11.8.19

Postal de navidad de un puto en Merlo*, por Ioshua


Che, Emanuel, estoy rehabilitado y viviendo en la calle nueve junto al negocio de libros porno en la avenida del centro. Sí, paré con la falopa y dejé de tomar whisky y mi tipo toca la guitarra y trabaja manejando una camioneta. Dice que me quiere y me regaló un anillo que era de su madre y me lleva a recitales cada sábado a la noche y che, Emanuel, siempre pienso en vos cuando paso por la estación Once y paso por la esquina del departamento de ese tipo con el que solías vivir y yo todavía tengo ese disco de los Redonditos de ricota pero alguien me robó el tocadiscos, qué te parece eso?
Che, Emanuel, casi me vuelvo loco cuando atraparon a Rodri así que volví al Tigre a vivir con los míos pero todos aquellos que conocía estaban muertos o presos así que volví a Merlo y creo que esta vez me voy a quedar.
Che, Emanuel, creo que estoy feliz por primera vez desde mi "accidente" y desearía tener toda la guita que solía gastar en falopa. Compraría una tienda de discos usados y no tendría que vender ninguno, tan sólo escucharía un disco distintos cada día dependiendo de cómo me sintiera.
Che, Emanuel, por amor de Dios ¿querés saber la verdad? No tengo un marido, él no toca la guitarra y necesito dinero prestado para pagarle al dealer y che, Emanuel, voy a estar libre este sábado a la noche, por favor vení a verme.




