos, y me miraba con sus grandes ojos negros llenos de lágrimas. Es raro porque en un principio dudé de que esa fuese su celda, de que fuese él el de la nariz enrojecida y los pómulos brillosos. Pero cuando salí de mi asombro y me di cuenta de que sin dudas era él me asusté. No sé bien si porque temía que la situación incómoda me ocasionase problemas o porque me sentí como desconcertado, perdido en el mundo. Lo único que sí recuerdo bien es que salí apurado para el comedor mientras dejaba caer unas disculpas. Maipú esa mañana no salió a las actividades y al mediodía, antes de que pudiera volver a verlo, lo trasladaron al Agote.
Esa noche, en la celda, no podía dejar de pensar en Yoni llorando. ¿Lloraba porque se acababan los privilegios? ¿Por qué tenía que abandonar una obra tan pacientemente construida? ¿O simplemente tenía miedo de que otros más grandes o poderosos lo lastimasen y le sacaran sus cosas como tantas veces había hecho él con los demás? No sé, puede ser cualquiera, pero yo tengo para mí que lloraba por nosotros, las víctimas.
1.6.11
Los habitantes del demonio, por Jorge Quiroga
La relación Arlt-Dostoievski está contaminada. Unos anuncian al pasar la visible influencia del escritor ruso sobre Arlt, otros que el procedimiento arltiano es traducir simplemente a nuestro lenguaje ciudadano a Dostoievski; acusación rebatible con el simple valor literario de Arlt. Lo que ocurre es que ambos pertenecen a la misma índole de escritores y la influencia del ruso sobre el argentino es, si se puede decir así, poco menos que inevitable.
Luis Guzmán en su artículo “Las inefables palabras” (en Pluma y Pincel, año 1, nº 10, agosto de 1976) ve en esta actitud arltiana de copiar y alterar a otro escritor, la posible relación entre escrituras religiosas. Se refiere a que la copia, la profanación y alteración se realiza sobre todo con una escritura sagrada, la de la Biblia.
Esta circunstancia se da no sólo explícitamente en Dostoievski (hay que recordar la escena en que Raskolnikov en Crimen y castigo hace que la prostituta adolescente Sonia le lea de la Biblia el pasaje de Lázaro), sino también implícitamente en toda su obra obsesionada por la temática del mal y de la religiosidad. Esto también se expresa en Arlt mediante la búsqueda religiosa falsa que recorre toda su obra. Como ha dicho Oscar Masotta, los personajes de la narrativa de Arlt ven el camino “A la trascendencia por el camino del mal” (Sexo y traición en Roberto Arlt, 1965), tal parece el prurito más perfectamente arraigado en estos apestados estos intocables.
Se trata de posibles religiosidades de distinta naturaleza (Arlt/Dostoievski) que tienen en el fondo el mismo punto de arranque: la fascinación por la estética del mal.
Lo religioso/irreligioso que los obsesiona, sobre todo por los efectos de la hipocresía social y moral, y que se constituye en una tensión de sentimientos y de culpas que se desatan o se retienen, el cinismo mórbido de quien razona interminablemente en los momentos de crisis.
A lo absoluto por el camino del mal –dicen los personajes arltianos– como si jugaran esa religiosidad siguiendo puntualmente los pasos del crimen por el cual quieren dejar de ser para existir. Ellos saben que esa actitud consecuente, pero artera, no los deja indiferentes, porque su única posibilidad es comenzar la abyección en la que por lo menos creen llegar a algún lugar.
Ergueta, el personaje de Los siete locos, es el único que actúa la religiosidad que por eso se vuelve más canallesca. Sigue la Biblia a pies juntillas y en esa escritura paradojal y secreta encuentra señales para una elección, para predestinarse. Con su conducta grosera y corriente, falsamente religiosa, sólo está simulando ese exceso de vida que comparte con los otros locos.
