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2.6.24

El recuerdo oro, por Juan Cruz Carrique

 

Alejandro Valentín Rubió nació el 11 de febrero de 1967 y murió el 14 de febrero de este año en el Hospital Vélez Sarsfield, después de casi dos semanas de internación, a causa de una enfermedad pulmonar muy avanzada. Pasó apenas un mes y medio de su muerte. Seguimos de duelo.

 

Alejandro fue el poeta que dividió las aguas en mi vida. (Sé que lo fue también para muchas personas que están hoy acá). El tipo que me enseñó a leer y, en gran medida, a pensar, cuando creía contar con esas habilidades después de 25 años de educación formal. Para quienes apostamos por el lenguaje, para quienes creemos que las palabras tienen un valor -que por supuesto, no es el valor del mercado-, acá se pone en juego lo más querido.

 

Nos conocimos en el invierno de 2017, hace siete años. Un amigo me avisó que el tal Alejandro Rubio -el mejor poeta argentino vivo, dijo mi amigo- iba a dar un taller en La Sede, un centro cultural multidisciplinar de Villa Crespo. Por ese entonces había leído La garchofa esmeralda, pero ni un poema de Rubio. Aquella primera reunión fue para hablar sobre el poeta mexicano Gerardo Deniz. Era un único encuentro, abierto y gratuito, que servía como antesala de lo que sería un taller de tres meses sobre poesía de los 90. Éramos sólo tres participantes, además de Alejandro. Quedé impresionado por su inteligencia, por la precisión en cada comentario, por su voz, por la cantidad de cigarrillos que fumaba. En mi recuerdo, ese mismo día nos hicimos amigos.

 

A partir de ese momento, comenzó una saga de talleres que organizó Alejandro y que se extendió por dos años. El primero sobre la tendencia materialista en la poesía de los 90 -leíamos a Casas, Helder, Prieto, Gambarotta-; el segundo sobre el lado oscuro de los 90 -leíamos, por ejemplo, Camaleón de Selva Di Pasquale y Oreja tomada de Manuel Alemian-; el tercero, y el que tuvo mayor repercusión, sobre los hermanos Lamborghini (recuerdo que los jueves la terraza de La Sede se llenaba de gente y de olor a tabaco); el cuarto sobre la prosa de Levrero y Gandolfo; el quinto, trunco desde el inicio, sobre poesía chilena. 

 

Durante esos dos años, Alejandro preparó cada clase con extrema minuciosidad. Llegaba desde Caseros cargado de libros y se volvía, siempre, con alguno más que compraba ahí mismo. Nos hablaba de Pound, de Eliot, de William Carlos Williams; de la relación entre inspiración y método; del lirismo y el patetismo; de la prosodia, la eufonía y la cacofonía; del primer y el último verso; de las imágenes, los sonidos y los silencios; de las historias y de la Historia; de la métrica y el corte. Todo mientras fumaba un cigarrillo tras otro. Nosotros le hacíamos preguntas y él respondía, casi nunca dudaba. Por ejemplo, cuando Lucía, compañera desde la primera hora, le preguntó cuál era para él la mejor poesía: “la mejor poesía es aquella cuyas imágenes son insólitas pero a la vez necesarias.”  

 

Esa amistad, que para mí comenzó aquella noche de julio de 2017 en La Sede, duró hasta el último aliento, y desde ahí es desde dónde quiero hablar. Quiero dejar dicha una amistad. Quiero recordar a un amigo muy querido, y no exaltar o canonizar al gran poeta.

