29.11.12

Plan de operaciones, por Vicente Luy





No hace una hora, intervine un recital de Aristimuño.
Vieja Usina. Entradas agotadas.
Igual, insistí, diciendo que venía a ver a Lisandro
que le traía un libro, que le preguntaran a él.
Vicente Luy; soy el poeta Vicente Luy le dije al sujeto a cargo.
Mi plan era otro.
Yo quería entrar antes; fui una hora antes
para curtir camarines y pedirle que me invite a subir a leer.
Estaba, estoy, muy para adelante.
El tipo no me conoce. Le mandé un libro con Marce
pero no sé si ya lo recibió.
Confío ciegamente en mi poesía
y fui a saludarlo, pero, también, a audicionar.
En síntesis: no me dieron paso hasta empezado el concierto.
Y mientras sonaban las canciones, la ocurrencia fue tomando cuerpo
SE HIZO CARNE EN MI
Esperé a que terminaran los bises y me trepé al escenario.
La gente iniciaba la retirada.
Corrí al micrófono y grité:
Soy el pez
Soy el pez
Soy el pez
el que por la boca muere
pero también/el que nada contra la corriente
Me cortaron el sonido.
Seguí con Venderle el alma al diablo, y vinieron a sacarme
los de la producción.
No me querían dejar terminar el poema del scrabble
me lo quisieron cortar a la mitad.
Ni los miré.
Seguí gritando.
La gente se iba, y todos pasaban en frente mío.
Algunos prestaron atención a este lapso
Pero sólo respondieron cuando dije “usá tu odio para el bien común”.
Como en un ensayo de orquesta, emitieron un sonido.
Igual, se siguieron yendo.
Los productores volvieron a por mí.
Los ignoré.
Dije 4 poemas más y me llevó la policía
Un adicional.
Por suerte, me dejaron ir; me expulsaron.
Llevaba flores empapeladas en la etiqueta.
En un mundo lleno de amor, Lisandro hubiera venido a rescatarme.
En una de esas, con la adrenalina post show, no me oyeron .-


6 de mayo de 2010


Vicente habla con su discípulo

D – ¿A qué aspirás; porque vos vas por todas?
V – A que este libro sea material de estudio en el último año del secundario. Aunque a veces pongo ejemplos de una realidad que no vivieron, con los chicos contacto inmediatamente.
D – ¿Y a qué ardid u ocurrencia recurrirías? Porque eso no se logra sólo con habilidad… ni con contactos.
V – Yo no tengo contactos.
D – Quiero decir, eso va a ser difícil.
V – Lo sé, lo sé. Y me angustia .-


Sigue la caminata

D – ¿Qué busca el libro?
V – Trata de blanquear la guerra.
No estamos de acuerdo con esto, y vamos a hacer nuestra movida .-



En: Plan de operaciones. La única manera de vivir a gusto es estando poseído. Buenos aires, Crack-Up, 2012.

21.11.12

FÉRULA, por Manuel Losada





1.

Resquebrajados los rostros
de polvo.
El árbol caído sobre
la casa.
Labio de filo rojo
cortando la postal descolorida.
Las sillas quemadas
los sentados
detrás de pantallas
blancas.


2.

Acta de muerte
el desnudo colgante
la puerta enmohecida
el humo.
Los que pulen sus dientes
se aferran a las tablas calcinadas
señalando la nieve
del cielo.

3.

A Lezama Lima

Agonía
de la luz
en su
sombra.


4. Djuna Barnes

A victim is a state of decline
La reina
el mendigo
el traidor
el ajusticiado
todos declinando.
Sólo uno
llorado.


5. Elegía a Raúl Gómez Jattin

Un disparo
la dulce caída
mariposa en esplendor
dispersando sus colores en el asfalto
esa muerte
sin luces.
La tela violácea
en tu desnuda cabeza
la burla
el grito
el gemido.


6. Bàrtok

El barco brilla
sepultado por la bruma.
Mandarín de oscuros
violines.


7. Klagende Lied

La vidente percibe
a la princesa sepultada
pudriéndose bajo las ortigas.
Los narcotizados en su vana
espera.
Los huesos diminutos
acusando.


8.

Este es nuestro miedo.
Devorar heces
soliloquio con las moscas
escribiendo pequeñas muertes.
Siguiendo
con la vista
el vacío fulgor de los espejos colgantes
y dibujando en la piel
transparente
qué ser
qué no ser.


9. Tango

La bruma devora
los faroles de la calle
quien busca su luz en ella
muere.
Animales de la noche
extraviados
cantos.
Ese dolor
desnudo
y ennegrecido
clavado
en la vereda.


10. Madame Butterfly

Kimono.
Peluca de muerta.
Suicidada en los lamentos
de seda
aves de la
llovizna.
Flor de nieve quemando
la lengua.

15.11.12

Heidegger y la decapitación, por Luis Thonis


  


