Nunca me
gustó la gelatina.
Ahora
comprendo que siempre comí gelatina light. Quizás tendría que posar mis
palabras en otras bocas y sólo entonces hacerlas salir al campo. Bocas gozosas
de azúcar. Yo no puedo. Siempre está el fantasma de la diabetes. Aunque me
acosan otros fantasmas. Están los pasados y los peores: los existenciales. A
esos les temo a sobremanera, les disparo con pastillas de colores. Confites que
me inflaman el vientre, las piernas, los brazos. Y en la huída, mis carnes
danzan. Se mueven como un todo amorfo. Como el bollo que aspira a ser pizza y
está levando. Mucha levadura también hace mal. Crece la masa hasta que rebalsa
el bowl. Se grilla. Explota. Salta el botón. El jean me lastima la piel. Lo
abandono. Me hago amiga del jogging y corro con mis brazos que flamean como
banderas. Me apuro dejando atrás la angustia que ante el más mínimo traspié me
abraza. Me envuelve. Me contiene. Y de buena que es me llena la boca mientras
me tiende la mano. Me resigno y le acepto el gesto. Corremos juntas a lo Heidi.
Vuela el bollo hasta que cae con fuerza sobre la mesada. Es casi todo grumos.
Pero le insisten. Le piden que crezca, que se ponga más lindo, que vaya a la
universidad. Él ya sabe que le espera el horno. Se calienta y cambia su
estructura. Ya nada es como lo era. Todo está teñido de rojo. La mozzarella se
diluye y burbujea. Lúbrica. Esa salsa también combina bien con los fideos. Que
son como sogas. Sogas como las que adornaban el cuarto de los tíos de Luján.
Sogas de esas gruesas que tienen como pelitos. Pelitos como los que Fabián
tenía en el pecho. Llega la pizza y todos la engullen. Yo no porque ahora me
recuerda a los pelos y se me revuelve la panza. En el ejercicio de mirarse el
ombligo, puede uno, ante la oquedad, toparse con el infinito todo. Apelo a mis
confites amargos. Como el postre para pasar el trago. No repito porque los
otros ya me miran mal. Seguro que el flan se te aloja en la cadera, porque ya
sos todo cadera. Venís a ser un Koinor. Premio al transformismo. Y sus miradas
me ensanchan. Y mi cuerpo abarca la habitación toda. Contengo la respiración
para no inhalarlos. Para no tragármelos a ellos también. Alguien tiene la
lucidez de abrir una ventana. Algunos parten y otros se asoman al balcón.
Aprovecho mi soledad para coquetear con el flan que me guiña el ojo. Yo hago
que lo ignoro pero me somete. Ante el menor gesto de debilidad me aprieta las
manos. Pero mamá oye me quejido y me rescata. Echa fuera el flan mientras me
explica por qué no me conviene. La diabetes, me recuerda. Y me acerca un pote
con gelatina.