 

En fin, quiero tomarme en serio la palabra “evocación”: no hablar sobre él, o no hablar sólo sobre él, sino que él hable a través nuestro. Quiero volver sobre su potencia verbal, sobre el implacable uso que hacía de las palabras y los silencios, sobre su sensibilidad y su ternura. Dicen de Rubio que ejerció el malditismo, en vida y obra. Dicen de Rubio que era un jodido, que le gustaba pelear con el que se le pusiera enfrente. Dicen de Rubio que era un lobo solitario, un antisocial. Vislumbré alguno de esos rasgos, pero el Alejandro Rubio que yo conocí fue, ante todo, un tipo concernido por sus amigos, afectuoso y de una generosidad inmensa. Uno de esos tipos que dan todo, que se guardan nada, porque no esperan nada. Uno de esos tipos que viven en la pura inmanencia de la vida. Cuando uno se encuentra con alguien así más vale cuidarlo, estar cerca, quererlo.

 

Por eso, ahora quiero dejar resonando en esta sala algunas palabras que le escuché decir a Alejandro. Las tomé de una entrevista que le hice, de entrevistas que le hicieron otros, de comentarios que hizo en sus clases, de audios de whatsapp. Su voz en mi voz. Su castellano perfecto:

 

Soy un poeta peronista porque soy un poeta faccioso. El poeta faccioso es un mafioso, es un sectario, es un fanático. No quiere conciliar, no quiere sumar poder, quiere simplemente sentar un punto. Una vez sentado el punto puede ser destruido sin ninguna pérdida para la cultura o para la sociedad.

A los doce años decidí ser escritor. Cuando mi viejo me hizo la pregunta seria: “¿qué vas a ser cuando seas grande?”. Le dije: “quiero ser escritor”, “Te vas a morir de hambre”. No se equivocó.

 

No tengo una posición. No tengo una carrera literaria. Nunca me interesó demasiado tenerla, y como no me interesó no la busqué. No hice la rosca necesaria, no hablé con los que tenía que hablar, no escribí lo que tenía que escribir. Por lo tanto, no la tengo.

 

Yo había leído algo de poesía entre los 13 y los 19. Había leído a Baudelaire, a Rimbaud, algo de Lautréamont, algo de Artaud, algo de Ginsberg, algo de Leroy Jones, y más adelante leí a Eliot, a Leónidas Lamborghini. Y cuando leí a Cesar Fernández Moreno, Argentino hasta la muerte, encontré una especie de tono que a mí me calzaba, y ahí empecé a escribir poemas en esa vena, que después cuando leí a Georg Trakl, el poeta alemán muerto tan joven en la primera guerra mundial, se volvió más oscura y hermética.

 

A Leónidas Lamborghini le debo mi vida de poeta. Fue el tipo que me convenció que para ser un poeta argentino no hacía falta ser un boludo total.

 

Lo que siempre quiso Lamborghini fue que el verso diera la vida, no su comentario.

 

Se puede decir que con respecto a los otros escritores de poemas, Lamborghini nunca escribió. Siempre robó, siempre copió, siembre borró, siempre cortó.

 

Me he quemado los ojos leyendo.

 

Yo tomé toneladas de haloperidol.

 

Voy a salir de ésta como salí de tantas.

 

Yo vivo en perfecta paz conmigo mismo. La que no vive en perfecta paz consigo misma es la sociedad argentina.

 

Argentina es un país de corderos.

 

La mayoría de los tipos que hoy son comentados como grandes poetas ni siquiera serán reeditados, se perderán, quedarán en algún índice. Ni siquiera van a ser estudiados por los académicos. La cultura moderna es demasiado rápida, y el lugar del poeta no está determinado,  porque como hay que salir a buscar ese lugar, son muy pocos los que lo consiguen, estadísticamente, por más inteligencia y voluntad que tengan. Por lo tanto, siempre hay una herida.

 

El rol social del poeta es decir lo que no dicen todos los demás. Desde Canal 13 hasta 678; desde Página 12 hasta La Nación; desde tu profesor en la facultad hasta el último rockero que sale en la Rolling Stone. Decir lo que no dicen todos los demás.

 

A veces releo mis libros. Me siento recordado en esas páginas.

 

No es en la escritura donde se me va la vida. Se me va la vida en vivir.

 

Mi segundo tomo de obras completas se va a llamar Lírica esencial.

 

Puedo hablar hasta con un cigarrillo en la boca, ¿querés que te muestre?

