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16.2.22

Una década a diario, por Emilio Jurado Naón

 

(Sobre Diario, de Alejandro Rubio, Buenos Aires, Palabras Amarillas, 2017)


El 
Diario de Alejandro Rubio se anuncia como la reedición del «clásico de culto oculto chileno» ya que había sido publicado en Chile en 2009 pero no llegó a integrar las páginas de su poesía reunida, La enfermedad mental (2012). ¿Qué pasa cuando un texto “exportado” vuelve a publicarse, diez años después de su escritura, en el sistema local? ¿Cuál es la vieja y nueva noticia del Diario? Como anuncia la contratapa, viene a «confirmar que no hay guerra externa, solo interna».


Estética y política forman la pareja que se entrelaza, baila, discute y consensúa a lo largo de toda la obra de Rubio. Cada poema es un ensayo de las posibilidades de este binomio, pero en el caso de Diario (que sigue la «línea experimental» de otros artefactos verbales como FoucaultFalsos pareados y Samuel Horribly), el ensayo se somete a constricciones estrictas: entradas breves de una misma jornada, anotadas sobre un cuaderno Avon. Por acumulación, estos párrafos cortos y frases contundentes van dando forma a una mente que no deja escapar detalle, que observa el entorno, oye, analiza los discursos y humores sociales, para garabatear, como de paso, las líneas de un borrador que se quiere perfecto. Porque la guerra es interna, también, a cada entrada del diario, y sus batallas se dan en el terreno de la lengua.

La escritura de Rubio se despliega según la ética de la precisión, la efectividad y el riesgo: «7 mayo 2007/ Una sola, última, digna frase antes de que se estrelle el avión». Y en esa misma línea se conjuga (con el eco de la didáctica de Pound) su enemigo: «7 mayo 2007 / El lenguaje nebuloso de las clases fraudulentas sirve sólo a un propósito temporario». Los propósitos de esta prosa, en cambio, no son temporarios: son insistentes. Se trata de un texto cansado del tiempo, de sus reiteraciones y farsas:


7 mayo 2007

El siglo XXI recién comienza, pero no veo la hora de que se termine. Es un embole pasatista y letal, una pesadilla de aire acondicionado en un país escaso de energía. No me alcanzan los dedos de las manos y los pies para contar todos los retornos surgidos hasta el momento: retorno de Marx, retorno del folk, retorno de la música disco, retorno del rock de los 70, retorno de Silvia Pérez, retorno del cine negro, retorno de la moral trascendente, retorno del tercermundismo... Vuelven todos a una casa vacía que conoció épocas mejores y se sientan a la mesa a esperar que aparezca una sierva y les cocine.

 

Pero la escritura de Rubio hace apropiación de ese tedio del tiempo, para asegurar que la poesía dé en el blanco: «7 mayo 2007 / Una rosa a repetición». Se podría afirmar que gran parte de toda pedagogía se basa en repetir y reformular, una y otra vez, hasta que el estudiante se harte (o aprenda); bajo restricciones claras, el texto de Rubio se pone a escandir el pensamiento en unidades textuales mínimas que varían sus puntos de vista, tonos, estilo y género, pero sin correr la mira del asunto central: una ética del escritor que apunte a desarticular el conformismo, la hipocresía y el cinismo en el lenguaje.

Las frases que recopila el Diario abordan la crítica a los medios masivos y sus trending topics (el paco aparece como protagonista de los comentarios televisivos; dato que muestra, a los ojos de hoy, cómo a pesar de que los problemas sociales no cambian, sí lo hace la agenda mediática); la semblanza de personajes barriales; los juegos de palabras, furcios, malentendidos y palabras sueltas, registradas por su eufonía («7 mayo 2007 / Apodíctico.»); imágenes objetivistas («7 mayo 2007 / Veinte monedas de un peso en un frasco de mayonesa.», «7 mayo 2007 / Envolturas de celofán por todas partes. Envolviendo cebollas.»); y frases barrocas, ceñidas a la melodía y el ritmo («7 mayo 2007 / En la base rufa, en el sucio suelo, alguna, quemando todavía, brasa que desciende a chispa y cuando cae la primera gota se apaga.»); también indagan en el ensayo, la sátira, el rol social de la poesía y, de manera lateral, en el entorno doméstico del diarista.

Pero el mínimo común múltiplo de la jornada «7 mayo 2007» consiste en la torsión que produce el lenguaje para pensarse a sí mismo. Sin discriminar su objeto –del vecino que remodela la casa con la plata del hijo traficante a la blancura en los dientes de Washington Cucurto; desde una crítica sobre el «american psycho» hasta los poetas entrerrianos que leen a Li Po–, el texto de Rubio formula la relación entre preciosismo verbal y toma de posición política no sólo como una posibilidad sino, más bien, en términos de necesidad.

 

 

