17.12.11
Presentación de Melodías argentinas, por Adrián Cangi
Milita Molina calza gafas y botas. Con unas mira el orillo, con las otras huye del tribunal de vigilancia. Uno, dos: mira y huye, “pudriendo la pureza”. Como escritora está “ahí”, en la letra y la costra. Saca del lenguaje otra cosa que el lenguaje: la cosa misma a la que el lenguaje pone fin.
De pasión exagerada, de física espasmódica, de alma que cala grieta y mueve fondos, de apetencia por lo irregular. Uno, dos, tres, cuatro: eso, o nada. O mejor, eso, que la resignación a un estilo internacional: moderado, equilibrado, elegante, fácil de entender. Decía, mejor, eso. “Eso” que Hugo Savino llamó: “el pez de oro”. Y rapidito uno ya dice por contagio: repite “ahí”, como escritora está “ahí”, con los riesgos que tiene un torero frente a una cornada. Y como una palabra trae la otra: “tomemos el toro por las astas”. Es la libertad de Burroughs, de apariencia impasible, que vivió colgado de la hebra de nicotina y del hilito de sangre, siempre lejos de la copia, siempre huyendo del sermón blandengue de jueces de poca monta. Milita Molina escribe “ahí”, repito, en la fragilidad de un mundo y en el vértigo de una vida. El resto: fábula e historia, sus hechos y fantasmas. Complicidad y amor. Fiesta y tortura.
Gafas y botas no faltan en ningún encuentro. Luego café, cafecito, casi ristretto pero no tanto. Sólo para dejarlo enfriar y pedir otro. Para sostener el contagio. De eso se trata, sólo de eso, de sostenerse a distancia juntos en la inmensidad de la “palabra nuestra”. Para recordarla, para huirla, entre la comedia y el malentendido, en nuestro común zafarrancho. Como distraída afina el oído, como “chismógrafa” contrae la “cosa exquisita”. Y entre café cortito y café cortito, deja un beso de rouge en cada pocillo, para mejor delirar el contagio. Pregunta lo justo, desarma la pretensión, evita el sermoneo, ríe a carcajadas. Uno, dos, tres, cuatro: eso, o nada. O mejor, eso, que la intolerancia de esas tramas: rancias, resentidas, sabiondas, morales.
“Ahí” se hace con violencia, y la verdadera, es la acción del espíritu. No entres sin ella en esa noche tranquila.
Nunca elige partido, bando o grupo. Como si dijera: “me importa un bledo el sentirme parte de una comunidad, te lo aseguro”. Más aún de esa en la que centenares de gentes formales borran sus huellas de una patada y se arrojan a la alcantarilla. Avanza sola o de a pocos recordados. Se acuna en su vértigo junto al ángel de la noche en el desafuero de la frase dolorosa. Impulsada, por la captación involuntaria, por el temblequeo, por el tecleo, optando por el esbozo, escapa de ese olor a fardo de saber que amedrenta, esa pose de testigo como consuelo moral de las democracias de mercado. Ya lo había prevenido el Maestro, ese que nosotros escuchamos, dueño de una oralidad con palabras para cada oído: “testigo” significa mártir, “escritura”, distancia justa. Se acuna en sí, decía, en su hebra de nicotina y en su hilito de sangre. Como Osvaldo y tantos otros… Pero Osvaldo Lamborghini primero, por filoso y nunca batata. Porque no se colgó de la obligación de definir la luna como Borges, sino de diferenciar “culón” de “nalgudo”.
No escribe como otras tantas “almas moco” por amor al fragmento, pesada piedra colosal, sino por nostalgia de la literatura: amor de aquel que ya no tiene ninguna nostalgia. Amor de fraseo, de frasecita. Amor liviano, como para ir tirando hasta que la melodía total y única se eleve en la noche. Escribe entre dos frases y dice: “quise poner música y elegí un Savino”. Y entre las dos frases fue por el pez grande, “el pez de oro como una donación”: aquella del “azufre de la manta raída de mi padre” y aquella otra “hija, qué rápido pasa todo”. Escribe en el desamparo de una soledad en la que se dona y se vacía. Soledad que conoce al menos dos pasiones: el chisme y la manía; y por lo menos dos odios: la yuta y el vómito caro.