 

El punto es el poema.

 

 


 

N.B.: El recuerdo oro fue leído el 27 de marzo de 2024 en la evocación a Alejandro Rubio que organizó “Coliseo de poesía. Aventuras del verso argentino”, ciclo coordinado por Guillermo Saavedra y Roxana Artal en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Ese mismo día, el Ministerio de Capital Humano despidió a 120 empleados de la Biblioteca.

24.7.13

La potencia de la mezcla, por Andrés Monteagudo




Sobre No vienen avispas de Luis Thonis

No vienen avispas (Buenos Aires, Leviatán, 2012) es un largo poema contra la salud que brinda el sentido y la tranquilidad de vivir al cuidado de los dioses (o sus sucedáneos) en un medio ambiente acostumbrado a incorporar las prevenciones administradas casi por reglamento en los medios, en los claustros y en boca de los popes de la intelectualidad. Pero los libros de Luis Thonis se escriben de otra manera. “Mi voz no les será dada” escribió Thonis en “Heroicos temores” de Cuerpos inéditos (Grupo Editor Latinoamericano, 1995). Ha gestado una voz que proviene de guturaciones de miel y canto en calles en penumbra de un Paraíso Perdido. Y ahora replica: el poema se hunde en las aguas que son la unidad y el problema: es “un cofre cerrado / que nadie confundirá con un tesoro” (9).[1]
En el comienzo –escribió el poeta– era la comezón. La picadura de las avispas entonces aparecía como un bautismo postergado, una promesa sin declinación ni concierto. Y con la ironía con la que Hidalgo cantaba: “esto ya fracasó”, durante el éxtasis –génesis del poema–, el creador vería “peligrar su programa”. El “desvelo de las formas solteras” (7), una continuidad sin frenillos morales (el cepillo circular, el firulete sobre los dientes, el artificio) (25).
Pero la picadura de las avispas no es un bálsamo ni un despertar consumado. El poema no tiene cura, es “sin forma ni sentido / gratuitamente” (88): es ritmo. Como afirma Luis Thonis, la eternidad no puede reponer “lo que se sustrae al instante” (51). Y su último libro propone seguir la escucha precisa de un poema que se afirma sobre una abanico de ausencias, de quimeras, de reclusiones (como la de los escorpiones durante el invierno): la maldición de un Yahvé, la confianza en un despertar inducido por el aguijón de la sabiduría, la refulgencia borrada de un Dios extraviado: porque “arriba no hay un cielo” (12). Hölderlin no fue el único que lo vio en alocada fuga. Esa locura de la que muchos no regresan. Un dios gnóstico que atrapó a una buena parte de la tribu. Pero Thonis sigue alerta entre el rojo y el verde semáforo, no pueden bajarlo. Su medida del mundo la podemos sacar de las lecciones de Galileo sobre el Infierno de Dante. Y además, actualmente, sondea mejor que nadie esos catastros, esos huecos donde la historia comúnmente hecha la basura. Thonis hace  glandular el estado de alerta al que la sociedad y sus mecánicas someten al individuo apenas empieza el largo período de supervivencia. Esto nos lo recuerda el autor de No vienen avispas: en el planeta tierra hay plagas, hay masacres, hambrunas. Cuerpos sublimados o nada. La salvación es cada vez más violentamente la acuciosa necesidad de encontrar una salida. La libertad está en el movimiento de las aguas, en sus profundidades asesinas. El poema es el lugar, como escribió Thonis en Eunoe (Ediciones Último Reino, 1991), “donde se atisba un peldaño de lo real”.