Frenéticamente, como una explosión, ejerce su cinismo, al unirse con la meretriz, llevándola hasta su casa burguesa, ante su familia asombrada, sabe que se está burlando. Entre lo real y la irrealidad, entre la vida y las escrituras, está el margen de la demencia en la cual queda iluminado, beatificado. Seguir las palabras misteriosas de la Biblia es transitar un sendero marcado en el símil de continuar andando los meandros del juego, de la cábala con la que gana en los casinos. Las dos escrituras lo llevarán al vacío buscado. Ergueta es el maldito que sabe que la redención es falsa.
Erdosain, el simplemente espiritual, no puede entender pero comparte la búsqueda irreligiosa que tiene un solo fin. Erdosain tiene el filtro de la melancolía para obstinarse pero comparte la búsqueda irreligiosa que tiene un solo fin. En su búsqueda de ser a través del crimen, Erdosain, cree estar vacío, necesita verse, comprobar por un acto que es algo y puede transformarse al separarse de los otros. “Se trata entonces de un trabajo, aunque esencialmente negativo, puesto que apunta a lograr cierta trascendencia por medio de la propia denegación y del rechazo a poseer el mundo” (Carlos Correas, Arlt literato, 1996). Como Raskolnikov existe para el mundo al existir para la justicia de las leyes, el suyo es también un acto religioso por tratarse de una acción que busca la existencia.
Erdosain cae en la oscuridad densa de su conciencia, con una pesadez que lo hace descender, entrar en el agujero negro. Algo está muerto en él sin razón de existencia. Llega al límite de la humillación que significa no desear, no reconocerse en ese hundimiento angustiante. Justamente el objetivo de la sociedad secreta planeada por Verjovensky en Los demonios de Dostoievski es anular el deseo, conservándolo sólo para los elegidos. Pero los personajes arltianos están como Erdosain, ya no deseantes por la angustia o en el camino de la locura o castrados como el Astrólogo. La confesión final de Stragovin es una oscura relación con la niña, que indica una tentación culposa y una máscara para esconder una tensión religiosa y una inclinación mórbida, casi inocente.
Dostoievski acorrala a sus personajes centrales en el crimen y en una furia inexplicable que no puede compararse con los actos gratuitos arltianos, porque éstos guardan el sentido de la melancolía. La angustia que Erdosain se imagina físicamente sobre la ciudad es el delirio de descender, como si la voluntad de autopunirse condujera a una decisión incontrolable: pensarse como lacayo, obsceno e hipócrita, sentir así el horror y la fidelidad de lo ignominioso, rescatar imágenes de depravación.
La ciudad dostoievskiana es también irrespirable, sórdidamente miserable y opaca, pero sus personajes o elegidos (en el borde de cierta decadencia o arrumbados por una decisión de ostracismo que conserva –por lo menos exteriormente– los rasgos de una conducta decente, en parte sociable, o enterrados en el tedio de una provincia rusa) tienen mucho de calculadores malignos. Están conmovidos por la problemática del mal y se interrogan a sí mismos en una religiosidad que ven que se les escapa.
La narrativa de Arlt busca siempre impactar, como exacerbando a través de las situaciones una degradación que está alrededor de los personajes y dentro de ellos. Dostoievski se demora más en una intención que realiza una radiografía de soledades que se corresponden.
En su secta secreta reúne individuos dispares, aristócratas decadentes, personalidades de diferente naturaleza.
El dinero, figura central de las dos narrativas, cumple la función obsesiva de manipular las conductas. Muchos pasajes de Dostoievski son modularmente arltianos. Esa aparición constante del dinero como si fuera el eje en el que se desdoblan las situaciones; especie de encrucijada que ata o desune los hilos de la acción. Si en Los siete locos o en El juguete rabioso la búsqueda del dinero o su falta es lo que estructura la cadena de la historia, en las obras de Dostoievski cumple la misma función: otorga un sentido secundario al crimen, empuja a los personajes a ese apasionamiento por especular, los humilla o los hace dependientes, es el primer motivo para armar las situaciones. El lugar que tiene el dinero en los textos de Arlt es “Un lugar clave. De hecho la sociedad secreta que construye el Astrólogo es una industria de producir cuentos y de buscar dinero”. (Piglia, Ricardo, en “Crítica y Ficción”, Cuadernos de extensión Universitaria, Serie Ensayo nº 9, U.N. del Litorial, 1986.)