Tomado de: BazarAmericano/Actualización septiembre - octubre 2017

25.11.18

Cucurto, o la barbarie fingida, por Román Bay




El oportunismo que caracteriza a Facundo Rodolfo Soto, sumado a su falta de agudeza como interlocutor, dan como resultado un libro presuntuoso y pueril, Conversaciones con Washington Cucurto (Blatt & Ríos, 2017). El entrevistado, Santiago Vega, más conocido como Washington Cucurto, no muestra más inteligencia que su entrevistador. Su grotesco machismo y el servilismo de Soto se dan cita en este libro aburrido y superficial. Al leerlo es posible comprobar que Cucurto no es tan ignorante como parece ser. Su barbarie es solo una pose de ventas. Sus inicios como repositor de supermercados, la historia de sus cinco amantes simultáneas y otras escenas de miserabilismo barrial, hacen de este libro un paseo por los lugares comunes de un teatro lacrimógeno sin épica y por las gansadas de unos de los escritores más sobrevalorados de la escena local. Ahí nos enteramos que el epígrafe con el que abre La máquina de hacer paraguayitos, no es de la autoría de Cucurto sino que es un poema del nicaragüense Martínez Rivas. ¿Es que Cucurto no cree en los derechos de autor? Hay perlas de necedad, como esta: «Haber conocido a Santiago Lach, el editor de Siesta, me cambió la vida. Santiago es uno de los grandes regalos que me dio la vida literaria». Afirmaciones inanes de este tipo abundan en el libro. Y preguntas de Soto que sobresalen por su memez, como esta: «¿Si tuvieras que elegir entre la literatura y la concha?». Aunque la respuesta de Cucurto no es menos fatua: «La concha, Facu». Es perdonable que Cucurto escriba mal y que reproduzca estereotipos de clase. Es perdonable que su poca astucia verbal lo lleve a caricaturizar sin gracia el roce social. Pero lo imperdonable es su machismo y su engreimiento. Es imperdonable que hable como si fuera un artista de calidad cuando no es más que un personaje burlón y payasesco. Él mismo se da cuenta de la poca inteligencia que hay en algunas de las preguntas de su adulador, Soto. Como cuando éste, servil, le pregunta: «¿Habría cierta disonancia entre la crítica, el gusto del público  y el tuyo?». Cucurto, amo esclavista, responde: «¡Qué pregunta sin importancia!». O cuando Soto le pregunta: «¿Por qué decís que no sos un intelectual y que hacés literatura baja?», Cucurto, patotero, responde: «Vaya estupideces propias de la clase media, prejuiciosa, egoísta y sobre todo pretenciosa. Esta pregunta delata tu pensamiento en cierta forma que es el pensamiento del burgués de diván, en tu caso de desván». A la manera de Bouvard y Pécuchet, estos dos amigos en pose de zoquetes se reunieron a través de los años para hacer un libro prescindible, aparatoso, falso y sin importancia. Los más de 300 pesos que cuesta el libro son un robo descarado. Soto dice, en relación a las injurias, nunca del todo suficientes, que merecieron los libros de Cucurto a través de los medios: «Algunos comentarios de tan agresivos son divertidos». Cucurto responde: «Hay mucha impunidad. Además, Faculín, cuando uno escribe tiene que aguantarse eso; si no, no hay que publicar». El libro de conversaciones recuerda a la Tota y la Porota, pero en una versión degradada, macrista y sin humor. Estas conversaciones hacen justicia al arribismo de Cucurto, que confiesa que escribe así nomás, libros enteros en dos o tres horas, sin conciencia de las dimensiones políticas o ideológicas que hay en sus pasquines, donde impera la frivolidad más hedionda. A su vez, sus respuestas dan cuenta de cómo un escritor sin talento puede llegar a ser un éxito de ventas. Soto, lacayuno, pregunta a su patrón: «¿Y poetas clásicos como Virgilio, Hölderlin, Homero, Platón, Joyce, los leíste? ¿Te gusta o te la bajan?». Habría que analizar cómo los giros idiomáticos de este despreciable secretario de Cucurto dan cuenta de su degradante condición, pero Soto es tan irrelevante que es imposible tomárselo en serio. A la estulta pregunta de Soto, Cucurto contesta: «No, no. Los he leído mucho, pero no, no me gustan». Es justo decir que Soto parece haber leído todos los libros de Cucurto, uno por uno. Ese esfuerzo que resulta brutal, cretino, detestable, fétido y atroz no parece haber espantado las pocas luces de Soto. También es cierto que Cucurto responde con arrogancia a muchas de las preguntas de su secretario. Vanidad, miopía y mucha ignorancia. Soto le dice a Cucurto: «El Martín Fierro es el primer libro donde hay una mirada inclusiva del paraguayo y de los negros, del extranjero, como algo natural, después venís vos…». Para Soto no hay nada entre José Hernández y Cucurto. Así lee. Así escribe. Así piensa. Como un analfabeto. Y en las preguntas quiere lucirse y mostrarse como un intelectual. Pero solo consigue dar una imagen de zalamero melifluo, embelesador carroñero y ruin halagador. En este libro lo vemos en la plenitud de su necedad. A medida que avanzamos en la lectura de sus conversaciones, estos dos títeres van apareciendo cada vez más como máscaras divertidas y patéticas, sin un gramo de profundidad o amor por la literatura. Sobre el final, Cucurto ya parece un artista consumado, que expone sus mamarrachos en galerías de arte y al que muchas editoriales reclaman por sus bodrios. Son los efectos de la distorsión y las paradojas del mercado editorial.

20.11.17

Javier Barilaro de frente y de atrás, por Claudio M. Iglesias


“Un corazón entusiasta vale infinitamente más para el arte que las teorías más ingeniosas reunidas”

En su foto de perfil en boladenieve.org.ar sale de medio cuerpo, sonriente y abrazado a Evo Morales. Una de sus obsesiones duraderas es la visión de Latinoamérica como futuro accesible y reservorio de alegría. (“Que nunca nos falté un verano” fue su plegaria tras pasar un tiempo en Inglaterra.) Fabricó libros con cartón recuperado de la basura que valían en sus épocas tres pesos (menos de 1,50 U$D al tipo de cambio). Popularizó junto a Washington Cucurto y Fernanda Laguna los fundamentos de una vanguardia freak, moderna, peculiar a escala mundial, que lo tuvo viajando al viejo continente en plan de enseñanza pícara para diseñadores gráficos desorientados. Barilaro era el artista lanzado al asalto del concepto de arte, cuyos contornos posibles podía delinear con una línea de harina en el suelo, como se hace en la toma de un terreno. En el Delta del Tigre juntó basura para elevar construcciones abstrusas y seguramente ilegales, trató de fabricar licor y pesticida casero para plantas de jardín, se hizo amigo de los malandras de la cuadra que regularmente se hacían fiar fernet del almacén y andaban en lanchas estrepitosas, equipadas con motores preparados. A todos ellos les hablaba Barilaro con la jocundia que antaño había dedicado a más altos figurones, a quienes atrapaba con su sonrisa única, la que conoció Evo.

A un gato negro que lo acompañaba en la casa isleña le puso de nombre Utopía. Para este Barilaro de la energía y la torpeza, que hace borbotear la novedad política de su propia fuente (“el artista tiene que tener onda, no técnica”), era posible pintar cuadros de dos metros por tres en una noche y salía a venderlos a la feria a la mañana siguiente. “Hay que colocar toda la mercadería antes de volverse a la casa”, había aprendido de Cucurto. Ser artista es salir de los conflictos siempre para adelante, no achicar nunca y mandarse con lo que hay: ir de frente. ¿Y así todo el mundo podría ser artista, según Barilaro? Él lo dice de otro modo: ser artista no importa tanto. “Una vez, discutiendo con una curadora danesa sobre la etiqueta 'arte latinoamericano', le dije que solo me interesaba la segunda parte, 'latinoamericano'. Si lo que hago es o no arte no me preocupa; sí que sea latinoamericano”. (Carolina Benavente Morales, “Una visita a la Carto”, Escáner cultural. 3 de abril de 2010).

