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26.2.13

Poemas, por Rosa Cedrón


Poemas, por Rosa Cedrón




A Juliette del Bosque


Tus botas cansadas esperan junto al fuego,
su marrón
¡¡¡el Soñad botas aladas…!!!
…hallazgos…
…cabeza baja…
…ya que los bolsillos están vacíos…
                              …pasos…
                                          …pasos…
                                                      …pasos…
…hallazgos…
y tus botas… Clap, clap, clap…,
en los charcos, genitales del otoño,
clap, clap, clap…,
                             hacia el bosque.
Encuentra tus miniaturas en la vereda,
Encuentra tus criaturas en tu camino…
…Un pequeño camello en el hule…
…Una estrella plástica azul y oro…
…una bolita, un gran bulón, un tornillo…
…un jocker de trébol… ¡¡¡…ah…bonne chance…!!!
…clap, clap, clap,
                             Cabeza baja
Tus botas vuelan por el bosque,
en la luz, junto al fuego, las viejas botas descansan
ya los niños, y sus rondas melancólicas se han callado…
y la luna brilla sobre tu pequeña ventana que da al cielo.
Las botas respiran calmamente y sueñan
sueñan con un largo camino
sembrado de amor y de tristeza,
de piedad y de lágrimas como el hierro…


Charenton, invierno del 89



Como una violencia se agazapa en mi estómago
parir un poema descuartizado y furioso
como el mar en invierno…
muriéndome
la lluvia y el viento golpeando las ventanas
una luz agónica penetra el monte
y el frío en las manos
como cuando era niña…
no, una no debería volver a los lugares
Así y todo los eucaliptos son pulmones gigantes
Dicen que sí, eternamente al espacio
Obligado a callarse… como siempre
un estallido sin fin, en serie… mi cabeza…
he prometido que me comería ese mar…
Así callará su insolencia insoportable…
Se acabó el mate filosófico y Gardel enmudeció den serio
Me tragaré el mar, pisotearé la estupidez
moriré y crearé un hermoso desierto…
entraré a caballo en los Champs Ellysees, con Didier y François y «Alfred»
en
la cintura…
Las épocas cambiaron «Juan L.»… qué daría por ver tu Rivera rosa y
dorada
ser La Niña flaca que habita tus poemas…


Charenton, invierno del 89



SUDESTADA

Látigo del viento
que azulado conmueves las copas de los pinos.
¿De qué vientre sale este viento que barre los ranchos
y fanático envuelve a esos niños azorados pidiendo bajo la lluvia?
Viene nomás como un eco, a susurrar la crueldad
¿De qué materia es el mar que se contagia su rencor plomizo?
Entrañas femeninas, las del océano
Ya esa devastación fundamental barre la cosa en el crepúsculo
Con respeto supersticioso, los Caseríos se alejaron de la costa
          Lugar deshabitado refugio de pájaros excéntricos,
donde sólo se atreven los decentes y los niños…
agresivo invierno el de Camet… y sus duendes…
Un pozo era el cielo, que teñía la noche con su miedo antiguo…
          Y las moles de los árboles custodiando mi regreso…
          Un niño en el camino, triste y su caballo emblemático
una lenta amistad los une, dudosos los dos, como sombras…
¿Qué sueños, qué pensamientos ahora?
rostros curtidos por la inclemencia, del desprecio
(vuelven de la ciudad)… y yo aquí sin una canción…
Silbó un tango para ahuyentar el miedo
Y me responde la espada de la noche, como un espejo roto…
…silencio…

Una noche sin fin nos separa del mundo
El desprecio y la crueldad del cielo es lo único que obtenemos

¡Arrogantes… hasta cuándo vuestra vehemencia asesina…!
agazapados en vuestra cobarde mediocridad, vuestro futuro es sequedad…
vuestros hogares, sepulcros…
…vuestras palabras, carroña maloliente…
(Del otro lado del monte, ahora ellos duermen todos juntos acurrudacitos
con su madre
“…las casas de madera son las más calentitas…”)


Camet, junio de 1991



El maíz

bajo el cielo dorado,
los cerditos, esferas luminosas
Trepadas a la alta torre
las dos niñas descubriendo el mundo



A un enemigo

A Didier Barbier

                    Hay días en que me gustaría estar contigo,
recuperar, contra el mundo las transparencias que generábamos
El mundo se ausenta si no te encuentro;
                    Marean tantas puertas cerradas con llaves
Este estallido que no tiene principio ni fin…
La mano y la sombra de mi mano,
                    La letra y la sombra de la letra…
Tu negra figura talmúdica cruza mis pupilas como relámpagos
eco de los azahares de tu sangre andaluza;
                    una burla marcó el comienzo,
desde el vientre mugriento y obsedido de mi madre enferma.
Escríbeme Épervier
                  Rápido como un rayo recorrerás las calles sin mí
                  Vagabundos nocturnos y lágrimas de niño-Padre
El alcohol, una lágrima sobre tu piano… no robarás un banco esta noche…

Charenton Fans (París), invierno del 86

El jardín de Rosita Cedrón, por Noemí Ulla





Veo desde el balcón el jardín quieto.
Alta palmea, cobres en el verde,
el silencio que estalla entre las sombras
de los que ayer dijeron sus palabras.