¿Qué es el Dasein? Dasein combina las palabras «ser» (sein) y «ahí» (da), significando «existencia» (por ejemplo, en la frase “Ich bin mit meinem Dasein zufrieden” «Estoy contento con mi existencia»). Para Heidegger designa el modo de existencia del ser humano. Pero hay otra pregunta: ¿puede el Dasein socializarse, volverse comunitario y designar el destino de un pueblo? En el famoso discurso de rectorado Heidegger él no deja dudas: “Saber decidirse por la esencia del ser, de acuerdo con el tono de origen, eso es el espíritu y el mundo espiritual de un pueblo que no es una superestructura cultural como tampoco un arsenal de conocimientos y valores utilizables. Sino que, al contrario, es el poder para poner a prueba las fuerzas que unen a un pueblo con su tierra y su sangre como poder del despertar más íntimo y del estremecimiento más extremo del Dasein.”
Estamos en 1933, con los nazis en el poder y con la constitución de Weimar abolida por Carl Schmitt, que cita a Hegel: "Al pasar del feudalismo al absolutismo la humanidad necesitaba la pólvora del cañón y estaba ahí". No quiero ser un fiscal de Heidegger en cuanto a sus intenciones pero este estremecimiento acerca de la sangre y la tierra cabalga directamente en el contexto que la escribe hacia la celebración del Führerprinzip del nacional socialismo. La Universidad alemana debe afirmarse en la “esencia”, sinonimia de la verdad ante un mundo que padece una ausencia de patria. Retórica de lo sublime y abuso del superlativo absoluto. El pensamiento de Heidegger habla de una impotencia absoluta respecto del origen que sólo puede restituirse a sí mismo como simplicidad bajo la forma de lo sagrado germánico. El Dasein se extiende al pueblo pensado bajo las categorías de lo auténtico y lo inauténtico. Estados Unidos sería el colmo de la inautenticidad como lo es la misma democracia. El "origen" de Estados Unidos, lo que lo constituye como pueblo, no hay que buscarlo en los pasajeros del Virgina sino en su constitución. La Revolución de Hannah Arendt examina detenidamente este proceso.  La entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial  es interpretada como “decadencia” no se sabe respecto de qué origen, supongo que el verdadero de lo sagrado germánico ante lo cual todo es herejía. Deshistorización: el mundo sería un jardín de infantes del Ser si no fuera por el bruto yanqui y la maldición de la técnica. La guerra de agresión de Alemania queda del lado de lo auténtico. De ahí la importancia que tiene Heidegger para la intifada “pacifista” de los pensadores deconstruccionistas posmos, esmerados en constituir al zombie planetario: para Alain Badiou, por ejemplo, el nombre judío es en sí mismo “nazi” y Hitler fue quien mejor lo interpretó, superando a Nabucodonosor. El que ha ido más lejos de todos es Shlomo Sand, profesor judío de la universidad de Tel Aviv –éxito en las librerías–  que lleva la intifada deconstruccionista posmoderna a su punto más sublime: el pueblo judío no existe, es según él una invención de historiadores sionistas, carece de origen, son conversiones de conversiones. Se trata de borrar de un trazo todas las líneas de transmisión confundiendo una religión con una raza, al mejor estilo de D’Elía, a la esencia judía con el nombre judío. No existe la "esencia" judía como tampoco la alemana y de ningún pueblo. Y menos del palestino creado tras la derrota de ese intento de genocidio de los estados árabes luego del la guerra de los Seis Días. Aunque se pretende un nuevo Foucault, lo que dice está en las antípodas de las Lecciones para defender la sociedad, donde Foucault considera el relato hebreo como una "objeción" a todas las babilonias del mundo. Pero precisamente para devenir Babilonia –y Bobilonia– el mundo tiene que suprimir esta "objeción". Si Sand, simpatizante de la cultura de cinturones con bombas, enseñara en Palestina o en cualquier estado arabomusulmán y dijera que Mahoma es una ilusión del desierto sería inmediatamente ejecutado. Lo único que le falta es decir que el Profeta fue anterior a Abraham.
Heidegger opone una buena muerte –heroica, garantía de autenticidad– a una mala muerte, al “se muere” anónimo, inauténtico. La muerte estúpida en la cama que sin embargo garantiza la libertad para los otros. Da cuenta también del antisemitismo, aun bajo una forma no voluntaria. El motivo nunca examinado es que el nombre judío ha ganado la guerra del origen, del origen como multiplicidad y transfinito en acto como lo muestra ese conjunto de transmisiones que se llama “la Biblia”. Por eso la Biblia no tiene ningún lugar en el pensamiento de Heidegger como tampoco la novela que tiene una relación de continuo con ella. Thomas Mann prematuramente captó mucho mejor que Heidegger dónde podía llevar ese estremecimiento donde se piensa al origen como algo puro, ario, y no como algo que puede ser constituido retroactivamente por la literatura: “Los travestismos más indignos de su sueño de una germanidad alta y pura con ese mismo sueño que, en el más inmundo espantapájaros que la historia universal haya engendrado jamás, ven al ‘Salvador’ que un poeta anunció (Stefan George), nadan en un exceso pueril de paralelos místicos e históricos, creen ver en él el regreso de Lucero, el hombre demoníaco impulsado por las oscuras fuerzas populares alemanas y rodean con un aura carismática a un impostor histérico, una lamentable nulidad que supo utilizar el desamparo y los problemas de una época ávida de fe con la astuta obstinación de un demente para elevarse a sí mismo.”
El olfato del novelista es más lúcido que el saber del Dasein del filósofo. Interrumpe la retórica de lo sublime. El Hitler de Thomas Mann está en las antípodas del que exaltan Heidegger y Carl Schmitt con la retórica de lo sublime. Es el Hitler que se negará a escapar cuando la batalla de Berlín porque no quiere “morir como un perro” en las calles mientras que la juventud alemana, niños psicotizados por la Kultur, caen como moscas jurando por él ante el Ejército Rojo. Se dará una muerte auténtica a tono con el origen en su búnker.
Heidegger se quedará sólo con poetas como Hölderlin y Rilke de los que hace lecturas en extremo simplificadas, casi cómicas donde los poemas son aplastados por la fetichización de la lengua alemana: lee siempre la Lengua y no el poema aboliendo el sujeto de enunciación. También hay una esencialización de la guerra que en su caso es un combate contra lo empírico.  En Contribuciones a la cuestión del ser, 1955, escribe: "Esto no es una guerra, sino el polemos, que hace aparecer a los Dioses y a los Hombres, los Libres y los Esclavos, en su esencia respectiva, y que conducen a una dis-putación del Ser (tachado). En comparación con eso, las dos guerras mundiales permanecen superficiales". Lo superlativo produce la esencialización... que acusa que la guerra fue perdida.


La literatura abunda en heroínas y sirenas heideggerianas como Matilde de la Mole en Sthendal, joven aristócrata parisina, que rompe todas las convenciones sociales y no para hasta tener la cabeza de su amante  para repetir un mito de origen. No se entrega al primero que viene porque no quiere un amor sin gloria que no repita la historia de la reina Margarita a la que le entregan la cabeza de un familiar lejano.
Ama bajo la forma sublime del superlativo absoluto. Parece apasionada, romántica, despreciativa del qué dirán de la ley de los salones pero su deseo, a veces lo contrario de la pasión, está en otra parte. Estar entre dos mujeres, como sabía Casanova, siempre supone la cabeza en juego. Estar entre el hacha de Matilde y los arrullos de Madame de Renal y sobreactuarlas como autenticidad es una tácita condena a muerte. El deseo de Matilde no es Julián, no el primero que viene sino el advenedizo que encaja a la perfección en su guión, la farsa que él debe representar para que su estremecimiento sea total ante su cabeza decapitada “de acuerdo con el tono del origen” que pavimenta el camino de los futuros demonios.

9.11.12

BUSCARSE LA VIDA EN TIEMPO REAL, por Milita Molina




El cine no es ni fácil ni difícil, es.