Decía del contagio que le gusta pero sin prolongarlo hasta la ilusión y sin reducirlo a la “tierra tumba” de los senderos previstos. Lo suyo es escuchar para mascullar cada minúsculo espasmo, para teclear las vibraciones de la atmósfera. Tenía razón Gaby Arévalo: “Mila, vos no escribís: borrás”. Será porque el tiempo apremia que se trata de ir rapidito al centro de la cosa para no parar de resbalar hasta dejarla anotada. Escribe rápido, más rápido que los controles, más veloz para que no se pierda la ponzoña. Como lo dijo en otro tiempo y en otra voz el Maestro: “rápida y fina hasta en el bodrio”. Olfatea desde la herida que no cierra el lado oscuro y raído. Oye desde la lontananza la insistencia de unas palabritas: del niño hermano: “bellaco”, de la potente madre: “piquito de oro”, del padre criollo: “aguada” y “silencio”. A cada amor una edad, de cada edad un registro: del niño hermano: éxito de una violencia pírrica de infancia; de la potente madre: gloria encantatoria de la palabra; del padre criollo: sabiduría del modo. Escribe del lado de la herida borrando “en nombre de nuestra salud”. Milita Molina empuja el meridiano del recuerdo al abismo junto a todo fundamento. Sólo restan víctimas y regalos en la marcha que celebra la noche como su más elevada esperanza. A mí me parece que es como la espuma que golpea la tierra y en un único movimiento se retira donándose y se dona retirándose.
Por ello no cede a las buenas maneras de la lengua, por oído, por olfato, escribe: “me entrego y voy tirando”. Y “ahí” la cosa, tan sonora como excesiva a la sordera de nuestro tiempo. Se requiere ser cruel o tonto para ser oído. Un paso más allá, como los santos idiotas, Milita Molina escribe entre Kerouac leído por Burroughs y San José de Copertino leído por Deleuze. Los que han llegado por la gracia y por idiotas bailan en su lengua frente al Papa o ante cualquier papanata. Es que la excepción no es de la regla, o mejor en su idioma, siempre se dispone del lado de la más concreta singularidad sin “sorberle el ano a toda la cultura”. Escribe despejada y despejando, por contagio y no por copia. Me dice al pasar en una charla telefónica: “Osvaldo Lamborghini es la orientación y Cesar Aira la tontería”. Pienso: la orientación es la dosis de crueldad como condición suficiente y la tontería la dosis de liviandad como condición necesaria. Agudeza argentina, sólo soportable si es tomada por sorpresa en las entrelíneas de los Placeres sencillos de Jane Bowles: la loca, la de descollante brillantez, la del trémulo quejido del amor. Milita Molina escribe de la orientación su crueldad y de la posibilidad su tontería, con la distancia de extranjería necesaria a la cosa argentina y su “música vana de pensamientos dichosos”. Y cuando rumia, sabe el problema que mueve su escritura. Es como si preguntara “cómo puede una mujer ser superficial y saberlo al mismo tiempo”. Y la revelación de su escritura resuelve el enigma: “nací poeta puto”. Ni “costurera femenil”, “ni hombre ni mujer ni menos escritor: poeta puto”. No se deja que la atrapen, asume la tragedia.
