20.2.19

El German lover como Don Giovanni áulico, por Luciano García



(O sobre el romance entre el nazi y la sionista)


Ahora sabemos que detrás del Heidegger especulativo estaba un Heidegger pasional y mujeriego, y que no fue tan solo la pregunta del Ser la que atormentó sus días, y más aún sus noches, sino también otra cuestión: la pregunta por el Eterno Femenino y su irresistible encanto.
Franco Volpi


Decía Houellebecq que los criterios del amor son similares a los del nazismo: demanda juventud, belleza, fuerza... Heidegger fue nazi y fue un amante pertinaz y numeroso, y sin embargo no reunía para nada esos requisitos; era –en todo contrario al ideal del modelo nazi– extremadamente petiso, moreno y rulado, bastante poco agraciado en fin; razones de más para haber sido, como lo fue, un Don Juan de aula en todas las de la Ley. Parecerá contradictorio, pero para quien conozca un poco las costumbres de las histéricas en los claustros, será moneda corriente. Es por el mundo sabido, el sex appeal del modelo publicitario o galancito de telenovela y el del profesor de la facultad son más bien caminos que se bifurcan. Entre el experto en sexo que prodiga el pene como península de su cuerpo, y el sabio del sexo que detenta un falo del orden del saber, hay la misma distancia que entre la pobre mujer activa que busca al rico hombre pasivo, y la histérica que le hace el juego al amo. Si dentro de la esfera política Heidegger acabó haciendo de bufón del amo –Hitler–, en el estricto campo universitario era el amo en sí mismo: rector de la universidad de Friburgo, no sólo profesor sino filósofo-artista, es decir creador de obra y de calado universal. Feúcho y de extracción campesina y pobre, autor no precisamente de best sellers para mannequins o poemitas nerudianos sino de unos cuantos tratados abstrusos de maravillosa pesadez, Martin Heidegger fue un german lover. El latin lover es heredero de Tenorio, profesa como ars amandi una téchne, que no sale del mundo de la práxis y la poiesis. De Don Juan se ha dicho –Lacan– que no es nada más que un ensueño femenino: el del hombre a puro falo, imposible de castrar. La versión B de todo esto, es la del resentimiento del mundo, la que daba por ejemplo Gregorio Marañón: se trataba nomás –a Don Juan referimos– de un homosexual no asumido. El german lover al contario, casi como el Platón de Nietzsche, dice: –Yo, Martin Heidegger, tengo la Verdad. No va del baile a la alcoba, sino del aula al tálamo. 

La mujer de Heidegger tuvo que esperar a que a este señor le agarrara un paro cardíaco a los 82 años para agarrarlo para ella con exclusividad. Podían ser muy nazis y muy metafísicos pero tuvieron a lo largo de su vida casi casi una pareja abierta, propicia al estado-de-abierto (Erschlossenheit) que el mentado dómine bien supo suscribir. Eran nazis open mind. Abierta para él, es cierto, en principio, que logró ser a la vez fiel y polígamo activo por décadas, con el consentimiento y la venia de su esposa, a la que con toda probabilidad amaba. La reciprocidad cojeaba. Ella era una mujer de su casa –a la que se tomó en algún momento por la Xantipa mansa del siglo XX o la Elisabeth Förster exogámica– que sin embargo le dio a Heidegger a un par de años de casados un hijo que no era de él sino de un amante, y al que el ontólogo fenoménico reconoció como suyo y a sabiendas y brindó cabal amor de padre. Pacto de indulgencia y comprensión mutua, cuyo sistema de compensación podrá haber sido progresista en su momento, aunque hoy parece desbalanceado. A cambio de una aventura letal que dio su fruto ella soportó con atávico estoicismo femenino el aventurerismo sexual perpetuo de su famoso marido. He allí el pacto conyugal. Sobre esta pareja el penetrante censor Alain Badiou supo decir que representaban “un existencialismo provinciano, hipócrita y religiosamente dirigido”. Contundente oxímoron amoroso.

Heidegger justificaba sus lances extramaritales como alimento necesario para su obra y pensamiento; al mismo fin precisó de su señora esposa Elfride: sin cónyuge perpetua y variopintas queridas permanentes nada habríamos sabido del olvido del ser; estaríamos todavía entificados. Podría haber enunciado: detrás de todo gran sistema de pensamiento se esconde un gran número de mujeres. No hubiera habido Sein und Zeit sin Elfride ni Arendt, en principio; notable circunstancia factual en el hacedor de una filosofía magnánima que escamoteó del primero al último día no sólo la menor alusión a la sexualidad sino incluso al noble amor que Sócrates ubicara en el principio de todo filosofar. Al respecto en su gran tratado, apenas dos citas a pie de página de Pascal en el parágrafo 29, y mutis. El Dasein no es macho ni hembra, es anterior –o ajeno– a la sexuación –y a las derivas de género– (Sartre lo acusó de “asexuado”): no sólo no es el sujeto cartesiano sino tampoco el lacaniano bifurcado en dos modos de gozar (el divisor sexual es una delimitación óntica, no ontológica).