Hay algo de impensable, algo que no se puede refrenar, en las conductas de los personajes de Arlt y de Dostoievski. Esa condena “demoníaca” que siempre los lleva a un proceder trágico, sobre todo con respecto a sí mismos, hace que el dinero sea una presencia que no se pueden reprimir.
En Dostoievski está todo una crítica a la “religiosidad” de la sociedad rusa de su tiempo, como si se dijera que los verdaderos religiosos fueran esos personajes que habitan sus novelas, siempre tensionadas entre lo sagrado y lo profano. La religiosidad de los personajes arltianos indica una actitud diferente, ellos están vacíos de absoluto, escépticos e incrédulos en la medida en que se ubican en un lugar totalmente al margen de toda convivencia, dirigidos hacia la nada a la que sus existencias fueron expulsadas por la lógica social. Es como si Arlt los sorprendiera ya instalados en una crisis de la cual no pueden volver y ya no lo necesitan.
La atracción dostoievskiana hacia lo sórdido, hacia el ser humano en los límites del enlodamiento y en la obsesión de acercarse a lo innoble, fue legada a Roberto Arlt. Los personajes del escritor ruso piensan como el Raskolnikov de Crimen y castigo cuál es su posible poder; como si lo importante fuese descubrir el enigma ante el crimen que les permite probarse. Arlt desde el principio tiene pensado cuáles son las medidas que sabe que demuestran el hecho capital respecto a los protagonistas centrales de su narrativa: ellos nada pueden.
Ensayan el crimen de Los siete locos que termina en un acto policial, o la delación de Silvio en El juguete rabioso, o la huida en El amor brujo, como actos que tienen su significación pero que son inocuos. No los devolverán a la integridad de una vida ya atrozmente humillada.
Las criaturas dostoievskianas necesitan confesarse, finalmente, en un movimiento que tampoco las devolverá a la inocencia –los demonio terminan con las confesiones de Stragovin y Raskolnikov– como sometiéndose a una culpa acerca de la cual ya no pueden interrogarse.
Los personajes arltianos son atrapados, hablan como para sí mismos de aquello que cometieron y que siempre es lo último que pudieron realizar. Tienen la cualidad de lo grotesco porque están encerrados dentro de su propio mundo de lastimaduras. Tratándose de un registro similar en ambos casos, para nosotros, hombres del siglo XX ellos son soberbiamente explicables.
Dostoievski, por más que entremezcle de hecho su biografía, sus fracasos, con estos “fantasmas”, deja una distancia con sus relatados y esto le permite marrar en la estructura tradicional del siglo XIX, de la cual es uno de los pilares. Arlt está entrelazado con esas historias negras, es parte indisoluble de la historia referida, integrante de la corte de los milagros de esos desventurados, se acerca a ellos como experimentador y acaba cobijando en ese mundo de los exhombres.
Los pecadores dostoievskianos están sometidos a ese sobrio entusiasmo al cual se entregan irrefrenablemente. Tienen la necesidad del castigo que los salve, pero con el que inician burlonamente la expiación. Los arltianos no necesitan de ese juego, conocen desde el principio que el único lugar posible es una abyección sorda pero pasivamente vivida, como si asumieran la melancolía que es su verdadera situación. Los “endemoniados” cumplen trágicamente su destino, y éste está inscripto en sus propias transgresiones.