Es de mañana y la mañana evoca.
Quisiera ser Van Gogh, pero soy Quita,
y no puedo borrar aquella imagen
que confunde jardín y girasoles.

Un sol de mediodía, un inventado
sol caliente en la memoria
resplandece en el alba de las voces
entre nosotras y los seis hermanos.



En torno de la poesía de Rosita Cedrón


El tiempo presente, el vocativo insólito, el enlace de términos opuestos que componen la bella y extraña imagen, la insistencia del vocablo “estallido” condensan, por momentos, el despliegue poético de Rosa Cedrón. A Rosita, como siempre la llamamos, la conocí hacia los años setenta y enseguida supimos las dos que algo de una y otra había conmovido por igual nuestro corazón. Un amigo común, Eduardo Rivero, procuró que nos conociéramos y al vivir las dos en el mismo edificio de la calle French, empezamos a frecuentarnos. A ella le gustaban mis cuentos todavía inéditos, y a mí me deslumbró su forma inteligente y original de celebrar la vida en sus poemas.
Muchas cosas nos unían y entre las más firmes, la rebelión ante la injusticia con que el poder distribuye los valores económicos y culturales. Nos contamos, nuestras historias de familia y pronto le dediqué el poema “El jardín de Rosito Cedrón”, refiriéndome a aquel espacio verde de la planta baja que tanto le gustaba, que yo veía desde el balcón de mi departamento en alquiler del séptimo piso, y que no sé por qué me evocaba unos girasoles que mi padre me había traído del campo en la niñez. Vi este verano a Rosita. Una de esas casualidades hizo que nos encontráramos después de mucho tiempo, inesperadamente, entre la multitud de los turistas que llegaba a la vieja estación de Mar del Plata.
Cuando Hugo y yo bajábamos del ómnibus que nos había llevado a esa ciudad, de visita a mi hermana Beba, y ciudad donde Rosita vive, pasó ella, nos descubrimos y nos abrazamos con toda la alegría de otras veces.
De los poemas que Jorge Quiroga eligió, prefiero “Sudestada”, pero en todos ellos encuentro sino la evocación de la infancia, la fuerte presencia de esa escena y su contorno, la gracia que reúne la sonoridad de algunas palabras a veces la onomatopeya y luego la pausa, el silencio que le sigue exaltando el ritmo. Los poemas acentúan uno de sus amores literarios: Juan L. Ortíz, que muestra generación tanto amó. Con él, dialoga a igual nivel, porque siempre supo disolver la distancia entre la voz de un poeta leído, respetado y su propia voz. Sin recurrir al plagio o a la emulación, construye una poética donde más de una vez puede dar lugar al brillo de lo grotesco, generoso simulador de tradiciones, al que, con ardor derriba: “Un camello en el hule”, “he prometido que me comería ese mar”, “¡Arrogantes… hasta cuándo vuestra vehemencia asesina!”, “los cerditos, esferas iluminadas atrapadas a la alta torre.” Sabe encontrar el erotismo en una imagen con la intuición segura de su mirada, plástica, idiomática, teniendo ante sí el “collage” del mundo en la pupila.
Nada la detiene: es la libertad que también obstruye la llegada del lector, del público aquiescente, de la popularidad comercial. Sólo una vez le oí decir en público sus poemas, en una oportunidad, si mal no recuerdo, de la presentación de un número de la revista “Literal”, en un encuentro en La Boca. Con voz aguda de susurrante y cálido tono leyó un poema revulsivo, cuyo título, “Puta”, era desde ya una provocación. No podría decir si estuvo en su voluntad el deseo de publicar, o de no hacerlo: le era indiferente entonces. Nos unía cierta indecisión ante el posible lector, al que tal vez considerábamos inasequible. Cuando más tarde, en mi libro Ciudades, Rosita encontró el cuento “Descubrimientos” a ella dedicado, tuvo una sorpresa agradable. Me emociona, cómo no emocionarme, que el poeta Jorge Quiroga me haya pedido esta breve introducción para los poemas de Rosita en La bicicleta. No sé, hasta dónde mi actitud de escritora, crítica, lectora y amiga de quien escribió estos poemas, se une o se separa. Valoro la poética de Rosita Cedrón, sus indiscutibles hallazgos, su voz rebelde y al mismo tiempo tierna, su conocimiento de la literatura, su capacidad para crear “en la luz, junto al fuego”, la marcha inusual del tono propio.



Noemí Ulla
Buenos Aires, mayo de 2005.