“Si no se puede cambiar de vida”, escribe Thonis, “es posible cambiar de muerte / infiltrarse entre los ritmos camperos” (46). Hedor de lecturas (Mansilla leyendo a Rousseau) en el “matadero segundo…”. Zombi condenado, “el animal no se resiste a ser pialado” (115). En esta escritura de Thonis aparece la potencia de la mezcla, la crítica. Fabula, relato, poema, ensayo: Luis Thonis thonifica los discursos al provocar la fusión o lo que llama “escritura transficcional”. Puede pasar del mundo mítico de los elfos y ninfos a la dimensión de “panaderos y mucamas” que atraviesan el ciclo completo de una crisis sin anestesia (74).
En No vienen avispas “la lengua se vuelve un resonador” (92), o como escribió el autor de Eunoe: “la frenética variación de unas pocas sílabas”. Hay un oído atento a las vibraciones del acero, en el instante de guerra: “Lo que se sustrae a la visión / es la lucidez del horror / una cuerda a punto de romperse” (52). Porque como escribe Meschonnic en Un golpe bíblico a la filosofía: “Ver el sentido que se quiere ver tapona los oídos”. Y Thonis nos sugiere que, como quería Benveniste, el lenguaje sólo sirve para la vida. “Somos el fragmento de un vasto poema cíclico” (Eunoe).
“La avispa ya no cura / la rosa enferma” (88). Y sí: la enfermedad hace al poeta. El veneno interior. Nietzsche creía que la enfermedad podía provocar revelaciones en el psicólogo, algo que él consideraba una adquisición de “más vida”. Y si “la enfermedad le impidió [al poeta] / cruzar el océano”, como escribe Thonis, “…el horror fue la hierba / que encendió su lucidez” (19). El vate sigue cantando la peste y el signo opaco se transforma en “un gran foso invertido” (117). Foso polvoriento de donde salen “palabras melódicas” (77) y “su majestad hace de valet” (37), recordando el trasfondo de un Céline burlador y burlado. Entonces leemos la recurrencia de un deseo secular: hacer sonar a las campanas en el agua (108). Asistimos a un “ballet submarino” (85).
Las puertas del cielo permanecen cerradas. ¿Hay, debajo del umbral, un centinela kafkiano? Thonis transmite la urgencia de “volver al primer acto, al trampolín” (38). Asumir que el paraíso es un “agujereado baldío” (114) y que la creación es diabólica en tanto que es metamorfosis. Este elemento es central en No vienen avispas: Thonis abre el telón y muestra la risa del  diablo. Y es explícito en esto: “Lo creado con drama en tierra / lo devuelven cómico las aguas” (18). Vuelvo al río Eunoe para citar este pasaje en el cual el autor profesaba no dejar el poema “aún si hay que caer en la región más interdicta, el fondo del mar”. Con frases como éstas que afirman que a un gran hombre lo matan de un hondazo (43), Thonis practica una risa que se contrapone a las prolijidades del “virtuosismo oficial / [que] confina al demonio / en la academia del mediocre lujo” (58). Vuelvo otra vez a Eunoe para recordar que Thonis en ese libro ya se interrogaba por el sonido del Mal, sin devaluación del lenguaje, y sus derrotas liminares. No se trata de un salvado de la jardinería de poder, no era precisamente un “humanista profesional”. Thonis sabe que “el poeta oficial de algo / tiene un olfato notable / para captar el talento / y contra él volverse” (106). Y, como decía Leónidas Lamborghini, nos “pone atentos”: la banalidad se dispersa contra toda grandeza y las promesas se oscurecen con las intenciones y las ideologías. Finalmente, no puede evitar la paranoia, es humano, y escribe: “Todos me desean la muerte” (116). Y entrando en el matadero segundo (donde hay moscas y degollados) vuelve a entonar su corrosivo versículo dilecto: ya no vienen avispas.


Buenos Aires, mayo de 2013.




[1] Las citas numeradas pertenecen a No vienen avispas (edición citada).

