9.5.10

Jugar con los perros como perro con perro, por Juan Dos





En el decenio segundo de la segunda mitad del siglo veinte varios escritores latinoamericanos gesticulan sus hábiles mascaradas subidos al fenómeno del “boom”. Las regalías del negocio editorial, la sabrosa circulación de efectivo abre el apetito a la novísima generación. Algunos adoptan aires de “estrella”, la mayoría corteja los gustos y las prerrogativas de la cultura dominante. Arguedas no. José María Arguedas (1911-1969) no es un aculturado. El socialismo no mató lo mágico en él, su manejo del instrumental literario “burgués” no le impide ni rascar (con gusto) la cabeza de chanchos mostrencos ni conversar y jugar con los perros como perro con perro ni convertir los mitos y los cantos de su pueblo en textual espina dorsal de sus novelas. Esta última, por lo demás, conversión problemática: leyendo los capítulos finales de Transculturación narrativa en América Latina, de Ángel Rama, uno toma conciencia del conflicto (¿irresoluble?) entre la forma novela (burguesa) y el tema y los destinatarios de Arguedas (el pueblo). Problema común a Walsh, quien, entrevistado por Ricardo Piglia en 1970, esquiva la apresurada vinculación a Joyce o a Faulkner servida por el entrevistador, optando por una literatura “menor” (Lord Dunsany), más de sótano, por (al menos) una forma breve, más pequeña. Metiendo en medio a Borges ya que a éste “nadie se anima a pedir una novela”.

Arguedas y Walsh registran la tensión en sus Diarios. El zorro de arriba y el zorro de abajo (edición póstuma de 1971) y la comprometida crónica clandestina de Operación Masacre, Satanowski y Rosendo (1957, 1958, 1969) forman parte de un proceso, ensayan soluciones parciales. Los Diarios son el lugar de ese registro. El problema de la novela desemboca en el Diario. Valiéndose de la privacidad inherente al género, Arguedas y Walsh registran múltiples tensiones. Tensión del combate personal junto a los avatares del combate colectivo. Por ejemplo Arguedas: “me devano los sesos buscando una forma de liquidarme con decencia”, “los hacendados grandes y chicos se mean en la boca y en la conciencia de los indios”. Tensión respecto del campo literario burgués o revolucionario, tensión de las formas estéticas extraídas al grupo dominante (duras, difíciles de reconvertir) y tensión de la asfixiante soledad respirada a lo largo de sus complicadas estadías en cualquiera de los hemisferios regios. Ambos. No obstante, la utopía indígena de Arguedas, más allá del trágico final personal, el silencioso presente y el futuro incierto, en su inmediatez, provee una cercanía con lo “real” mayor que la de un socialismo conjugado a futuro. Cuando a comienzos de los sesentas Walsh visita las delicias del lupanar cubano y accede a la suave tersura de sus misteriosas mulatas (Ese hombre y otros papeles personales: 1961, 19 de febrero, domingo) siente culpa. Avisado por los remilgos y la vigilancia cómplice del joven gobierno revolucionario al que responde, no lo disfruta. Walsh registra eso. Arguedas, en cambio, camina solo, casi apocalíptico, las sesiones académicas seguidas de fiesta en la Universidad de Valparaíso apagan la poca llama encendida entre árboles, perros y mujeres de la vida. Lidia con accesos de invalidez operativa que duran años, enloquecido por el trabajo vudú (supondría Artaud) practicado por el capitalismo, academias e intelectuales, sobre su voz, luchando contra ese bombardeo viral de la palabra consensuada, confiesa hallar en el “pino de Arequipa” a su mejor amigo. No cuenta con nadie: “yo tenía pocos y débiles aliados, inseguros”. Qué Bach ni qué Vivaldi. El pino de ciento veinte metros de altura, desde el patio de la Casa Reisser y Curioni domina todos los horizontes de la ciudad. Arguedas le habla con respeto y el gigante, gigante como el Niágara, probablemente hasta hoy guarda su confidencia. O como cuando va de putas (secuencia más luminosa que la dedicada a su mujer: “por primera vez no sentí temor de la mujer amada”), Arguedas, como los personajes de Onetti, no es que vaya de putas, se queda con ellas recibiendo “el toque sutil, complejísimo que mi cuerpo y mi alma necesitaban para recuperar el roto vínculo con todas las cosas”. (Nota al pie: dentro de la ética revolucionaria el tema de la prostitución genera cierto escándalo y el realismo socialista acostumbra replegar sus hilos narrativos ante el vistazo de una sexualidad marginal.) Las correspondencias Arguedas-Onetti vienen por este lado. La furibunda inclemencia neurótica de la desesperación ciudadana que zafa del partido académico o del corset revolucionario, establece los códigos, las relaciones, los circuitos del ámbito marginal no como exilio interior, sino contrapartida del mundo burgués. Operación que disminuye la intervención política en las dimensiones del plano obvio de lo real, pero que revaloriza y opone sujetos, vínculos, estilos vitales, recorridos biológicos, geografías violentas y materiales desclasados. Y opone la mujer pública a la privada, la delincuencia y la cara de la desgracia al maldito encanto de la burguesía, como el imaginario de la marginación a la complacida estructura moral proyectada por modas, intereses ideológicos, políticas editoriales, esnobismos estéticos, mafias culturales, etc.

