4.6.09

Platónov: alma que busca felicidad, por Pablo Moreno






En verdad, el arte es una especie de subterfugio. Pero gracias a Dios podemos ver, si lo deseamos, a través de la superficie de ese subterfugio. El arte lleva dos grandes funciones. En primer lugar una experiencia emotiva, y luego, si tenemos el coraje de cultivar nuestros propios sentimientos, llega a ser una mina de verdad práctica. Hemos tenido los sentimientos ad nauseam. Pero hemos tratado de extraer de ellos la verdad, que pude interesar o no a nuestros nietos.
D. H. Lawrence


Una experiencia emotiva y una verdad práctica. ¿Hay algo más importante qué pedirle a la literatura? Una afirmación de esa envergadura solo puede ser formulada por un escritor.

La crítica y la teoría literaria, en un formidable proceso de demolición, pulverizaron estas dos funciones cruciales e instalaron un teatro de operaciones en torno a lo formal. La búsqueda de la especificidad de la literatura (aquello que hace que un texto sea literario), excluyó la emotividad y la verdad. La crítica no permite la angustia, la felicidad, la claudicación ante una verdad irrefutable y la posibilidad de ver al mundo con otros ojos, luego de la experiencia de sumergirse en una obra literaria. En otras palabras, la crítica no se permite el riesgo de compartir las obsesiones de un artista que arroja su obra para ser contemplada. Será porque la crítica quiere ser superadora de la obra y no señalar el impacto de la misma. Será porqué la teoría literaria es una “ficción teórica” (Nicolás Rosa dixit).

No acusemos al formalismo ruso de este proceso. Basta leer el Maikovski de Sklovski para desmentirlo. Para Sklovski la formulación de una teoría literaria no va exenta de la carga emotiva. Es más, la literatura y la vida es una comunión en donde se formula la teoría literaria. Pero volvamos a la cuestión inicial y preguntémonos si una obra como Dzhan de Platónov puede ser desarticulada para luego buscar sus grietas y mostrar su andamiaje. Toda una operación realizada como un simple ejercicio formalista.

Lo primero que podemos decir de Dzhan es que es una obra noble, insobornable e incorruptible como la buena madera, ya que lo que transmite el relato es una experiencia. Parece ser que la totalidad de la obra de Platónov resiste el paso del tiempo. Su utopía no nos es ajena ni tampoco anacrónica. Su prosa posee frases justas y conserva frescura.

Es una literatura que cree antes que nada que una experiencia puede ser transmitida. Dzhan es el relato de la experiencia de Platónov como ingeniero agrónomo en el espacio desértico de Oriente. Un espacio en el que además de tratar de salvar a sus habitantes de las penurias de las sequías y las hambrunas es el lugar en donde se predicará un socialismo profundamente humano. Es en esa zona donde Dzhan se convierte en una novela (o nouvelle a la usanza francesa) de ideas. Y toda obra de ideas persigue una verdad que en consecuencia se transforma en una novela política.

Chagatayev, héroe de la novela, es rescatado del desierto (donde fuera abandonado por su madre) por el poder soviético. Es educado en Moscú y el Comité Central lo reenvía al desierto, al pueblo donde nació, un pueblo sin nombre:

“-No se llama de ninguna manera- contestó Chagateyev. Pero ellos mismos se han dado un nombre.
-¿Cómo es?
-Dzhan. Significa el alma o la vida feliz. El pueblo no tenía nada aparte del alma y la vida que les daban las mujeres-madres, porque les trajeron al mundo…”

Pero ¿qué hacer en ese pueblo?, ¿el socialismo? se pregunta Chagatayev. Es la pregunta utópica en un relato realista. Pero la espesura narrativa de Dzhan no son los lineamientos del “realismo socialista” de Stalin. Para socorrer a su pueblo, Chagatayev debe enseñarles el valor de la utopía, un sueño irrealizable por el que vale la pena luchar. Debe predicar en el desierto, lo cual implica una acción mística y a la vez religiosa. Predicar donde hay necesidades reales, materiales. Predicar es una acción no muy acorde a la línea del Partido. Es una palabra que no tiene la carga burocrática de la jerga del Partido.

El desierto es esa zona incómoda, inconmensurable, en donde Platónov despliega su universo sensorial, en la relación de los cuerpos con el desierto. Porque Dzhan es en otras aristas un relato acerca de los cuerpos: cuerpo grueso, lleno de virginidad tardía el de Vera, cuerpo adolescente en constante crecimiento el de Xenia, cuerpo abstraído en el mundo de la infancia el de la niña Aidim, cuerpo ingrávido y liviano el de la madre de Chagatayev. Cuerpos que necesitan abrazarse, palparse y reconocerse. Cuerpos que dan a la narración un dulce erotismo:

“-Cuando nos acostemos entraremos en calor-decía el marido. ¿Qué otra cosa se puede hacer con tanta miseria? Eres lo único que me queda, no tengo mas remedio que mirarte y quererte.
-Es verdad, no hay nada más -asentía la mujer- , tu y yo no tenemos nada, lo he pensado mucho y veo que te quiero…
-Estamos hecho una miseria -dijo la mujer- estás flaco, tienes poca fuerza, a mí se me secan los pechos, los huesos me duelen por dentro…
-Amaré tus restos- contestó el marido.”

Extraño movimiento pendular el que realiza Platónov. El que va desde la experiencia física del relato (en la naturaleza hostil que irradia el desierto, en los cuerpos que tratan de sobrevivir al mismo) hacia la utopía, al espacio de las ideas. Paradójicamente o no, el socialismo de Platónov no es un sueño colectivo. El socialismo en Dzhan es la búsqueda de la felicidad, y solo puede lograrse caminando libremente por la tierra:

“Chagatayev recorrió solo varios kilómetros; subió a la terraza más alta de donde se veía el mundo casi hasta sus extremos. Desde allí pudo ver a diez o doce hombres que se iban solitarios a todas las partes del mundo…
Chagatayev suspiró y sonrió: con su pequeño corazón, la mente estrecha y el entusiasmo había querido crear allí, por primera vez, una vida verdadera, en el extremo de Sarí-Kamish, el fondo infernal del antiguo mundo. Pero los hombres saben mejor que deben hacer. Bastaba con haberlos ayudado a quedar con vida; ellos mismos encontrarían la felicidad más allá del horizonte…”

En otro lugar de Rusia, y en otro espacio de la literatura, Maikovski (recordando a Serguei Esenin) corroboraba esa misma búsqueda:


Debemos arrancar,
la alegría,
a los días venideros.
En esta vida,
morir es cosa fácil.
Hacer vida,
es mucho más difícil.




Andréi Platónov (1899-1951): hijo de un trabajador metalúrgico empleado de los ferrocarriles rusos, es probablemente uno de los secretos mejor guardados de la lengua rusa (gran parte de su obra todavía no está traducida al castellano). Entre sus obras más destacadas se encuentran La excavación, La patria de la electricidad y otros relatos y una novela monumental titulada Chevengur. Sus obras nunca fueron publicadas por no estar en concordancia con las directivas del “realismo socialista” y por ser censurado por Stalin. Falleció en 1951, imposibilitado de seguir ganando la vida como escritor.