Lencelin y Lemonnier, repasando cartas privadas, lo acusan de usar su obra y su famoso pensamiento como mera coartada, le imputan el “travestismo conceptual de un vulgar deseo de seducir.” Con “mi Dasein desprovisto de pasiones” –escribe en algún lado– no podría haber emprendido la tarea de pensar. Y de Hannah Arendt supo decir que fue “la pasión de mi vida”.

Lo primero que Macedonio le reprochó al autor de Ser y Tiempo cuando leyó el tratado –en su loco afán de emprender un criticismo místico “entontecido”, como le llamaba– fue que no había ninguna necesidad de estar en el mundo –así lo dijo–. “La Eterna” –que por lo visto no fue una, como postula la crítica macedoniana de las últimas décadas, sino por lo menos dos– cumplía el rol de oficiante de “trocador del Pensamiento en Amor”; como se ve, las mujeres –Elfride y Hannah en principio– eran medios de una trocación al revés: entregaban su amor –y sus encantos– como pasto de un Pensamiento. El Dasein demanda, para “pensar”, no pensar en sexo. La fórmula existencial subrepticia del Dasein es: tener sexo, hacer el amor, para no pensar en eso; id est: para pensar.  En términos macedonianos Heidegger había menester de la voluptuosidad impensable para la voluptuosidad de su pensar como no pensar la voluptuosidad. Recordemos la célebre frase de Fernández que condenó a la metafísica argentina a una suerte de nigromancia pasional-amorosa que reunió principio –amor– y fin –muerte– del pensar de acuerdo a la tradición socrática:
No hago una metafísica por voluptuosidad del pensar, sino para hallar el cómo de una eternidad de figura humana que amo. Es posible que Schopenhauer o Hegel no tuvieran alguien corporal amado cuya muerte no quisieron, y cuyo cómo de no muerte no creyeran posible hallar.