* Adaptación del poema POSTAL DE NAVIDAD DE UNA PUTA EN MINNEAPOLIS de Tom Waits

Tomado de: Ioshua, Guarda bien este secreto, Subpoesía, 2015.-

5.8.19

Tierra sin mal (fragmento), por Agustina Quintana




Tadeo empezó a dormir en un sillón de la casa de Pablo y Esther, aunque durante el día no estaba casi nunca y algunas noches tampoco. Era una casita con fotos familiares cuyos escasos metros cuadrados no causaban tensiones sino una sensación de calidez, algo que él nunca había experimentado. Esther llamaba a su hijo “mi vida”, Pablo contestaba con “mami” y él se sentía fuera de lugar, por lo que trataba de no pasar demasiado tiempo ahí.
Evidentemente no había mucho que compartiera con su supuesto gran amigo. El mayor hobby de él además de jugar al fútbol era ir a bailar, pero ¿qué podía tener de divertido encerrarse en un espacio oscuro y lleno de gente? Conocer chicas, decía Pablo, pero a él el sexo le resultaba incomprensible.
A la única persona que visitaba con asiduidad era al Viejo, pero solo porque era viejo y le hablaba de asuntos para él muy lejanos: política, sobre todo. El problema era que el Viejo, entusiasmado de más por las conversaciones, a veces le ofrecía asistir a las reuniones de la Junta Vecinal, aunque fuera para ser testigo de la dinámica del grupo y ponerse al día con los temas concernientes al barrio. Él se negaba, a riesgo de parecer un ingrato, porque no creía tener nada que aportar.
Lo que más necesitaba era encontrar un trabajo. Su experiencia laboral era nula: solo había pasado por una cantina, donde Pablo imaginó que estaría cómodo porque el negocio era manejado por paraguayos, y no duró más de una semana batiendo sangría en un lavarropas. Es que tan poco sentido tenían el vino, la fruta y el hielo en una máquina centrífuga desvencijada como lo tenían los partidos de fútbol con bolsas de basura en canchitas improvisadas y sin embargo ahí, cruzando la Avenida Rawson, todo sentido parecía perderse.
Caminando por el centro, en el subsuelo de una galería, encontró un cartel con una búsqueda laboral. El local era una santería y se llamaba Santa Rita. Estatuillas de la virgen se rozaban con las del Gauchito Gil mientras que en otros estantes se vendían libros de autoayuda, de religión oriental o de autores con nombres como Blavatsky o Gurdjieff. Nada atraía a tantos curiosos, sin embargo, como las letras de acrílico en la vidriera donde se promocionaban servicios de «Control mental», «Oraciones milagrosas» y «Conjuros a distancia». Todo lo religioso le causaba rechazo pero el dueño del local aceptó emplearlo, quizás por el bajo sueldo que él pretendía, y se incorporó al día siguiente.
Con el pasar de las horas se fue dando cuenta de que no había tantos clientes. La gente paseaba por la galería pero para comprar celulares, lencería barata o sacar documentos clandestinos. No tenía nada para hacer y tampoco podía salir, por lo que cuando se cansaba de barrer y sacar las telarañas hojeaba un poco los libros. Mientras tanto por un ventanal que daba a la calle podía ver a los árboles sacudirse como a través de la ventana del instituto, indicando que la realidad no era más que una apariencia.
Cansado de sentirse una carga para Pablo y su familia, juntó el dinero necesario para mudarse a la pensión «Five Star», justo enfrente de la plaza principal. Acomodaba sus pocas cosas en el cuarto cuando entraron dos chicos que tiraron sus mochilas en el piso.
–¡Es una malcogida esa profesora! Eso es lo que le pasa...
–Che, ¿qué tal? – dijo el otro – Yo soy Julián.
–Yo Ricardo.
–Un gusto – mintió él.
Los estudiantes se desplomaron sobre sus camas para estudiar en voz alta. A él no le molestó, lo superaba el alivio de no estar de prestado en ninguna parte. Aun así no le interesaba interactuar con esos individuos y tampoco era agradable ver a las ratas pasear, por lo que agradeció tener un trabajo que le permitiese estar afuera casi todo el día.
Con las semanas se fue instalando la rutina: se levantaba a las seis de la mañana, con suerte pasaba por la ducha compartida, tomaba unas líneas de cocaína en el baño y salía para esperar el colectivo. Entonces el cielo estaba oscuro y la plaza casi desierta excepto por algún vagabundo que dormía y por los folletos y las bolsas que daban vueltas con el aire matinal. Él no corría la mirada del suelo hasta que el vehículo arrancaba su marcha y entonces los kilómetros empezaban a sucederse a través del vidrio, la más delgada de las transparencias que lo separaban de la vida.
Cuando volvía a la plaza al final de la jornada el panorama era distinto. Por lo general había pastores con o sin megáfonos. Alguna que otra vez se quedaba a escucharlos para hacer tiempo, más del que ya había hecho en el trabajo, pero nunca consideró que hubiera verdad en sus palabras; pensaba que debían ser estafadores aunque más mentirosa era su propia rutina, una repetición maquinal de fragmentos que ni siquiera eran fragmentos sino pedazos rotos de un despedazamiento original e imposible de arreglar.
–Dame velas – le dijo un cliente una tarde.
–A ver si quedaron.
–Dale, rápido, que no tengo todo el día.
Él abrió un paquete de velas aromáticas y sacó un encendedor de su bolsillo para prender una. Después dejó, sin expresión alguna, que las gotas de cebo rojo cayeran sobre su brazo sin importarle el dolor que le causaban. El cliente no le quitaba los ojos de encima, y él sonrió de satisfacción.
–Loco de mierda – dijo el hombre, y salió indignado del local.
Esa noche subió por la escalera de la pensión y se detuvo ante un cuarto cualquiera porque un libro que había hojeado en la santería le había despertado una leve esperanza de que algunas cosas fuesen por algo, de que marcando un número aleatorio pudiera darse con alguien importante en la vida de uno, de que todavía hubiera sorpresas. Entonces se apoyó sobre la puerta con todo el peso de su cuerpo y se imaginó del otro lado a todas las cosas buenas que pudieran existir, no solo a sus escasos recuerdos felices sino también a los futuros que imaginaba de niño, tan brillantes como los cielos que los atestiguaban.
–No hay nadie ahí – dijo alguien al pasar.
Él no se sorprendió y volvió a la habitación, donde trató de dormir a pesar de la luz blanca de tungsteno que iluminaba desde el techo.
Se despertó de un entresueño absurdo, en el que se deslizaban por su mente conjuntos de palabras e imágenes sin sentido ni coherencia, por un golpeteo en su hombro.
