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21.5.25

Viel Temperley: Estado de Comunión, por Sergio Bizzio.

 

 

Viel Temperley nació en Buenos Aires en 1933. Con su primer libro, a los 23 años, obtuvo la Faja de Honor de la SADE. Entre ese libro y el último volaron 30 años. Sus lectores, pocos, hablan de Viel como uno de los mejores actuales. Ahora –el presente vale– llega de una sesión de rayos y está en la cama, una frazada prolijamente doblada a la altura del pecho.

–Ojoó– hace, sonriendo, y en el piso suena el teléfono.

Por todas partes hay pequeños cuadros pintados por él o por Luisa, su mujer. Hay una biblioteca fina y alta rodeada de fotografías y un Cristo azul acosado por un bosquecillo de plantas sin flores. Viel no es un poeta de cuchicheo mallarmeano. No dice “un texto por fin real que será la explicación órfica de la tierra”, ni “un Cosmos organizado bajo el signo de la belleza”. Él dice: “lo mío tenía que ser todo un mundo”. (Tiempo atrás, hojeando la novela de un sabio, rozado yo por el eco de su éxito, se me ocurrió que la percepción de la belleza tiene que ver más con las sensaciones que con el juicio –lábil ocurrencia, pero me gusta esa antigüedad. ¿No hay un dios que desaparece automáticamente si se lo toca demasiado?). Y si habla de sus libros –en este caso Legión Extranjera (1978), Crawl (1982) y Hospital Británico (1986)–, hace justamente lo contrario de las gentes que, diría Arreola, caen unas en brazos de otras sin detallar la aventura.

–Desenchufá –pide–. No quiero que me interrumpan.

Le digo que parece que hubiera entrado en escena de golpe, en este último año, cuando tiene nueve libros editados.

–Creo que eso es culpa mía. No hice ningún movimiento para acercarme. No estuve en ningún grupo. Siempre rehuí las presentaciones. Y hasta Carta de Marear, que apareció en 1978, había publicado cinco libros... pero yo tenía la intención de romper mi poesía; la notaba demasiado rígida, como atada a un molde, un principio, un medio, un fin: sabía qué iba a decir. Después pasé a decir, a ver, empezó a interesarme la poesía que me permitía no solamente esconderme sino evadirme y hacer un mundo, tener un mundo.

–¿Evadirte de qué?

–De lo excesivamente claro. Yo me destrozo en cada imagen para esconderme, pero dejo (por ejemplo en Legión Extranjera) citas y personajes que hacen de distintos poemas un solo poema. Así que después de esto, cuando tuve oportunidad de mandar todo al diablo, me encierro con un título, Crawl, y la intención de dar un testimonio de mi fe en Cristo, al que nunca había nombrado: decía “Dios”; un dios panteísta, no el hijo, el hombre. Y el hecho es que me encuentro con mi poesía al no saber cómo hacerla. Termino explicando cómo se nada, cómo poner una mano al nadar... Pero descubro que para escribir Crawl tengo que aprender a rezar, y empiezo a tener una relación distinta con la oración y con el aliento. Y al fin de todo consigo mencionarlo como “éste” o “ése”, con minúscula, porque en aquel momento de mi vida espiritual hubiera sido una mentira poner reiteradamente “Jesucristo”. A lo largo del libro lo nombro una sola vez. Yo no era dueño de ese nombre.

–Más que la búsqueda de El Nombre parece la búsqueda de un nombre. ¿O pensás que sos un poeta religioso?

–¿Un poeta religioso? No. De ninguna manera. Seré un místico, un poeta surrealista, cualquier cosa, pero no religioso. Hablo de marineros y de nadadores. Jesucristo aparece a través de un rufián, de un vago, de un bañero. Pongo “Besarme el rostro en Jesucristo” queriendo decir que Cristo me había llevado a besarme a mí mismo en él. En él, pero a mí mismo, eso es lo que me interesa. No me dirijo a él dejando de lado mi amor por esa chica al lado de la lámpara: lo busco ahí. Me bastó con haberlo puesto una vez. Di testimonio. Macanudo. Ya después me copo con la tapa, con el marinero de la caja de cigarros John Player... Yo creía que existía. Me lo había presentado un tío en una pieza empapelada con flores. Y recuerdo que lo quise. Pero ahí dejé de verlo y no volví a encontrarlo hasta mucho tiempo después en un atado de cigarrillos. Había soñado con él, y lo tomé como la cara de Cristo. Dios es idéntico a un marinero, tal vez un marinero judío, por la mandíbula tan fuerte, cuadrada. En lugar de un salvavidas, entonces, le pedí a un amigo que dibujara una corona de espinas. Finalmente, se me ocurrió acompañarlo con la diagramación. Si mirás Crawl arriba es como un cuerpo que va nadando. Yo desplegaba el poema en el suelo y me paraba en una silla para ver dónde había algo que se saliera del dibujo. Me pasaba horas arriba de la silla fumando y mirando, y corrigiendo para que tuviera esa forma. Incluso trato de que las estrofas no tengan puntos hasta la tercera parte, porque quería que fuera un respirar, quería que cada brazada fuera una respiración. Solamente al final, cuando habla con otros hombres, hay puntos y cortes. Pero donde es pura natación, son estrofas.