Melodías argentinas es la alegría de lo real que se presenta idiota, tal como es, pero con la impresión de lejanía y los colores del sentido. La idiotez no es lo contrario a la inteligencia sino el gesto de los espíritus fuertes que arrastran su experimentación por caminos estériles. “Ahí” es la presencia de lo real a la que ninguna mirada, salvo la alegre, es capaz de acercarse tanto. La alegría del “escribir por escribir” no es sólo un modo de reconciliación con la muerte y la insignificancia, sino una vía de donación e insistencia vital. Las “almas moco” oponen rápido y niegan fuerte: disponen de un lado la inteligencia atenta y vigilante, ágil y diligente; del otro, la tontería adormecida, anestesiada y momificada. Nada más impreciso para un espíritu que incluye el azar y la improvisación. Nada hay más atento, ágil y vigilante que la tontería. Bouvard y Pécuchet no son indolentes sino agitados, al acecho de una escucha continua, en estado de alerta inminente. La tontería es el exceso que no duerme jamás. Hay mucha diferencia entre comprender y ser estúpido: la tontería que anima a las Melodías… no difiere de la inteligencia en comprender algo sino en sacar del propio modo de sentir o pensar alguna tarea absurda, mezcla de obsesión y locura, a la que la escritura se consagra en cuerpo y alma. Milita Molina llama a esa tarea “la prosa de la vida”…
Tal prosa no se anda con macanas sino que revienta la suficiencia moral. Por ello el “poeta puto” integra el escaso número de extraviados y pirriados que pone las tripas propias y las de sus víctimas en el temor y temblor de su estocada. Y a pesar del espasmo, es la autoridad del autor la que dice: “para algunos será música y, para otros, intención (ese es vuestro tercio)”. Y sabe disponerse a la altura de la crueldad que destila, no le falta confianza, no intenta persuadir a nadie. Sabe poner el dedo en la sien y, como Savino, busca una motivación para la rivalidad. Tal vez, el contagio me ha tomado por entero, comienzo a sentir “el drama del artista frágil y sensible a merced del impiadoso adorniano de facultad”. Milita Molina vibra por fuera del jolgorio infantil de nuestros modos políticos. Afirma “soy cronista y no me importa mi piedad o mi contento, ni siquiera mi furia” (…) “sigo prefiriendo otros modales y el diablo de la risa encanallada rezongando en la garganta hasta explotar y barrerlo todo”. Y entre la incisión y la risa, solo se avanza en las Melodías… en la herida y herido, como quería el Big Muerto, el gran poeta que agregó el cuchillo que faltaba a la literatura argentina.
He mirado con ella el orillo, he huido del tribunal de las “almas moco”, he sido arrastrado por la pasión, en el curso sin retorno, hacia una alegría ligera. Debo a esas gafas y botas, a la fortaleza de ese espíritu, un “dulcísimo veneno” que circula en mi cuerpo. Música de fondo que ama la traición y la conspiración como estilo de sí, tan verídica como ácida en cada tramo de la prosa de la vida. El Maestro nuestro escribió, con toda razón: “indócil”, y agregaba: “Osvaldo Lamborghini tenía sus razones políticas, la indócil discípula tiene sus razones literarias”. El maestro nuestro partió, sólo nos quedan las razones literarias, los restos perversos en la inmensidad de la palabra nuestra.
Melodías argentinas es un libro de fuego, un meteoro por su amplitud crítica y su intensidad sensorial. Está compuesto de líneas de elegancia y de quiebre. Se dirá que produce por flash y por crack-up. Otro modo de decir que escribir es un acto instintivo de aceleraciones y catatonías. Entre la elegancia y el quiebre, una sensación maestra de deformaciones evita el tedio de una historia. Milita Molina atesora y ama. Atesora la gloria de lo espontáneo inacabado entre los cuerpos: elegancia de Gombrowicz, príncipe del impulso vital. Ama la exploración dispar de una conversación rica en desvaríos: excedencia de Copi, maestro de la puesta en escena y de los personajes como medios. Atolondrada y precisa: le cuesta completar la frase, dice. Sabe de la prisión y no la desea, creo. Ama la hilacha y el desvío como respiración. Como extraviada busca el cuchillo que faltaba. “El desplazamiento es simple, pero las consecuencias son tremendas”.
Con las gafas queda pegada a la hilacha, con las botas alcanza el desvío por los confines. “¡Cómo corrimos esos días, cómo corrimos!”, escribe sobre nuestro común compartir el amor y la muerte. Milita: lastimosa será siempre nuestra necesidad de vivir en metáforas, pero la muerte como el amor se escapan a ellas, también la música, me dijiste al oído.
Ella pregunta: “cómo se mira lo que hay aquí”. Ella responde: “el muñeco inflable que se sacude espasmódico desborda su almita matemática”.
Milita Molina escribe en la desesperación del gesto, se cuela por los agujeros de la soledad. Su palabra más amada nombra lo real en fuga: “atorrantear”. Su reflexión más precisa flanquea nuestra condena: ¡un poco menos de arte para no cagarla del todo!