Me gustaría poder contar de mi amor por Favio (y digo amor bien adrede porque “yo no admiro, amo”, como dice él), pero me gustaría contarlo “despacito” porque así cree Favio que es el tiempo real: despacito y  al detalle, focal. “Me gusta contar la vida como sucede –ha dicho– lentamente.” Y si por algún motivo me viera llevada a querer gritar –como me pasó de querer gritar la primera vez que vi El Dependiente porque ese tiempo de flotación entre Fernández y la Srta. Plasini no se llenaba con nada, y alguien tenía que llenarlo para dejar de sentir la angustia del silencio más ruidoso y más pesado y mas corpóreo y denso que pueda soportar un espectador, un silencio a los gritos, digamos. Si sintiera la necesidad de pegar el grito de Polín, que es el de la señorita Plasini y también el nuestro, “gritaría despacito”, como siguiendo el ritmo lento y espeso y angustiante del tiempo del Patronato de Menores que, en ese sentido y sólo en ése, tal vez no sea tan distinto del tiempo de cualquier infancia pueblerina (o al menos local, focalizada, delimitada duramente, como si vivir fuera vivir en un cuadrito o en un “cuadrado”, como los chicos de Crónica de un niño solo), vigilada y laxa a la vez y austera, con poquitas cosas para entretener el tiempo (dos o tres juguetes que se recuerdan para siempre) porque las muchas cosas y los juguetes sofisticados y la televisión no formaban parte de la infancia allá en Santa Fe, donde el río estaba tan cerca, donde las siestas y los patios son dilatados y  los juegos se los inventaba uno. Borges decía “la infancia es tímida”  y parece un anacronismo y hasta un disparate recordarlo en un mundo que aprecia el desenfado de los niños. Borges, en verdad, hablaba de un modo del tiempo y de la eternidad y también de la perplejidad: una niñez abandonada a sus propios medios, reconcentrada, imaginativa y desde luego solitaria, diferente de esas infancias satisfechas  de niños glotones que no saben digerir, y van saltando de un juguete sofisticado a otro  tal como yo imagino que hacían los chicos con plata acá en Buenos Aires. No, el tiempo de Favio es de digestión lenta, de quien no confunde el movimiento con el agitar de los brazos, con el estoy tan ocupado mirá, propio de las cosmópolis y tan poco criollo, tan poco vago y mal entretenido, tan poco dichoso en su despilfarro. Porque nos guste o no, gastar el tiempo es una condición del tiempo y por lo mismo alguien puede desear abrir segundos en el tiempo como si lo pudiera estirar y estirar hasta que reviente. En el cine de Favio, el cuerpito de un bicho canasto puede dilatarse como si se abriera paso para crear más tiempo en el tiempo y terminar siendo el Universo, o el tiempo puede espesarse y hacerse eterno en un gota de saliva de quien juega a escupir, o quedar capturado en el demoradísimo cruce de miradas entre La Santita y Lucía o, como le gusta a Favio, puede: “atrapar los tiempos como cuando Gatica tiene el monólogo final en la cantina yendo y viniendo. Amo esa secuencia. Me duele el vértigo del sapito de la televisión”.  Todo el universo podría converger en un rostro (“por allí pasa la vida”), pero también en el repiqueteo de la pelota de cuero que golpea la pared y vuelve a la zapatilla sucia y regastada que más que volverla a patear la está esperando precisa para el rebote, automática, o en la bolita que soplamos tirados en el piso, ahora vos, ahora yo, y la bolita incansable gracias al aliento que le imprime un movimiento perfecto como el ritmo de un reloj; hasta que en un instante el universo ya se concentra sólo en el pie o en la bolita y el resto :la pelota, su trayectoria , la pared, el aliento, los cuerpos incluso, “sobran” , son mucha cosa para digerir. Favio, que ha corrido mucho, que ha escapado, que se ha fugado, no sólo sabe que se corre con la cara como comentó Soriano, sino que sabe que se corre repiqueteando y rebotando, como si correr fuera una pura repetición, la insistencia de un ritmo, no un traslado sino un machacar que nos va llevando lejos a fuerza de insistir. Como esas frases dichas mil veces para lidiar con la suerte a fuerza de darle y darle, como el “Mañana lo mato” o “Para el fin de semana compro coche”, pequeñas consignas que se repiten casi automáticas hasta que la bravuconada se gaste o se cumpla. Que en otro plano es como decir “Siempre hago la misma película” o siempre tengo la fiebre de mirar por los barrotes de la ventana chiquita y preguntarme “¡Puta madre! ¿Cómo estoy acá?”  
Favio recuerda el silbato –ese llamado al orden, esa señal de vigilancia y sometimiento, esa manera de arrearnos al redil–, como una imagen  privilegiada del Patronato de Menores y es de veras atemorizante en Crónica de un niño solo, la secuencia del profesor de gimnasia pegando silbatos a lo loco, con furia, con autoritarismo, mecánico y mortífero y fascista como esos micrófonos pesados y muy grandes que recuerdo de la escenografía del Gatica.  Creo que ese fascismo a pequeña escala que produce el ser “sargenteados” debe ser terrible en el Hogar el Alba, pero no lo es menos en cualquier colegio donde te “verduguean”, porque interrumpir con un llamado al orden es siempre un sobresalto feroz para quien vive en esa temporalidad desparramada de las infancias vagas y mal entretenidas, en las que “sentarse a escuchar el ronroneo de los coleópteros, los moscardones y los cascarudos que van cruzando el polen de flor en flor”, puede hacernos expertos en dejarnos llevar por el espesor del tiempo hasta confundirnos con el tiempo, hasta olvidarnos del tiempo. La infancia es tímida cuando el tiempo se hace sentir y cada uno se reconcentra sobre sí como formando una escenografía propia esculpida sobre un tiempo que sobra, pero también es tímida, me parece, porque aunque Favio dice que hasta los dieciocho años nos creemos inmortales porque no tenemos conciencia de la muerte, el diablo se cuela por la cerradura precisamente cuando más inmortales somos, como si nuestra eternidad supiera más de la eternidad porque está más cerca del Misterio, del Enigma y no sabemos de la Caída. Y es tímida, tal vez, porque como alguna vez dijo Pasolini –que como Favio no dejaba de subrayar su timidez– “quizá soy tímido porque desde niño, detrás de cada adulto siempre veía a un padre o a una madre”. El sentido de lo sagrado es un privilegio,  y me gusta asociar la timidez de Favio con esta reflexión sobre el temor y el temblor del hombre de una fe que, como él ha dicho “nos salva de la autosuficiencia”. En Santa Fe, cuando mi madre me presentaba a alguna de sus amigas yo bajaba la cabeza con ganas de salir corriendo, y todavía recuerdo su “No seas chúcara” y casi no he podido superar esa actitud arisca de bajar la mirada en una suerte de temor reverencial que, por caminos raros, ahora sé que me conectaban con algo “superior”, digamos, al tiempo que mi vida era un estar en vilo,  pendiente del silbato y la burocracia que tiene tantas formas en esta vida que mejor ni hablar y que incluso puede ser más siniestra si es silenciosa, como una monja de mi colegio que para llamar al orden aplaudía en silencio. Agazapada, la muy beata hacía chocar sus manos una sobre otra sin producir sonido hasta que  advertíamos  su presencia, todavía no sé cómo. Lo hacía  para que nuestra culpa por todo fuera mayor y sonreía con sorna cretina, allí parada golpeando sin golpear, esperando para que formáramos fila y nos arrodilláramos para poder controlar el largo del guardapolvo y meternos una amonestación si éramos medio putitas y el largo no llegaba a rozar el piso. Y el llamado a correr y correr y el “¿Nunca vas a parar?” dicho a un Polín agotado de dar vueltas pero que sigue y sigue como un boxeador que no quiere que se pare la pelea.
Así la vida. Nos damos mañas para entretener el tiempo: la maravillosa secuencia de Crónica de un niño solo en la que se muestra a los chicos en estado de ocio (los brazos colgando, la baba cayendo, un pucho que se pasa) se mezcla con el recuerdo de mi padre cuando me llevaba a pescar mojarritas a la laguna, la vista fija en el corchito que cuidado no dejes de mirarlo, los ojos clavados ahí en ese pedacito de mundo que se iba haciendo el mundo entero con su propio espesor de tiempo, y  la mirada amplificada que no quiere dejar pasar el momento exacto en que el corchito se hunde. Hay muchos modos de ser un caballero de la fe, pero esa extrema concentración que nos pone en contacto con algo de otra intensidad, como la casi sagrada concentración de Polín  intentando embocar el cerrojo con la hebilla del cinturón, es una escuela excelente para aprender para siempre que no importa qué cosa se haga sino que se haga bien. Chorro de alma o zapatero o dueño del fabuloso y mítico quiosquito del que no cesan de salir tesoros, pero de alma, de alma, sin quedarse llorando por algún otro destino, sin querer siquiera encontrarle una forma al destino. “Si corrés, no te morís”, como creía el niño allá en Luján de Cuyo, simplemente.
Alguna vez Favio comentó que en el Patronato, en esos tiempos muertos de la nadería, la infancia se desperdiciaba. Yo creo que se derrochaba y que así es la vida también; y pienso que si Favio se diferencia todo el tiempo de los “agazapados” es porque los agazapados no pueden derrochar ni desperdiciar y pertenecen a esa calaña de ávidos y glotones, incapaces de desentenderse de la manía de aprovechar, de capitalizar, de guardar, de reservar. Gente que “compra los muebles antes de casarse” ignorantes de que no se puede pedirle una cita a la muerte ni la muerte nos pide un día libre.      
Tal vez la broma no acaba nunca y los agazapados de hoy se ingeniaban desde chiquitos para no desperdiciar el tiempo, para llenarse los bolsillos y aprovecharlo como si fuera un bien que se puede acumular para cuando no haya y así, de a poquito, se les hizo el hábito de sentir que el mundo está en deuda con ellos y tiene que proveerlos. Hay gente que se inventa su vida y hay otros que le piden al mundo su galas para poder tener una. En cambio, creo que las vidas nunca satisfechas, las vidas de los que “no se la creen”, provienen de una niñez que va haciendo de la timidez su castillo y transcurren en un tiempo hecho de ignorancias y creencias que ojalá no se muriera a manos del hombre de la astucia práctica, el “agazapado”, el que cree que la vida es una cuestión de cálculo y no de instinto y fiebre: de mucha fiebre. ¡Qué asco le tiene Favio a los agazapados, a lo agazapado, a lo que se reserva y pega el salto con oportunismo! No sé si la palabra es asco, porque Favio no juzga y eso es fundamental en su manera de vivir. Favio ama, ama hasta al último extra, por ejemplo, y no les gusta la palabra “extra” porque cada vida es demasiado importante para considerarla “extra” y, para el caso, ama sin lugar a dudas a ese agazapado torpe y vacilante que es el Sr. Fernández, un agazapado indeciso y culposo que a falta de un credo quiere ser rotario, es decir “propietario”. No sé si la palabra es “asco”, pero su sentimiento por los agazapados tiene el gusto de la muerte aunque el veneno no tenga olor. Algunos se buscan la vida del lado de la oportunidad y otros son oportunistas. No es un juego de palabras: son dos actitudes opuestas, dos maneras diferentes de concebir las cosas. Un modo está atento al milagro y al “a cada hora su afán”, y disfruta la felicidad del instante; el otro está sujeto a la aridez de la premeditación y al ansia de dominio y excluye el milagro, el azar, lo eventual. Y no importa si como dice Favio “suelto la paloma pero no me voy con ella”, importa que la soltemos, simplemente.
El  tiempo de los agazapados es lamentablemente lineal y cronológico, un tiempo que no se siente (así de emboscado viene) como el tiempo encubiertamente mortuorio de los relojes de ahora.
“Hace poco me compré un despertador antiguo para oír por las noche el sonido que recuerdo de los relojes de mi infancia: cli-clac, clic-clac, porque los despertadores de ahora son mudos, te traen la hora silenciosos, agazapados, como sabiendo que te llevan a la muerte. En cambio éstos no. ¿Ves? Clic-clac, clic-clac: es como si te anunciaran la vida, como si te dijeran que tenés que estar contento, que estás vivo.”