–¿Y en cuanto al leit motiv “Vengo de comulgar y estoy en éxtasis”?

–Eso sucedió un día en que estaba terriblemente angustiado y me metí en el Santísimo, la iglesia que está acá atrás del Kavanagh. Sin embargo no soporté estar ahí adentro. Salí, me senté en el pasto, en la plaza, y tuve de pronto una sensación de éxtasis extraordinaria... Y me dije que ese era el motivo para empezar cada parte. Y en la primera sigue “aunque comulgué como un ahogado”. Eso, como un ahogado... Otra vez, yo venía caminando por el puerto, y entre una fila de plátanos sentí un ataque de Dios, el golpe de Dios, y me puse a llorar. Hay un plátano en Crawl. También recuerdo que cuando yo era muy chico vivía en Vicente López, y todas las mañanas mamá me llevaba al río, cargado en la espalda. Yo todavía no sabía caminar. Y un día me caí al agua. Recuerdo que estaba sentado debajo del agua en paz, sin extrañar absolutamente la vida, la respiración, el mundo. Lo único que sentía era el éxtasis de ver una pared color tierra cruzada por el sol: era un manto anaranjado que yo tenía ante los ojos. Y era feliz.

–En El Nadador escribís “...agua tan azul que el hombre / entraba en ella y respiraba”.

–Respira el cielo. Por eso en Crawl me quedo tranquilo hasta que un día nublado estoy en una playa y al cerrar los ojos sale el sol y veo dos figuras blanquísimas, y me dije que iba a escribir acerca de esos dos tipos haciendo guardia en la arena. Ese libro sería Hospital Británico. Yo estuve en el Británico. Caí enfermo cuando vi a mamá que quería morirse, y murió cuatro días después de que a mí me trepanaran. Habíamos pasado tres meses los dos tirados en la cama. Bueno, me operan del mate y a los dos o tres días salgo al jardín. Iba del brazo de mi mujer. Nos sentamos delante de un pabellón, al que llamo Pabellón Rosetto. Volaban unas mariposas y había unos eucaliptus muy hermosos, nada más que esto, y fui rodeado y traspasado por una sensación de amor tan intensa que me arruinó la vida en el mundo.

–¿Cómo?

–Sí, la sensación de estar rodeado por cielo, y de que ese cielo me tocara como carne, y que podía ser la carne de Cristo y que al mismo tiempo lo tenía a Cristo adentro... Yo era amado con una intensidad que estaba en el límite de lo soportable. Eso duró una semana. Cuando volví a casa me tiré en el living y abrí la ventana para que el viento moviera la enredadera y estuve hasta el amanecer tratando de recuperar ese estado de comunión, pero no apareció nada.

–Bueno, apareció Hospital Británico.

–El libro de un trepanado. El que escribió ese poema no existe más. Yo, en aquel entonces (no sabía que iban a darme rayos) salí volando con la cabeza abierta: iba a escribir. Se me ocurrió la solución de las esquirlas, lo ordené, escribí lo que habla de la muerte de mamá... y el resto en el estado de un tipo que se había salido de la realidad porque tenía un huevo en la cabeza. Después, sí, después tienen que darme rayos. ¿Quién carajo armó todo eso? No tengo idea. Llega gente, vienen a visitarme, caen cartas, pero lo que yo tengo que ver con el efecto de ese libro es muy poco. No soy el autor de eso como de Crawl. Hospital Británico es algo que estaba en el aire. Yo no hice más que encontrarlo. “Hospital Británico” me permite creer que me salí del mundo y no sé para qué. El cielo estaba en la enfermera que pasaba...

 

Publicado en la revista Vuelta Sudamericana, AÑO I, julio 1987; p. 58.