28.10.12

Horror a la lápida, por Mariano Dupont


Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ése era todo su patrimonio.
Rafael Sabatini


Cada tanto hay que volver a Leónidas Lamborghini. A sus libros, me refiero. Me lo digo a mí: hay que volver a lo que hizo Leónidas con el lenguaje. A su trabajo. A su trabajo con el lenguaje, con la risa. Siempre se aprende algo nuevo volviendo a Leónidas. Precisamente porque él, a lo largo de sus libros, de su vida literaria, no ha hecho más que esto: volver nuevo lo viejo. Lo ajeno y lo propio. Es decir, reinventar, reiventarse. Una y otra vez. Un constante desenmascaramiento, digamos: “y quién soy/ y dónde estoy se pregunta” el extraviado en “Una canción”, el primer poema de El riseñor. Y en SEOL: “el ruido de lo roto en el trono de la identidad”. Lo dejó claro, sobre todo, en su prólogo a Carroña última forma, cuando explicó por qué había elegido ese “disímil collage de sus disímiles textos” a la Obra completa propuesta por Adriana Hidalgo. “Porque le tengo horror a la lápida”, escribió. Horror a la lápida. “Horror como terror”, agregó. Toda la obra de Leónidas Lamborghini está atravesada por ese horror a la lápida. A la propia, sí. Horror a cosas como “poeta nacional”, por ejemplo. Horror a quedar abrochado a un rótulo de esa índole. A cualquier rótulo, en realidad. Horror al museo de la literatura nacional. Horror a convertirse en un emblema. En un modelo. Horror a todo eso que, ahora que está muerto, quieren endilgarle. Pa, pa, pa. Dos, tres, cuatro parrafitos. Listo. El busto de bronce bien lustrado. Con bigote y todo. Para que después, desde el cielo, lo caguen las palomas. Como si una muerte no alcanzara, quieren regalarle otra. Por su bien. Aparentemente. Con buenas intenciones. Pero nunca se sabe. Hay que desconfiar de los seres humanos, ya lo dijo Céline. Son ladinos, calculadores, pesados. Sobre todo pesados. De todos modos, por más que las intenciones, supongamos, hayan sido buenas, no importa. Las peores cosas salen de ahí, de las buenas intenciones, eso se sabe. En este caso: nuevas maneras de no leer, de no ser afectados por la belleza revulsiva de sus libros, por “la risible Belleza de la Belleza de la risible risa del riseñor”. Por su libertad. Que su libertad no nos toque, que no nos modifique. Que sus libros dejen de interpelarnos. Listo, poeta nacional. Una institución, como se dijo. Ya está, ¿para qué seguir leyéndolo?, ¿para qué volver a abrir sus libros si vamos a encontrar, ahí, al Leónidas Lamborghini de siempre, al mismo inofensivo “gigantesco” poeta nacional? Al mismo con variaciones, como dijo otro sordo. Cada época tiene sus sordos. Con sus operaciones, las operaciones de los sordos. Un sordo siempre viene con una operación bajo el brazo. No falla. O varias, varias operaciones. Llegado el momento las sacan a relucir. Siempre muy parecidas, las operaciones, ésa es la verdad. Nada cambia, insisto, hay que insistir, no hay que olvidarse de eso, de que siempre fue así. La especie humana es muy predecible. Y los sordos ni hablar. Los jodidos de siempre. Los jodidos que joden, para decirlo con Leónidas.

