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8.8.25

Usos del grabador, por Javier Fernández Paupy

Al pasar, en un cuento de Bernardo Jobson aparece esta frase: «Con un grabador y una filmadora uno podría, en diez minutos, escribir los diez tomos del Testut». Humorada que, hipérbole mediante, solapa una verdad sobre los usos del grabador. Son muchos los libros escritos a partir de las ventajas de la tecnología. Pienso en Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis; Memorial de los infiernos, de Julio Ardiles Gray o Magnetizado, de Carlos Busqued. Libros en los que la oralidad está trabajada explícitamente. Libros que salen de un grabador, como El fin del «homo sovieticus», de Svetlana Aleksiévich. Libros que parecen reportajes novelados y se leen como novelas hipnóticas. Pero ¡Oh, nuestra maestra de canto! Una biografía de Lucía Maranca  (Mansalva, 2022), de Pablo Dacal, se inscribe en otra saga que posiblemente haya inaugurado Jean Stein en colaboración con George Plimpton, con su Edie, an American biography (1982). Me refiero a las memorias corales. En ese sentido, Del infinito al bife. Una biografía coral de Federico Manuel Peralta Ramos, de Esteban Feune de Colombi (Caja negra, 2019) o Fogwill, una memoria coral, de Patricio Zunini (Mansalva, 2014) revelan, en parte como punto discutible, la mitificación del artista y la apología del personaje por encima de la persona que hizo posible una obra. Pero más allá de la perspectiva encontrada y el recorte de sentido, en toda biografía coral la aglutinación de diferentes voces hace que el relato avance sin pausa. Sea Edith Sedwick, Billie Holiday, Luca Prodan o Fabián Poloseski, los  relatos de vida que recuperan testimonios suponen puntos de vista y subjetividades intercaladas. ¿A Lucía Maranca le gustaba cómo cantaba Frank Sinatra o prefería el registro de Tony Bennet? Es lo de menos. Si hay testimonios que se contradicen lo que ratifican es otra cosa.


El libro está dividido en capítulos que son las letras vocales de nuestro abecedario. También recupera la voz de Lucía Maranca, maestra de canto: «Hay que tirar para atrás y hacerse a un costado para que salga el Aparecido. Hacerse a un costado del ego con humildad, sin falsa modestia, para que un enano picarón corte los hilitos que tenemos en la quijada y la boca se abra completamente. La mandíbula entonces se suelta, como sucede a los idiotas, hasta que vuelve a subir. Se abre hacia abajo, blanda, y el Aparecido sale a ocupar el espacio. Lejos de nuestro cuerpo. Nosotros no somos necesarios y mucho menos nuestra buena voluntad, que solo interrumpe su presencia. (…) No abrimos la boca para llenarla de a sino que la abrimos porque decimos una a» (…)  «Tengo que decir, para ser honesta, que yo me replegué mucho, en mí misma y ya no formo parte del mundo funcionante. Pero estoy en contacto con la radio, con la televisión, y me da la impresión que es un mundo más rápido, más superficial y más arribista» (…) «Entonces, si vos me contás lo que sentís mientras revolvés el azúcar en la taza de café… No, hay que encontrar una forma más sublimada y poética de contar lo que a uno le pasa, suponiendo que al otro le interesa». (…) «A lo mejor el deber de alguna gente anciana, digámoslo así, es el de conservar cierto mundo que yo no existe sin plegarse al mundo nuevo. Yo, que también soy joven, conservo ciertas cosas, incluso ciertos ritos, que la gente ya no tiene» (…) «La masa popular rehúye de la música culta porque no la entiende y los que pueden entenderla se aburren. ¿Quién nos escuchará?» (…) «Hablé de cultura. Una de las formas de adquirirla es leer, leer, leer, conocer lo desconocido. Escuchar lo que hacen otros: no cómo cantan, si no lo que cantan».

¡Oh, nuestra maestra de canto! es un elogio de la música, de la disciplina, de la entrega a la enseñanza, de la transmisión, del trabajo. «Estaba deseosa porque todos seamos libres», recuerda Daniela Aphalo. El libro, de manera oblicua, habla de la importancia del arte. Pretende a un músico médium, en oposición a toda persona que pida ilusiones a la altura de su ego. El periplo vital de Lucía Maranca evocado en el libro, de Italia a la Argentina, repone buena parte de las búsquedas vanguardistas musicales del siglo XX, el dodecafonismo, la técnica del “parlar cantando”, la técnica Brugnoli y un método personal en el que la postura corporal, la relajación y el peso de los brazos ocupan un lugar central.  Portadora de la clave para descifrar el  secreto de la interpretación de los  nuevos sistemas armónicos y tímbricos, Maranca, según sus propias palabras: «cantaba todo y lograba que la gente que no entendía nada dijera: “no entendí nada, pero me encantó». Según la maestra de canto: «Cantar es mover el mundo. Decir con verdad». Como si se diseccionara a la maestra, el libro revela secretos o un legado, como cuando Maranca afirma: «Las alturas, en la música, no existen. El  que afina es El Otro. No hay notas altas ni bajas: hay notas más o menos exigidas». Apunta Pablo Dacal: «La música, para ella, dejó de ser una carrera profesional para transformarse en la práctica diaria de un ejercicio espiritual». Lucía Maranca: «Pienso que, al hacer algo, el primero que tiene que estar emocionado es uno. Y en la emoción van unidos el talento, pero también lo que llamamos alma, corazón, estudio. (…) Mi función es muy clara: se trata de enseñar lo que yo sé y lo que he aprendido. (…) ¡Un maestro tiene que ser implacable! Yo no lo  soy suficiente, porque aguanto que un montón de mis alumnos no estudien, pero hay que pedir cada vez más. La dulzura queda en último plano y lo importante es no dormirse nunca, como maestro». Consejos prácticos de una maestra de canto: «No cantamos con el aire: cantamos hablando y para eso hay que hablar bien relajado, dando importancia a la pronunciación y a la modulación. Para cantar tenemos que recuperar la belleza en el hablar cotidiano». Como si en Lucía Maranca se actualizara esa divisa de Nietszche: «El que nació para maestro, no toma las cosas en serio sino en cuanto se refieren a sus discípulos; ni aun se toma en serio a sí mismo».