Favio preserva el espesor del tiempo –después de todo es la materia de la que estamos hechos– en una época acelerada en la que la gente no sólo no se toma tiempo para agradecer y afirmar la vida en detalle, sino que ni se toma tiempo para sufrir, ni para compartir, al borde de la ensoñación, las ganas de “tener tiempo para tomar mate con el abuelito en el cementerio allá en Mendoza”, que dicho así ya es toda una película de Favio que transcurre en una escenografía en la que lo local ya es universal y hasta los vivos y los muertos pueden convivir con el cielo al alcance de la mano.

FOTOS ART

Favio cuenta –“pillado” desde la cuna (un “chico con gracia”), bromista, también– que su primera obra es una foto artística que él mismo pergeñó como autorretrato,  allá en su infancia, en la casa de fotografías del pueblo. La casa se llamaba Foto Art y ahí se disparó la imaginación. Enganchado con eso de “art”, que ligó rápida y obviamente a “artística”, se presentó a averiguar y dijo que quería una foto, artística, de su persona. Como el fotógrafo objetó su idea primitiva de aparecer recitando, alegando que  la foto iba a salir movida, Favio decidió componer una distinta, en la que él aparecía con una vela que iluminaba un libro y  posaba con un dedo en la sien como pensando.
¡Hay qué llegar a tener ese recuerdo!
Si, de veras que hay que ser un extraordinario transformista y creador de la propia vida para tener ese recuerdo. Y no porque el recuerdo no haya sido verdadero y menos por esa banalidad estilo “Favio mejora sus recuerdos”. No se trata ni de verdad ni de falsedad, ni de retoques a la vida que nos tocó: menos. Se trata, en verdad, de no pensar que “nos tocó” una vida, sino de crear y elegir los recuerdos que van a ir haciendo de nuestra vida algo único, singular. Todos los recuerdos de Favio son verdaderos porque son creaciones, elecciones de estilo, digamos. Favio lo hace explícito cuando cuenta que en el Hogar El Alba había dos hermanas que eran celadoras. Una muy hermosa y alegre y otra “que le pegaba con una regla en el culo”. “Yo elegí recordar a la que era hermosa”, comenta. Y agrega: “Me gusta la gente que se crea un estilo de vida”. “Una cosa es el recuerdo y otra el archivo”, piensa, sin confundir los recuerdos estilo ropa colgada en el tendedero con ese poder creador que llamamos recuerdo y que no está en el pasado sino en el presente.
Favio ha dicho que no considera demasiado importante la entrada a esta película que es la vida, es decir que no la considera importante en sí misma sino en cuanto a la singularidad que esa vida pueda manifestar. No importa si se es cineasta, zapatero o panadero o se tiene un quiosquito, lo que importa es que hagamos lo mejor posible eso que va a hacernos excepcionales.  Y sin trampas, sin ser unos “agazapados”, sabiendo “si dimos el caramelo más chico o el más grande”. 
Para tener esos recuerdos hay que saber darle a la propia vida un caramelo tan grande como para recordar el día que volvió a su casa furioso, a los gritos y en llanto, porque a través de un amigo se había enterado de que las madres no eran vírgenes. Y entonces se largó a reprocharle a la suya con  frases desesperadas (se trataba de una revelación) “Usted se acostó con mi papá”... “Usted se acostó con mi papá”. Todo Favio,  con su amor por la Virgen pero también por la redimida esposa de Cristo María Magdalena (sus “putitas” de Mendoza) parecen ya contenido y casi destilado en esa perfomance alucinada. Como si ese niño hubiera podido decir ya entonces  ¿Por qué no me morí?”, como el Aniceto traicionado por Lucia que no es putita (como su recordada Boliviana)  ni Santa como la Virgen, sino una mujer que puede hacer mal, una yegua, en su idioma.

Pero Favio no es sólo creador de recuerdos  sino que dispone de una habilidad más enigmática, más cercana al arte según mi entender, más afortunada, menos electiva, dispone de una inmensa libertad para tratar con la creencia, el malentendido, el equívoco, el  error, el mito, cosa mucho más difícil que llegar a saber algo, porque la ignorancia, el desconocimiento, la perplejidad no parecen cosas que se puedan elegir ni aprender. Sin embargo, Favio ha dicho “es mejor no conocer tanto”, lo que me hace pensar que tal vez hasta nuestra ignorancia y nuestras pifiadas tienen algo  de elegido, como si también nos fugáramos de los rostros arteros, mezquinos y retorcidos de los Doctos que miran a Jesús en el cuadro de Durero, con falsía. “Favio, por suerte no es un intelectual” ha dicho de sí, y tal vez ése es el carozo de su genio: recordarnos que siempre estamos al borde de esa ignorancia de la infancia, de esa torpeza, de ese salvajismo, de esa profunda libertad que todavía no sabe de sí demasiado.
Cuando yo estaba en la escuela primaria la maestra preguntó cómo se le decía a la persona a quien se le había muerto el papá y la mamá. Yo, levanté la mano contenta de saberlo y dije : guacho. El silencio fue mortal, al menos para mí, porque todo se había hecho negro, había quedado al descubierto no sólo mi ignorancia sino algo más: mi manera de escuchar, de creer, de torcer lo que era, de distorsionar, de trasponer. Recibí el consabido “Guachos son los animales” y mi vergüenza fue enorme.
Pero hasta el día de hoy bendigo esa ignorancia, porque a mí me parecía que “guacho” era más correcto aunque estuviera “equivocado”, pero como el manto bochornoso del error cayó sobre mí –la infancia es tímida–  no pude decir que “huérfano” era una palabra tan elegante, tan inadecuada y sosa para referirse a alguien sin padre ni madre, para nombrar un dolor que ni podía imaginar, pero que reservaba para la gente terriblemente desdichada, para la gente “guacha”.
No sé si cuando Favio le dijo a un médico que le dolían “los ovarios”, para no decir “los huevos” (porque le parecía feo) y “testículos tienen los animales”, estaba en mi exacta situación, pero sí estoy segura que no hay nada mas saludable que un buen error, una buena pifiada, un descuido, una ignorancia disparatada que nos hace conocer las cosas por otras vías. Si Favio hubiera dicho testículos o huevos, o si yo hubiera dicho huérfano, se hubiera acabado la gracia, no hubiera pasado nada, estrictamente. Es en la eventualidad perfecta de esas torpezas, de esas distracciones, de esos desvíos, donde el malentendido feliz tiene más chances.     

PASARSE LA POSTA DE ALGO QUE NOS HACE BIEN AL ALMA.