Eso es ir de frente. ¿Pero cómo es un artista que va de frente? Lo decía Julio Rinaldini en 1919:
“La belleza es hija de la sensibilidad; nace del entusiasmo, del amor, y conduce al amor. El artista reside en el corazón. El arte no puede florecer cuando se tiene un horror instintivo por las expansiones puras y verdaderas del corazón, cuando se teme todo lo espontáneo, todo lo simple, todo lo que es del sentimiento y se dirige al sentimiento. Un corazón entusiasta vale infinitamente más para el arte que las teorías más ingeniosas reunidas, y la ingenuidad está más cerca del genio que la pedantería”.

“El talento está en el corazón”, Barilaro dice. Es una de las frases más suyas y no es él. La escuchó, le gustó y la pintó en una tablita de madera que colgó arriba de la cocina de su casita del Tigre. Y desde entonces sí es de él. ¿Un regalo? Una tarea: ser buena persona, abrir el corazón. No enrederarse con la guita. Al ego dejalo, diría Federico Manuel.

“Siempre me dediqué al arte y usé el diseño gráfico como herramienta de relación social, para hacer cosas con amigos”, dice. Diseñar pequeñas utopías desde una posición desautorizada y a la vez erudita es muy típico de él. Sus utopías son expansivamente emocionales a la vez que torpes (tímidas, según la definición de Gambartes) pero últimamente tienen una paciencia nueva que las rescata. El Barilaro de hoy no es el de años atrás: ahora sigue el camino de Rinaldini de enchufarse a trabajar sin ruido ambiente. Más pintura y menos levante. A comienzos de este año lo he visto en Misiones, en lo de Florencia (Böhtlingk), dibujar a mano alzada frente a una cascada y buscar ese chorreo de iluminaciones al que hace referencia uno de sus episodios perlongherianos. Después de un período negro (el de la conjetura política) Barilaro se pasó al blanco (que se presume apolítico). “Veladuras de dorado con látex, una voluntad de niebla o fog will impregna ese bosque de madrugada”. Ahora la onda no es la onda sino la técnica, el rigor, la paciencia: típica voltereta de geminiano.

El name dropping es de tilingos (lo nuestro es el verso)

La serie De película, realizada junto a Catalina Pérez Andrade, repone escenas que tuvieron lugar en el sillón de la sala de atrás de La Internacional Argentina, donde a Barilaro se lo puede encontrar habitualmente empilchado y radiante en medio del humo y la bullanga. Siempre me llamaron la atención esos lugares de atrás de los comercios, de uso interno. Puede ser porque mi mamá tenía una verdulería cuando yo era chico y ahí me pasaba muchas horas en un depósito que había jugando con los cajones en desuso. Es ese el espacio que señaló Michael Asher al desublimar el concepto de arte: la trastienda de la galería donde se cocinan los negocios. Pero en La Internacional el cuartito trasero es un lugar de brote querendón y carcajada más que de toma y daca. Ya que estamos, una oportuna frase de Francisco (Garamona): “Para Barilaro la pintura y el diseño son lo mismo: el libro dibujado, la pintura escrita. Su pregunta fue siempre la misma: ‘si los objetos hablaran, ¿qué dirían?’ Y encontrar la respuesta, encontrarla mientras la buscaba, para mí es su gran aporte, su triunfo”. (Mauro Libertella, “Barilaro te pone la tapa”, Clarín, revista Eñe, 16 de octubre de 2015).

En De película los amigos son los protagonistas: Juliana, Manuel, Francisco, Sergio. Parece un eco de aquel Montequín que supo ser tan hiriente y hoy quedó polvoriento:
En las veladas de ByF el público es el espectáculo, y el frenesí de la celebración mutua impide la ironía o el sarcasmo [...]. “Gabriela, Fernanda, Leo, Cecilia, Roberto, Gary...”, solo el neófito o el irreverente necesitan informarse de los apellidos, conocer el quién es quién de las amistades”. (Ernesto Montequín, “Estertores de una estética”, ramona, nr. 31, abril de 2003).

Fíjense que para Montequín los nombres propios no hacen name-dropping. Al contrario, forman una gran pavada universal, el antídoto barato de la ironía y el sarcasmo. Pero Montequín no podía ver en lo barato lo genial y en la pavada la revelación de algo único. Y por eso no jodió más, quizás. Para Barilaro name-gathering sería un mejor término. Cuando recupera su trabajo como diseñador de libros se trae muchos nombres en el morral. Otra pintura, consagrada al poder feminista (sucesor del imperio proteccionista del Paraguay en las cavilaciones históricas de Barilaro) sigue la lista: Milagro, Cat, Jackie, Higui... (Caribe Trans*, acrílico sobre tela, 83x89 cm, 2017). El lector puede no darse cuenta de quiénes son las referidas. (Lo contrario de lo que busca el name-dropper.) ¿Y las pequeñas pinturas de tapas de libros, con los nombres de los autores del catálogo de Mansalva? Son pelotas picadas para llegar a lo importante: Barilaro la patea y la va a buscar unos metros adelante, como sabe hacer Nico (Sánchez) con la camiseta de los Pumas. Este es el Barilaro de la industria gráfica, según la definición de Alejo (Ponce de León). ¿Barilaro habla de él o de los demás? ¿Se recuesta en sus amigos o los devora? ¿Es autorreferencial? Transpersonal. Las cosas propias son cosas de otros.

A través de estos métodos llegamos a una obsesión continua en la vida de Barilaro: la frase buscada, el mot juste que lo desespera o reconforta. Y las palabras, ay, pueden mentir. Él lo explica:
“Estaba en la bienal 2006 de San Pablo, en Brasil. Ahí me encontré un libro de título “Proteja-me do que eu quero”, “Protect me from what I want”. Lo llevé para acá y para allá por años. Está subrayado, anotado, manchado de pintura. Muchas de esas frases me quedaron retumbando, especialmente las más complicadas de traducir. A mí me interesó desde siempre la introducción del texto en las obras de arte, tanto que me volví diseñador gráfico, no para vivir de eso y pintar lo que me gusta sino al revés: diseñar lo que me gusta y pintar para vivir. Así que estudié el slogan, el refrán, el haiku, el limerick. Frase corta, idea larga”. (Javier Barilaro, “Las palabras nunca alcanzan”, radar, Página 12, domingo 18 de octubre de 2015).