El libro también despliega un repertorio que inspiró o formó a Lucía Maranca y propone una introducción a la música clásica tanto como contemporánea y de vanguardia. Es posible armar una lista de autores y composiciones a partir de la lectura de ¡Oh, nuestra maestra de canto! Música popular florentina, música renacentista, música del medioevo, música barroca, Falú, Cuchi Leguizamón, Atahualpa Yupanqui, Troilo, Gardel, Mozart, Bach, Schubert, Schumann, Debussy, Chopin, Ravel, Eric Satie, Haendel, Monteverdi, Mahler, Berlioz, Stravinski, Schönberg, John Cage, Charles Ives, Luigi Dallapiccola, Anton Webern, Luciano Berio, Alban Berg.

A través de testimonios de quienes la conocieron, el libro propone una práctica de la memoria como ejercicio colectivo y construcción coral. Todo retrato plural supone la operación de narrar una vida particular –o escenas en las que una vida singular adquiere cierta trascendencia– desde un punto de vista múltiple. ¡Oh, nuestra maestra de canto! sugiere, incluso sin pretenderlo, una reflexión sobre la escritura biográfica y testimonial.

20.10.24

Escribir para entender, por Matías Raia

 

Presentación de Que te guarden sin los evangelios, de Nadia Gómez (Palabras amarillas, 2024)

Las primeras escenas de este libro son terribles y cinematográficas. Un nene sigue las huellas de una bicicleta, va buscando a alguien junto a unas mujeres; él entra primero a la casa y se queda petrificado, y se caga encima, y la música “dijeron que… estaba al tope para encubrir los gritos”. ¿Qué vio el nene? ¿Por qué lo sacaron luego a rastras porque “eso no se podía ver”? ¿Cómo se describe lo indescriptible o lo que preferiríamos no ver? En la escena siguiente la narración lo pone rápidamente en palabras, “La nena apareció ahorcada en un baño en suite” pero el foco no es, todavía, el crimen sino el espacio, la mansión en medio de la villa, el lugar del crimen y la turbamulta que llega a buscar al culpable. “Querían hacer justicia por mano propia”. La gente, los vecinos (luego sabremos que no son solo la gente, los vecinos, sino también los villeros) entran a la casa donde fue encontrada la nena y rompen, destrozan, roban. Dice la voz que narra el relato que descargaban “no solo el enojo y la impotencia por la suerte de esa nena sino además por su propia suerte”. Hacia el final de esta segunda escena, la violación y muerte de la nena se transmuta en la queja de la dueña de la casa y la reivindicación de la propiedad privada: “Yo me pregunto, nos pregunto, por ejemplo, la vida tiene un valor, pero la propiedad privada no la tiene. Una que pagó el lote, que paga los impuestos es una infeliz”. Y ahí, en esa transmutación, en ese deslizamiento, aparece la pregunta: ¿no estábamos por leer una novela sobre la violación y el asesinato de una nena? Y ahí comienza a entrar el ruido, el barullo.

 

Los hechos, los hechos, los hechos. Sí. Pero sobre todo las voces, las voces, las voces. ¿Cómo se narra el horror? ¿Cómo se narra el horror condensado en un acto? ¿Qué palabras tiene la literatura, la crónica, la poesía para descender a la oscuridad? En estas páginas, Nadia se abisma en un caso de pedofilia y asesinato que ocurrió en la localidad de Junín en el año 2018. Se fascina Nadia, se obsesiona, se interroga: “Fue en ese momento cuando formulé abiertamente la pregunta: ¿Cómo es la cabeza de alguien que viola a una criatura?”. A lo Truman Capote, viaja con su pareja y su hijo a Junín, entrevista a testigos y a personas vinculadas al caso (por ejemplo, a la dueña de la casa, Angélica de Quadrelli; al fiscal de la causa), mira el juicio en vivo y en directo, escudriña en la cara del acusado, Juan Carlos Vicalba. Todo eso si lo tomamos al pie de la letra; si leemos Que te guarden sin los evangelios como un texto periodístico, como una crónica realista. Pero no o no solo eso.

 

El relato que teje Nadia nos lleva hacia otras zonas menos estables, tan inestables como la psiquis de un pedófilo, los límites de una propiedad, la convivencia social, el entorno familiar, la justicia. Tan inestables como la mente y las imágenes y las palabras. En este libro, la reconstrucción del caso y sus alrededores entra en un terreno muy ambiguo donde la realidad y la ficción se confunden porque con el correr de las líneas no sabemos si los hechos perdieron el quicio y se volvieron delirio o si la fantasía se volvió cruda y real.

 

No por nada aparecerán los sueños, que no son informativos ni casuales. “El sueño no fue informativo ni casual. Piñón Fijo se abre el traje de payaso y viola a mi hija. Después se pierde entre la multitud pero sin la peluca roja, ni maquillaje, tiene cara de comisario, tiene cara de boxeador, tiene cara de padre de familia, tiene cara de conserje, tiene cara de diputado, tiene cara de guardavida. ¿Dónde estás, hijo de una camada de yeguas? Gritamos y gritamos pero es uno más entre todos los otros que caminan entre negocios. ¿Es ese que cruza hasta la panadería? ¿Es ese que descubrieron en Tolhuin? ¿Ese que trajo el chofer de la gobernación? ¿Es este de la foto tropical? Ahora estamos en un recital y la gente bebe y canta canciones de Charly. Todo es festejo. En un rincón nos viene a hablar un guante de látex y con una regla escolar mide los centímetros de la dilatación. El guante promete que hará que a la niña le nazcan colmillos en la vulva pero no llegamos a ver cómo hace eso ni si le llegan a nacer”. ¿Quién sueña? ¿Quién elige sus sueños? ¿Qué dicen los sueños sobre la realidad? ¿Aclaran o enturbian, se hacen eco o crean?