No parece que la pareja de Heidegger con su esposa haya sido simplemente la de un empresario obsesivo y un ama de casa histérica. La revelación de las correspondencias en los últimos lustros abrió nuevas perspectivas como para disipar un poco la idea que se tenía de una consorte arpía y lóbrega musa inspiradora del triste y agrio nazismo del filósofo, y no así de su obra. Heidegger intentó propiciar una cierta amistad entre sus dos amores y logró que ambas damas se trataran con cariño y se cartearan al punto de que alguna vez Hannah –la semita– llegó a confesarle a Elfride –la antisemita– vía mail que estaba tan mal por su propia disolución con Heidegger que se casó con un hombre que no amaba, ya que había decidido no volver a amar a ningún hombre (lo que no le impidió tratarla de “pobre idiota” por otro lado). Sin embargo Arendt tuvo dos maridos y dos amores, por lo que parece: Heidegger y el segundo de sus maridos (Heinrich Blücher) entran en el segundo conjunto. El primero de los maridos la amó pero no parece que ella le haya retribuido del todo con la recíproca. Le dio más bien lo que Martin Heidegger no le iba a ofrecer, el sostén necesario para realizar su empresa narcisística de dama fálica que acabó elevándola a la estatura de uno de los más grandes filósofxs políticos del momento. El intríngulis de Arendt fue llegar a vivir el gran amor sin perder la identidad personal –a algo parecido a ese desenlace evitado Lacan le llamó “estrago”–, y lo consiguió en cierta forma a expensas de Heidegger que prefería tomarla como musa de su pensar y doble partenaire: sexual-amoroso sí, y también intelectual pero en tanto que espectadora privilegiada e intérprete preclara de su obra, ya que por lo que se sabe no recibió con buenos ojos el ascenso al éxito de ella como eminencia filosófica ni jamás mostró interés por sus libros. Arendt, dice Manuel Cruz, le tenía miedo a “disolverse en el amor”, y el cuco solvente tenía el nombre del profesor Martin. Fue su segundo marido quien le permitió hacer confluir eros y voluntad de poder, el gran dilema actual de la mujer emancipada. Realizarse en el amor y el trabajo, con una salvedad que la ubica más cerca del filósofo que de la mujer: la gran impulsora del concepto fundamental de “natalidad” prefirió la Complete Work al niño. El quid del gran célibe es la obra o la vida; la cuestión en el filósofo que además de trabajar puede amar es crear o procrear. Arendt alcanzó lo primero: convertirse en la paridora del concepto de natalidad como núcleo duro del zoon politikón; Heidegger –el mayor pensador de la muerte que tuvo la filosofía del siglo XX, el siglo más asesino de todos los siglos– logró conjugar todo, hasta hacer de padre del hijo adulterino de su esposa cornuda, el que acabó siendo el albacea y curador de su obra, y quien supo declarar que el amplio harem de su padre-padrastro estaba poblado por mujeres tan atractivas física como intelectualmente. La pareja entre el nazi y la sionista es, con toda evidencia, uno de los grandes chistes del siglo, por no decir enigmas o asombros, que queda mal. Hay algo de Romeo y Julieta en ello, el gran conflicto entre eros y el lazo social. Muestra que la militancia en el amor y el amor a la militancia pueden ser opuestos y no obstante triunfales entrambos. El peronista y la gorila, la bostera y el gallina, qué problema podrían hacerse si la filosofía nos pudo dar el amor entre Martin Heidegger y Hannah Arendt, que al fin y al cabo no sólo se amaron a expensas de sus carreras; al contrario supieron hacer de Cupido un elemento rentable en sendas mitologías de autor. Es por todos sabido que Arendt le tendió una importante mano al amante caído en desgracia una vez erradicado el imperialismo hitleriano, así como cuesta no pensar que el flirt prolongado con Heidegger no le haya aportado a su causa como empresaria de las ideas (por citar la manera en que Cioran con lograda ingenuidad anatemizaba –descriptivamente– a Sartre). Borges postulaba que era el olvido la única forma de perdonar; Arendt se empecinó en ubicar esa facultad en el amor. “El amor perdona muchas cosas” llegó a decir la judía perseguida Hannah Arendt tratando de dar cuenta ante el mundo de cómo pudo amar y volver a relacionarse con el académico-metafísico nacional-socialista. Es que “el amor no tiene sujeto y es pasión pura”. Más que apolítico el amor es la más poderosa fuerza antipolítica que corroe los cimientos civiles del orbe, se lee en La Condición Humana, y por eso no es “mundano”; es
“la libre decisión de dos seres humanos de vivir plenamente y hasta sus últimas consecuencias un suceso, un evento, cosa que ninguna institución de la sociedad puede soportar”. “Quien no sintió nunca el poder del amor no forma parte de los vivos”, puso en su Diario Filosófico. Si el que no ama es un muerto vivo (como el neurótico obsesivo, según algunos lacanianos, cuya pregunta prototipo es “¿estoy vivo o estoy muerto?”), o bien no-está-en-la-vida, los que aman a su vez no-están-en-el-mundo (acaso una suerte de tenue objeción-reproche al Sein und Zeit), y el que suele meterse entre medio de los dos tórtolos y bajarlos a tierra y hacerlos poner pie en el mundo es el hijo, a riesgo –escribe Hannah– de forzarlos a hacer que pongan colofón al amor.
El amor, debido a su pasión, destruye el en medio de que nos relaciona y nos separa de los demás. Mientras dura su hechizo, el único en medio de que puede insertarse entre dos amantes es el hijo, producto del amor. El hijo, este en medio de con el que los amantes están relacionados y que poseen en común, es representativo del mundo en que también esto les separa; es una indicación de que insertarán un nuevo mundo en el ya existente. Mediante el hijo es como si los amantes volvieran al mundo del que les ha expulsado su amor. Pero esta nueva mundanidad, el posible resultado y el único posible final de un amor es, en un sentido, el fin del amor, que debe subyugar de nuevo a los amantes o transformarse en otra manera de pertenecerse.

Lejos de aquello que Jacques Lacan describió en los umbrales de la pasión amorosa como “la mascarada femenina” y “la parada viril”, el baile de disfraces fálicos en el que se embrollan mutuamente los enamorados para dar lo que no tienen a quien no lo necesita, Arendt ubica al amor en la tradición del conocimiento no de la ignorancia:
Porque el amor, aunque es uno de los hechos más raros en la vida humana, posee un inigualado poder de autorrevelación y una inigualada claridad de visión para descubrir el quién, debido precisamente a su desinterés, hasta el punto de total no-mundanidad, por lo que sea la persona amada, con sus virtudes y defectos no menos que con sus logros, fracasos y transgresiones. El amor, debido a su pasión, destruye el en medio de que nos relaciona y nos separa de los demás.