 

21.7.24

Lejanas intemperies, por Cecilia Bainotto

  

Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo

Héctor Viel Temperley

 

I’m too sad to tell you.(Estoy muy triste para contártelo)

Ban Jas Ader

 

 

El cuerpo motivo de inspiración de todas las artes. Más allá de la recreación, un conjunto de células que forman órganos agrupados en sistemas por los que funciona. Básica biología. Y desde allí lo primero es lo primero: esta estructura es una perfecta desconocida. Con fecha de vencimiento en la conciencia activa.

¿Cuáles son los umbrales del dolor y del placer? Inseparables de la vida. Ambas emociones intransferibles e incomunicables por medio del lenguaje. ¿Cuál es el umbral máximo que puede aguantar ese complejo de órganos? Por algo las dosis de anestesia ameritan prueba y el examen de cabeza. Aquí la cosa se pone más compleja por los criterios de “normalidad”.

 

Viel Temperley al borde de la muerte por una grave enfermedad. “Yo” que habla se separa del vehículo de esa conciencia. El cuerpo. La frase de Héctor Viel Temperley generadora de búsquedas desde diferentes aproximaciones. El cuerpo, una mano que se hincha, un ojo que se achica y ante el descubrimiento ¿qué es esto?

 

Existen artistas conceptuales que se han arriesgado en la exploración de las respuestas de sus cuerpos y al riesgo de no poder comunicarla. “Tú ya lo sabías” y, aun así. También algunos espontáneos y otros en la perforación de límites.

 

El caso de Ban Jas Ader (1942-1975) un artista holandés que registró sus performances: el cuerpo en caída por la gravedad. El techo de su casa era el escenario de la caída o un canal de agua en Ámsterdam sobre el que se lanzaba en bicicleta. El cuerpo, el objeto de su arte. El registro en secuencias, la obra. “I’m too sad to tell you” dice (Estoy muy triste para contártelo) cuando llora copiosamente ante una cámara. Desapareció en alta mar sin dejar rastros. La pregunta que flota es si esa embarcación que no reflotó fue el último acto intencional de su performance.

 

Jimmy Jump, un espontaneo muy gracioso, barcelonés. Jimmy Jump, la fonética del nombre da sonido de resorte, ingresaba a espectáculos masivos “como un paracaidista” (fútbol, conciertos) En gran medida exponía el cuerpo ante la vigilancia de “guardias pretorianas”. Causó más de un desmadre con suspensiones y corridas. Una instalación viviente. ¿Qué fue de Jimmy Jump?

 

Jorge Bonino, artista conceptual (1935-1990) un villamariense que desplegaba sus brazos para volar y carreteaba por las peatonales. “Un cuerpo que estalló en mil pedazos” –la película de Martín Sappia sobre Jorge Bonino– buscando el ardor de la flama, el celeste del espacio. Planeó su muerte en el descenso oscuro por una escalera. “Puede ser así o todo lo contrario” su mantra.

 

Hay personas que son leyenda no por libros o poemas escritos. Ellos mismos son una obra de arte en la acción que realizan. Una lejanía de intemperies que irá desapareciendo con la memoria del último que quiera recordarla.

 

La gravedad como fuerza, el cuerpo como carne frágil, la emoción extrema que descuida la cuidada integridad. Esa cuerda-cuerpo que se puede cortar. “Síndrome de Pontius”. Conlleva sus riesgos. Pero… ¿hay mayor realidad que la vida cuando quiere probarse e incluso perderse?

 

 

Un día en el aire

 

Estaba releyendo un cuento policial y justo la llamada: me avisa como si nada de un viaje por un año con renovación de estadía a los seis meses.

A probar otro destino –tiene referencias por su madre, mi hermana– y hacia allá va en contra del Día. Es tan lejano el Oriente. La llamada fue cuando en el cuento el personaje mira por la ventana abstraído en la visión de una ola inmensa. Justo después de haber cometido un crimen. Una garra azul replicada en copias por todo el mundo. Al fondo el Monte Fuji. Demasiadas coincidencias. Ineludible la recomendación

 

Necesario

El látigo de agua arranca el fachinal. Desobstruye pantanos. En la tierra abierta las cruces se clavan mejor.

El látigo de agua se hace más suave. No hay sonidos de avispas ni siseos de serpientes.

Solo la levedad de una mariposa en el azul violento.

 

7.30 hs

Ese estallido… hablemos de los fractales, del fragmento. Los fragmentos se quiebran en millones de diamantes.

–¿Has visto que esto, la palabra triturada, también es un mar infinito? Sigamos recogiendo esos restos de poesía.

–Que los mares arrastran y hacen arena.

Odiseo cuenta sus odiseas a Calipso. A esa hora nunca fue tan sensual un desayuno.