Favio dice “siempre me inhibió lo puro”,  al tiempo que se refiere con inmenso amor y alegría a sus recuerdos de las “putitas” allá en Mendoza, especialmente, donde el aire es tan puro, tan puro, que devuelve los olores, no como Buenos Aires, acá, que huele a nada.  Allá donde los olores y los ruidos son un don que el aire puro no espesa ni oculta en la asquerosa humedad portuaria. Tal vez lo puro nos inhiba, sencillamente porque no es humano y tiene el rostro liso, llano, sin ninguna herida. Y, aunque no tengo brújula en estos temas, creo que un católico ama lo impuro porque en ese bodrio que es el hombre se pone a prueba la virtud cristiana por excelencia: el amor. Cuando un hombre del genio de Favio, que puede ir de lo más concreto a lo mas abstracto casi con brutalidad,  manifiesta: “Uno tiene que hacer su obra sin pudor, sin medir cada paso que da. Uno podría decir que cambiarle la letra a Rigoletto (en Nazareno) es una irreverencia  total, pero pienso que todo es válido... Tenés que apelar a todo... tenés que ser impudoroso... Si lo hacés bien podes hacer todo. Como dice San Agustín “Ama y haz lo que quieras” y el cine es un acto de amor”; deberíamos tomar el amor impudoroso como libertad pura y entender que para la fantástica libertad del gusto, no hay jerarquías ni valores previos al momento de cazar al vuelo la oportunidad de afirmar que eso nos gusta, y no importa de dónde proviene, ni si es propio o ajeno, o culto o popular o bueno o malo. “No soy tímido en el cine”, ha aclarado, “soy tímido en la vida” y la aclaración refuerza que si el cine de Favio y sus canciones son pura libertad es porque hay un hombre tímido que se toma muy en serio los privilegios de esa libertad. Ser libre no es cagarse en todo: al contrario. Favio es un hombre que no le hace asco a nada y que se preocupa por el amor que es siempre concreto aunque aspire a lo universal, lo que suena o muy moderno o muy antiguo según cómo se vea, pero que no goza de prestigio entre los intelectuales que  son más dados al juicio, a la responsabilidad, a la opción, a las causas generales donde el hombre queda perdido y chiquitito, pero no por su propia conciencia de finitud y de eventualidad, sino perdido como si su singularidad  importara un carajo. “Pasar la posta de algo que nos hace bien al Alma” dice Favio, como las mujeres de la casa allá en Mendoza pasaban los dedos por las cuentas del rosario y el murmullo de las voces creaba un espacio y un tiempo propio, una red de intercambio de cosas buenas para el alma.
Entre los estudiosos actuales,  lo “impuro” (pongamos Vivaldi y la cumbia, por ejemplo) no asusta a nadie, está de moda incluso,  y los más avezados se llenan la boca con sus elogios a las estéticas de la mezcla, de lo diverso, de lo múltiple, por lo cual Leonardo Favio puede ser un objeto de culto y presidir con algunos de sus films y con su vida entera el panteón de la libertad de la mezcla. Pero estas especulaciones teóricas no tienen importancia ya que no están confrontadas en ninguna experiencia de vida, no están sostenidas en una vida a la altura de esa libertad y, según parece que van las cosas, dentro de poco habrá muchos libros o muchos cuadros o muchas películas, pero ninguna existencia para vivir esa impureza brutal que es la vida y, no juzgarla, afirmarla y, aún, crearla, como ha hecho Leonardo Favio. 

Una vez un madrileño me dijo que había estado en Méjico y que todo le había resultado medio fuerte. “Méjico es mucho Méjico”, agregó. Me dio mucha risa esa frase y cuando me puse a escribir sobre Favio la frase volvía, insistía: “Favio es mucho Favio”, mientras recordaba que él había inspirado algunas de mis modestas fotos art, ésas que constituyen mi vida y no figuran acá. Me animo a confesar una. En el año 70 y pico me casé en Santa Fe siendo muy joven, por Iglesia, de largo,  todo muy formal aunque no habíamos comprado los muebles antes. Se me ocurrió –no tengo idea cómo llegué hasta ahí pero sé que amaba esa música– pedirle a un grupo de integrantes del coro polifónico y a un amigo pianista que, en vez de la clásica marcha nupcial, ejecutaran  la música del Moreira, pese a los reparos que ya había puesto el padre de la Iglesia del Carmen cuando le pedí autorización. Los músicos se lanzaron como locos y fue maravilloso. El casamiento ése terminó mal, pero como los recuerdos se eligen, recuerdo la música del Moreira que para mí era  sinónimo de Favio  y vuelven  esa libertad y esa alegría que hacen bien al Alma.

Nota: Los dichos y anécdotas de Leonardo Favio recordados en este trabajo están tomados de distintos reportajes al autor y tramados con  parlamentos de sus películas. Especialmente agradezco el extenso reportaje de Adriana Schettini publicado como libro por editorial Sudamericana con el título Pasen y vean. En cuanto a sus películas me he concentrado especialmente en Crónica, El Aniceto y El dependiente sin dejar de recordar muchas cosas de Nazareno, Moreira, Soñar-soñar y el Gatica.                                   



Este texto fue publicado inicialmente en Favio. Sinfonía de un sentimiento. Malba, 2007.

3.11.12

La mañana sol de limón (VI), por Hugo Savino





Harán todo para que no escribas estas notas. La nota, la impresión rápida es lo censurado.

Mejorar el garabato, sólo eso. No tener miedo de la repetición. Ese miedo esconde pereza, miedo a seguir. Muchos toques porteños. Es importante saber elegir las compañías mientras uno escribe una novela.

No acompaña, está ahí como conciencia crítica, por favor, detestables las conciencias críticas.

La fuerza en la palabra composición.

Todavía me zumba en los oídos el piojo que habló y habló. Piojo a jugo de zanahoria.

Traducciones para llegar a poner unos pesos en el bolsillo, mostrar una cara social. Mis feroces amigos de la generación no perdonan el fracaso social. No me olvido que casi todos escriben para un público. Chamuyan para un público. Llenan sus bolsillos con chamuyo de manual. Y menos perdonan mis borradores dopados. O acelerados. ¡Mierda! a la palabra generación. ¿Qué hace ese yuta en nuestra mesa? ¿Por qué pierdo tiempo con ese mitómano filosófico? Taimado. O turrito. A ese tipo sólo le interesa alguien del otro lado de la mesa. ¿Qué hago perdiendo el tiempo con mi generación? ¿Con estos maestros ciruelas? Tipos correctos. Que leen libros por la mitad. A mí me interesa la resaca, la soledad, el silencio, los amigos discretos, el secreto.

Hay que ir a más soledad, hacia lo desconocido. Inspirarse de los que exploraron esa caricatura que es el mundo real de una generación. Esos tipos que metieron el lenguaje debajo de la alfombra. Los relatos argentinos de Eduardo Wilde.


Los claros de luna. Poner muchos claros de luna.

Desertar de qué, de dónde. Es difícil saberlo. Es un impulso. Pero desertar. Y lo primero que se me ocurre es: ¿por qué discuto con ese ignorante acerca de un escritor al que nunca leyó? Usa la palabra desacato. ¿Qué sabe del desacato? Desertar de las ideas generales, en  principio. ¿Me asusta ir a un vivir invisiblemente? Conozco a algunas personas así. Invisibles amigos. Amigos secretos que no presento. Hay que merecer amigos impresentables. Nos vemos  cada tanto. Vivir de manera invisible es una posibilidad.

Tener presente que esto es trabajo: componer. No perder de vista ese verbo.

Espero saber qué debo.

Quiero que la mañana se coma el día.

Reducir a nada la vida social. Apenas un gesto. Cara social. Siempre todo bien. Apenas un gesto para calmar los celos.

También: desertar de la gente que no tiene pudor, que nos meten en sus historias de bombachitas. Caranchos de la amistad.

Escribir en cada libro mis memorias. Dioses de la Memoria: por orden de aparición: Cardenal de Retz,  Duque de Saint-Simon, el general Lucio V. Mansilla, Carlo Emilio Gadda, Jack Kerouac.