Y el “en medio de” entre Heidegger y Arendt diríamos que se las trajo: fue la Segunda Guerra Mundial y el nacional-socialismo… Lancelin-Lemmonnier dicen que Arendt no quiso renegar de lo vivido, del acontecimiento del amor, ya que las grandes pasiones –citaba a Balzac– son tan escasas como las obras maestras. En el pequeño párrafo dedicado al tema en La Condición Humana observa que el amor –contra la idea que pudieron imprimir en los hombres los poetas– es una rareza: “uno de los hechos más raros de la vida humana”. Uno puede pensar en cuánta es la gente que se cree excepcional y privilegiada incluso en este asunto, y que no deben de ser pocos los que se creen dentro del ínfimo círculo de los elegidos por el amor auténtico. 

Tanto Manuel Cruz (en Amo luego ExistoLos filósofos y el amor–), como Lancelin y Lemonier (en Los Filósofos y el AmorDe Sócrates a Simone de Beauvoir–) en cierta forma denuncian cierta degradación de la vida erótica de Martin Heidegger, al forzarlo a dar cuenta de esa vida privada que tanto empeño puso en birlar. Le buscan la vuelta freudiana. Heidegger fue un hombre afortunado –en el trabajo y el amor, contra lo que declara el refrán–: logró hacer del circuito peroniano del trabajo a la casa y de la casa al trabajo un verdadero coitocircuito que no cortocircuitaba ni cuitaba al gran conceptuador del “cuidado” (Sorge). No se puede decir que el galán de claustro sea un hombre freudiano aunque sí un hombre escindido –hombre al fin–: su probable bifurcación entre el deseo y el amor no se traducía en el partenaire doble de la puta y la madre: ¿o llamaremos “objeto rebajado” a aquellas doncellas cerebrales aspirantes a un doctorado? Una fue la musa y la otra la secretaria, la mujer celeste para la aventura y la mujer terrestre para el orden. El ateísmo viudo de Fernández que jamás se hubiese rebajado a disertar sobre teología inmanencial de bóveda celeste alguna acabó en una rarísima “alucinación del trasmundo” ante la imposibilidad de un hecho concreto: la muerte de su esposa. El cielo de Heidegger es un cielo mundano, y no necesitó como aquel pensador de la calle –el gran flâneur Carlos Baudelaire– recaer en la mujer de la calle. Podríamos aplaudir en Heidegger las virtudes del hombre mundano, habiendo sabido hacer comulgar cielo y tierra, no rebajando a las categorías de puta y madre a querida y esposa. En principio, el aula catedralicia no es un prostíbulo. No sabemos si degradó meramente a madre a su mujer pero parece al menos que no rebajó a puta a su amante. Podríamos decir que Heidegger amó a su amante-querida filósofa, si es que ese hombre amó algo más que a su ser-amado (a su él ser amado, se entiende) y a su “pensamiento”; si deseó a su esposa –cuida y guarda de ese Dasein–, por suerte quedará por saberse; logró mantenerlo resguardado en su apreciable esfuerzo pudendo por preservarse de la obscenidad que el capitalismo pansexualista impuso al Sein in der Welt. “La gente debe dedicarse a mi pensar, la vida privada no tiene nada que hacer en lo público”. Ya se dijo cuál era la idea que tenía este señor sobre lo que es la vida de un filósofo –lo ejemplificaba en Aristóteles–: nacen, piensan, y mueren… Punto. Tema con el que Derrida pretendió hacer un problema, y Heidegger lo resolvió de un plumazo, evidentemente “preocupado” por guardar en el sótano de lo impensable los oscuros tejemanejes de su vida política y los licenciosos eventos de su andadura amorosa: anhelaba ser un pensador sin biografía. Y en esto coincidían bastante con su amada Hannah, que hacía culto del amor secreto:
El amor, por ejemplo, a diferencia de la amistad, muere o, mejor dicho, se extingue en cuanto es mostrado en público. («Nunca busques contar tu amor / amor que nunca se puede contar.») Debido a su inherente mundanidad, el amor únicamente se hace falso y pervertido cuando se emplea para finalidades políticas, tales como el cambio o salvación del mundo. (La Condición Humana)

Motivo por el cual se podría presentar a la pareja Heidegger-Arendt como la antítesis de la pareja Sartre-Beauvoir. Así como Lamborghini decía de Sartre que era un cómico, decía lo propio Arendt de la mujer de Sartre: la consideraba poco inteligente y acusaba a la pareja parisina de un uso público de la relación.