A partir de Yawar Fiesta (1941) Arguedas sortea las normas de la modernidad enfocando exclusivamente un solo problema, el indio. A partir de El pozo (1939, cerca de Arlt y anterior a La náusea), Onetti concentra su narrativa en torno al lumpen. Estos no son puntos de fuga, son impiadosos recortes, tajos radicales o, mejor aún, cito a Rama, un “universo interno, humilde, concreto, que sin otras coordenadas axiológicas impone un sistema de valores artísticos poco valioso para la intelectualidad en general” (ob.cit.). Pero la novela es un soporte pensado por una clase determinada y la clase sojuzgada por ésta halla dificultades inevitables al intentar apropiarse de él. Si Walsh se hubiera puesto hubiera completado la serie de los irlandeses (ver mismo reportaje), entonces no se pone y su cambio de posición también cambia la clase de lector. El avance exclusivo en la cuidadosa elaboración de documentos políticos no lo deja reconstituir su narrativa dispersa. Walsh enroca tipos de lector porque la denuncia, licuada por el tratamiento clásico o vanguardista de la novela, se le vuelve inofensiva. Y Arguedas defiende una zona donde salvo el lenguaje no se complace nunca a nada. Por eso Ángel Rama agrega que esta operación (transculturadora) “sólo puede asentarse en los círculos rebeldes de intelectuales y estudiantes del hemisferio de la cultura dominante, sin armar contrapartida en el hemisferio cultural dominado” (ob.cit.). Ni el pueblo trabajador ni el pueblo indígena (aún mucho menos) disponen los recursos indispensables para dotar a Walsh o a Arguedas de condición orgánica, funcional a sus grupos, y ésta diyuntiva, más la cooptación institucional de casi todas las búsquedas o experimentaciones dependientes (en algún punto) del campo cultural, rige, dibuja nuestros vastos laberintos de soledad disidente. Arguedas desplaza el foco hacia otro territorio, sin duda al más ignorado y el menos “interesante” para el cuerpo profesionalizado de una seudo-modernidad tercermundista que, presurosa tras la conquista del mercado europeo, olvida las urgencias de su patria, cautivada por el resplandor de otras en lo económico todavía adversas. Tanto Arguedas como Juan Rulfo (metafísica fantasmagórica de la revolución) como Vallejo (Tungsteno) como Onetti (novela de ofensiva urbano-rural), o, (urbana de barricada existencial) como Carlos Correas en Los reportajes de Félix Chaneton (porque aunque la degradación progresiva del paso del tiempo en Correas y Onetti, sea inapelable, igual desarrollan la “aventura marginal”), todos mantienen los ejes de su producción apegados a la región original, dotándola de posibilidades sumergidas en la indiferencia oculta de su seno. Del reviente displicente al desesperado amanece en ellas el violento y duro banco de la plaza periférica, el revolver del malevaje insubordinado, el tiempo emparedado, la frontera de las bestias arltianas y más allá, donde el tema se transfigura en compromiso, un centinela despierto. Con la palabra cargada al hombro el centinela mira de frente el caos contradictorio de su autocuestionada colmena. La desintegración del edificio vincular, centralizada mediante el vórtice escudriñador de la narración, ilumina el callado desvanecimiento de una comunidad en problemas. Algo viejo, un aparato, una organización o un conglomerado agoniza y se desintegra. Apesta. La novela parte de un problema moral y de una responsabilidad testimonial: la calle, el suburbio o lo rural como zona de batalla entre clases de saberes y cosmogonías inconciliables.