“Barilaro es igual a Barilaro”, dijo una vez en la cabaña del Tigre, que durante un tiempo compartimos con Cecilia (Pavón) y su amiga Kathrin. Siempre que íbamos volvíamos divertidos, repasando sus frases y ocurrencias en el tren. Con Cecilia, que es calentona, a veces se peleaba por política, hasta dedicarle un poema (“estás muy Lilita”, le lanzaba). Conmigo no se peleaba porque soy llevadero al hablar pero le causaban desconcierto mis ataques de hambre y otras actitudes ocasionales.

Cuando murió su antigua gata estábamos con él y fue muy triste. Barilaro lloraba mucho; lo llamó la mamá y se quedó tranquila viendo que estaba acompañado. Otro día estábamos Kathrin, Máximo (Pedraza), Merlin (Carpenter) y yo. Ese día fue aburrido. Barilaro cocinó con apuro (brasas fuertes y tapa sobre la parrilla) unos bifes que había traído Máximo y que quedaron arrrebatados. En esa época ya andaba obtuso, como si tuviera la luna en la espalda chupándole la energía.

Lo que me llamaba la atención cuando lo visitábamos es que todo lo que hacía Barilaro tenía que ver con una persona determinada: Victoria (Colmegna), Jackie (Ludueña), Cecilia, la que fuera. A su gatita le dedicó un poema que nos leyó llorando y nos dio mucha tristeza. En otros escritos aparecían Cecilia, Fernanda (Laguna) y yo mismo (“el Clau, que siempre va por atrás” según recuerdo que decía). ¿Y qué arte no va por atrás, Barilaro?
El juego de palabras que más le gusta es el del verso como unidad métrica y como engaño, discurso publicitario.

En el próximo jardín

¿Hay un arte que va de frente, entonces, y otro que va por atrás? Prefiero (y quizás Barilaro coincida) lo que decía el cineasta francés F.-J. Ossang: “avanzar, retroceder, pero sobre todo, avanzar enmascado”. De máscara se puede usar cualquier cosa. Fotos, telas, canciones, nombres: al final todo se convierte en otra cosa. Barilaro en su vida atravesó tantas metáforas definiciones para el arte que son mutuamente imponderables: el arte social, el colectivo, la participación, el individuo, la bohemia, el no-hacer, el retiro, Retiro (el barrio), Perú, Constitución, Inglaterra, San Isidro, Paraguay (otra vez). Pero así de volátil como es, no puede hacer nada sin los demás. Y nosotros con él tampoco podríamos hacer nada a solas: la obra de Barilaro hay que estudiarla coralmente. Es el artista perfecto para grupos de estudio, “mesas de análisis” diría él. (que es, además, un conocedor de muchos temas y vive estudiando cosas nuevas con su novia y sus amigos.) Hay escritores jóvenes en nuestra ciudad que se juntan en una casa a leer libros enteros en voz alta: una forma no agresiva y muy vincular de estudiar y formarse. Deciden entre todos qué leer, y leen en ronda, pasándose el libro. A los que nunca lo hicieron les cuesta hacerse la idea con claridad.

“La obra que más me representa será la próxima que haga”, dice Barilaro para despedirse. La igualdad (B = B) queda irresuelta. Esa obra futura es similar a uno de los libros de Sergio Bizzio (aquellos donde él mismo es su favorito), un libro radiante al que Barilaro va a ponerle la tapa. Donde el campo se hace ciudad y la ciudad se hace campo, una pintura se hace película, un afiche se hace poema:

En el próximo jardín
La ribera y Larrazabal
brindamos
y con los vasos vacíos
escribiremos en el alambrado.



octubre de 2017

12.12.15

Apuntes sobre un silencio atroz, por Emiliano Scaricaciottoli


El violento oficio de la crítica literaria en la Argentina
Conseguite un trabajo honesto. (Pappo a DJ Deró, Sábado Bus, 2000)

“Yo escribo, no hago papers”

Uno tiene que remontarse muy atrás en la historia mayúscula (aquella que queda documentada, la que se estudia y se repite) para observar un evento, un horizonte de eventos que desplieguen discusiones reales (y públicas) en y entre la crítica literaria en nuestro país. Aunque el “nuestro país” siempre suena inconmensurable-caracterización que de tan cierta se hace siniestra, pensando en Sarmiento- y mentiroso. Hay una bondad en la esfera pública de la crítica que todos-ocupemos el espacio que ocupemos en el engranaje de hacer y decir literatura- compartimos: hace tiempo que no pasa nada.