 

No por nada, también, las voces que se anunciaban al inicio estallan y abren la narración a la violencia de la palabra, como eco de la violencia de los hechos: “Si las madres dejaran de meter machos extraños en la cama, o pusieran más atención a los hijos que a los machos también se podrían prevenir las violaciones a las criaturas, pero últimamente a las minas les importa más un pene que un hijo, y así pasan las cosas por las putitas de las madres” y “¿Qué puede mover a un hombre a violentar a una criatura que no tiene apariencia sexualizada? En el caso de los violadores, dicen, que el goce está en la posesión y la negativa del otro. Con una criatura siempre es abuso, aunque ella tuviera comportamientos sexualizados… Suponete que la nenita se hiciera la linda y moviera el culo… de todas maneras, hay abuso porque es menor y porque tiene que ver con la capacidad del sujeto” y también “DON ALGUIEN dice: Te conozco mascarita. Andate a dormir que tu pobre cerebro está desorientado. Perpetua y trabajos forzados. Que se queme con una pala al rayo del sol. (…) DON ALGUIEN dice: Sí a la guerra, sí a armarse, sí a no pedirle piedad a un gorrita que venga a manosearte a tu familia. Ama, ama, a matar negro”.

 

El cut up barullero que registra Nadia alrededor de crimen de la nena produce una crisis entre lo real y lo ficcional: la violencia de los hechos se multiplica en la violencia de las palabras que intentan decir, interpretar, sentenciar. Cómo se nombra, con qué palabras se nombra. “Ahí donde hay un vacío y la lengua se traba en lo impensable”. El ruido es infernal y el suelo del sentido se desplaza: ¿dónde estamos parados cuando leemos la ristra de maldiciones, puteadas, conspiraciones y emociones que se generan entre los comentarios del juicio a Vicalba? ¿Qué podríamos concluir sobre la mente de un pedófilo y violador en este coro de voces inestable como un tanque vacío de gasolina? ¿Quién tiró el fósforo primero?

 

Nadia escribe para entender.

 

En ese sentido, Que te guarden sin los evangelios es un libro corajudo. Meterse con un caso de pedofilia; intentar pensar cómo piensa el violador de una niña; enchastrarse en las imágenes horribles y la pornografía más baja, en el discurso social y el barullo de las voces es un aceptar la fascinación y mirar el sol negro de frente (aunque no se pueda apagarlo).

 

En las últimas semanas, con otros lectores y lectoras nos acercamos a leer (porque decir “releer” sería impreciso y mentiroso, se trata de una novela que aún aguarda una lectura) Los reportajes de Félix Chaneton, de Carlos Correas, publicada en 1984. La primera nouvelle, titulada “Rodolfo Carrera: un problema moral”, explicita ese problema en un par de preguntas que acuciaban al personaje de Carrera: “¿Qué hacer en un mundo podrido hasta los huesos? ¿Cómo vivir en él?”. Que te guarden sin los evangelios de Nadia Gómez pudo haber sido escrito bajo las mismas preguntas, “¿Qué hacer en un mundo podrido hasta los huesos? ¿Cómo vivir en él?”. Al cerrar sus páginas, como lector, uno queda parado frente a ese problema moral (probablemente irresoluble, seguramente inevitable) y sin embargo, aceptar las preguntas y narrarlas, reconocer que existen, que están ahí acuciantes, no me parece poca cosa.

 

 

 

26.4.24

Las puertitas del Hotel Pelícano, por Gustavo Calandra

(Sobre Hotel Pelícano, de Agustín Caldaroni, El Fatalista, 2023)

 

I

 

Si pensamos que imaginar es ausentarse, es lanzarse a una vida nueva; y lo pensamos, porque adherimos a esa visión filosófica de Gastón Bachelard (La poética del espacio), y tocamos de oído, entonces podemos sumergirnos en la conciencia del creador. Escuchamos, tenuemente, un piano prostibulario en la lejana Nueva Orleans de Nell Kimball. O nos invade una sensación agradable de intimidad hogareña frente a la casona descuidada que nos recomendó un viejo. Un universo vivo.  Porque un día brotó la vida dice el narrador de “La casa de los Morgan”, la casa empezó a respirar, se pobló de ruidos, de siluetas de nenes que corrían jugando, de música.

La voz que narra los cuentos asume la problemática de cómo habitamos nuestro espacio vital, cómo nos enraizamos, día a día, en un rinconcito del mundo.

Puede pensarse la casa como un primer universo en la historia de una persona, un cosmos completo donde habitan nuestros seres protectores, un cosmos que alberga el ensueño y protege al soñador.

Pero la casa también puede producir agobio doméstico y, entonces, la necesidad de buscar una línea de fuga hacia un espacio fantástico, un hotel donde se trabaja en la arqueología de los recuerdos, por ejemplo.

En el relato “Hotel Pelícano” se propone una sectorización de vivencias, nada más cruzar el umbral de un pasillo mal iluminado.

Será preciso dilatar, para el protagonista, el momento antes de saltar al fuego y encontrarse con el cuarto de la adolescencia. Allí espera Kula, doncella medieval, mujer sin vagina, casi extraída del catálogo de fantasías sexuales infantiles de Freud. Su gran teta nutricia convida a un letargo delicioso.

Nos sacan de esa modorra unos aplausos que terminan siendo el cacheteo de la carne en una orgía. En la siguiente pieza nos aguarda un Valhalla pornográfico.

El regocijo de una evocación confortante. Una puerta puede ser la entrada a la gran concha, la vuelta al útero. Nada. Soledad. Silencio.

Lugar del ratoneo y de la liberación de pulsiones era una mansión llena de puertas y recovecos, pero en todas se repetía lo mismo, aunque en algunas habitaciones pude reconocer escenas de las primeras películas pornográficas que vi en la adolescencia.

Y a uno, que carga con horas y horas de cine argentino, le es inevitable pensar en la escena de Katja Alemann y Lorenzo Quinteros, en moto;  ese funcionario sumiso, de cabeza gacha, panza llena y sin esperanzas, protagonista de Las puertitas del Señor López, nacida del ingenio de Carlos Trillo y Horacio Altuna, como historieta para la ochentosa revista Humor. López que evade la realidad cada vez que entra al baño, a algún otro recoveco y aparece en sitios impensados, teniendo aventuras impensadas hasta que regresa al presente, a su vida apática y resignada.