16.2.19

Secuelas, por Natalia Lenart




Tati

Es casi imposible no fruncir la nariz. Aprieto los dientes con una mordida despareja. Su rostro está plagado de verrugas. Una mujer con la cara cubierta de protuberancias. La pareja de mi madre. Miro por la ventana, no hay nubes. El cielo celeste como el repasador que está sobre la mesada. Un poco desteñido por la lavandina. No quiero voltear la cabeza. Le hablo y la escucho de costado. Ella me mira muy  cómoda desde la silla que está frente al televisor. Igual las puedo ver. Son demasiado grandes. Hago la respiración de yoga. Inflo el abdomen. Suelto el aire despacio. Un poquito por una narina. Otro poco por la otra.
–Estaría bueno que vengas –me dice.
–¿A dónde? Perdón, sí, sí, voy a ir. Me distraje con los pájaros.
Sin pensarlo mis ojos están otra vez clavados en ella. Nunca está cuando vengo a la casa de mi madre. Apoya las manos sobre la mesa. Por Dios, están llenas de verrugas. Me tapo la boca con la mano. Siento que lo hace a propósito. Me levanto y busco un vaso. Me sirvo agua y le ofrezco. Cuando la pregunta ya había llegado a sus oídos, veo mi vaso y el de ella sobre la mesa con agua. Nuestras miradas se encuentran. Arquea las cejas. La frente se frunce. Las verrugas se agrupan y forman una gigante. Me siento cada vez peor. Me voy al patio. Respiro, respiro, respiro. La puerta está abierta pero la cortina plástica de colores, me tapa. Regreso con un limón que encontré cerca de la pileta. Lo corto a la mitad y luego en gajos. Me llevo uno a la boca. Como cuando era chica que convertía mi dentadura en un solo color, sonrisa naranja. Esta vez con un limón. Aprieto los ojos y el gajo contra mis dientes. Mi cara se deforma. Abro y cierro los ojos rítmicamente. Abro la boca y saco la lengua. Ella me mira, qué horror dice. Peor es tu cara tengo ganas de decirle. Pobre, lo mío es transitorio. No quiero tratarla mal. Es buena, soy yo, no lo puedo evitar. Ella me fue a buscar cuando hubo paro de transporte. Era de noche y me dormí durante el viaje. Me dejó en mi casa y siguió. El sonido de unos aplausos nos hace dejar de mirarnos con asco. Es el vecino que necesita que saque el auto del garaje. Está un poco nervioso. Su voz se propaga con cierto olor a vino tinto. Cuando regreso ella no está en la cocina. Me alivia que se haya ido al cuarto. Lavo los vasos. Guardo la otra mitad del limón en la heladera y los gajos también. Enciendo el televisor y me quedo dormida con el mentón incrustado en el pecho, los brazos cruzados sobre mi panza. Abro los ojos y ella me está mirando.
–Te quedaste dormida.
Me acomodo en la silla. Me refriego los ojos. Con la mano siento algo húmedo cerca de la boca.
–Te babeaste. Me dice y se da la vuelta, moviendo la cabeza.
–Tomá una servilleta. La agarro y me voy al baño.
–Tu mamá ya debe estar por llegar. ¿Te vas a bañar?
–estúpida
El baño se llenó de vapor, prendo el extractor y hago un círculo con la mano para verme. En el costado izquierdo empañado escribo “verruga maldita”. Mientras me voy secando el cuerpo me observo en él. Me acerco, giro la cabeza. Perfil derecho. Perfil izquierdo. De frente estiro el cuello y enfrento mi rostro con mi doble. Tengo uñas muy pequeñas. Para nada parecidas a las de ella. Escucho que están hablando en el comedor. Dejo de mirarme y comienzo a vestirme rápido.