La de Arlt no es una copia de Dostoievski, por el contrario es una lectura de algunos temas dostoievskianos reelaborados en un sistema particular de deformación. Arlt no se termina en esta relación, aunque se vea influenciado visiblemente en la reconstrucción que realiza. La resultante es obtener no el ocultamiento sino una nueva versión, una especie de traducción creadora.
Ante el crimen de Raskolnikov se pregunta: –“¿Estaba facultado para transgredir la ley o no lo estaba? ¿Era osado traspasar los límites y aprehender o no? ¿Era yo una criatura que tiembla o tenía derecho?” Antes el crimen Erdosain es un extraño en el mundo de la criminalidad, un angustiado que sabe que no tiene “derecho”, un comediante que se deja actuar como vencido, un reflexivo que mata por sensibilidad, un hipersensible.
Silvio –en El juguete rabioso– sabe que no se trata de locura, sino de una “inconsciencia llena de alegría”, se siente “un curioso de esta fuerza enorme”, de una fuerza que demora en aparecer y que sólo surge por el acto “religioso” de traicionar. –“Yo creo que Dios es la alegría de vivir” –dice– y entiende que ese acto que tiene significación de venganza social no le devolverá nada más que la sensación de no pertenecer a este mundo. Es el convencimiento de que los hombres son desdichados, como si su destino fuera desolado y la vida un desierto.
Ante el crimen, ante el acto abyecto no cabe más que entrar en la melancolía, a la honda pena.
Esa temática en Arlt se relaciona con elementos de un raro sentimentalismo popular, por eso están cargados de altibajos e inclusive de los prejuicios de las capas medias fracasadas.
Dostoievski parece sentir placer al vincular los estratos de una aristocracia en decadencia con sectores bajos. Los personajes de Arlt y de Dostoievski se denigran irónicamente, son melancólicos, huraños y arrebatados. Hay como un regodeo en descubrir al otro, mostrando sus debilidades y abyecciones latentes, estableciendo una extraña poética. Se separan en los que cada uno tiene de específico. Arlt se deja llevar por esa atmósfera obsesiva y por el sarcasmo que está en las ideas, en los hechos y en el uso irreverente del lenguaje. Toma retazos y les da otro sentido, recuperando explícitamente esa influencia hasta diluirla.
Los hombres aparentemente comunes de Roberto Arlt, hasta cierto punto vulgares, buscan como los de Dostoievski una revelación. Para los arltianos es como si se tratara de la última posibilidad, ilusoria, de existir. Los dos escritores hablan de momentos de terror, donde son súbitamente sorprendidos por la revelación del crimen que se cumple en y por sus conciencias envuelto en un histrionismo en el cual se reconocen por primera vez. Pasan de esa revelación a un estado de somnolencia, casi onírica, en la que comienza a vivir de otro modo.
Ya no podrán ser como hasta el momento del crimen o del delito. La diferencia es que mientras los personajes dostoievskianos conservan una especie de retroalimentación que los hace insociables, pero con una convicción de sentirse hombres, al fin de cuentas extraordinarios; los seres arltianos son desvalidos, pertenecen al mundo inexorable de un malestar de nacimiento.
Las obras de los dos escritores compartes el rechazo, una manera de subrayar cierto malestar ante las situaciones de la vida. Enfermos de una religiosidad malsana, con influencias de un escepticismo extremo que se convierte en la búsqueda de un estilo que debe arrastrar las resacas, como en la “carnavalización” de Dostoievski o como en la sedimentación arltiana del lenguaje.
¿De qué forma narrar la escena dostoievskiana en que la viuda tísica sale con sus hijos a pedir limosna en una cato desesperado si no es con un lenguaje donde esa circunstancia grotesca pueda cobrar nivel narrativo?, o ¿cómo contar la secuencia en que Erdosain pide plata prestada a Ergueta y que concluye en la frase hueca que, como quería Arlt, impacte y conmueva? Se trata de problemas nuevos, que Dostoievski supo entrever, y que requerían formas inéditas de narrar para transformarse en lenguaje. Arlt extrae de Dostoievski esa idea de la utopía desmesurada que construye en Los siete locos o en Los lanzallamas a la manera de Los demonios. En el guiño que realizan esas escrituras, en la obsesión de pensar hasta la muerte, está la fuerza de la narración.