Horror a la lápida propia, decía. Pero también a la lápida del lenguaje. A los lenguajes lapidarios, de lápida. A las frases que pesan doscientas toneladas. Desde acá, desde esos lenguajes muertos, desde el trabajo con esos cadáveres, hay que pensar las reescrituras lamborghinianas, las de El riseñor y las otras. Todas. Incluidas “El combate” y “Eva Perón en la hoguera”. (En una entrevista que le hicieron Guillermo Saavedra y Américo Cristófalo, y que salió en el número 3 de la revista Las ranas, Saavedra le pregunta: “¿Tu crítica al peronismo en tanto modelo cristalizado, ¿está cifrada, sobre todo, en los poemas de El riseñor?”. “Yo creo que sí”, responde Leónidas. “Ahí reescribí, como dije antes, la marcha peronista y el himno nacional argentino porque sentí precisamente que se trataba de un modelo que se venía abajo desde adentro, se destruía, se disgregaba, se atomizaba. Sentí, para decirlo sin vueltas, que nos íbamos a la mierda”.) Las reescrituras, entonces, como un cuestionamiento de los modelos (literarios, políticos) y de los lenguajes normativizados, cristalizados, doctrinarios (literarios, políticos), que esos modelos implementan para poder legitimarse y perpetuarse. No como una transgresión de los códigos o valores establecidos. (“¿Es esto iconoclastia? ¿Falta de respeto?”, se pregunta en El jugador, el juego. “No es mi intención. Por otra parte, pienso, no hay mayor escándalo que convertir al Modelo en una momia célebre, pero momia al fin y al cabo”.) Tampoco hay que pensarlas, me parece, como un asalto a las propiedades de la lengua, de la literatura, de la cultura, o de lo que sea. Esas son meras consecuencias; resultados, diría. Efectos secundarios, rebotes del trabajo. Ecos. “La fractura no se elige, se lleva adentro.”

En el origen, entonces, sí, una descolocación. El loco, el “colo”, el solicitante disgregado que pone en evidencia la violencia del Modelo devolviendo la distorsión. Como un boomerang. Multiplicada gracias a la risa, que todo lo multiplica. Hay intrusión, penetración, sí. Y duele, un poco siempre duele. Una penetración que revela aquello que el Modelo quiere ocultar (pero también revelar): su propia imperfección. (“Cuando hablamos de modelos”, dice en la entrevista de Las ranas, “como ya dijimos, estamos hablando también de modelos políticos. Aunque no se pueda salir de él, al modelo hay que criticarlo constantemente porque, de lo contrario, se instala y uno se pasa mil años diciendo que la Tierra es el centro del universo.”) Una chaveta perdida que revela, de golpe, la locura de la máquina. “La risa como una de las expresiones más frecuentes de la locura”, decía Baudelaire. El descolocado que ríe, entonces. Como el que va riendo solo por la calle tratando de entenderse. ¿De qué?, ¿de qué se ríe?, ¿por qué ríe ese señor? Andá a saber. No hay nada de qué reír, nos dice el Modelo. Es todo muy serio. Vamos ganando. La risa del loco, del “colo”, como respuesta a la seriedad violenta, paralizante, tediosa, del Modelo. El “colo” manipulando –harto, poseído– un par de electrodos, uno en cada mano. Un shock eléctrico a las palabras del rebaño, al cadáver flácido de la lengua. Una corriente eléctrica que despierta a los muertos. Poniéndoles los pelos de punta (como esa reseña de Las patas en las fuentes, que terminaba con: “No lo compre”). Un shock al Modelo. Una interrupción de la siesta que el Modelo propicia. Un sacudimiento al Modelo de la muerte, de los muertos, del lenguaje muerto que utilizan los muertos. Al Modelo y sus voceros, sus defensores, sus boy-scouts; que nunca faltan. Nunca faltan los boy-scouts defendiendo la causa noble del Modelo. Hay que mantener el orden. Edificar, educar, hacer el bien. Gente proba, gente buena, gente seria. Los “charlatanes de la gravedad”, los llamó Baudelaire. De hoy y de siempre. Los clones de Pedro Goyena que recorren todas las épocas.

Un shock eléctrico al Modelo, decía. O de otro modo, lo mismo pero parecido: destrucción y negación. Sin las cuales, se sabe, no hay creación. Ya se dijo. Destrucción y negación del Modelo a través de la risa, la parodia. Leónidas: “Pero, en el fondo, ¿no es la Parodia un decidido intento dirigido a la destrucción lisa y llana del Modelo? ¿A la negación del Modelo, y de todo Modelo, como si éste no fuera, en el fondo, no pudiera ser otra cosa que su propia Caricatura?”. Lo dice acá, en El riseñor, al final, en “El Estro Paródico”, una breve arte poética, una de las tantas que aparecen desparramadas por su obra. No hay más que abrir sus libros. La poesía, la literatura de Leónidas Lamborghini, nunca dejó de comentarse a sí misma, de volver sobre sus pasos e inventar, así, su propio lenguaje. De ahí, como dice Esteban Bertola, la dificultad de referirse a “una obra que sólo se deja hablar con un lenguaje propio”.