–Abril, ¿llegó Tati? Es la voz de mi madre.
–¡Hola, Félix! Pará, no me empujes. Yo también te extraño.
–¡Félix afuera!
–Dejalo Abril. No me molesta. Vamos, afuera, Félix. Me siento en un banco que es un tronco. Él se acomoda con sus cuatro patas, se  desparrama al lado mío. Lo acaricio y le revuelvo el pelo.
Tac, tac, tac, tac. Mamá está viniendo con nosotros. Me levanto y la guío hasta el otro tronco. Pliega el bastón. Félix se va al lado de ella. Perro comprometido como ninguno. No quiero llorar. Aunque ella no me ve. Mi voz me delataría. No acepto que por la diabetes haya quedado así. Ella pareciera que sí, hasta se enamoró. Tuvo suerte Abril.
–¿Cómo estás, Tati?
–Bien, ma. Encojo los hombros. A ella sí le miro la cara. Es bella. Piel morena, boca grande, nariz pequeña. Su cabello, el marco de la cara, hasta los hombros con las puntas sanas. Cada vez que estamos juntas le pregunto cómo me recuerda. Hace diez años que no me ve. Tengo veinte. Me recuerda con zapatos ortopédicos, una trenza cocida. Peinado que me lo siguió repitiendo hasta los doce. Yo le decía que ahora le salía mejor que antes. Se ponía tan feliz. Horrible me quedaba. En la escuela se reían y me cargaban. Yo los ignoraba. No entendían nada. Hay que hacer una trenza cocida. Me la hizo una ciega les decía. Boludos.
–¡Vamos, chicas! ¿Ya están listas?
–¡Sí, amor! ¿Vamos, Tati?
–Tati, te olvidaste de colgar la toalla y de limpiar el espejo. Me quedé quieta en el lugar. Ya fue.
Le tomo la mano a mamá y la pongo sobre mi hombro. Mientras tanto con la otra despliega el bastón. Félix nos sigue. Entramos al comedor. Agarro mi mochila y guardo todo lo que había traído el día anterior. Después del teatro me voy a mi casa. Elevo mis hombros, miro a Abril y le digo, vamos. Desde que ella descubrió teatro leído, una vez por mes lleva a mamá. Es la primera vez que las acompaño. Mi auto es de tres puertas. Abril atrás. Mamá al lado mío. Ya tiene los movimientos bien calculados. Sabe cuándo tiene que agacharse.
Ella le posa la mano sobre el hombro. Mamá  la toma y la besa. Sus labios tocan todos esos bultos carnosos. Temblores en mis piernas. Tengo seca la boca. No produzco saliva. Los mismos síntomas de siempre. Esta vez respiro profundo, profundo. Hago pausas de cuatro segundos en cada exhalación.
A veces tengo ganas de decirle que se está aprovechando de mi madre. Pongo un cd de cumbia.
–Tati, ¿no hay otra música? A Abril no le gusta.
–No, solo escucho cumbia. La radio no funciona.
Llegamos. La cara de traste de Abril me hace sentir mejor. Las dejo en la entrada y busco estacionamiento. Vuelvo con paso ligero, casi al trote. El auto quedó a ocho cuadras. No quiero mirarlas. Mamá le acaricia la cara. Ella le zampa un beso en la boca. El flaco que está en frente las mira con cara de espanto. Tira el cigarrillo y escupe al piso. Qué idiota. Mi vieja está enamorada y cuál es el problema.
–¿Entramos?
–Tomá las entradas, Tati.
–Gracias, Abril. Abrazo a mi madre. No me importa nada.
Se apagan las luces del teatro. Se enciende el escenario. La obra comienza. La miro, sonrío levemente y cierro los ojos.
                                                                                                                                                                                                                                                     