Los dobles de Dostoievski parecen tratar de mantener una sola secuencia, intentan sostener fundamentalmente el hilo de la intriga.
Un rasgo que Arlt toma es la circunstancia del crimen y eso le permite, por medio de una estructura de ambigüedades y de mensajes múltiples, convertir los textos en falsos y provisorios.
Dostoievski con un conocimiento directo y previo de los ambientes progresistas de su tiempo (su novela Los demonios al parecer es un libelo antiliberal) satiriza en su relato circunstancias históricas precisas.
El Astrólogo, aunque tenga rasgos prominentes de estafador, es alguien extrañamente comprometido, quizás por ser el inventor de las teorías autoritarias que expresa, pero que él también recoge de los otros miembros. En la novela de Dostoievski no es el protagonista sino otro –fugazmente caracterizado– el que tiene las teorías. En ambos casos se trata de una farsa, que aparenta ser de izquierda para tratar de implantar la obediencia, la esclavitud futura. Las dos sociedades, con la clandestinidad que aseguran el misterio y la desmesura, con los cuales el delirio político es como si encerrara una verdad oculta, configuran una condena antiliberal y burlesca.
Para el caso de Arlt esa puesta en escena significa leer signos que estaban latentes o muy presentes en la realidad político-ideológica de su tiempo y país. En el caso de Dostoievski se nota una visión más distante, aunque él mismo termine empujando hacia casi una identificación con esa verdad.
Los personajes dostoievskianos son demoníacos; los arltianos, lisiados de absoluto, son más frágiles en su infortunio, al no elegir y estar condenados. “Literatos de mostrados, inventores de radio, profetas de parroquia, políticos de café y filósofos de centros recreativos serán la carne de cañón de nuestra sociedad”, dice Arlt.
“A todos los tengo catalogados, el maestro que, cercado por sus discípulos se burla de Dios”, “el abogado que defiende a un asesino ilustrado porque es más culto que sus víctimas y porque no puede por menos de matar, para procurarse dinero, es ya nuestro, los escolares que dan muerte un mujik para percibir la sensación de matar, son ya nuestros. Los jurados que no absuelven a los delincuentes son todos nuestros; el fiscal que se estremece ante un tribunal porque éste adolece de falta de liberalismo es nuestro. Lo son también los funcionarios, los literatos y muchos otros, muchos, muchísimos aunque ellos mismo lo ignoren”, dice Dostoievski y las citas podrían intercambiarse. Habla el Astrólogo o Verjovenski, se puede incluir una frase en la otra, sin la menor alteración.
Son dos mundos conciliables que se yuxtaponen, pero que mantienen sus diferencias.
Arlt, influenciado por Dostoievski, Arlt leyendo a Dostoievski, se puede decir que lo incorpora transformándolo.
En las dos novelas las excéntricas sociedades secretas buscan la revuelta, el delirio, la destrucción del orden, la misma utilería para la creación de un Dios fraguado, el mismo culto de los falso. En Arlt el efecto estético/ideológico es de rechazo y de fascinación antes monstruos que buscan una verdad que no puede rescatarlos de su angustia. Si ambos autores persiguen lo religioso lo hacen de manera distinta. Dostoievski alucinado por ese mundo de intrigas aristocráticas, sin comprender. Arlt inmerso en un mundo que le es cercano.
Los temas de su obra son dostoievskianos, pero el juego de ideas y de intertextualidades que invade los espacios arltianos, puede interpretarse como la decisión e dejar que otros tópicos irrumpan en la obra. Del choque de ambas propuestas estéticas sale un nuevo producto.