 ¿Para eso naciste, viejo? Nunca pegaste cuatro gritos, nunca diste un portazo, reprocha el Dios-Dolina a López cuando éste acaba de confesarse un esclavo en las mismísimas puertas del cielo. Tus jefes te basureaban, de tus amigos mejor que ni hablemos. Nunca le diste un beso de amor a una mujer de verdad. ¿Y ahora venís aquí a llorar la carta, López? Pa´qué te di la vida, López? Vos allá abajo te la ibas de bueno, pero conmigo esa no va. Vos allá abajo no eras bueno, eras un cobarde, un gil, un pelandrún. Y ahora tomatelá

 

II

 

La casa será una gran cuna. Sostiene a la infancia en sus brazos. La casa integra los valores particulares en un valor fundamental. Guarda un tesoro en recuerdos. Es su esencia íntima.

Es la dolce vita.

Y es un poco más.

Entonces el narrador buscará sensibilizar los límites del albergue, vivir la casa en su realidad y en su virtualidad, con el pensamiento y los sueños. Los límites se extienden cual llanura infinita.

Este libro nos ofrece muchas habitaciones para explorar. El desafío es cruzar el umbral. Tenemos que animarnos y “de esa puerta pasamos a otras. También repetimos las mismas puertas pero con aventuras nuevas, todas se renovaban. Era imposible parar.”

Sería, tal vez, un refugio donde no existía el tiempo como la casa de los Morgan, donde pueda pellizcarse un poco de misterio y experimentar un estado de eternidad verde. Un espacio donde cabía el universo.

En el “Hotel Pelícano” también nos encontramos con una especie de Aleph erótico: Eran los pedazos de todos los romances que tuve, combinados con los de Lúa, todos los gustos y todos los perfumes y los objetos iban sucediéndose y mezclándose hasta llegar al momento donde estábamos.

La morada puede convertirse en trepidante. Es un furancho, refugio contra la gran peste, contra el asco de vivir en el revoque artificial. El antro fúnebre y carnavalesco que enaltece al espíritu del narrador de “Obertura paceña”, que desea vivir en otro cuerpo y se siente presa del aggiornamento perpetuo.

Se avanza un poco más, un paso delante de la nostalgia, porque no sólo es añoranza sino hay un desafío hacia ese tipo de recuerdo estático.

Dice Bachelard que el soñador de ensoñaciones conserva bastante conciencia como para decir: yo soy el que sueña la ensoñación, el que está feliz de soñarla, el que está feliz del ocio en el que ya no tiene la obligación de pensar.

Y podemos participar de una tertulia vanguardista, con Gómez de la Serna y Marinetti, en el “Café Pombo”. Y en una comilona de mis viejos, convertir la pileta en una parcela de la eternidad.

Solo se puede ser corpóreo en tanto que se sueña. El cine de Fellini sueña y nos vincula a estos relatos. La naturaleza es volátil como el 8 ½ de Fellini. Un sueño vertido desde el insomnio y un adulto, que cohabita con un niño. Y aquí también el protagonista, Guido Anselmi, accede a su sensibilidad cuando sueña. Como los personajes de este libro, acerca a su yo. Nada puede salir mal si huele al perfume de antaño. Restablecerse, cambiar de escenario, rastrillar el pasado.

El sol ilumina esa cuadra donde cabe todo el barrio, como dice uno de los personajes. El mismo sol, el mismo barrio. Bolivia, Argentina. España, Japón, todo cabe en el Hotel Pelícano.

La expectativa de un desenlace apasionante supera todo discurso. Hay mucha curiosidad por oír el final de cada de estas historias fellinescas. Imaginamos a Mastroiani diciendo: mañana, mañana.

Y una mañana, casi sin pensarlo, me rajé.

 

2.4.24

Los ríos de la memoria, por Juan Cruz Carrique

(Sobre Me acuerdo y otros autorretratos, de Joe Brainard)

 

El papel es tan blanco, escribir es tan fácil…

En cuanto a los recuerdos, uno no se puede resistir a esos ojos

y retornan, retornan… Siguen mirando y juntan y guardan cada imagen,

cada estado de ánimo. (…) Todo está guardado en lo profundo detrás

de los párpados. Seguimos mirando toda la vida… hasta que se llena

y todo empieza a bullir y eructar, los ríos de la memoria.

Jonas Mekas, Ningún lugar adonde ir

 

Joe Brainard nació en 1942 en Arkansas y murió en 1994 en Nueva York. Desde los catorce años fumó cuatro atados de cigarrillos diarios. A los dieciocho vendió su sangre. En la navidad de 1961, con diecinueve, anotó en un cuaderno: “En momentos como este sé, aunque rara vez lo admito para mí, que el mundo y yo somos grandes y estamos tan jodidos.” Dibujó, pintó y expuso en cientos de galerías y museos de Estados Unidos y Europa. Se hizo famoso, tomó drogas y a los veintiséis pasó diez días de vacaciones en Jamaica. Se enamoró una y otra vez. Entre 1969 y 1973 escribió un libro maravilloso e inclasificable. Lo tituló Me acuerdo y en 1975 publicó su versión definitiva. En 2018 Eterna Cadencia lo editó por primera vez en Argentina.

 

El texto es extraño pero en absoluto misterioso. A lo largo de ciento cincuenta páginas Brainard escribe más de mil párrafos que comienzan cada vez con “Me acuerdo”. Así se van acumulando frases, imágenes y ensoñaciones de un sujeto que se construye a sí mismo a partir de una escritura maquínica y evocativa. ¿Es una autobiografía? ¿Un poema? ¿Su propio epitafio? ¿La pintura de una época? Montado en un artificio narrativo elemental, Brainard teje una obra sorprendente que se abre a múltiples lecturas y, sobre todo, incentiva al lector a probar el mecanismo.