Inimputables

Ya está. Desciende de a poco, sobre las dos sogas gruesas, secas y deshilachadas en las puntas, a un metro y medio de profundidad. Se choca con las paredes del pozo. Toca el fondo. Los que se animan toman un poco de tierra y se la arrojan. Mutismo absoluto, sonido de las chicharras y de narices moqueando. Después de un rato, dos de los municipales comienzan a palear con seriedad, son el centro de atención. Luego clavan las palas al costado, agarran las tres coronas y las tiran sobre el pozo ya cubierto (una sobre la otra). Ahora sí está bajo tierra, más fresco que nosotros. Juana llora, se seca las mejillas con las dos manos, saborea los mocos líquidos con la lengua. Mi primo, “el ruso”, la abraza y fija su mirada a las  coronas (sobrinos, hijo, compañeros). Tiene los ojos colorados y la cara también, esta vez por el sol. Es alcohólico: cuando se emborracha, el color es un rojo un poco más morado. El rojo de ahora es tirando más a rosado. El abuelo se acerca a nosotras, comienza a despedir gases (pedos). Lo miramos y se escapa una risotada de nuestras bocas. Es el momento más tétrico (creo) nunca más íbamos a ver al tío. Y el abuelo nos hace esto.
–Me hicieron mal los sándwich –lo dice de costado con una sonrisita y remata–. No hay una puta sombra.
–No podés –le dijo mi hermana moviendo la cabeza.
El olor es lo peor de todo, osamenta varada, dijo Mica (mi hermana) por lo bajo. Estábamos al costado, ni tan cerca ni tan lejos de la fosa. No creo que la baranda se haya dispersado, hay poco viento. La carcajada sí se explayó un poco más, hasta donde está la tía, que nos mira fijo sin pestañar y  se deja caer. Flexiona las piernas y las rodillas se estampan sobre la tierra fresca.
–Qué voy hacer, qué voy hacer. 
Otra vez, el ruso, entra en acción. Atraviesa  su brazo por debajo de la axila y trata de levantarla. Ella pone resistencia. Él, cada vez más colorado. Su madre se había hecho un bypass gástrico hacía más de un mes. Las manos del ruso desaparecen entre los colgajos. Está a punto de putearla (lo conozco a mi primo).
Entre los presentes, un vecino se acerca y la toma por debajo de la otra axila.
–Vamos, Juanita, arriba –la gordita está clavada.
Uuuh, empezó a manotear tierra, llena la palma, cierra el puño, y la vuelve a tirar sin fuerza. El ruso cada vez más colorado e hinchado.
–Circo puro –susurra Micaela.
–Basta vieja, carajo –le dice mi primo.
–Vamos tía –me mira, tiene la mirada midriática. Me hizo recordar a mi primo cuando lo encontré en la plaza con unos amigos y mi hermana.
Micaela sigue al lado mío, me codea.
–Está fuera de foco –me dice por lo bajo.
Con velocidad giro la cabeza y le dedico a mi hermana una mirada virulenta. Respiro hondo.
Los ajenos al entierro participan del espectáculo mientras riegan el pasto amarillo. Otros, arrodillados, que arrancan con las manos el yuyo crecido de sus muertos (no parecen conmovidos).
Uno de la funeraria se nos arrima (chofer).
–En cinco minutos salimos. No sé quién vuelve con nosotros.
–Ella, ella –dice Micaela. Se acerca al ruso y le dice al oído:
–Aprovechemos ahora que logró pararse.
Juana empieza a caminar con un paso descoordinado. Se flamea todo su cuerpo, como un flan, servido en un platito de cerámica. Se sostiene del antebrazo del vecino y con el antebrazo del hijo. El chofer le abre la puerta. De culata sube al auto, por la otra puerta se sube la hermana. El ruso va adelante, antes nos pide que vayamos a su casa con el abuelo.
–Allá está el viejo, echando humo, dónde habrá conseguido puchos.
–No importa, Micaela, ahora eso.
–Mirá cómo le mira el culo a esa chica.
Recién ahora nos ve (o se hacía que no nos veía) hace seña con el brazo, como saludándonos.
–¿Cómo estás, abuelo?
–Bien, bien. ¿Vamos?
–Abuelo, ¿tenés un pucho? Le pregunta Micaela.
–No.
 El auto está cerca de la capilla, es un tramo largo. En el trayecto vamos en silencio. Hay bastante gente en el cementerio por ser martes. Se ve que están esperando algunos más, hay tres pozos recién cavados. Nacemos para morir escuché una vez decir en la radio a un filósofo. El abuelo se detiene y me pregunta si es acá donde está enterrada la abuela. Con el seño fruncido me mira Micaela haciendo montoncito con los dedos. Apoyo disimuladamente mi dedo índice sobre mis labios.
–¡Qué suerte! El auto estuvo a la sombra. Abuelo, vení adelante, es más fácil para subir.
Bajamos las ventanillas, ayudo al abuelo a ponerse el cinturón.