Pero hablaba de la caricatura, de la caricatura del Modelo. El trabajo del poeta, entonces, como un decidido intento por mostrar que el Modelo no es, al fin de cuentas, otra cosa que su propia caricatura. Un trabajo que tiene antecedentes allá lejos, en lo que había hecho el Dante –ese Dante “extraviado”, como se lo llamó, poco conocido, anterior a la Vita nova y a la Comedia– en el poema Il Fiore con el modelo del Roman de la Rose. Dante toma el poema alegórico de Lorris y Meun y, lamborghinianamente, lo vulgariza, lo reescribe en clave burlesca, paródica. Una reescritura mitad intrusiva, mitad tangencial (para usar las palabras de Leónidas), cómica y procaz, que pone en evidencia lo que el modelo ocultaba (pero en el fondo quería revelar): su propia caricatura.

No hacemos más que reescribir. Reacomodamos, disponemos las palabras en nuevos ordenamientos. Cuando hay suerte. A veces ni siquiera. Leónidas lo sabía mejor que nadie: somos simples combinadores en el hospicio del lenguaje. El lenguaje, ya no como morada del poeta, sino como su hospicio. A veces pasa algo a través de los barrotes de la celda. A veces algo llega. Pero muy de vez en cuando. Mientras tanto, el poeta urde, confabula, combina. Leónidas: “El Combinador, inclinado, más bien, a agrupar las palabras en elementos como ellas deseen o revelen desear agruparse antes que como él desee agruparlas” (“El Combinador”). Es que el lenguaje también quiere decir lo suyo, porque el lenguaje, como lo sabe cualquiera que alguna vez haya intentado escribir un poema, trabaja en “abierto misterio”. Ser el instrumento del instrumento. El lenguaje, entonces, como un juego del que se desconocen las reglas. Otra vez Leónidas, ahora en una entrevista que le hicieron Juan Desiderio, Mario Varela y José Villa: “Estuviste jugando pero no sabías a qué jugabas. (…) La apuesta es a lo desconocido. Y ahí puede haber un fracaso. Pero ¿en qué sentido? Yo me quedo con este fracaso, antes que el acertar de gente que sabe a lo que está jugando. (…) En ese jugar se está jugado.”

“Hay que apostar, aunque la apuesta sea la Nada.” El poeta como jugador, como equilibrista en la Casa de juegos de la literatura. El poeta como un payaso loco que juega el Juego del Modelo y se divierte “martirizando un poco el lenguaje”, como decía Eduardo Wilde. Jugar sin red, por supuesto. Siempre. Si no, no tiene gracia. El poeta “como el que vive internándose en la mente de un loco”. O “como el que nunca pudo dejar su infancia” o “matar al niño de su infancia”. “Como el que de la mano de ese niño ha de entrar en el infierno.” Su moral, sin embargo, es la del bufón. La del homo parodicus. La del hombre que ríe. “La poesía fue hecha para alegrar el corazón del hombre”, decía Pound. No sé si la poesía, la literatura de Leónidas Lamborghini alegra el corazón del hombre. Sería ir demasiado lejos. Sería como decir, por ejemplo, que Céline nos alegra la vida. Y no es así. Al menos a mí no me la alegra. Pero sí podríamos decir, en cambio, que tanto Leónidas, como Céline y muchos otros, forman parte de esa raza única de escritores que nacieron con el don de la risa, y con la intuición de que el mundo estaba loco, y que gracias a eso nos ayudan, y supongo que nos seguirán ayudando, a salir del desbarranco.


Leído en la presentación de El riseñor (1975; Editores argentinos, 2012), de Leónidas Lamborghini, el 12 de septiembre de 2012.