 

La de Brainard, como la de Mekas, es una memoria que bulle y eructa recuerdos. En apariencia no hay secuencia ni intención comunicativa. Es un ejercicio memorístico aleatorio que pone a rodar salvajemente el inconsciente de una persona (y, por qué no, de una sociedad). No hay un “yo” que enuncie. En todo caso, el “yo” es enunciado por esos recuerdos que se le vienen encima y parece no poder contener. El propio Brainard describe esta sensación en una carta a la poeta Anne Waldman mientras trabajaba en el proyecto del libro: “Me siento propiamente como Dios escribiendo la Biblia. Quiero decir, siento que en realidad no lo estoy escribiendo yo, sino que está siendo escrito por causa mía. También siento que habla tanto de todos los demás como de mí mismo. Quiero decir, siento que soy todos, todo el mundo.”

 

Me acuerdo de las ciudades vacías. De las ventanas polarizadas de color verde. Y de los letreros de neón a medida que se alejan.

Me acuerdo (creo) de un ómnibus con ventanas polarizadas de color lavanda.

Me acuerdo de triciclos volcados sobre el césped en jardines delanteros. Y de los cercos de hortensias. Y de las familias de patitos de plástico.

Me acuerdo de atisbos de actividad, en la noche, detrás de ventanas color naranja.

Me acuerdo de las vaquitas.

Me acuerdo de que en todo ómnibus hay un soldado.

Me acuerdo de las iglesias modernas, pequeñas y feas.

Me acuerdo de que nunca me acuerdo de cómo se abren las puertas de los baños en los ómnibus.

Me acuerdo de las donas con café. De los taburetes. De los nuevos precios pegados encima de los viejos. Y de la gente gris.

Me acuerdo de preguntarme si la persona que estaba sentada frente a mí era gay.

 

Sin embargo, como dice Paul Auster en el prólogo, el texto tiene una compleja estructura musical: en el millar de entradas que lo componen se materializa un ritmo hecho de contrapuntos, fugas y repeticiones que lo vuelve hipnótico. No hay pasajes grandilocuentes ni momentos dramáticos. Su fuerza reside en la acumulación y dosificación de observaciones pequeñas y sutiles que aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer como si fuera una sinfonía.

 

La edición que ofrece Eterna Cadencia, con una excelente traducción al rioplatense de Ariel Dilon, incluye también otros escritos de Brainard: libros completos como Diario de Bolinas, La vía amigable y Cuaderno del cigarrillo, algunos manuscritos, textos aparecidos en pequeñas revistas y una autobiografía póstuma. Muchos de ellos vienen acompañados de dibujos, ilustraciones, collages y flyers hechos por Brainard.

 

Entre estos, hay muchos textos breves de ficción y no ficción que, por lo general, tienden a un humor que oscila entre la provocación y el absurdo. Quizás el caso más paradigmático sea No historia, compuesto sólo de dieciséis palabras: “Espero que hayan disfrutado de no leer esta historia tanto como yo disfruté de no escribirla.” Pero también están sus diarios, más extensos e introspectivos, que retoman el minimalismo de Me acuerdo.

 

 

Después de leer las casi cuatrocientas páginas de Me acuerdo y otros autorretratos es probable experimentar aquello que decía Mekas: “El papel es tan blanco, escribir es tan fácil…” Al utilizar procedimientos tan sencillos y fértiles es extraño que el lector no se sienta impulsado a imitarlos. Como escribió Siri Hustvedt en La mujer temblorosa o la historia de mis nervios, “Joe Brainard descubrió una máquina de recordar”. Es cuestión de aprender a usarla.

 

Tomado de: artezeta.com.ar


18.3.24

Perplejidades sobre un oficio, por Javier Fernández Paupy

 

[Sobre Manual del Pintor Oficinista, Mariano Combi, homo faber, Buenos Aires, 2023, 124 páginas.]

 

Mariano Combi en su Manual del Pintor Oficinista despliega un abanico de posibilidades en torno a la figura del pintor, entendiendo, a su vez, al pintor como un estereotipo del artista y al oficinista como un estereotipo en sí mismo. Combi deshace clichés y los retoma como si fuera posible, en un doble movimiento, pensarlos una vez más o verlos desde otra perspectiva, sacándolos del lugar fosilizado en el que descansa la percepción. Combi evoca lugares comunes, los confunde y los vuelve a pensar. El gesto es mostrar materiales de trabajo, palabras y líneas sobre una hoja lisa. Por un lado, palabras combinadas con un carácter de fórmula o sentencia que parecen proposiciones lógicas y, por otro lado, dibujos que replican el contenido proposicional de esas frases mostrando el desacomodo inevitable de la identidad entre lenguajes o, a la inversa, dibujos explicados cuya descripción desacomoda y también fascina porque obliga a explicitar una relación misteriosa y automática en la impresión del pensamiento. Hay un cruce de hemisferios en cada página del Manual del Pintor Oficinista. Una suerte de archivo de formas de pintar y ser artista que Combi propone, a la manera de un prestidigitador que nos muestra cuál es la carta marcada para que descubramos el artificio. Como si yo tomara esta sentencia: «El escritor pone las palabras en frases». Es y no es una obviedad. Es y no es redundante. Pero la frase que parecía patente se vuelve misteriosa, más profunda, compleja. Como si se escondiera, en lo que tenemos delante de los ojos, una verdad cifrada.

 

Manual del Pintor Oficinista es, en su literalidad, un libro de afirmaciones más o menos lógicas, más o menos delirantes sobre las múltiples posibilidades del pintor. Es un manual que parodia el género didáctico. Pero en su vertiente paródica no agota la primera lectura sino que la problematiza porque critica satíricamente preceptos dados de antemano, a la vez que nos conduce hacia el final de su libro con levedad, gracia y sentido del humor. También es una pequeña historia oblicua y pop del arte del siglo XX, con retazos intertextuales y guiños para aficionados a la historia del arte. Es un homenaje y, asimismo, es posible leerlo como un poema, descubriendo el poema que subyace en toda lista. Pero, desde cualquier punto de vista, el Manual del Pintor Oficinista es un manifiesto, un tratado sobre el tema, un libro que se pregunta por el sentido figurado del lenguaje y por la literalidad que reside en una imagen. Hay algo surrealista en la conexión de imágenes, algo hiperrealista, algo peronista, algo naif en los textos, algo sarmientino en su tono falsamente didáctico.