–Abajo preguntan por vos.
–¿Quién?
–Pablo, dice que es tu amigo – le dijo Julián.
Es que Pablo a veces pasaba por la pensión para saludarlo cuando estaba por ir a un boliche que quedaba a pocas cuadras de ahí. Por supuesto, siempre lo invitaba y él siempre decía que no. Esta vez aceptó por primera vez la propuesta porque no se le ocurría ninguna excusa; al fin y al cabo tampoco podía rechazar con tanta vehemencia algo que no había experimentado.
En la puerta del baile Pablo se reencontró con sus amigos. Esperando su turno con el patovica los jóvenes empezaron a fumar, a reír y a hablar sobre asuntos comprensibles solo para ellos. Él apoyó su peso contra la pared, sintiendo un vértigo extraño que lo paralizó. Pensó en irse pero los hicieron pasar y por inercia siguió a los demás.
–Hoy tocan Los Palmeras – le dijo Pablo.
Él no le contestó, ni siquiera reaccionó, y dejó caer su cuerpo contra la barra. Su amigo se alejó entusiasmado mientras que él se entretuvo por una pelea entre dos borrachos que se había suscitado al lado de las escaleras. A él nunca le había gustado el alcohol, pero necesitaba algo para sacarse esa horrible sensación que lo envolvía, como de mierda recorriéndole las venas.
Subió al baño, tomó unas rayas en un cubículo, miró su cara en el espejo y la sintió como la de alguien más. Su piel estaba entre blanca y amarilla mientras que sus ojos negros expresaban una mirada distinta, como encendida y apagada alternativamente. No se parecía demasiado a su madre; debía parecerse a su progenitor desconocido, lo cual no significaba demasiado. Como le decían en la calle: debe estar bueno robar con vos porque tu cara es muy común.
Bajó con la intención de irse cuando se topó con un hombre al que encontró familiar, y cuyos rasgos eran mucho más distinguibles que los de él.
–Yolanda, te lo dije mil veces, yo con vos no salgo más.
La chica miró a su amigo abrirse paso entre la gente y atinó a seguirlo con un pequeño movimiento de las manos, pero finalmente no lo hizo. Todo en ella era vistoso y colorido: los labios fucsias, la sombra celeste, el pelo rubio oxigenado que caía sobre la remera plateada. Como se le quedó mirando, ella le dijo:
–¿Pasa algo?
–Perdón, le veía cara conocida.
–¿Qué? ¿A mí?
–No, a tu amigo – dijo él, y es que no se discernían muy bien las palabras por el volumen de la música.
–Capaz le compraste en la verdulería.
Entonces él se acordó.
–Lucas, ¿no?
–Claro.
–Le molesta que otros chabones me hablen, ¿podés creer? Es buen pibe, pero viste, es muy celoso. ¡Somos amigos, con qué derecho! En fin, ahora me quedé sola. ¿Cómo te llamás?
–Tadeo, ¿vos?
–A mí me pusieron Flavia Yolanda, pero me dicen Yolanda. ¡Flavia no me gusta!
Él se disculpó para ir al baño, donde tomó otra línea de cocaína: era lo mínimo que necesitaba para poder seguir con la conversación. Cuando volvió ella seguía ahí contra todo pronóstico, y él se dispuso a tomar sus palabras como un reconfortante, aunque en parte incomprensible, ruido de fondo.
–¡O sea que sos de escorpio! Son de carácter fuerte, saben lo que quieren.
–Mirá vos – dijo él, que no se reconocía con ninguna de esas características.
La acompañó a tomar el colectivo porque ella decía que le daba miedo esperar sola, que siempre lo esperaba con Lucas.
Empezaba a amanecer y las franjas rosadas desplazaban a la oscuridad de la madrugada. Él se detuvo a mirar los edificios, pegados al cielo como cartulinas blancas, y sintió otra vez ese vértigo que parecía desprender halos de los objetos, de su propia cabeza, como una fiebre que no era fiebre. El corazón le latía fuerte y no en el buen sentido.
–Es divertido ser peluquera, te hacés amigos, sos un poco psicóloga también. ¿Vos qué hacés?
–Atiendo una santería.
–Qué interesante. Yo hace mucho no le doy bola a Dios... Lo dejé un poco de lado, es que no entiendo cómo permite tantas cosas feas.
–¿Qué cosas?
–No sé, maldades. Por ejemplo, tengo un vecino que es un psicópata, mezcla vidrio con carne picada y lo deja en la calle para matar a los animalitos. ¿Podés creer?
–Qué feo – dijo él.
–¿Tenés mascotas?
–No.
–¡Ah! Yo tengo a Charly, mi gordito divino. Es un gatito siamés. Me hace mucha compañía.
En ese momento llegó el colectivo. Yolanda no se despidió, mas bien subió y lo miró como invitándolo a hacer lo mismo.
Bajaron en la estación de trenes, el final del recorrido. Empezaba a salir el sol con más fuerza pero sin borrar la evidencia de la noche, el olor a alcohol y el olor a cigarrillos. Ella dijo que tenía hambre y le compró unos churros a un vendedor ambulante; él no aceptó ninguno. Después caminaron unas cuadras hasta llegar a un barrio arbolado, en apariencia tranquilo. En efecto, enfrente de la casa de ella estaba el cartel de «Lucas».
–Bueno, gracias por acompañarme hasta acá.
–De nada – dijo él, que nunca había hablado tanto con una mujer.
En el frente de la casa de Yolanda había un jardín que era pura maleza, y las paredes estaban cubiertas de musgo. Ella hurgó en un bolsillo, buscando las llaves, y se alivió cuando las encontró. Una vez atrás del portón lo invitó a pasar, él supuso que por compromiso.
–No, gracias.
–Dale, vení, tomamos unos mates.
En la sala los sillones estaban rajados, las persianas rotas, el piso levemente sucio. Se sentaron en un sillón y ella pidió perdón por el estado de la casa; es que estaba viviendo sola por primera vez, y no sabía manejarlo. Lo más triste del mundo era pasar sola las fiestas, los cumpleaños, o invitar a cualquier desconocido después de ir al baile con el solo propósito de no dormir sola.
Entonces le cayeron unas lágrimas por las mejillas. Él no supo qué hacer ni cómo reaccionar, y solo atinó a buscar un rollo de cocina que estaba sobre la mesa. Ella se secó las lágrimas y se sonó la nariz.
–Disculpame, seguro buscabas otra cosa.
–No, la verdad es que no.
Y es que era verdad: realmente la había acompañado a su casa con la única intención de acompañarla. En el barrio todos hablaban continuamente de “buscar minitas” y eso le daba urticaria, sobre todo considerando el que había sido el oficio de su madre.
Un rato más tarde ella le había contado toda su historia de vida, bastante normal y sin sobresaltos, sin preguntarle nada a cambio. A él le gustó, le pareció reconfortante poder hundirse en los problemas de otra persona, dejar de pensar en él mismo y así, tal vez, soportar un poco más.