Esa elaboración muchas veces se juzgó inconsciente. ¿De dónde surge la influencia principal, la dominante? ¿De Dostoievski o de las mezclas? ¿El secreto está en la yuxtaposición o en la incorporación?
Podemos decir que, en esa mezcla, juntando todos los detritus, Arlt trabajaba como traductor. Ya no sabía lo que era suyo o fruto de los otros. Inclusive el hábito de leerle a cualquiera los textos y modificarlos, mecanismo corriente en él, y de operar con improntus, tanto novelísticamente como teatralmente, forma parte de ese modo de hacer típicamente arltiano que de acuerdo a su carácter emergía cínico, un poco burlón, desfachatado e irreverente.
A Roberto Arlt no le importaba plagiar, robar, copiar, porque su “sistema” era el de apropiarse, para hacer con lo robado su propia obra.
La relación Arlt/Dostoievski es de afinidad. Habría que buscar las posibles correspondencias y divergencias en las pasiones comunes. Ambos poseen un espíritu que se encandila con lo trágico, ambos poseen esa cualidad de entregarse a las situaciones comunes. Ambos poseen esa cualidad de entregarse a las situaciones límite. O mejor dicho, los dos fabulan una narrativa donde lo demoníaco cumple su papel.
Dostoievski nos muestra vínculos en los que la posibilidad del mal basta para tensionar hasta el límite. Arlt, cambiando la temática, ronda los mismos fantasmas. La angustia que viven esos “seres” –que no son apáticos–, es la del “hombre masa”. Ella es la que está desde el comienzo estableciendo una referencia concreta a los conflictos rituales.
En el escritor ruso, hay dos mundos conectados por la repugnancia, que si bien no los iguala, haca pasar de un lugar hacia el otro a sus personajes culpables. El espacio de los canallas, y el de la aristocracia corrompida, se compenetran aunque guarden su especificidad. En Arlt hay un solo mundo posible, el de los humillados.
La atracción ante lo fronterizo se da en los dos autores. Los dos utilizan como material narrativo a los criminales, a los locos, a los santos, a los revolucionarios, a los borrachos, a los marginales de toda especie.
El remarcar los aspectos bajos, pasionales, sórdidos, es una constante. Se elige la temática de la crueldad humana para ponerla en primer plano. Arlt, como hombre de su tiempo y de su clase, no podía más que estar atento a esos juegos morales que tenía frente a sus ojos.
Dostoievski se estremece en ese punto de vacío que es la condición humana en el linde, en la frontera del acto oprobioso.
La confluencia es de problemáticas. Dostoievski, reaccionario ideológicamente, realiza burlonamente “análisis sociales”. En Arlt ese trabajo de análisis es inherente e interior a su poética. Abreva en la fuente dostoievskiana, porque su registro está dirigido en el mismo sentido. Encontrará en él un estudio de las posibilidades del mal, sus efectos vacíos, sus falsos problemas de conciencia.
Arlt es la continuación enrarecida de Dostoievski. Los personajes se les “imponen” a uno y a otro. Manejan dobles de la experiencia vivida, tergiversan para poder así incorporar a esos seres la materia de la narración.
Dostoievski escribe en la Rusia del siglo XIX, y su narrativa densa, contrae una especie de pacto con esos personajes oscuros. Escribir en el mal, pensar sobre él, poseerlo en lo que tiene de singular e inasible, no es elegir una temática meramente estética o de escritor, es escoger una reflexión, encadenar una serie de aspectos que arrastran el vacío de pensarse.
Dostoievski y Arlt, se entrelazan con esas historias, no solamente por el carácter “realista”, “representativo” de sus ficciones sino más bien por el hecho de escribir “confesionalmente” identificados. Eso confiere a sus narrativas el empuje de ser escrituras pasionales, en ese sentido poéticas y experienciales y también es lo que concede credibilidad a sus narraciones dictadas como en un entresueño.
