7.10.10

Philippe Sollers - Un inocente en un mundo de imágenes

Todo es bueno para sacarse de encima a un escritor que se impone: mitologías, fotos, cine, novela familiar. Con Fitzgerald, se juega una y otra vez el mismo film hecho de clisés: héroes desencantados, Musset de la autodestrucción, ebriedad de la perdición, perseguidor de Zelda, perseguido por él mismo. Costa Azul y crisis de 1929, imprevisión, gastos y alcohol. Ahora bien, hay que leer a un escritor según lo que dice, según lo que expresan sus frases, y no según lo que se dice de él. Según creo, hay que aislar las frases de Fitzgerald y ver cómo funcionan: es particularmente flagrante en sus Cuadernos. Cuando leemos las palabras unas después de las otras, y no las limitamos a la simple dimensión de los mecanismos de una narración, de una story, se alcanza el momento en el que ellas derrapan para decir otra cosa. De esta manera, uno puede encontrar puntos comunes insospechados, paradojales, entre Fitzgerald y Kafka. “Un hombre en la habitación vecina había encendido un fuego. El fuego había consumido el colchón. Tal vez habría sido mejor que el fuego lo hubiera consumido a él también, pero para eso se hubieran necesitado unos pocos centímetros más. El colchón fue llevado con mucha ceremonia.” ¿Es de Kafka? No. De Fitzgerald. Fréderic Berthet fue el primero que estableció, en su Diario, un paralelo entre estos dos autores. Eso da una profundidad que, en general, no es de buen tono en los comentarios sobre Fitzgerald, y lo pone en una dimensión “a la manera de Kafka”. Por otra parte, eso permite encarar la desenvoltura y la gran libertad de Kafka, que muy pocas veces es señalada. Este paralelo tiene la ventaja de aclarar a uno por el otro. En los dos hombres se encuentra un trasfondo de culpabilidad, que acerca a Fitzgerald al universo de Alfred Hitchcock, especialmente a films como Con la muerte en los talones. En sus conversaciones con François Truffaut, Hitchcock dijo una frase que se volvió famosa – frase que no encontró ninguna reacción de la parte de Truffaut. Truffaut le pregunta si su educación con los jesuitas explica la atmósfera de culpabilidad de Mi secreto me condena. “¡Cómo puede decirme eso, responde Hitchcock, puesto que todos mis films describen a un inocente en un mundo culpable!” Esta respuesta hay que entenderla en términos metafísicos. Fitzgerald, al que se le negó un entierro religioso, era también de origen y de sensibilidad católica; en su trabajo encontramos a este inocente en un mundo culpable, figura que lo acerca al trasfondo bíblico de Kafka.

Fitzgerald es víctima de un film que se proyecta ininterrumpidamente; y sin embargo, fue el primero que percibió la lucha –violenta– que iba a desencadenarse y a intensificarse entre el espectáculo y lo escrito. Lo expresa con mucha claridad en El Crack-up, en 1934: “Entendí que la novela […] empezaba a subordinarse a un arte mecánico y comunitario incapaz de reflejar algo distinto, no importa en qué manos esté, en las de los negociantes de Hollywood o de los idealistas rusos, al pensamiento más banal, a la emoción más evidente. Era un arte en el cual las palabras estaban sometidas a las imágenes, en el cual la personalidad era erosionada para llegar al bajo perfil que la colaboración impone inevitablemente.” Y más aún: “Había una indignidad repugnante, que se me volvió casi una obsesión, en la subordinación de la palabra escrita a otro poder, a un poder más deslumbrante, más grosero…”. La sumisión de la palabra a la imagen…

Como a Faulkner, a Fitzgerald lo dejaron agotado en Hollywood; vio cómo llegaba ese ascenso de la dictadura de la imagen, con una rarefacción del lenguaje, ¡en la que ahora estamos en un 2000 %! ¡Hay que insistir en esto! La gente, en los días que corren, abre un libro para ir a ver una película. La crítica literaria misma no sabe hacer otra cosa que rumiar una ideología cinematográfica. Por esta razón hay que aislar las frases – que a veces suenan en Fitzgerald como aforismos – en lugar de entrar en la mera historia, en la narración. “Ella le sonrió de costado, con la mitad del rostro como un pequeño acantilado blanco”. ¿De quién es? Picasso, contrariamente a la doxa de su tiempo, a los cánones estéticos de los surrealistas o de los comunistas, valoraba mucho a Fitzgerald, lo que para mí no es neutral: tienen en común la dimensión “infilmable”, no pueden ser reducidos a una imagen cinematográfica.

Las palabras, si prestamos atención a lo que llevan, invitan a ver, llevan colores, movimientos, sonidos; es sobre este punto preciso que hay que interrogar y leer a los escritores…

“Sus ojos estaban llenos de amarillo y lavanda, amarillo por el sol a través de las persianas amarillas y lavanda por la cola del pelo hinchada como una nube que flotaba indolentemente sobre la cama. De repente ella se acordó de su cita y, sacando los brazos de la colcha, se puso un negligé violeta, echó su pelo hacia atrás con un movimiento circular de la cabeza y se fundió en el color de la pieza.”

Fitzgerald, como se nota claramente aquí, intenta convocar la mayor cantidad de percepción y de sentido a la vez. Ahora bien, a través de este borramiento de las palabras bajo las imágenes, vivimos una expropiación de las sensaciones y de las palabras para decir los diferentes sentidos. Al ser captado por la óptica, nuestro oído desaparece, como el tacto, el olfato, el sabor, etc. La historia fue evacuada de la sociedad en la que estamos hoy; comienza ayer o antes de ayer. No tenemos más que imagen, imagen, imagen… ¿Y lo escrito?

El concepto de sociedad de espectáculo de Guy Debord se profundiza cada vez más: los protagonistas, los extras de nuestra época son hijos de este espectáculo. Vivimos una actualización inmediata de todo esto durante la campaña presidencial, en la que los dos candidatos mezclaron todo: Blum, el papa, Estados Unidos, Jaurès… Todo muy típico de las nuevas “generaciones espectaculares”, educadas en el espectáculo. Desparecen las fechas, se evacúa la Historia, y las percepciones del cuerpo se reducen a una pura y simple imaginería artística. Por consiguiente, es importante saber leer a un autor como Fitzgerald, cuyo genio de escritor no se toma muy en serio, es una leyenda entre otras, y se relata su imaginería con los buenos sentimientos de rigor. A través de una visión de la literatura, se difunde una especie de propaganda subyacente, en general, romántico-nihilista, que se convierte en un bien-pensar sugerido. Algo que por supuesto tiene un alcance difícil. Hemingway tenía razón cuando decía que en las épocas difíciles la literatura está siempre en la línea de fuego, es la primera en ser apuntada: creo que estamos en esa situación.




Por Philippe Sollers


Traducción: Hugo Savino