No ceder a los que piden narración. Que la escriban ellos. Que la lean ellos. No escuchar a nadie en materia de literatura.

Trenes de carga. Vagabundos viajeros. Linyera porteño.

Sí: carajo de carajo de carajo: que esto se vuelva imposible. Oscuro. Sonido. Desconocido como el desconocido de esa esquina de acá que me saluda: ¿hablaremos alguna vez?

No me decido a comprar una gorra inglesa: me miro al espejo. Me sobresale la nariz.

Hay cosas que no deben filtrarse, hay frases que no pueden caer en manos de cualquiera.


Lola, después de tomar sorbitos de té: ¿amor? un clavo saca otro clavo. Y lo miró ojos acabo de dejarte. Solo se escucha el perro de Amanda.

Libreta de notas en el bolsillo. Anoto los gestos de Lola, los esbozo, los agarro en el aire, me los llevo a un aguantadero secreto, los miro, los escucho hablar. Lola escucha la visión, yo transpongo, ella se reacomoda en la silla, ni se baja la pollera, no se toma el trabajo, qué miren para otro lado o no. Tengo que escribir cinco libros a la vez. Y veré las ensoñaciones. El perro de Amanda ladra en el traspatio.

No frecuentar a las “hormiguitas de la palabra”.

Evitar los nombres y alusiones a ex-amigos. ¿Por qué? Nombres: es obvio. Pero: alusiones, ¿por qué no? No: evitarlo. ¿O no?

Autoestima: baja. ¿La literatura como oficio? Oficio galgueante. En tres años apenas si gané para pagar la luz. No mostrar mucho el fracaso social. Insisto. Envenenar el concepto de amistad. No existe. Es un sentimiento insípido. Las grandes sentimentales y su maldad.

No haré más: leer lo que no me interesa, escuchar música con la etiqueta: moderna, escuchar monsergas políticas, no tomaré mucho vino, detesto el culto al vino, descartaré la carne poco hecha, no comeré riñoncitos, me dan asco, como la polenta, no leeré diarios. No escucharé más: a los que participan en polémicas, no  hocicaré frente a escritores de renombre, me cago en el concepto escritor de renombre, no curtiré con escritores que me hacen el numerito de la pobreza, de la vida interior, no perderé un minuto con los que predican “el kitsch soviético de la pobreza” como dice Lorenzo García Vega, no refrendaré la mitomanía, no comeré con filósofos baratos que no saben quién es el Cardenal de Retz, más rápido, no me sentaré a tomar ni un café con un filósofo.

Siempre detesté la escuela. Desde el primer día. No era para mí, para bien de la escuela, que nunca me reclamó.

Desolación: ¿cómo poner esa palabra en una frase? ¿Cómo no dar risa?

¿Dosis de desconexión? Máxima. ¿Mundo exterior?: para mí: imposible.

Única ciudad.

Acepto la queja de la investigadora: acá no pasa nada, y la queja de la profesora: me repito. Agrego: la ubicación es indeterminada, apenas personas que se cruzan. Todo sale de la nada. Acepto: acá no pasa nada.

Baño en tacho en la piecita del fondo. Una vez a la semana. Tal vez ese rasgo conventillo hace que mis casas abandonadas se llenen de polvo. Acepto.

La mirada de Lola: hace lo que quiere con sus ojos, mata o resucita o te hace nacer y te mata o te abre el infinito o te descarta.

Desalojo del año 46. Ahí veo toco psicologista en puerta. Es la tentación. Mejor es éxodo. Lista de nombres, infinitamente infinitamente. La dirección es salida difícil, complicada, repeticiones, letanía, mucha letanía, medio éxodo, medio encantamiento, ningún avance, morderse la cola. O acaso ¿no es nuestra historia de mudanzas?: salidas complicadas, juicio incluido, desalojo, a los tumbos. El toco sentimental está ahí, al alcance de la mano: niño que nace unos meses antes de la partida,  a las 3 de la mañana, llueve, la familia y los vecinos están en el patio, debajo de la galería. Tal vez hubo truenos. Primavera. Llega sin pan, la familia no pedirá mudanza, salen empujados por un de oficial justicia de la fábrica Alpargatas, argentina. Nace en tierra de desalojo. Está todo listo para novelón de premio. ¿Qué otra cosa haría falta? No tengo a mano ningún novelista de trama. Pero esta mudanza no durará tres días, por la Avenida Montes de Oca, cruzando el puente, por Avda. Belgrano, por Lavalle a la derecha, por Paláa a la izquierda, y paramos en la mitad de cuadra. También otro día, el camioncito, con lo que quedaba en la calle Olavarría, tomará Patricios hasta California y saldrá a Montes de Oca. Un solo día de los tres.

Malestar: imposible de aplacar. Consuelo, menos. Y el último y tardío aprendizaje: escribir sin esperanza. Limar el resentimiento de la soledad, las púas del resentimiento de la marca en el orillo, “hasta el resentimiento”, siempre el mismo ritornello: obvio y sí, y variado. Esto no tiene nada que ver con la claridad, con las ramas de lo claro y no pienso pasarlo en claro. Ya no pienso pasar nada en claro. El carancherío quiere claridad, realismo y su yuta: la proporción, para qué, si no lee. No me voy a ir de la escena, no estuve nunca, así que no me tengo que ir. No se puede anudar ninguna amistad.

Sólo me gustaría sentarme y contar todo el dolor que tengo y que alguien escuche y no diga nada. Que no me diga que me va bien, que conozco alguna ciudad, que escribo como pocos –eso lo sé, de memoria, no, necesito alguien que escuche un poco, sin consejos, sin comprensión, odio la comprensión. Repetición, amo la repetición en todas sus variantes. Leo una novela y reviento de angustia. La angustia: dónde ponerla. Y me vuelvo supersticioso, inmóvil, me quedo ahí, atado al terror. Ataques de terror mudos. No digo nada. No se lo cuento a nadie. No puedo. No puedo contarle nada a nadie. Necesito estar con gente sobria, aguda, rápida, voy al bar y me junto con la banda. Vistean y no me dicen nada. Un café. Es todo. Sigue la ronda de la conversación. No hablo mucho. No sumo. Pero me alivia. – En la otra punta, Raúl escucha. Sabe algo, sacó la cabeza de la concha de la literatura y arrancó. Jerry dice que Raúl escribe caravanas de conversaciones en argentino sonoro, masas de sonido en expansión.  Registro sonoro volado. Por eso me tendió el cable, no pregunta nada, me llama y me ayuda. Cero comprensión. Un día fuimos a ver una ópera de Mussorgsky, era mi cumpleaños y Raúl sacó dos entradas, Boris Godunov, y pizza en Guerrín y empezó nuestra amistad. El único escritor callado que no pide permiso. Nunca habla de lo que escribe. Es un escritor demasiado bueno. No necesita recargar con paráfrasis tediosas lo que hace, no escucha el eco pelotudo de  las glosas, no anda con letanías de escritor quejoso. No necesita autoelogiarse. Todo lo pone ahí. El que quiera escuchar que escuche. Salón del fondo. Y sala de billar. A perderse. Horas ahí.


Camina contra el reflejo de luz de la mañana. Hijo de un llegado a la Boca, a los tres años, en el culo del tiempo, visiones de recorrido, y las ensoñaciones de la vida, ¿cuándo empezaron? ¿a qué edad? no hay respuestas, pero el reflejo encandila fuerte a eso de las once y entra en la luz de la ensoñación, o sea, en su ruina, obstinada y personal, social, porque nunca creyó que haya un horizonte insuperable de escritura, nunca lo creyó, siempre hay una voz, en algún lado, es verdad que uno dice ruina y alguna idiota escuchará algo filosófico, porque tiene el oído congelado en lo que le enseñaron, porque nunca pudo ir más allá, tratará de herir con su mala leche, y sólo puede dejar la marca de su odio, de mano atada, su mano de envidia que no tiene sonido, pero ya no importa, todo  eso, ahora él, ya a la mierda filósofo, poeta, escritor, ensoñado, camina hacia la mañana del olvido de todos los odios, hacia la soledad, unas papas en la olla, zapallo, apio, a esperar, notas en la libreta, copia frases de Ruth Klüger, asocial, que salvó su alma de los fanáticos – aprendo a blindarme leyéndola.