La tía está picando cebolla, el aceite en la sartén se calienta. Estela (mi otra tía) está sentada a la punta de la mesa, tomando mate amargo con un pedazo de pan. La pava está destapada y larga  vapor. El abuelo se sienta al lado de ella. Llega el ruso. Saca de la bolsa dos cajas de vino, dos cervezas y una soda.
–¿Hay algo para picar, Juana? Se da vuelta y lo mira. No le contesta.
De fondo se escucha, Julio, Julio.
–Sí, abuelo. Le contesta el ruso.
La cebolla comienza a crepitar. Otra vez, empieza a llorar, se sienta y apoya su cabeza sobre el borde de la mesa, los brazos colgando al costado de su cuerpo. El ruso ya se clavó la cerveza y el abuelo tiene el vaso lleno.
–Hay que jugarle al muerto. ¿Sabés qué número salió hoy a la nacional del medio día, Estela?
Nos miramos. Uno a uno nos fuimos preparando, menos Juana, que seguía con la frente planchada a la mesa.
–¿Cuántos años tenía Julio? –pregunta el abuelo.
–Hay que jugarle los años y hacer redoblona con el día que murió. Acota el ruso.
–No, mejor la fecha de nacimiento y el día de la muerte.
–Basta, viejo boludo –dice Juana mientras levanta la cabeza, apoya las dos manos a la mesa, empuja la silla hacia atrás. Las patas de la silla rechinan.
Julio, Julio, Julio.
Micaela me hace seña con los dedos como si tuviera un cigarrillo entre ellos. Con la mano le digo que espere.
Se toma de un solo trago la cerveza y apoya el vaso, el sonido del vidrio con el vidrio es fuerte. Pide que le sirva más. Damián (el ruso) saca de la heladera el tetrabrik blanco y la soda.  No le gusta compartir la cerveza.
–Sin soda, puro me gusta.
–Tía se te va a quemar la cebolla. Titubea Micaela.
Julio, Julio.
–Que se queme. Contesta inmóvil desde la silla (tildada).
Estela se levanta, toma la pava, el mate y las migas. Acomoda todo en la mesada, abre el cajón del aparador y saca el mantel. Apaga el fuego. La tía va al baño, su trasero se bambolea para un lado y para el otro. El abuelo se lo observa, con una ceja levantada y la otra en su lugar (no sé cómo lo hace). Cierra la puerta del baño, el golpe repercute en los vidrios.
Desde la cocina escuchamos el llanto.
–Te desubicaste, abuelo.
–Pasame el vino.
De fondo Julio, Julio, Julio.
–Qué loro de mierda –dice  Estela  y le revolea por la ventana una cebolla. Buenos reflejos del loro. El cebollazo rozó el aro. Ahora el pajarraco se hamaca.
Sigo a Micaela y nos sentamos sobre el tapial de la vecina. Ella tiene un porro en una mano y en la otra un cigarrillo común. Me da a elegir. Amago que voy por el porrito, pero sabe que no me gusta (me da miedo fumar marihuana). Lo fuma con tantas ganas, lo disfruta y comienza hablar del tío. Trato de escucharla, pero el olor me incomoda, aunque ese aroma dulzón me atrae. Pasa la señora de Neveu por la vereda de enfrente y nos saluda. Creo que no se anima a cruzar, no la vi en el cementerio. Micaela me codea y le da la última pitada. Yo voy un poco más por la mitad.
–¿Le pido al ruso un vaso de cerveza, Paula?
–No, paso.
–Sos un embole.
–¡¡¡Hola, chicas!!! –aparece el ruso, en cuero, con su pecho lampiño y blanco. La panza prominente como las piñatas de cumpleaños, bien redonda, tirante. De esas que te dan ganas de reventar. Piernas muy flacas y largas. En su mano derecha el porrón empañado, lleno, con unos maníes flotando entre la espuma. Soba su barriga, de forma circular. Si estuviera embarazado (es una panza de siete meses, por lo menos) le hubiera dicho que dejara de hacer eso. Micaela le mira el vaso, su lengua se desparrama  entre sus labios.
–Ruso, ¿me convidás un trago? –Micaela le dice extendiendo el brazo.
–Sí, un traguito, eh –la espera con el brazo estirado (por la dudas).
–Dale, dale.
–Pará que agarro unos maníes –la lengua de Micaela no atrapa ninguno, mete dos dedos (índice y mayor), no puede, se manda otro trago. Damián se lo arrebata a lo ruso y vuelca un poco de cerveza. Mira el vaso (le quedaba menos de la mitad), la putea.
–Bueno, che, tenía sed. Se limpia la boca con la mano.
–¿Cómo están adentro? Le pregunto. Está tan caliente que no me contesta. Me asomo y todo parece muy tranquilo.
–El abuelo sigue sentado, mirando televisión (el sorteo de las quinielas), la tía Estela está terminando de cocinar y mi vieja se acostó –Me contesta después de un rato mientras gira el vaso para un lado y para el otro.
–¡Qué bajón! dice Micaela.
–Y sí, se murió el tío, es un bajón. Le respondo mientras contemplo una hilera de hormigas negras apuradas, que llevan insignificantes pedazos de hojas. Se deben sentir robustas, “super poderosas”.
–Sí, estamos de duelo, loca. Afirma el ruso.
Nos quedamos callados los tres. De fondo (bastante más del fondo), Julio, Julio. Comenzamos a reírnos,  con discreción, entre las risas, eructo soprano del ruso. Ahora sí, son carcajadas, horribles, escandalosas, frenéticas. Exorcismo. Los cuerpos se sacuden, “irrespetuosos epilépticos”. Nos tapamos las bocas con las dos manos (menos el ruso) para controlarnos, los ojos achinados (loquísimos).  Poco a poco va disminuyendo el frenesí. Nos calmamos. Percibo el sonido de una amoladora, no muy lejos de nosotros, me deprime ese ruido. Cuando encontré inconsciente a Clavito (perro cocker de mi infancia) en el patio, papá estaba usando una.
–¿Tenés? –le pregunta el ruso a Mica uniendo el dedo pulgar e índice cerca de la boca. Entre el espacio de esos dedos se forma algo parecido a un triángulo romboide.
–Obvio.
–¡Drogones! –les digo y me voy para adentro.
–Amarga. Me gritan (a dúo), cómplices se  ríen. Igual los quiero.
El abuelo se durmió sentado. Estela está en el fondo hablando con el loro. Juana tiene toda la cama para ella. Entorno la puerta de su dormitorio, pobre tío, podría haber muerto aplastado.