Un personaje como La Coja (Los siete locos, Los demonios) puede mostrar similitudes y diferencias. La de Arlt es una ex sirvienta que luego se prostituye, su conducta en la novela es cruel, astuta. Está ligada a Ergueta, un bufón ridículo que encuentra la beatitud de la locura. La de Dostoievski, también ex sirvienta, es una loca frágil, Como se ve es otro el personaje de Arlt, dimensionado a un clima narrativo singular.
Tanto Ergueta como Stragovin comparten la actitud irreverente de hacer que las dos mujeres entren en la familia burguesa o aristocrática para escandalizar. Son actos “endemoniados”, cubiertos de mayor o menor melancolía. Sabemos de la fuerza física de Ergueta, de su dureza grosera y también del carácter irritable, culpable de Stragovin. El desenlace los sorprenderá a uno iluminado por la locura, al otro hundido en el suicidio. Lo importante es que se trata de figuras del mismo género que podrían ser de Arlt o de Dostoievski.
Arlt utiliza el modelo, y la similitud de tensiones, de encantamientos. Veamos y comparemos el Erdosain arltiano y el Stragovin dostoievskyano. El personaje ruso es presentado con misterio a través de todo la trama, sólo al final se confiesa, aumentado aún más lo extraño de su proceder. El personaje arltiano es una continua confesión, una constante puesta en juego de la angustia. Erdosain es “puro”, fantasioso, sensible, rebelde. Stragovin frío y verdaderamente apático, sordamente ausente. Los dos sin embargo están enredados en un crimen. Erdosain por medio de la imposibilidad de ejecutarlo, o de cometerlo casi en sueños. Stragovin porque después de hacerlo efectivo está en un camino de regreso y de remordimiento. Dostoievski busca infructuosamente la expiación de las culpas que derivan del ejercicio de la maldad, Arlt es mucho más grotesco, los actos que promueven sus personajes nada resuelven. La tragedia dostoievskiana es una tragedia cristiana, en última instancia nihilista. La de Arlt comienza en la angustia de la humillación, de la existencia.
Los dos autores convergen en sus obras en el semidelirio de los demonios, ambos se diferencian en cómo aplican sus poéticas. Arlt provoca una lectura de circunstancias sociales e ideológicas. Dostoievski reflexiona sobre lo impenetrable de la condición humana. En Arlt se piensa esa condición a partir de criaturas lastimadas, de monigotes indefensos.
Arlt lee lo que quiere, lo que le conviene, cambia de signo, es como si reinterpretara lo leído, usa ese material, para poder urdir otra trama, dislocando los lugares, no importándole el hecho de que pueda haber evidencias de la influencia del autor ruso.
La idea de sociedad secreta está en Arlt desde el club adolescente de El juguete rabioso. Sociedad iniciática y romántica donde el móvil es robar y reunir “muchachos inteligentes” para delinquir. Arlt en Los siete locos sólo los traslada al mundo adulto y, aunque de otra manera, les conserva el rasgo de “romanticismo” como si fuera el imposible de las acciones proyectadas.
La Sociedad secreta de la novela rusa tiene un planteo diferente, el fin político también es fantasioso, pero Dostoievski se inspira en circunstancias históricas concretas –que inclusive eran muy cercanas y presentes para sus primeros lectores– las parodia deformándolas, desde su punto de vista.
El carácter del límite último, de nihilismo, es absolutamente similar. Si el Astrólogo arltiano es el teorizador y el líder del desvarío, Verjovensky –que es tan pícaro con él– embaucador e intrigante, toma los apuntes de un cuaderno de Shiagaliov para mezclarlo en sus intrigas criminales.
La división entre elegidos y esclavos, entre la elite y aquellos que tienen que obedecer es la misma. La Ciencia, en el autor argentino, estará destinada a la minoría que detenta el poder; en el discurso dostoievskiano será negada absolutamente, pero los elegidos mantendrán el deseo y el sufrimiento, conservando así características humanas.