De padre de la ensoñación a hijo de la ensoñación a familia de la ensoñación. Pero estuvieron los años de miseria. ¿O pobreza? ¿Lo poético y la pobreza? ¿Permitido, no permitido? Eran cazadores de fragmentos de la eternidad, Irma aprendía a hablar escuchando a Ignacio Corsini, lo voy pensando mientras me voy a encontrar con la banda en el Santa Lucia, un bar de Florida. Planeo de paranoia, todo el miedo de la paranoia imposible de contar, la paranoia es mi alimento, cómica.

La ensoñación no es imitable. Machaca contra lo social. No hay escuelas de la ensoñación, como puede haber escuelas de otras cosas, escuelas filosóficas, cosas así, autoayuda disfrazada de sabiduría. Ensueño la caminata por Salta y Caseros en futuro de la perdición. Pierdo lo que pierdo. Y pierdo mucho en la ensoñación. Que no tiene que ver con la poesía, la poesía no es ensoñación, es una actividad para gente con los pies sobre la tierra, hijos de rentistas que son más o menos parásitos y les encontraron un lugar social: poetas. Ahora hay muchos hijos poeta. No sigamos. Hay gente que se enoja. Pero es un lugar social.

Aníbal escribe poemas incontables: sobre nada, nanookes reventados que van de un libro a otro, sin género, gente que trata de orientarse en la selva del lenguaje, tipos que están por nacer, que miran por los huecos, que murmuran insultos. Su novela: James Fenimore Cooper: secuencias desatadas en un paisaje de nieve.

La novela es una larga carta a un amigo (¿quién lo dijo?).

Mandelstam era un vagabundo. No lineal.

Los estigmas del nacimiento: el más doloroso: tampoco tuve juventud. El reputísimo trabajo a los dieciséis años. Todo se cagó ahí para siempre. Línea divisoria.

No necesito comprensión: o plata o nada. Sigan su camino.

Lo blando de los hermanos de clase, la mierda solidaridad de la clase. Dos categorías: los que trabajan a los 16 años y los que van al colegio. Nunca se encontrarán. O al final fatalísimo desencuentro.

No explicar nada: ¿me quedan amigos que fueron a trabajar, que encallaron  a taller o en la sedería? 
El único hilo, pero retorcido: laberinto, conventillo de chimentos, escándalo en la familia, es la mudanza.

Mantenerse en: plata o nada: seré pobre pero leí a Proust, y hay que ser muy pelotudo lector para después de siete tomos seguir creyendo en la amistad. O en sus derivas confesionales.

Paranoia, sí, se come todo, pero ahí está. Pide todo y más. Pero ahí está. Boletos a perdedor, en tandas o de un saque,  por derecha fondo sepia pizzería de La Boca, pasado perdido. ¿Y si todo empezó el 9 de mayo de 1906?

Madre de Roque Juan, madre italiana: ¿qué pensaba camino a Buenos Aires? Barco Minas. María Zimariello. 33 años, pelo en rodete. Vio la luz de la mañana entrando al puerto, la luz de la mañana de siempre, inmutable luz de la mañana de 1906 tornasolada como hoy o como cuando Gaboto bostezó en Barracas prisma de la esperanza acogotada en la esquina.

Poner la calle en movimiento, darle todo la sonoridad, la sonoridad de las vibraciones. María caminaba en el culo del tiempo. Alguno la miraba, como si fuera de Longone. Iba con alguna amiga, en murmullo de sueños, palabras rengas, entrecortadas, distraídas. Las miran caminar, pasa un carro, las llena de polvo, se agarran los sombreros, se sacuden los vestidos, siguen por la no Longone como chicas de Carlo Emilio Gadda. No es verano y no muestran los brazos.

Los nombres: cinco en tapete verde rascado. Trastienda de tabaquería. Escena a tiempo ido. Quilmes. Es el fondo del tiempo. Roque Juan viernes a la noche de todo el año. En ese cuartito más o menos preparado. Mesa ratona al costado – para whisky y vasos. Entra pibe Silva – y no pasa de largo. Se sienta atrás de Roque Juan. Y atrás de todos la cortina dorada que separa el cuartito de la tabaquería. Todo visto de frente. Jugador de la izquierda, un tipo desconocido, capote de carrero azul anegrado. Atrás de él, hombro izquierdo contra la pared, el padre de pibe Silva, traje gris a rayas,  cruzado de brazos, cigarrillo en la boca. Espera. Jugador de la izquierda, Américo, sombrero y sobretodo azul cruzado. Al lado de la cortina un cuadrito con foto del padre del padre pibe Silva. Más a la izquierda, repisa con jarrón vacío. Acá nada es transitorio. Acá se mata el tiempo para siempre: se juega, señores. Estos cinco están fondeados en el amarillo provincia de Buenos Aires. A un día del domingo. Pero la eternidad está acá. Todos nos vinimos a vivir aquí. A esta pieza del fondo. El pibe Silva está destinado a quiebre. Madre inglesa y padre con tabaquería entregada al tapete. Ruina. Sequía. Mira a estos tipos de día viernes. El futuro se le anuncia empleado de saco gris fábrica de Suárez y Herrera. Acá nadie ilumina a nadie. Es el juego a secas. Estamos de espalda. Al mundo. Para ninguno de estos tipos el dinero es un anzuelo de la infancia. No hubo infancia. Y menos un anhelo. Y menos un objetivo. Todo en las cartas. Llegarán se irán, se desarmará la mesa tapete verde, quedará ahí, quedaré inaudible, se irán la partida terminada, los bolsillos secos, uno solo saldrá alegre contenido, pudor en el gesto. No había promesas, no hubo promesas cumplidas. Un poco de desilusión. Apenas.

Victorino, saco gris de invierno, pantalón azul, sobretodo negro colgado en la percha está solo en Barracas. Es viernes, pero no fue a Quilmes. En la tartamudez del invierno julio.

Acá nadie saca la cabeza a flote. Nadie va más allá de lo que puede. Acá nadie puede mucho. Estos no fueron más allá de esa línea del rebusque a changa.

Veremos si acá se mantiene la esperanza, si alguien sale adelante. ¿Rechazos? Veremos. Hay y no hay.

Lugar es una palabra. Nada más.

La luz fría de junio está colgada de esos carteles en la Avda. Mitre, en el presente de este pasado ellos vienen de una casa de inquilinato de madera y van a otra casa de inquilinato de cemento, ¿un progreso?, la de ahora, luces modernas que tapan todo el pasado, los desalojan para siempre, sólo queda acá, y no sé. Pero el que te hostiga te vigila, remaldito ideólogo, quiere que lo escuchen. Salimos vigilados y no nos dieron nada, fuimos allá, cruzando el puente sala grande dividida por un tabique, cocina de chapa afuera, cocina de kerosén. ¿Queríamos irnos? No nos dejaron partir, nos echaron. No fue un camino de tres días. Todo el bagayo en camioncito y en un día. Nadie nos esperaba. Fue la primera vez que nadie esperaba nada. Nadie se acorazó, no daba ni para eso. Nos desparramamos. Rengos de pata y brazo. Ese día no vimos la cosa de cada día en su día. ¿Nos bañamos? ¿O estábamos algo olorosos? Paquetes entre la mañana y el cielo envueltos en papel de diario bultos de lona atados con sogas de los camiones de Barracas, prestadas, la lona y la soga. Mañana soleada de febrero.  ¿Quién dijo?: había que salir de allí. ¿Mateo? De debajo de esas chapas.  Estaban todos cansados, sordos de cansancio. ¿Cuántas familias? Veníamos de casas distintas. Todos en desalojo raquítico. Teníamos los labios sellados. Matasello orden de desalojo. Atrás no quedaba nada. Rescoldo. La pava quedó en el fogón.  El único olvido. Y no fueron tres días en el desierto. Fue camino de un día.