 

Quietos cautivos eternos

Los que estamos tenemos la misma simiente. Los que fueron nos la dejaron. Unas ramas se han metido por la reja oxidada o salen, no pude ver bien, ¿de qué se alimentará esa savia? Todos los tapados se destapan con los mismos gusanos. Nada. Por más empeño que ponga la desigualdad.

Nada. (De la selección Humanos envasados)

 

A-NO-NI-MATO

UNA CABEZA

UN CUELLO

UN TORSO

UNAS PIERNAS

UNOS PIES

AHHHH FALTAN

UNOS BRAZOS

UNAS MANOS

UNOS DEDOS

PARA ESCRIBIR

Y DESPUÉS

ENCENDER UN FOSFORO.

 

Está el suceso.

Después se cuenta. Después está la distancia que separa el suceso del lenguaje.

Después líneas que se recorren con más o menos piedras en los zapatos.

Después la imposibilidad de no tropezar con desastres.

 

Mezcla de mosca, de tábano y de pájaro en permanente vuelo. Espero que tenga las mejores corrientes de aire (cuerpo alígero entre las montañas)

 

No es fácil escribirle una carta a una persona privada de su libertad. No sé cómo contarle de la mía libre y condicionada (De humanos envasados)

 

La libertad está en una manzana de CABA o en el LUNA PARK. Entradas agotadas. Salidas obturadas por las chiribitas que provoca la acústica inflamada. Pero con el ingenuo y maldito tupé: ¡Somos libres, loco!, dice un grupito suelto de cuerpo ensartado en ropa ajustada. Y empieza con la monserga vieja. Más de lo mismo. “Menos… es más” no lo entiende la libertad por exceso

 

Demoliendo paredes quedaron ladrillos propios, algunos ajenos, desparramados por el suelo

¿Era para allá? /+ de lo mismo – de lo otro/ No te vendí que yo no era nada/ Bla…bla…/Un palo tiene dos puntas/ ¿Lejos? ¡Cargate nafta! / Puede ser así o todo lo contrario/ Siempre encuentro algo cuando pierdo tiempo/Habría que escribir sobre eso para destupir cabezas/ ¿Cómo está mi reflejo?  ¿Lo sabes?, no, no lo sabes/

/La improvisación del desalojo/ Argentina tiene la carga de tres M pesadas. No hay milagro trinitario/
/ La secta de los parqueros de diversión tercermundista. Tres puestos claves:  el del tren fantasma, el del palo enjabonado y el del tiro al blanco /

¿Cuál es el color de tu miedo? /Vos sos un Tesoro y yo un Sorete de oro / No es lo mismo San Antonio de Padua que San Isidro pero la urgencia del falo es igual en todas partes/
/
LA IRREVERENCIA ES ESTÉTICA: el semen es encomiástico no así la caca/ Soliloquio: ESCUCHE EL SILENCIO/

/Abrió la puerta con el filtro de un cigarrillo.  Escuchó girar el picaporte/
                          Te dije que esta historia podía no ser cierta

 

 

PRIMERA CASA

 

Raro ese lugar en Claypole donde el conurbano se desploma. Un barrio cerrado en un predio de no más de mil metros cuadrados. La entrada, un portón de madera carcomida, abierta a todo aquel que gustara pasar y pasear y vender en ese barrio de Claypole.

El operador inmobiliario nos había” vendido” un “oasis” a poca distancia de centros comerciales con referencias ciertas. Verdades a medias en las que se entra a ese ambiguo espacio por las dudas encontrar algo. Cuando llegamos la mirada de codicia hacia el automóvil BMW azul no pasó desapercibida. Estrategia: amable indiferencia. 

Decía, la entrada un portón de madera carcomida, de unos dos metros de alto, que se abría a un parque más bien pequeño con toboganes, hamacas, piletita pelopincho, un pelotero, todo bastante descolorido que en la postal final semejaba más bien una compra - venta de juegos para niños.

La entrada no era la mejor presentación, pero bueno … estábamos ahí y en una de esas la oferta mejoraba. Cruzamos el parquecito y ahí estaban las casas, separadas unas de otras por cercos vivos bajos. Los terrenos de cada casa, con construcción incluida, no superaban   los sesenta metros de superficie.  Sin servicio de cloacas, las calles/ senderos tenían un desnivel para que corriera el agua por los costados. Era un vecindario colorido, con voces que se escuchaban sin modulación en emisoras cruzadas y encima del sonido natural, otra capa de sonidos de radios y televisores. Para los ojos y los oídos: algo no estaba bien.