En ese remontar azaroso y arbitrario uno recuerda un diálogo de sordos que disparó Ludmer en su artículo
“Las literaturas postautónomas” (2007), mismo año en el que El Interpretador tuvo un digno espacio de intervención en la orilla virtual de la arena  de la crítica literaria-joven, generacionalmente joven, por cierto, al haber sobrevivido la sequía de los noventas, de Los Años 90- y mismo año en el cual se publicó Montserrat, obra jodida de Daniel Link. Jodida por las entradas: pueden ser múltiples, ya no monádicas sino poliplánicas. Si bien, el recorrido se hace más tentador horizontal y subterráneamente, la entrada al barrio convencional es una entrada de estructura, económica y sin demasiadas inflexiones de la imaginación pop. Corroída por la blogósfera, el excesivo (¿?) paisaje post industrial del ferrocarril Roca en, pienso en voz alta y rápido, Washington Cucurto, la estallada sintaxis que había dejado el 19 y 20 de diciembre, algún muerto-seguramente para ella, que no es Ella- en Puente Pueyrredón, en fin, esta pobreza de la experiencia literaria que para Ludmer se volvía ilegible y postautónoma: “Estas escrituras  no admiten lecturas literarias; esto quiere decir que no se sabe o no importa si son o no son literatura. Y tampoco se sabe o no importa si son realidad o ficción. Se instalan localmente y en una realidad cotidiana para ‘fabricar presente’ y ése es precisamente su sentido (…) porque aplican a ‘la literatura’ una drástica operación de vaciamiento”.  Selci e Iglesias en El Interpretador le cantan un retruco que nunca vuelve y que explica el recambio generacional que aun hoy no se quiere admitir en los claustros de profesores y de graduados en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, al menos el caso que conozco y del cual puedo hablar. El retruco que le cantan queda obliterado por una payada de sordos, porque jamás una Señora va a responderles a un grupúsculo de escritores que encima osan hacer crítica literaria a espaldas de la universidad-aunque su comité de redacción ya estaba en ella, que insisto: no es Ella-y a espaldas de la Comunidad del Anillo, de cierta rancia y obsoleta mecánica de provocar lecturas y unidades (contenidos) dentro de los programas de la carrera. Inventar un problema donde  no lo hay y luego, a duras penas, renegar por los imberbes que trabajan sobre ese problema que uno creó. Ese afán sectario de la crítica en la Argentina es producto de una confusión, o mejor aún una co-fusión entre crítica y docencia que liquidó o cooptó a una buena parte del underground de la primavera kirchnerista. El Interpretador fue, en sí, una expresión de esa primavera para toda una generación de estudiantes de Letras-entre los cuales me enlisto- que pensó no solo otras plataformas de debate e intervención, sino también otro circuito de circulación de ese saber (por ejemplo, los ENEL) (1). Entiéndase, sostienen Selci e Iglesias: “Ludmer no se equivoca al decir que ya no hay literatura autónoma; se equivoca cuando pretende que existió alguna vez fuera del recortado marco de su metodología.   Una cosa es “usar el blog y hablar de arquitectura de Buenos Aires” (lo que hace Link), otra muy distinta “usar el blog y pedir la renuncia de Julio Grondona como titular de la AFA, remanente calamitoso de una generación en retirada” (lo que Link no hace). Montserrat no alude a los medios comunicativos y a lo “realficticio”, sino a la imposibilidad de una crítica sin proyecto, sin un para qué que logre movernos hacia alguna cosa”. Lo inabarcable poliplánico en el sentido semántico y en el topológico de la obra de Link suele generar esa imposibilidad totalizante y decimonónica. Lo que está fuera de recorte y sistematización en los realismo(s) que lee Ludmer es, justamente, la base programática, de una escritura que incorpora a la serie de lo real-la determinación económica y social de las prácticas del lenguaje-, como dice Ludmer (y en ese sentido acertadamente), lo virtual, lo potencial, lo mágico y lo fantasmático. Indefectiblemente esta incorporación no sistemática, oblicua en términos de Lezama Lima, es muy típica del neobarroco por su referente estallado, pero a decir verdad, no es novedosa en la historia de la literatura de los últimos 60 años, de Cortázar hacia aquí.

El problema en sí no es Link ni la potencial imposibilidad de Ludmer ante esos textos sino el diálogo vacío por una operación de la crítica. De repente, nos encontramos haciendo crítica con las mismas armas que se nos prohíben dentro de la carrera de Letras: el ensayo, la crónica, la coda, la narrativa. No es tampoco un problema paradigmático: no hay relevamiento ni supresión de una comunidad científica. Cuando me referí a la Comunidad del Anillo no lo hice por freak. Si uno recuerda cómo se conforma dicha comunidad en la obra de Tolkien es porque tenemos un problema y no sabemos cómo resolverlo. Quizás, el miedo a la extinción es el problema. Quizás, la extinción sea natural. No lo sé, ni me importa, pero en término de operaciones de la crítica, docencia y escritura confabularon para marcar un cerco, una propiedad privada de quién abre y quién cierra los problemas, las discusiones. Allí donde Ludmer encontró una imposibilidad-de lectura y de escritura-, El Interpretador encontró un evento. De pronto, algo pasa, diría Vitico en  “No pasa nada en esta ciudad “(Macadam 3…2…1…0, 1981): “No pasa nada en esta ciudad/es tan difícil decir la verdad, / nadie responde, todo se esconde…”. La falta de respuesta, sin embargo, fue proclive a una proto comunidad de aquellos que habían estudiado con Ludmer y decidieron abrir el camino yuppie de la post autonomía. Vieron por dónde pasaba el negocio de lo que ella-que, repito, no es Ella- no podía leer. Graciela Speranza dio un hermoso seminario  en 2010 sobre eso que ella llamaba “Nuevas estéticas urbanas…” y el título seguía (suponiendo que lo “nuevo” era realmente nuevo, sorpresivo, sublime en términos románticos) “Ficciones y arte argentinos en la ciudad informe”. Lo “informe” de la ciudad quedó entre Jitrik, Rama y Aliata, y siempre es interesante de leer. Al problema Speranza lo redujo con “Ficciones y arte…”. Seamos buenos entre nosotros, como decía Nicolás Rosa y luego Horacio Pagani, y observemos que mientras El Interpretador quiere hablar de literatura, o de escritura (y aquí empieza la milonga), Speranza lo marida con ese vicio paranoico de pervertir a la literatura con alguna obra permanente o itinerante del
MALBA. Los programas de la crítica, y aquí valdría la interrogación,  terminan siendo los programas de los seminarios y las materias que no intentan pensar si hay o no crítica literaria en la Argentina. Porque si la respuesta es “sí”, evidentemente todo lo que se propone desde la academia es un complejo de estrategias en el cual uno desaprende y olvida, por necesidad, toda posibilidad de sentarse a escribir. Si todo termina en una “monografía” miserable que reponga un estado de la cuestión (es decir, un problema que observó la comunidad científica y que en todo caso el alumno repone) o en una codificación perfecta de lo que se discute, allá afuera y hace tiempo, la escritura pasa a un segundo plano. Ni crítica, ni escritura, ni teoría, ni nada. Ahora, si la respuesta es “no”-“dime que no y me tendrás pensando todo el día en ti”, algo que Arjona y la comunidad científica de la crítica y la docencia en la carrera de Letras tienen muy en claro- les cabe el gorro frigio de los calvos que muchos llaman “estudios literarios”. Entonces el problema de lectura que tiene Ludmer encaja muy bien con esta imposibilidad de pensar la literatura argentina por fuera de lo que se enseña. No es enseñable, no se puede trasmitir o le ponemos “arte” para que todo cierre.