Nadie nos ayudó.  No quedó registrado.

¿Dónde leí: no miran las palabras mentirosas? Con esos dos no tendré sobreentendido.

¿Lola vuelve a su ciudad?  Dijo: no lo descarto.

Mejor hacer tomas, no en el sentido cine, no, en la vía jazz, aunque suene remanido, o repetitivo, como dice mi falso amigo: qué carajo me importa si es repetitivo. Los policías confunden repetición con lugar común, no pueden escribir y se ponen a limar las repeticiones, algo les mató el oído, se les ensordeció adentro, y viven de mañas teóricas.

¿Qué realidad? ¿La tuya? ¿O la mía?

En el comienzo, el remiendo: durante cinco meses cadete compañía de seguros –nombre griego–, llevaba correspondencia a los hoteles de la zona. Tipos de provincia o extranjeros en trajes impecables, que iban a los bares de Carlos Pellegrini o de Paraguay y Florida, a esos restaurantes cajetillas de Reconquista o Charcas. Cadete de oficina, último orejón del tarro. Por esas calles, horas haciendo trámites.

Los estigmas del nacimiento: ¿origen?, no, no me parece, por ahí no, los estigmas son las heridas, las puñaladas dostoievskianas de los jefes y compañeros, el salario de mierda. El único origen: a los 16 a la oficina, el origen es humo, chamuyo. Acá se trata de patio, de inquilinos, cuchara, sopa, culo en la silla. Trabajo. Lo siento. Plata, falta de plata. Trapo rejilla. En fin: se trata de filtrar el tiempo. Las heridas están en el bolsillo, como las citas, todo en el desierto. Pero en el desierto de Henri Meschonnic.

A rastrojero, años después – ¿color? – ¿El que estuvo por hundirse en Santa Teresita?

Desalojo – alquileres – inquilinos – zarpazos – Troilo: asesinado en homenajes, evocaciones. Asesinato repetido. Los rentistas del homenaje.

No olvidar: el relato borra el recitativo.

Tenía un título del que estaba enamorado – lo demolieron con saña. Veremos cómo me las arreglo con la saña. Por ahora me puede.

Carnaval de 1950: estoy parado en Paláa y Berutti, otra vez, unos meses después de la llegada, de atravesar el desierto, no el de los tres días. Un día de la mañana a la caída de la tarde. Todo en esas horas o se hace humo la mínima cacerola.

Lola saca libros de la biblioteca de la calle Berutti. Saca La mujer  de treinta años. Lola tiene treinta y dos. Lánguida treintañera algo atorranta que se come a los tipos.

¿Lola también?

Se va por la calle barranca abajo mira la marquesina de la esquina de reojo estrenan película de un seductor camina chueca y simple no la tendré la miraré será mi cleves infinita todavía no acepto la pérdida y hago mal en el arco del tiempo sigo entre los bagayos viajando a Avellaneda por Barracas saco la cabeza me escondo me destroza el alma ¿qué me pertenece? ni la pobreza  le invierto la pregunta a Lebris y Lola no se cansa de soñar.

Calles de Barracas. Nombres y recorridos. Puente a Constitución y a la Boca.

Amo a los escritores argentinos que supieron poner la palabra pava, que la inventaron. Un recitativo con pava, ropero y mate es lo maestro consumado. Es como poner taconeo o traqueteo. Saber hilarlo en una frase.

Me pierdo en paranoias. Me pierdo. Me pierdo. Quiero conocer a esos tipos que están ahí, sentados, en la vereda, con el pasado en el bolsillo, horas ahí, en la mesa del café, tengo que volver al café. Olvidarme de los tarados del reconocimiento.

Nacimiento: pieza de Olavarría. ¿Lo conté? No importa.

¿Qué pensaba Irma en 1945?

Nada funciona – nada, pero ella estaba parada ahí, a la luz del día – ¿qué hora precisa? – luz del día de 1945, a la espera de un nacimiento.

A la mierda los que dicen cómo se debe hacer el hacer. Hay que incrustar repeticiones.

La alegría está en lo miserable impúdico de un inquilinato, también está, te hace salto de mata y te ponés a reír, te olvidás del papel de pobre al que te condena,  y te la cobran.

La desilusión. Maldita. Qué es: los que te olvidan, no el odio, el olvido, cuando no llega ni el grito de un canario, mi voz a balbuceo por el bosque de las visiones, correrse de esa luz, muy visible.

Tarde tarde me enteré: que no podía ganar – es imperdonable ese error en la  cadena del tiempo, te deja frágil a punto cruel. Nadie te dice nunca: estás solo. Y estás solo. Puedo ganar o puedo perder: pero qué: tocos de reprobación en nombre de la poesía o de alguna añoranza sepia. Y nos vamos renegados de alguna profesión a la pieza del fondo: el misterio de los misterios siempre fue la pieza del fondo, ensoñación a la ventana del depósito de las bolsas de arroz apiladas, salto y ya del otro lado, lugar seco, entran los retazos de sol, camino por los pasillos de las pilas bolsa de arroz en esta mañana matizada mañana de la claridad viento del este dónde te metiste, no hay ningún maestro no lo hubo lejos de la zarpa le doy todas las vueltas posibles ya que hablamos de soledad y los desamores tal como los esperaba esperan a la vuelta de la esquina.

La gente efimerísima de mi infancia. Condenados de la soledad. En el pozo más pozo. Reventados de un pisotón, novela de arrinconados, de réprobos.

Ventanas, escenas de recuerdos, incrustaciones. Por la ventana del traspatio se va el depósito de las bolsas arroz o café – y ahí, a la espera.

La suspicacia.

Y la aflicción. Y la soledad. Y la sopa 10 de la noche. Y el diario La Razón. Y la oscuridad del patio. Y la estufa gas en el living. Y todos apretados. Y el café de la noche. Y antes, esos sándwiches de queso fundido con qué fiambre. Y algo de conversación. Y se hacían las doce. Y un día todo eso siguió sin Roque Juan. Putísima madre a la noche del tiempo a nadie. Y todo siguió rengo, tartamudo y desesperado.

El drama de esos años: la futilidad, la pérdida de tiempo en la amistad como sentimiento, eso es una futilidad – sí, pero ¿cómo escribirla? Todo a desplome.

Luces de la mañana de Octubre.

El putísimo trabajo. Boca de sapo predicante de laboriosidad. Putísima poesía sobre la clase trabajadora.

Horas de lectura: dos a la mañana – dos a la tarde. En el medio: yugo. Estudiar inglés.

Indiferencia es reaseguro.

Retrocedo hasta el momento en que percibí por primera vez a un poeta argentino – y fue la suma del sonido, no, sólo de su sonido, no, fue la liberación del sonido: vibraciones como diría Sunny Murray, y empecé a escuchar.

Es ida, es vuelta, es atravesar el riachuelo, es del lado de Avellaneda, del puente al club de Remo. Escribir fragmentos de vibraciones de sonidos chispas de taconeo Lola entrando en mi casa.

Ahí estábamos todos nosotros – metidos en el infinito – puntos perdidos en la luz de la mañana.

¿Qué ficción? Yo no escribo ficciones. ¿Es sordo ese tipo?

No me concentro en las comidas de conversación. ¿Falta de plata? No, eso es crónico. No me banco a los amigos con plata y situación. No me los banco. Hablan de cosas que no puedo comprar.


Como dice uno de mis santos predilectos: sólo libros contados a los amigos, los que se leen los que se escriben: ¿hay otros libros pregunta ese sordo? El mismo de las ficciones. No creo.

Mi costado Barracas ropa regalada, ¿qué origen? Había una lucarna en la casa de la calle España, empecemos por ahí y después vemos qué queda.