“Toda gente decente” nos dijo el vendedor de la inmobiliaria para insuflar ánimo a nuestro desánimo galopante.  Por las puertas abiertas se veían escenas familiares en acción:  tomando mates, las mujeres pintando sus uñas o lavando los platos y tirando el agua sucia en la corriente de agua que pasaba frente a las casas, los hombres despatarrados mirando televisión, chicos alrededor de una mesa haciendo tareas, jugando o peleando, una mujer mayor tejiendo al lado de la puerta – inexistencia de veredas -, dos hombres jugando a las cartas, otra mujer trayendo a rastras a un niño después de una pelea, aparentemente.  Una repetición tan existencial, tal el caldo de una vida que se cuece lenta, sin milagros, y que puede terminar –muchas veces– en La Corte de los Milagros. Es fácil caer por la pendiente cuando duelen los zapatos.  Y este lugar estaba ahí, en el denuedo intencional para   no caer. Bienvenido.

Faltaba la frutilla de esa gelatina que no cuajaba: la casa. El vendedor abrió la puerta y ante nuestros ojos una sala cocina   que en la percepción del vacío parecía amplia pero no. Con el mínimo mobiliario explotaba. Una puerta daba al baño y una escalera de madera – estaba bien hecha, lo único bien hecho- por la que se ascendía a dos dormitorios de tres por tres con un placard horrible en uno de ellos. Las paredes de ladrillos huecos, las ventanas pequeñas y mal pintadas. La casa estaba rodeaba de un alisado de cemento estrecho casi pegado al cerco vivo. Por lo que el “oasis” era una caja de cemento. Cajas de cemento pegadas en una hilera sin el mínimo pensamiento urbanístico.

“Está el Cotolengo a pocas cuadras” nos dijo el vendedor aquel domingo a la tarde de hace casi cuarenta años.  “Cotolengo” en tonalidad con lo que yo estaba observando.

Y vuelvo a esa precariedad por la que es fácil resbalar hacia otra mayor, al menos aquí, en Argentina, con una pirinola tan loca. Borré con flúor el primer aviso. Por suerte podíamos,  en aquel tiempo, sortear la pendiente. Historias de bolsillo.

11.12.12

La vigilia de las estatuas, por Mirta Nicolás


Sobre No vienen avispas, de Luis Thonis 

Luis Thonis/ escribe poemas/ que no son poemas de la poesía
Hugo Savino. Claridad de saltimbanqui

No vienen avispas (Leviatán, 2012) es la historia explícitamente narrada y vedada de una tribu lo bastante tonta como para esperar como salvación a un insecto que tarda dos días en morir. Como si día y noche trabajaran para ser sonámbulos. Son las voces de una tribu en la que florecen ninfos, seres indeterminados que esperan encontrar en las avispas –ese insecto tan torpe– su salvación. La avispa, según el poema de Francis Ponge, es un bicho que tarda dos días en morir. El poema de Luis Thonis no tiene una semántica fija, esboza y conjura efectos de catástrofe de algo que pasa desde la fábula de esa tribu bíblica. El mundo zombie hizo de este insecto un mesías, igual de zombie. Algo tan actual y atemporal como el negocio del terrorismo. Ya en su ensayo, “La disgregación de las lenguas y el sueño de un imperio, sobre Austria Hungria de Néstor Perlongher”, Thonis apunta: “La Historia es un cadáver hambriento, insaciable, que envía a los cuerpos a las fosas.”

¿Pero qué vigilia, qué vida, verdad o utopía puede inscribirse en un poema cuando tiene una alegoría? Lo que significan las cosas puede cambiar como varía el lazo arbitrario que une un significado con un color. No hay nada en el rojo que signifique peligro además de una convención. “El verde ya no calma/ inquieta más que el rojo”. Así arranca el poema que mantiene su ritmo y tono hasta la última página. No hay una semántica fija sino contrastes. Tampoco hay interpretaciones mecanicistas de ningún problema social. El poema es una necesidad y un acto de libertad. En definitiva, ¿qué verdades históricas o poéticas puede esconder el Popol Vuh o la Biblia? “Un niño sin mar no es un niño” se lee, como avisando que la moral pertenece al universo del signo y se convirtió en la banalidad del Bien. Es escandaloso. Thonis es un alborotador, los ninfos de la tribu de su poema esperan la salvación de parte de unas avispas que parece que no vienen: “Cualquier torturado sabe/ que el silencio es oración.” Hay una ética interna en el lenguaje de Luis Thonis. Hay que descifrarla.