 

En relación a la explicación que propone la “Nota introductoria” sobre el origen del libro, quizás sea posible delimitar sus alcances. Por un lado, estamos delante de algo que sale de una asociación de ideas a partir de un dibujo surgido de la pulsión de dibujar algo. Por otro lado, se propone como una serie sobre la didáctica del dibujo o la pintura. Combi señala, en la primera página del libro, que se trataría de una «(…) parodia a esos clásicos manuales de dibujo y pintura, haciendo un peculiar repaso por ciertos personajes y episodios de la Historia del Arte del siglo XX». Por otro lado, sobresale ese intento de reflexión sobre «las distintas ocupaciones de un artista, su lugar en la sociedad, su pertenencia a un entorno a grupo social determinado». El breve texto “La administración del tiempo” es en sí mismo un manifiesto. Una de las aristas más sobresalientes de esta pequeña genialidad consiste en proponer una reflexión sobre la misteriosa ocupación del tiempo en la que incurre el artista y sobre la relación, nunca dada de antemano, más bien tensa y muchas veces contradictoria, entre el trabajo de artista y el de asalariado.

 

Leo el Manual del Pintor Oficinista, de Mariano Combi, y pienso en algunos ejemplos. Eduardo Sívori nace en el seno de una familia acaudalada, toma clases con grandes maestros, pinta a sus anchas con el respaldo material de una vida que puede consagrar a la pintura y al perfeccionamiento de su oficio con maestros, muchos de ellos europeos. Fortunato Lacámera toma clases en la Sociedad La Unión de La Boca mientras trabaja como aprendiz de telegrafista en el Ferrocarril del Sur para sobrevivir. Sultana Neder nace en el Líbano pero viene a la Argentina de muy joven, estudia en la Escuela Nacional de Bellas Artes y el paisajista marino Justo Lynch es uno de sus maestros, con quien van al puerto a pintar al óleo. Henry Darger trabaja en la limpieza y por las noches, en su casa, engrosa el manuscrito de La historia de las Vivians usando muchos de los desechos y la basura en forma de papelitos y residuos escolares que recolecta en su jornada como ordenanza. Daniel Jhonston trabaja en un McDonald’s cuando graba su música en cintas de cassette y se las regala a desconocidos que le resultan simpáticos y, sobre todo, a mujeres, para que vayan a sus conciertos. Roberto Arlt escribe en las redacciones de los diarios en los que trabaja, robándole tiempo al tiempo. Bukowski trabaja como cartero de día y por las noches escribe poemas y narraciones, se emborracha con cerveza y whisky, escucha Brahms y Bach en la radio. Robert Walser, en un sanatorio para enfermos mentales, sobre el final de su vida, escribe en unos papelitos que meses después de su muerte, una enfermera encuentra prolijamente guardados en una caja de zapatos. Kafka, oficinista perplejo, escritor compulsivo, se inspira en la maquinaria burocrática de la empresa, analiza esa lógica austrohúngara hasta llevarla a un plano metafísico y sublimarla en el imaginario de muchos de sus libros. El Manual de Combi invita a pensar en estos casos y en otros. En biografías de artistas oficinistas. En las formas de colapsar el ritmo de la burocracia y de la maquinaria productiva, de aprovechar el envión de la exigencia deshumanizante del trabajo, de su lógica absurda y de su orden para modelar la pieza que se sale de la serie sin poder correrse del todo de la serie en la que se inscribe. Una concepción del trabajo del artista como ese que es capaz de incitar su propia trascendencia a contrapelo del tiempo visible y rentable.

 

A la vez, el Manual extrañifica la mirada sobre lo que es o no es la pintura, el pintor, la obra. En algún punto esencializa porque reduce un oficio a su esencia. ¿Pero cuál es la esencia de una ocupación artística sino ser eso que es? El Manual problematiza las condiciones materiales de vida de un artista. «Usar el dinero obtenido en un trabajo para realizar otro, ese que no termina de ser trabajo», leemos. El Manual va de lo obvio a lo que se oculta en lo evidente. Muestra también la ridiculez de las contradicciones. Así, «Una Pintura sin marco no es una Pintura» y «La Pintura no necesita Marco». El Manual participa del humor sutil y extraño a la vez que reduce a lo extravagante las premisas básicas del oficio. No se trata del encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección, del que hablaron los dadaístas sino del cruce entre obra y técnica, entre la obra y las diversas formas en las que se enmascara la vida material de un artista. Una noche Combi mira un autorretrato de Giorgio de Chirico, lo copia y anota en la hoja: «Pintor Oficinista». Su Manual trasunta la urgencia y la necesidad de producir que sacude a un artista. Ese impulso vital sin el cual no podría sentirse libre. Un libro de dibujos de línea que alude a pintores y que, en suma, es una exaltación del dibujo. Desde la foto de Matisse al lado de una monja en la primera página de este libro fino, editado con pericia artesanal, nos anticipa que Manual del Pintor Oficinista participa de un uso peculiar del capricho, de lo absurdo, de la libertad creativa y que, aunque se lea de un tirón en menos de diez minutos, es uno de esos objetos maravillosos a los que vamos a volver, una y otra vez, para encontrar más preguntas.

 

«No sabemos qué es lo que hace que el Pintor sea Pintor», leemos en la última página del libro. Esa incertidumbre recorre la mirada que tiene Combi sobre el oficio. Como si en cada afirmación se encubriera una duda, una vacilación, una paradoja, una perplejidad sobre el oficio.

20.3.23

En busca del tiempo perdido, por Juan Cruz Carrique

 (Sobre El traductor, de Salvador Benesdra)



Y ahí en la noche veraniega en la que sentía que me había
quedado cortado del mundo y de las cosas, supe de pronto que
estaba retornando a mí como una vieja compañía infatigable.