Ni una cosa ni la otra. Aun, esa asociación institucional entre docencia y crítica sigue debatiéndose subterráneamente-aunque la topografía de lo que se lee como crítica sea lo que se enseña y luego se copia y se pega en un libro que solo la Comunidad del Anillo hace circular- y no se ha saldado. Si un grado de especificidad se ha perdido con la desolación de Smaug (el estructuralismo) y una necesaria reclusión en los estudios culturales o en cuanto post marxista (que se presenta como originario, como nativo pero con un programa social democrático y lacaniano, como
Žižek) aparezca, delimitan el territorio nostálgico de la teoría literaria y su primera persona a la hora de escribir es porque se ha creado una ilusión de cientificidad que poluciona en las nocturnidades con eso que llamábamos poesía, ensayo o novela. Que llamábamos: acción pretérita y finalizada en el pasado, puesto que la post autonomía borró las fronteras de lo legible. Me pregunto qué sucede entonces con la escritura, ya no con la lectura sino con la escritura. Prefiero, monstruosamente, volver sobre aquella entrevista que Nicolás Rosa brindó en julio de 1998, con motivo de su visita a la Universidad Nacional de Tucumán  para un programa local malísimo conducido por María Blanca Neri llamado “Los juegos de la cultura”. Si usted lo youtubea, lo encuentra. La pregunta de Neri es muy sencilla y yo la reformulo: ¿Por qué a usted no lo llaman “escritor” o, en todo caso, escribirá usted, Doctor Nicolás Rosa, como crítico o como escritor? Parece una broma pero aun hoy, insisto esquizofrénicamente, en el plano de nuestra carrera todavía corre la vulgata y  la máxima ideológica del “decidor”: si usted viene a la carrera de Letras para aprender a escribir, no es este el lugar. El “decidor” es muy respetado, hasta por quien escribe este texto, pero ha sido muy sectario a la hora de abrir la puerta de la Comunidad porque él mismo la conforma y la protege de El Interpretador o de quien sea-aunque él mismo haya publicado allí- que no entienda que los que escriben son unos pocos, los que hacen crítica solo aquellos que enseñan, y los que estudian, los que se presentan a becas. En fin, la respuesta de Nicolás es mucho más lapidaria: “Yo no hago papers, yo escribo. ¿Por qué la gente no me llama escritor?”. Sin duda alguna me he formado en una escuela o en una tradición, para que Trotsky no se enoje, que priorizó la escritura por sobre las posibilidades de la crítica, aun por sobre las posibilidades de hacer teoría literaria. Sigo siendo estudiante-puesto que ese fue el espíritu de los ENEL que rápidamente se perdió: los docentes no dejamos de estudiar y de investigar y seguimos siendo unos alumnos crónicos incurables- y le canto retruco a la falacia del “decidor” puesto que antes que ser un hacedor de textitos masturbatorios bajo el título de ‘informe monográfico’, prefiero claudicar en la marea de los que no expulsamos a los alumnos de la carrera y proponemos pensar la escritura de y desde un espacio institucional. Ya no pasa, como me decía Oscar Blanco cuando me llevó a laburar con él en el interminable Las Letras de Rock en Argentina…, sentirme parte del under, del Umbral (sic) al lado de Boquitas, al lado del comedor, al borde del subsuelo, no, claro que no. Yo escribo, pese-vuelvo a Nicolás- a la academia (2). ¿Por qué la escritura se ha marchitado en la lectura de los padres? ¿Qué deseo tan macabro de solemnidad puede conmover a cierto sector del alumnado de la carrera que siente el trabajo de la crítica como el deseo del Otro, como la voz del ausente, como una mutilación peneana angustiosa, como una herejía innombrable? ¿Por qué Puán se ha convertido en Hogwarts? ¿Qué misterios guarda la cámara secreta en la que la Comunidad evalúa el placer moquiento y adicto de cientificidad radicado en el cadáver de la escritura? ¿Qué simulacro de honestidad debe rehabilitarse en el relevamiento frenético de lo que se ha escrito? ¿Qué afán de totalidad se ha comido la gruesa y mota infamia de la filiación institucional como reina legitimadora de discursos, de mi discurso, de este? Si todo esto es la crítica, estoy en un despacho forense esperando la autopsia.

Fractura del silencio, íncipit crítica

La imputación de Pappo a
DJ Deró en aquel programa de la noche, fría noche de sábado que orquestaba el marido de Florencia Raggi, se debía a la necesidad de un regreso paranoico a lo artesanal. Trabajo versus lumpenismo. Aquel que se reconoce en la pulsión de una práctica y aquel que la economiza, es decir, el ilusionista. La imputación es, en definitiva, capital para pensar el problema de escribir en y para la academia. Ese sudor que implica la escritura ha migrado al sudor de rastrear mitos de origen. O peor aún, de reproducirlos. Cuando pensamos en hacer crítica la imagen acústica te reenvía-y en este sentido es muy alegórica y benjaminiana, al mismo tiempo- a un lugar difuso: ¿qué pretende usted de mí? ¿Escribir sobre otro es dejar de escribir? ¿Pensar la escritura del otro es sacrificar el carácter ficcional de mi propia escritura? La tecnificación ridícula de cierto sector de esta comunidad-que solo puede pensarse desde adentro y cuantitativamente puesto que quien más escribe es quien más enseña, o al menos gana un lugar reificado de enseñanza dentro de la carrera por su sed de acumulación tasada en papers- ha devaluado el peso de la escritura dentro de esa operación ya difusa que llamamos crítica literaria. Ahora, hablemos de signaturas. No vale preguntarse qué es la crítica, sino cómo es la crítica. Los índices de modalidad son las texturas, los detalles, ese afano amoroso que le hacemos a la narrativa cuando ya no sabemos si estamos escribiendo sobre otro objeto-supongamos, sobre Borges, que viene bien además para pensarlo como un “coso” que de tan institucionalizado y canónico uno no sabe de qué o quién está hablando-  o si estamos escribiendo sobre nosotros mismos a partir de ese otro objeto. Esa distancia acrítica, justamente, es la que requiere la comunidad y que yo no estoy dispuesto a hacer puesto que aún me queda un algo de dignidad. Es como cuando un NN, cualquiera, te pide que bajes la voz. Si ni a los propios padres biológicos uno ha respetado a la hora de dosificar silencios y gritos, cómo pudimos retroceder tantos casilleros y merecer el olvido de la escritura. En efecto, la crítica es una operación de violencia sobre ese otro objeto y sobre la fundación de ese objeto en los colchones institucionales. Hay una cierta cordialidad, un estado de bienestar entre los afiliados a la comunidad que el silencio no pudo edificarse sino atroz.