Héctor Viel Temperley anota en su poema “Cataratas” de la serie Plaza Batallón 40 (1971): “tenemos que luchar con nuestro ángel/ para que él nos venza”. Esa lucha no está ausente en los poemas de Luis Thonis, que parece dejarse vencer por una poesía matricida. Platón, el pensador político, dice que el poeta se hace peligroso para el buen orden de la sociedad. Pero no tiene sentido que los poetas sean examinados por el tribunal de la filosofía ni por el de la sintaxis. En el primer verso de su primer libro de poemas, Siglo de manos y la criatura (1987), ya se lee: “No la emprendas con la circularidad del círculo/ una flauta te llama de tu nombre”. En No vienen avispas se lee, en un verso de la página 33, “cada cosa nos confirma”. En otro: “amar/ es curar al otro/ de las heridas que nunca tuvo/ prepararla para las que vendrán.” Y en otro: “es para traicionar que se inventaron los amigos”. Thonis escribe libros peligrosos. Encuentra una sintaxis ascendente y pluriforme. Hay algo narrativo en sus poemas, se trata de una inventiva grave y despejada.

9.5.10

Jugar con los perros como perro con perro, por Juan Dos





En el decenio segundo de la segunda mitad del siglo veinte varios escritores latinoamericanos gesticulan sus hábiles mascaradas subidos al fenómeno del “boom”. Las regalías del negocio editorial, la sabrosa circulación de efectivo abre el apetito a la novísima generación. Algunos adoptan aires de “estrella”, la mayoría corteja los gustos y las prerrogativas de la cultura dominante. Arguedas no. José María Arguedas (1911-1969) no es un aculturado. El socialismo no mató lo mágico en él, su manejo del instrumental literario “burgués” no le impide ni rascar (con gusto) la cabeza de chanchos mostrencos ni conversar y jugar con los perros como perro con perro ni convertir los mitos y los cantos de su pueblo en textual espina dorsal de sus novelas. Esta última, por lo demás, conversión problemática: leyendo los capítulos finales de Transculturación narrativa en América Latina, de Ángel Rama, uno toma conciencia del conflicto (¿irresoluble?) entre la forma novela (burguesa) y el tema y los destinatarios de Arguedas (el pueblo). Problema común a Walsh, quien, entrevistado por Ricardo Piglia en 1970, esquiva la apresurada vinculación a Joyce o a Faulkner servida por el entrevistador, optando por una literatura “menor” (Lord Dunsany), más de sótano, por (al menos) una forma breve, más pequeña. Metiendo en medio a Borges ya que a éste “nadie se anima a pedir una novela”.

Arguedas y Walsh registran la tensión en sus Diarios. El zorro de arriba y el zorro de abajo (edición póstuma de 1971) y la comprometida crónica clandestina de Operación Masacre, Satanowski y Rosendo (1957, 1958, 1969) forman parte de un proceso, ensayan soluciones parciales. Los Diarios son el lugar de ese registro. El problema de la novela desemboca en el Diario. Valiéndose de la privacidad inherente al género, Arguedas y Walsh registran múltiples tensiones. Tensión del combate personal junto a los avatares del combate colectivo. Por ejemplo Arguedas: “me devano los sesos buscando una forma de liquidarme con decencia”, “los hacendados grandes y chicos se mean en la boca y en la conciencia de los indios”. Tensión respecto del campo literario burgués o revolucionario, tensión de las formas estéticas extraídas al grupo dominante (duras, difíciles de reconvertir) y tensión de la asfixiante soledad respirada a lo largo de sus complicadas estadías en cualquiera de los hemisferios regios. Ambos. No obstante, la utopía indígena de Arguedas, más allá del trágico final personal, el silencioso presente y el futuro incierto, en su inmediatez, provee una cercanía con lo “real” mayor que la de un socialismo conjugado a futuro. Cuando a comienzos de los sesentas Walsh visita las delicias del lupanar cubano y accede a la suave tersura de sus misteriosas mulatas (Ese hombre y otros papeles personales: 1961, 19 de febrero, domingo) siente culpa. Avisado por los remilgos y la vigilancia cómplice del joven gobierno revolucionario al que responde, no lo disfruta. Walsh registra eso. Arguedas, en cambio, camina solo, casi apocalíptico, las sesiones académicas seguidas de fiesta en la Universidad de Valparaíso apagan la poca llama encendida entre árboles, perros y mujeres de la vida. Lidia con accesos de invalidez operativa que duran años, enloquecido por el trabajo vudú (supondría Artaud) practicado por el capitalismo, academias e intelectuales, sobre su voz, luchando contra ese bombardeo viral de la palabra consensuada, confiesa hallar en el “pino de Arequipa” a su mejor amigo. No cuenta con nadie: “yo tenía pocos y débiles aliados, inseguros”. Qué Bach ni qué Vivaldi. El pino de ciento veinte metros de altura, desde el patio de la Casa Reisser y Curioni domina todos los horizontes de la ciudad. Arguedas le habla con respeto y el gigante, gigante como el Niágara, probablemente hasta hoy guarda su confidencia. O como cuando va de putas (secuencia más luminosa que la dedicada a su mujer: “por primera vez no sentí temor de la mujer amada”), Arguedas, como los personajes de Onetti, no es que vaya de putas, se queda con ellas recibiendo “el toque sutil, complejísimo que mi cuerpo y mi alma necesitaban para recuperar el roto vínculo con todas las cosas”. (Nota al pie: dentro de la ética revolucionaria el tema de la prostitución genera cierto escándalo y el realismo socialista acostumbra replegar sus hilos narrativos ante el vistazo de una sexualidad marginal.) Las correspondencias Arguedas-Onetti vienen por este lado. La furibunda inclemencia neurótica de la desesperación ciudadana que zafa del partido académico o del corset revolucionario, establece los códigos, las relaciones, los circuitos del ámbito marginal no como exilio interior, sino contrapartida del mundo burgués. Operación que disminuye la intervención política en las dimensiones del plano obvio de lo real, pero que revaloriza y opone sujetos, vínculos, estilos vitales, recorridos biológicos, geografías violentas y materiales desclasados. Y opone la mujer pública a la privada, la delincuencia y la cara de la desgracia al maldito encanto de la burguesía, como el imaginario de la marginación a la complacida estructura moral proyectada por modas, intereses ideológicos, políticas editoriales, esnobismos estéticos, mafias culturales, etc.