Salvador Benesdra, El traductor



LA OBRA

Verano de 1992. Balneario de Arachania, Departamento de Rocha, Uruguay. Una casa sobre las dunas. Noches calurosas y estrelladas. Playas desiertas. Tac tac tac. Los dedos repiquetean contra las teclas de una laptop primitiva. Tac tac tac. Un hombre alto, de barba tupida y piel aceitunada escribe con urgencia. Tac tac tac. Algo se está gestando.

1993. Redacción de Página/12. Sección de Internacionales. El hombre alto y de barba conversa con el reconocido periodista Claudio Uriarte. Uriarte es su amigo, su confesor y su némesis intelectual. Discuten sobre el fin de las ideologías, sobre un mundo que ya no es. Uriarte, trotskista en la adolescencia, ha devenido un hombre de derechas. El hombre alto, también trotskista durante la juventud, no ha abandonado sus convicciones marxistas, aunque se sabe derrotado. Ahora apuesta, tibiamente, por la socialdemocracia europea. Son dos planetas que colisionan todo el tiempo.

1994. Entre noticia y noticia, en la redacción del diario, abundan los tiempos muertos. El hombre alto escribe, enajenado, en su computadora. El monstruo en papel ya tiene casi seiscientas páginas y lleva por título El traductor. En algún momento se lo muestra a Uriarte. Es probable que él sea el primero en leer esa desmesura. Uriarte da el visto bueno: en el texto reconoce un pensamiento en tensión permanente y, también, muchas de sus discusiones. Se menciona a Hegel, Nietzsche, Lacan, Konrad Lorenz, Lenin, Darwin, Piaget, Lobsang Rampa y el zen. El hombre alto, reconfortado, cree que tal vez ya sea hora de pasar a otra instancia.

Primeros meses de 1995. El escritor Elvio Gandolfo retira de la editorial Planeta las veinticinco novelas que tiene que leer como pre-jurado para el premio de aquel año. Las tiene que calificar en tres categorías: rechazable, legible o premiable. En total se han presentado más de cuatrocientos manuscritos. De la pila, uno le llama la atención. Comienza así: “Me dije que tal vez era cierto después de todo que las ideologías están muertas; me regodeé mirando por la ventana del bar cómo el sol caliente de la primavera de Buenos Aires comenzaba a fundir todas la convicciones del invierno. Sospechaba por primera vez que podía haber un placer en el vértigo de flotar en ese caldo uniforme que se había adueñado hacía tiempo de todos los espacios del planeta.” Gandolfo, después de leer los primeros párrafos, sentencia: “este tipo escribe”. Casi al mismo tiempo se da cuenta que “no la van a premiar ni en broma.”

El centro de gravedad de El traductor es Ricardo Zevi, un hombre de 36 años que tras militar durante años en el trotskismo se da cuenta que la realidad en la que creció se está desmoronando: acaba de caer el Muro de Berlín y Menem llegó a la presidencia. Influenciado por el realismo crítico de Arlt, en la novela se respira un aire de tragedia permanente. Todo está dispuesto para que las fuerzas de la historia acometan su furia contra el personaje: la editorial para la que trabaja como traductor –de supuesta ideología izquierdista– no tardará en aplicar medidas de “racionalización” y flexibilización laboral contra sus empleados; y Romina, la mujer de quien se enamora –salteña de raíces indígenas, adventista y profundamente reaccionaria– mostrará una frigidez inclaudicable contra la cual Zevi deberá luchar de los modos más insólitos y perversos. Así las cosas, El traductor apuesta por sintetizar en su personaje principal –salvaje alter ego del hombre alto– la derrota de un modo de pensar y desear la vida. Tanto en el plano político como en el afectivo.

Gandolfo lee la obra con fruición. Pasea el enorme pilón de hojas durante días por Buenos Aires y Montevideo y termina escribiendo una evaluación el triple de larga que las demás. Obviamente la califica como “premiable”. En Planeta desconfían del tamaño del libro, y también de Gandolfo, así que le dan la novela al escritor Daniel García Helder, otro de los pre-jurados, para que la lea. A García Helder no sólo le parece un libro excepcional, sino que se fanatiza al punto de comenzar a hacerla circular entre sus amigos: “Hacía rato que no leía una novela argentina tan potente y llena de aristas. Ofrecía un análisis del proceso histórico argentino y mundial antes de que éste llegara a cristalizar en las visiones remanidas del menemismo y el neoliberalismo.” Finalmente, la devuelve con un dictamen tan positivo como el de Gandolfo. Gracias a ello, El traductor queda entre las diez finalistas de 1995. El primer premio lo gana Sucesos argentinos, de Vicente Battista, y Gandolfo decide no trabajar más como lector de pre-selección de Planeta.

Invierno / Primavera de 1995. A partir de aquí todo se acelera: el hombre alto averigua quiénes fueron sus lectores en la selección de Planeta y los telefonea. Le pide a Gandolfo y a García Helder, por separado, que lo ayuden a publicar el libro. (Ya lo ha ofrecido a numerosas editoriales –algunas grandes, otras más chicas– pero todas le responden lo mismo: “su novela no se ajusta a los criterios del mercado”). Se reúne con ambos y en pocas semanas se hacen amigos. García Helder lo recuerda como “un autor en búsqueda desesperada de lectores”. Gandolfo, por su cuenta, le recomienda presentarse a una beca de la Fundación Antorchas para que le financien la edición. Lo hace. Antes, y también gracias a un consejo de Gandolfo, elige a Ediciones de la Flor, de Daniel Divinsky, para publicar El traductor. Divinsky, que en un primer momento la había rechazado, acepta que se publique si la editorial no tiene que poner dinero.