De lado a lado del espectro ideológico emerge una serie de pronunciamientos relacionados a través de cierta (persistente) resistencia a distintos aspectos del totalitarismo y a distintas clases de servidumbre o canallería intelectual que éste necesita y recompensa. Voces impugnadoras, textualidades instrumentalizadas por fuera de los canales fiscalizados desde los gabinetes de la cultura dominante, extravagancias agresivas que intervienen al margen de las cofradías estéticas elaborando escrituras de una contundencia insobornable. Francotiradores del sistema literario, marginales, solitarios o militantes, de derecha a izquierda disparan ficciones, proclamas, ensayos, artículos, poemas y denuncias cuya voluntad de proyectar el tema en el seno de sociedades que lo rechazan e invisibilizan, incomoda, amenaza, sobra, estorba por sus correcciones incesantes, por el desenmascaramiento constante de las numerosas fachadas del tinglado. Interfiriendo dentro del campo literario (llegado el caso algunos también dentro del político), ajenos a la coartada de la irresponsabilidad burguesa y extraños al suspiro del estudiante titular becado, como quería Sartre en ¿Qué es la literatura?, los centinelas piensan, escriben dando pelea, metidos de lleno en la situación de su hora. No escriben a destajo, escriben por amor, goce o necesidad, no por oficio. Antiguamente los poetas eran considerados profetas visionarios y algo más tarde hubieron de peregrinar, réprobos, a lo Hölderling. En la mitad del siglo veinte Sartre fecha el descenso del vate a la categoría de “especialista” (op.cit). En la actualidad, el panorama congelado de nuestro insípido charco exige la práctica del lobby como parte inherente del “oficio”, editoriales pro reeditan material vencido hace tiempo, pocos poetas transmiten el espíritu de la materia a la palabra y, casi ninguno, vierte el sueño del ser sobre la materia. Sacando al francotirador militante, el resto de los francotiradores encarnan hombres solitarios que fuman en un sitio cualquiera de la ciudad, que, como Roquentin, conocen al dedillo esas calles-sótano hediondas de Bouville, de Santa María y de todas las ciudades del mundo, calles donde el sol da con dificultad y unos charcos eternos de agua servida aseguran la escasa circulación de hombres con “atributos sociales”. Porque el hombre social, burgués, acá por lo pronto denominado “cerdo”, observa el decoro, pasea sólo con mujeres “decentes” y asiste puntual al supermercado de las pasiones con la ambición de exterminar la conspiración de las almas fugitivas.

Escritores stalkers. Arguedas, Rulfo, Onetti, Walsh y Symns componen llamativas independencias de impulso furtivo. Se deslizan de manera ilegal. El referente de sus trabajos, al hallarse desclasado no participa de la recepción final y así, el diálogo iniciado, acaba siendo escamoteado a los receptores efectivos, calificados, pero en esencia extraños al deseo original del texto. Zona de lúgubre belleza, su carácter irreversible conoce renuncias y audacias. O el amable sometimiento del mercado o la reclusión del silencio. O la fe en la palabra o la confirmación del suicidio. José María Arguedas interrumpe su vida y evita ser convertido en sombra, enfermo inepto, testigo lamentable de los acontecimientos. Lo cual no impide afirmar que el suicidio derive muchas veces de interpretaciones desafortunadas, lecturas insuficientes que, enceguecidas por el rápido fulgor del apresurado descenso, queman, desperdician un resto valioso. Un bendito resquicio por donde las piruetas imprevistas del francotirador (pienso en Viel Temperley: “El guardafauna”) acepten sin más la obligación casi templaria de mirar hacia el mar, día tras día. No importa qué. Para llegado el caso salir con un máuser y disparar contra las olas o contra las horcas y entonces disparar hacia fuera, no hacia adentro. Lejos del último boliche del camino, con doscientos kilómetros de soledad a las espaldas.