Así, el mulato Cipriano, calavera y dicharachero, que con sólo sus gestos y palabras evocadoras arrastra a los empleados al deslumbramiento de las apariencias, a la súbita y terrible revelación de que la nada de la imagen hermosa vale más, en la existencia de cada uno, que el ser positivo de “lo real” al que han amarrado sus vidas.
Carlos Correas (Arlt literato)
La versión teatral que hace el Grupo Ojcuro de la burlería en un acto de Roberto Arlt, La isla desierta, merece un elogio. Parte del elenco son actores no videntes trabajan con la técnica del Teatro Ciego, arte que consiste en la ausencia total de luz durante el espectáculo y en la celebración de esa hermosa nada que albergan las imágenes que sólo necesitan palabras que las invoquen. Durante el transcurso de la obra se produce la anulación total del sentido de la vista que fomenta el desarrollo de otras vertientes perceptivas como lo son las olfativas, las auditivas, soporte principal en el que se apoya la obra, y las táctiles, que aunque en menor medida resultan tan elocuentes como las demás. En medio de una sociedad en la que el predominio de lo visual adquiere síntomas de epidemia, esta puesta en escena se erige sobre la franca negación de ese signo de los tiempos, saluda al “extrañamiento” de los formalistas rusos y a su anhelo de transformar las anquilosadas percepciones mediante una forma renovada de “ver” y pensar las cosas.
La pieza que dirige José Menchaca y se presenta en la Ciudad Cultural Konex desde hace algunos años, asombra no sólo por su revolucionario y literalmente “nunca visto” método de trabajo, sino también por la atinada interpretación del brevísimo texto que el cronista del diario El Mundo escribiera en 1937. El drama de Arlt, fiel a su estilo, propone un dilema moral. Por allí desfilan oficinistas ruines y corrompidos envueltos en una maraña de vicisitudes burocráticas, olor a café, traidores que se redimen al confesarse, una orquesta conformada por máquinas de escribir, jefes y esclavos. En el cuarto oscuro en el que transcurre la pieza, se pone en duda esa idea que recordara Jean Cocteau en El testamento de Orfeo: “la expresión se hace por medio de gestos”. Aquí se vuelven obsoletos la escenografía, el vestuario, el maquillaje y los demás elementos tradicionales de la utilería teatral. No así los recursos canónicos del radioteatro y de las representaciones de siluetas, títeres, marionetas y sombras móviles, que desde la fosa de los antiguos teatros producían todo tipo artificios sonoros en tiempo real: ruidos de copas que chocan entre sí, la campana de un reloj despertador, la brisa del viento, el sonido de las olas estallando desde el océano en la orilla. Una oficina con grandes ventanales por los que se ven pasar buques y transatlánticos perturba la atención de un grupo de oficinistas de vida rutinaria. Ese malestar actúa en favor del autoconocimiento que los personajes van adquiriendo de sus propias vidas. Presagios sonoros y olfativos de una tormenta en medio del mar, una playa en Madagascar, el aroma hediondo de las calles de Shangai, la reescritura y expansión del texto arltiano no desentona, porque todo suma a la hora de plasmar los vaticinios de Arlt que denuncian una sociedad alienada y uniforme en donde las personas se vuelven meros engranajes lúgubres, tristes y aburridos. Esta crítica lúcida y lúdica al abyecto mundo burocrático, encuentra en el viaje, y en los relatos cosmopolitas de Cipriano, la posibilidad, ya no de una isla desierta, sino de recobrar el valor que la monotonía ha robado a la vida misma.
La pieza que dirige José Menchaca y se presenta en la Ciudad Cultural Konex desde hace algunos años, asombra no sólo por su revolucionario y literalmente “nunca visto” método de trabajo, sino también por la atinada interpretación del brevísimo texto que el cronista del diario El Mundo escribiera en 1937. El drama de Arlt, fiel a su estilo, propone un dilema moral. Por allí desfilan oficinistas ruines y corrompidos envueltos en una maraña de vicisitudes burocráticas, olor a café, traidores que se redimen al confesarse, una orquesta conformada por máquinas de escribir, jefes y esclavos. En el cuarto oscuro en el que transcurre la pieza, se pone en duda esa idea que recordara Jean Cocteau en El testamento de Orfeo: “la expresión se hace por medio de gestos”. Aquí se vuelven obsoletos la escenografía, el vestuario, el maquillaje y los demás elementos tradicionales de la utilería teatral. No así los recursos canónicos del radioteatro y de las representaciones de siluetas, títeres, marionetas y sombras móviles, que desde la fosa de los antiguos teatros producían todo tipo artificios sonoros en tiempo real: ruidos de copas que chocan entre sí, la campana de un reloj despertador, la brisa del viento, el sonido de las olas estallando desde el océano en la orilla. Una oficina con grandes ventanales por los que se ven pasar buques y transatlánticos perturba la atención de un grupo de oficinistas de vida rutinaria. Ese malestar actúa en favor del autoconocimiento que los personajes van adquiriendo de sus propias vidas. Presagios sonoros y olfativos de una tormenta en medio del mar, una playa en Madagascar, el aroma hediondo de las calles de Shangai, la reescritura y expansión del texto arltiano no desentona, porque todo suma a la hora de plasmar los vaticinios de Arlt que denuncian una sociedad alienada y uniforme en donde las personas se vuelven meros engranajes lúgubres, tristes y aburridos. Esta crítica lúcida y lúdica al abyecto mundo burocrático, encuentra en el viaje, y en los relatos cosmopolitas de Cipriano, la posibilidad, ya no de una isla desierta, sino de recobrar el valor que la monotonía ha robado a la vida misma.
Finalmente, lo objetivo. Los espectadores son guiados a sus butacas por los mismos actores. Entran a un espacio sin luz de donde surgen las maravillas de la representación. La versión que hace de La isla desierta el Grupo Ojcuro, bajo la tutela de Menchaca, es una adaptación escénica que puede prescindir de la visión y constituirse como un espectáculo visual.