A partir de Yawar Fiesta (1941) Arguedas sortea las normas de la modernidad enfocando exclusivamente un solo problema, el indio. A partir de El pozo (1939, cerca de Arlt y anterior a La náusea), Onetti concentra su narrativa en torno al lumpen. Estos no son puntos de fuga, son impiadosos recortes, tajos radicales o, mejor aún, cito a Rama, un “universo interno, humilde, concreto, que sin otras coordenadas axiológicas impone un sistema de valores artísticos poco valioso para la intelectualidad en general” (ob.cit.). Pero la novela es un soporte pensado por una clase determinada y la clase sojuzgada por ésta halla dificultades inevitables al intentar apropiarse de él. Si Walsh se hubiera puesto hubiera completado la serie de los irlandeses (ver mismo reportaje), entonces no se pone y su cambio de posición también cambia la clase de lector. El avance exclusivo en la cuidadosa elaboración de documentos políticos no lo deja reconstituir su narrativa dispersa. Walsh enroca tipos de lector porque la denuncia, licuada por el tratamiento clásico o vanguardista de la novela, se le vuelve inofensiva. Y Arguedas defiende una zona donde salvo el lenguaje no se complace nunca a nada. Por eso Ángel Rama agrega que esta operación (transculturadora) “sólo puede asentarse en los círculos rebeldes de intelectuales y estudiantes del hemisferio de la cultura dominante, sin armar contrapartida en el hemisferio cultural dominado” (ob.cit.). Ni el pueblo trabajador ni el pueblo indígena (aún mucho menos) disponen los recursos indispensables para dotar a Walsh o a Arguedas de condición orgánica, funcional a sus grupos, y ésta diyuntiva, más la cooptación institucional de casi todas las búsquedas o experimentaciones dependientes (en algún punto) del campo cultural, rige, dibuja nuestros vastos laberintos de soledad disidente. Arguedas desplaza el foco hacia otro territorio, sin duda al más ignorado y el menos “interesante” para el cuerpo profesionalizado de una seudo-modernidad tercermundista que, presurosa tras la conquista del mercado europeo, olvida las urgencias de su patria, cautivada por el resplandor de otras en lo económico todavía adversas. Tanto Arguedas como Juan Rulfo (metafísica fantasmagórica de la revolución) como Vallejo (Tungsteno) como Onetti (novela de ofensiva urbano-rural), o, (urbana de barricada existencial) como Carlos Correas en Los reportajes de Félix Chaneton (porque aunque la degradación progresiva del paso del tiempo en Correas y Onetti, sea inapelable, igual desarrollan la “aventura marginal”), todos mantienen los ejes de su producción apegados a la región original, dotándola de posibilidades sumergidas en la indiferencia oculta de su seno. Del reviente displicente al desesperado amanece en ellas el violento y duro banco de la plaza periférica, el revolver del malevaje insubordinado, el tiempo emparedado, la frontera de las bestias arltianas y más allá, donde el tema se transfigura en compromiso, un centinela despierto. Con la palabra cargada al hombro el centinela mira de frente el caos contradictorio de su autocuestionada colmena. La desintegración del edificio vincular, centralizada mediante el vórtice escudriñador de la narración, ilumina el callado desvanecimiento de una comunidad en problemas. Algo viejo, un aparato, una organización o un conglomerado agoniza y se desintegra. Apesta. La novela parte de un problema moral y de una responsabilidad testimonial: la calle, el suburbio o lo rural como zona de batalla entre clases de saberes y cosmogonías inconciliables.