El display de hermandad es parcialmente violado en un diálogo interesante que Nicolás Vilela y Florencia Minici mantienen en “Crítica y despolitización” (Mancilla, 07-08, 2011) y que tendríamos que reactualizar. Porque las preguntas que se hacen, angustiosas preguntas, implican problemáticas del presente continuo, del estado paupérrimo en el cual la carrera de Letras se piensa a sí misma como una máquina expendedora de boletos o avales. Y me interpelan porque homologan crítica y escritura sobre la raíz de tres problemáticas muy concretas: 1) ¿Qué lugar ocupa la teoría dentro de la escritura crítica? Siempre, claro está, suponiendo que la crítica infiera una operación de la teoría; 2)  ¿Qué efectos del subsidio a la investigación académica recepcionamos luego de diez años ininterrumpidos de becarios proliferantes y precarizaciones rizomáticas? ¿Ha contribuido esta política a la escritura o a la cientificidad de la misma?; 3) ¿Podemos pensar una crítica argentina, luego de Viñas, luego de Ludmer, luego de Piglia? Decía Link y ellos reformulan: ¿cómo leer, después?

En relación a la primera problemática, quisiera irme a otro número de Mancilla, a un texto polémico y silencioso (no silenciado, guarda) de Fermín Rodríguez titulado “Los usos de la crítica” (Mancilla, 09, 2014). La interrogación sobre la crítica es, para Rodríguez, reconocer la “Tensión por un lado con la palabra desapasionada de la academia, guardiana del patrimonio y del pasado nacional…” (Rodríguez, 2014: 90). Efectivamente, reconocer ese lugar de enunciación es reconocer la patología dentro de la cual uno funciona. Porque Fermín Rodríguez no podría decirlo por fuera de la propia academia. Sirve, en todo caso como trabajo crítico, si uno se instala y se ubica dentro de una serie de producción. Y acá está el problema: en la carrera de Letras la poiesis es una fantochada aristotélica. No se discuten poéticas (con las minúsculas que le placen a las literaturas comparadas, es decir micropoéticas) sino lecturas sobre esas poéticas, que casualmente claudican en problemas de género (con las mayúsculas que también le placen a las mismas…). Y nunca ese género es la crítica, puesto que pensarlo como tal sería sublimar el peso de la narrativa rectora, de la ficción proletaria, del falocentrismo que impone la novela. Si la crítica ocupa un lugar en las librerías, un lugar físico, ¿cómo no va a ocuparlo dentro de los planes de estudio? ¿Cómo pensar la literatura por fuera de la crítica? O peor aún, ¿cómo no discutir si el bostezo de la academia frente a la literatura es, efectivamente, una operación crítica? Suelo inclinarme, como Fermín, por las relecturas. Cuando él levanta El país de la guerra de Martín Kohan está levantando un movimiento de reescritura mal visto en un parcial domiciliario. Curiosamente, no es Kohan el que lo censura. Él puede moverse con total libertad dentro de esa jerarquización de la escritura por sobre los relevamientos inocuos de los moderadores de tesis, los doctorandos, los topos. El problema no es Kohan, ni Rodríguez, el problema se haya en esa consigna de comprobación de lectura  que todo alumno de la carrera padece. Y acá no nos importa si hacemos teoría, historia o crítica literarias, porque en definitiva hay una discusión mucho más grave que es el lugar de la escritura. Desde un estertor locativo podríamos decir que Kohan hace crítica porque se permite la reescritura y fulanito aprende con Kohan a hacer monografías porque tiene que citar a Benjamin. Es un ejemplo, un simple ejemplo de lo que sucede.

Miguel Vitagliano en Perspectivas actuales de la investigación literaria (2011) (3) pone en cuestión el simulacro de cientificidad con la que muchos de su generación tuvieron que estudiar. Revive una anécdota que involucra el concepto de “estudios literarios” que sostiene Mignolo al homologar teoría literaria, poética y teoría de la literatura dentro de un campo de prácticas científicas. Una literaturología. Hasta acá aguanto-banco, defiendo, levanto- las argumentaciones de Vitagliano para destruir esa pretensión metodológica de Mignolo y resignificar una frase nominal tan amplia como “crítica literaria”. Coincido además con Vitagliano-que no es más que coincidir con toda una tradición, con un linaje, con una genealogía que abre Nicolás Rosa en nuestro país, y que seguro no fue el único aunque sí el más estridente de todos los traductores y lectores de Crítica y Verdad en la humedad pampeana- en violar el mito de origen, desinstalar a los padres e inaugurar un tragema: “…podríamos cambiar el mito de origen: esto también es una posibilidad. Al fin de cuentas es lo que hace el investigador, cambiar de lugar o disolver lo que hasta ese momento era tomado como origen o principio.” (Vitagliano, 2011: 175). Lo corrijo: no es la tarea del investigador, en la tarea del crítico. Es la violencia de la escritura, en su inflexión crítica, la que permite hallar belleza en esa violación nunca vista. Pero nos gusta Viñas, hemos aprendido a mentir muy bien. ¿Por qué negarlo? Lo negamos, casi siempre, como a un Cristo cualquiera, porque tenemos que ganar becas o porque hay una confabulación de cortesía para sostener a la comunidad. Un humanismo extemporáneo. La regla de permanencia implica el gesto halagador que no es homenaje, porque si lo fuera lo destruiría. Eso se llama: re-se-ñar. Aprendemos a re-se-ñar el deseo del otro.  Lo hizo Panesi con Jitrik en su Historia Crítica de la Literatura Argentina (artículo publicado en la revista Espacio n° 26, octubre-noviembre 2000); lo hizo María Pía López con Walsh (en esta misma revista, El Matadero, n° 1, 1998); lo hizo Nora Domínguez con la Biblioteca Crítica Hachette (Espacios, n° 4/5, noviembre-diciembre, 1986). Y puedo seguir.

Como decía Barthes, el crítico es creador de otra obra pero no necesitada; no es un bombero voluntario. Es un asesino, y serial. Perturba la cohesión de la comunidad porque intenta instalar otro mito de origen o, en su defecto y osadía, dinamitarlo todo. Vaciarlo, vaciarnos.