En Arlt, está siempre presente la referencia, irónica, a la explotación, subrayada para “justificar” los intentos de construir la utopía que debe mantener la vejación y la mentira como norma. Ambas “teorías” proclaman la necesidad de la obediencia de las clases subalternas, el nosotros y el ellos, los de arriba y los de abajo, pero Arlt utiliza ese juego para decir que el industrialismo, la explotación, la mentira metafísica, la simulación, serán los ingredientes de la sociedad proyectada.
El simular, que es inherente a las estructuras de las dos sociedades secretas, es el campo para lograr la disolución de valores que implica el proceso “revolucionario”. En lo amargo del tema está la similitud esencial, entre esas conspiraciones inútiles, en la violencia estéril de estas utopías negativas. El método es el crimen como procedimiento, sólo que Arlt que habla desde los humillados se incorpora rodeando el cinismo de la sociedad futura autoritaria, utilizando los resortes mismos de la realidad que le tocó vivir.
Nos encontramos ante dos críticos feroces del liberalismo. Dostoievski busca denigrar lo liberal, socialista y nihilista, y termina fascinado por la carga convulsiva de negadores de la sociedad aristocrática de su tiempo. Arlt denigra y no cree en ese liberalismo sentimental que avala al fin la miseria y la podredumbre. Sus sujetos están seriamente lastimados por aquello que los encadena a una humillación que tiene raíces en la sociedad real, capitalista.
En este sentido es que Arlt es un escritor del siglo XX, no sólo porque detecta las contradicciones básicas, sino porque además la angustia arltiana es consustancial al horror. Éste no puede definirse más que con el método escabroso y de reiteraciones que el escritor encuentra en muchas fuentes (folletines, “malas” novelas, lecturas técnicas, lenguaje en Buenos Aires, etc.) que vuelca a la construcción de un nuevo sentido.
Si la “igualdad” planteada por el shigaliovismo es una burla infame y está organizada en base al engaño y a la exasperación de la crueldad, podemos decir que la “igualdad” arltiana –imposible entre humillados– es más feroz y más contundente, o tal vez sea otra forma de formular su contenido.
En Dostoievski el hombre está embebido de maldad, envidia, simulación e intriga. Em Arlt el hombre está perdido entre las mismas miserias, pero hundido irremisiblemente en el pozo de la angustia.
Según Bajtín “la conciencia pensante del hombre y la esfera dialógica de la existencia de esta conciencia en toda su profundidad y especificidad son inaccesibles al enfoque artístico monologal. Por primera vez han sido objeto de la representación auténticamente artística en la novela polifónica de Dostoievski”. (Problemas de la poética de Dostoievski)
En ese sentido, como lógica consecuencia, la obra de Arlt toma ese punto de partida y de manera irreverente, escribe una narrativa que coloca a sus personajes en el centro de una crisis existencial que los lleva al límite y de la cual no pueden salir.
Los “seres” desgarrados de la literatura arltiana, deambulan arrastrando sus conciencias en el medio de una ciudad inhóspita que los cobijan pero que al mismo tiempo los rechaza.
Arlt es el escritor del siglo XX, también su modalidad artística es fundamentalmente moderna y lo dialógico es un elemento central de su escritura. Trabajando con el lenguaje de su tiempo monta una narrativa en su novelística estrictamente polifónica.
Los procedimientos arltianos constituyen modos de operar en el lenguaje, inclusive mediante la culminación de su obra en una rara poética que no desprecia ningún nivel del discurso.
Sin respetar solemnemente a la literatura leída vorazmente, corrompiendo los modelos y utilizándolos para realizar con restos de ellos una nueva escritura, Roberto Arlt instaura una literatura absolutamente representativa y descarnada.
En: Diez miradas sobre Roberto Arlt, Editorial Fundación El libro, Buenos, Aires, 2000.
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