De lado a lado del espectro ideológico emerge una serie de pronunciamientos relacionados a través de cierta (persistente) resistencia a distintos aspectos del totalitarismo y a distintas clases de servidumbre o canallería intelectual que éste necesita y recompensa. Voces impugnadoras, textualidades instrumentalizadas por fuera de los canales fiscalizados desde los gabinetes de la cultura dominante, extravagancias agresivas que intervienen al margen de las cofradías estéticas elaborando escrituras de una contundencia insobornable. Francotiradores del sistema literario, marginales, solitarios o militantes, de derecha a izquierda disparan ficciones, proclamas, ensayos, artículos, poemas y denuncias cuya voluntad de proyectar el tema en el seno de sociedades que lo rechazan e invisibilizan, incomoda, amenaza, sobra, estorba por sus correcciones incesantes, por el desenmascaramiento constante de las numerosas fachadas del tinglado. Interfiriendo dentro del campo literario (llegado el caso algunos también dentro del político), ajenos a la coartada de la irresponsabilidad burguesa y extraños al suspiro del estudiante titular becado, como quería Sartre en ¿Qué es la literatura?, los centinelas piensan, escriben dando pelea, metidos de lleno en la situación de su hora. No escriben a destajo, escriben por amor, goce o necesidad, no por oficio. Antiguamente los poetas eran considerados profetas visionarios y algo más tarde hubieron de peregrinar, réprobos, a lo Hölderling. En la mitad del siglo veinte Sartre fecha el descenso del vate a la categoría de “especialista” (op.cit). En la actualidad, el panorama congelado de nuestro insípido charco exige la práctica del lobby como parte inherente del “oficio”, editoriales pro reeditan material vencido hace tiempo, pocos poetas transmiten el espíritu de la materia a la palabra y, casi ninguno, vierte el sueño del ser sobre la materia. Sacando al francotirador militante, el resto de los francotiradores encarnan hombres solitarios que fuman en un sitio cualquiera de la ciudad, que, como Roquentin, conocen al dedillo esas calles-sótano hediondas de Bouville, de Santa María y de todas las ciudades del mundo, calles donde el sol da con dificultad y unos charcos eternos de agua servida aseguran la escasa circulación de hombres con “atributos sociales”. Porque el hombre social, burgués, acá por lo pronto denominado “cerdo”, observa el decoro, pasea sólo con mujeres “decentes” y asiste puntual al supermercado de las pasiones con la ambición de exterminar la conspiración de las almas fugitivas.

Escritores stalkers. Arguedas, Rulfo, Onetti, Walsh y Symns componen llamativas independencias de impulso furtivo. Se deslizan de manera ilegal. El referente de sus trabajos, al hallarse desclasado no participa de la recepción final y así, el diálogo iniciado, acaba siendo escamoteado a los receptores efectivos, calificados, pero en esencia extraños al deseo original del texto. Zona de lúgubre belleza, su carácter irreversible conoce renuncias y audacias. O el amable sometimiento del mercado o la reclusión del silencio. O la fe en la palabra o la confirmación del suicidio. José María Arguedas interrumpe su vida y evita ser convertido en sombra, enfermo inepto, testigo lamentable de los acontecimientos. Lo cual no impide afirmar que el suicidio derive muchas veces de interpretaciones desafortunadas, lecturas insuficientes que, enceguecidas por el rápido fulgor del apresurado descenso, queman, desperdician un resto valioso. Un bendito resquicio por donde las piruetas imprevistas del francotirador (pienso en Viel Temperley: “El guardafauna”) acepten sin más la obligación casi templaria de mirar hacia el mar, día tras día. No importa qué. Para llegado el caso salir con un máuser y disparar contra las olas o contra las horcas y entonces disparar hacia fuera, no hacia adentro. Lejos del último boliche del camino, con doscientos kilómetros de soledad a las espaldas.