El segundo problema que instalan Vilela y Minici se refiere a un desborde del lugar que Vitagliano, justamente, le otorgaba al crítico: el investigador. La “hiperespecialización” y el viaducto neobarroso de las becas ha producido un miserabilismo muy poco digno de Castelnuovo. Un retorno eterno a un oro sin linaje, un ethos romano en palabras de Nicolás Rosa. La ficción de las becas creó un nuevo claustro, un nuevo actor, totalmente escindido de esa tarea tan “baja” que es dar clase de Lengua y Literatura en un colegio secundario. ¿Cómo un ingresante de la carrera de Letras podría rebajar su devenir a tan insignificante tarea en el mesianismo prometedor de la investigación científica? Es cierto, no podemos esconderlo debajo de la alfombra: la precarización con la que se levanta el becario en Callao y Corrientes, en su barricada con crema post solar (¿post autónoma?) en el reclamo de sus aportes y un “sueldo digno”, es un espejo de la precarización de su escritura. Resulta, en este sentido, bastante desafortunado el ejemplo de Minici y Vilela para pensar escrituras o aportes contemporáneos que puedan “desinfectar” (es este el verboide, es de ellos, no mío) a la teoría literaria de todo estudio cultural. Disiento. No es un problema de esencialismos, o de los fulgores del simulacro de Jena,  ni mucho menos de si la teoría literaria arrastra o no arquitecturas epistemológicas de otros campos. No es, como sostienen los autores, la revista Luthor el mejor ejemplo para pensar una jugada higiénica. Ars higiénica según Luthor: mezclar 200 mg.  de Bajtín, 1 cucharada de un titular concursado vivo, agitar y servir. El soberbio bancado por el Estado para re-se-ñar es mucho más peligroso que el soberbio infeliz que escribe para publicar por Clara Beter un ensayo sobre la influencia del heavy metal en la Argentina en los últimos treinta años.

La investigación rentada y la escritura están fuertemente divorciadas. Hay, si se quiere, en ese binomio, un grado institucional del cumplimiento, un disciplinamiento. Una ética burocrática. Una cuestión administrativa. No hay cópula, ni encuentro. Por eso, sostenía al comienzo que la docencia universitaria ha dañado la imaginación de más de uno. En un número de Espacios Piglia y Saer hacen que discuten (teatralidad que nos gusta por chusmas) o intercambian, a razón de una pregunta más que válida de Ibarlucía acerca de la relación entre la crítica y la docencia. Piglia responde: “Yo leía el otro día una frase de Don De Lillo, un novelista norteamericano que me interesa mucho, y él decía: ‘la enseñanza arruinó más escritores norteamericanos que el alcohol’”. Muy aplicable al muchacho criado en Adrogué y que todos reconocemos como crítico literario porque hasta Wikipedia lo dice. Entonces debe ser así; pero lo irrefutable acá es cómo se han distribuido los lugares de saber y los lugares de producción dentro de la academia y fuera de ella. Lamento la lectura de trabajos de tesis doctorales que publicándose no hacen más que servirme de “ayuda memoria”, puesto que no registran su registro-y no es un juego de palabras-, confinado a la enciclopedia de un saber específico, ni registran lo que sucede en el cuadrilátero del aula o de la cátedra, donde el auditorio se asemeja a los minions de Mi Villano Favorito. Esclavos de un submundo (como los puercos de Mad Max Beyond Thunderdome), pero que ahora le llaman adscriptos.

El tercer punto que señalan Vilela y Minici ya es una ilustración de ignorancia interna, puesto que realizan una oposición nac&pop, muy epocal, entre las producciones de la crítica que importamos y aquella nacional que, según los autores, elidimos. La dicotomía es falsa y me basta con recorrer las lecturas que rigen la organización del discurso académico actual para observar una focalización implícita en los padres territoriales. Por otro lado, pensar que lo “nacional” es “más y mejor” me espanta, contemplando el cuadro crítico-la epicrisis- de la crítica que hasta acá  vengo señalando. Me espanta aún más pensar que hay que actualizar las lecturas de Borges, que los críticos hacen de Borges, para “exportarlo mejor” (pueden chequear esta barbaridad en la página 151 del número de Mancilla que cito arriba). Pero si creían que esto era poco se equivocan. Vilela y Minici recurren repensar el canon con… ¡Autores del canon! Los ejemplos que ofrecen no ilustran, opacan: Lamborghini, Zelarrayán, Walsh. ¿Acaso no son canon? Actualizar una lectura del canon sería, primero, rediseñarlo. Correr ese mito de origen. Y ese desplazamiento es un costo político que nadie está dispuesto a correr. En todo caso, matar a Borges y poner a Boedo en la tapa del diario, nota central. No conozco a muchos que se hayan animado, pero basta saber que a Viñas y a Rosa no les costaba bancarse el costo político de excomulgar a los padres. Al menos por un rato.

En la tranquera de afirmaciones gratuitas y sedantes de los autores, se hace un reclamo insólito: la carrera de Letras no avanza curricularmente sobre el feminismo, los estudios postcoloniales, etc. No solo avanza: los ha quemado, reventado, implosionado. Quizás Vilela y Minici desconozcan el enorme trabajo de Silvia Tieffemberg, Susana Cella, Nora Domínguez y Laura Arnés, es muy probable. Para este caso, existe la fotocopiadora del Cefyl. Allí se consiguen los programas de los seminarios y de las materias.

El reclamo, de este lado, se ubica en una prótesis de la escritura que no tiene que ver con los objetos. Recientemente, sin ir más lejos, el seminario que llevamos adelante con Oscar Blanco sobre las letras de rock como material ontológico y literario, o los seminarios de Armando Capalbo, Cristian Palacios y Elsa Drucaroff, reivindicando objetos no convencionales, para la pacatería académica, sobre los cuales la escritura se piensa y se hace, indican que no estamos carentes de novedad en cuanto a los tópicos o recorridos de investigación que la docencia universitaria propone. Por el contrario, es el déficit de la escritura, vedette maldita, el que nos acongoja y molesta a un conjunto de renegados que insistimos en conformar grupos de escritura en función del deseo y no del subsidio. El gusto de los PRIG es el sabor de poder conformar equipos. Y en un medio tan individualista y hermético como el que se respira en Puán, es innegable el avance de estos programas de investigación y extensión universitarias para ganar un espacio bajo el violento oficio de escribir crítica, narrativa, en fin, de escribir. Que es lo que se extraña por el barrio.







(1) Encuentro de Estudiantes de Letras. Traducción que quizás aún hoy siga siendo necesaria para, justamente, aquellos profesores que han firmado avales en pos de la legitimación del mismo y no lo recuerden.
(2) “La función de la escritura es leer lo negado por la misma literatura-literatura es censura…”, Rosa, Nicolás. El arte del olvido y tres ensayos sobre mujeres, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2004, p. 13.
(3) Ciordia, Martín… [et al.], Perspectivas actuales de la investigación literaria, Buenos Aires, Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 2011.