Últimas semanas de 1995. Se han acabado los trámites. Sólo queda esperar la resolución de Antorchas. El hombre alto cruza el Río de la Plata y alquila la misma casa sobre las dunas en Arachania. Quiere concentrarse en Puntería, su nueva novela. Durante los primeros días lo acompaña Claudio Uriarte, que vuelve a Buenos Aires antes del fin de año. Sin embargo, el hombre alto no se siente bien. Tiene fuertísimos dolores de espalda y debe pasar muchas horas en cama. Está deprimido y teme tener un brote psicótico. Ya le ha sucedido otras tres veces. La primera y más grave en París, en 1978, cuando acabó internado en la Maison Blanche. Unos años más tarde en Buenos Aires, y esa vez le tocó en suerte el Borda. La última no fue internado pero obligó a sus compañeros de redacción a que lo acompañaran al Obelisco a ver a los extraterrestres que estaban a punto de llegar a la Tierra. Finalmente, decide volver a Buenos Aires.

2 de enero de 1996. Barrio de Congreso. Los dolores no ceden. El hombre alto llama a algunos amigos, entre ellos Gandolfo, pero no encuentra a ninguno. Deja mensajes en el contestador. Sale al balcón de su departamento, en el décimo piso del edificio ubicado en Solis 456, y se arroja a la calle. 

Febrero de 1996. Gandolfo, que ya se ha enterado del tristísimo suceso, recibe un llamado de la Fundación Antorchas. Le dicen que no pueden comunicarse con el autor de El traductor, un tal Benesdra, y por eso lo llaman a él: la novela ganó la beca.

Mayo de 1998. El traductor se presenta en la Feria del Libro de Buenos Aires. Gracias al aporte de familiares, amigos y, por supuesto, a la beca de Antorchas, el libro es publicado con una tirada de 1.500 ejemplares. Unos meses después se editan mil más. Luego, por más de diez años, el silencio y el misterio envuelven la figura de su autor. Recién en 2012, la editorial Eterna Cadencia recupera el legado benesdriano y reedita toda su obra: El traductor y El camino total, un libro de autoayuda no convencional escrito al mismo tiempo que la novela.



EL HOMBRE

Salvador Benesdra nació en 1952 en el seno de una familia judío sefardí de mucho dinero, aunque poco afecta al amor filial. Su padre era el dueño de la zapatería Greco, famosa en Buenos Aires, y siempre tuvo una relación conflictiva con Salvador. Fanático de la lectura, en la juventud descubrió que le gustaba leer a sus escritores favoritos en su lengua original así que pronto aprendió inglés, francés, alemán y portugués. Luego se dedicaría al japonés y al ruso. 

Estudió en el Nacional de Buenos Aires, donde se hizo famoso por convencer al profesor de literatura de tercer año y al jefe de celadores de que se hicieran trotskistas. Sus compañeros lo recuerdan como un discutidor –y convencedor– nato. Una vez que se graduó, estudió la carrera de psicología en tres años y se marchó a París a realizar un posgrado. Allí tuvo su primer brote. Alejandro Mantero, íntimo amigo de Benesdra, lo fue a buscar junto con su hermano y se encontró con una situación inverosímil: “Cuando llegamos nos lo tiraron por la cabeza con el sólo afán de sacárselo de encima. Ahí nos enteramos que Salvador había soliviantado a los internos contra el poder psiquiátrico –alentado por las ideas antimanicomiales de Franco Basaglia– y había llevado a cabo un verdadero Atrapado sin salida.”

Cuando volvió a Buenos Aires, en 1982, empezó a trabajar como periodista de política exterior. Primero en La Voz, después en La Razón y, por último, en Página 12. Walter Goobar, su editor en Página/12 lo recuerda como alguien brillante: “tenía una sintaxis excelente y un gran talento para procesar la información. Era un obsesivo de las fuentes y la escritura.” Allí también fue representante gremial de los trabajadores, donde se destacó como un orador temible. Según el periodista y escritor Sergio Di Nucci, que no lo conoció pero sí a muchos que trabajaron con él, Salvador “se subía a una silla o a un banco y pronunciaba largos discursos, con frases ciceronianas, perfectas y muy bien argumentadas, pero, ay, inconvincentes.”

En 1995 lo echaron de Página/12, junto a 60 trabajadores más. Este episodio lo deprimió muchísimo y aunque consiguió trabajo en una publicación institucional de la empresa Socma, ya estaba decidido a dedicarse sólo a la escritura. 

Así como los motivos de su suicidio nunca se sabrán, ya nadie podrá borrar la marca que Benesdra ha dejado en la literatura argentina. En todo caso, para esbozar alguna respuesta quizás haya que hacerse, primero, la pregunta que tanto atormentaba a Ricardo Zevi: “Si de una vez por todas quería ganar, ¿no era hora de hacer un salto sin paracaídas de verdad? ¿De jugarme a alcanzar aunque fuera tan solo un punto de no retorno, sin resguardos, ni reaseguros, ni opciones de reserva?”  

 

Tomado de: artezata.com.ar

8.3.23

El verdadero problema de la droga, por Carlos Correas

 


He visto dos o tres goles soberbios de Maradona. Belleza y precisión conmovedoras. Me evoca a otro también sobrenatural futbolista: Adolfo Pedernera, a quien, a mis diez años, tuve la dicha de ver jugar. Tengo en mí, definitivamente, la imagen inverosímil de un hombre que apenas se movía en la cancha y que sin embargo estaba siempre al lado de la pelota. Se lo comenté a mi padre, que me había llevado a la cancha, y mi padre me dijo: «Ese jugador se llama Pedernera y lo que vos me comentás se llama tener colocación». Ahí, de Pedernera y de mi padre aprendí algo que es una parte de mi vida. Digo, entonces, que Maradona y Pedernera se corresponden en tanto futbolistas. Son casos para los que el lenguaje general y/o popular usa la voz «maestro». En cuanto al lumpencito que nació y se crió en Villa Fiorito y ahora jaranea en Punta del Este y tira dicharachos o balines en lugares de parranda, vistosidad y haraganeo, es normal. Eva Perón es análoga. Gardel, otro maestro, es también análogo. Nuestra sociedad, en su forma actual, los engendra. Todos somos responsables por ellos, tanto más que por nosotros mismos. Yo, profesor universitario de la UBA y de la UNR, los saludo. En lo referente a la droga que tomó o toma Maradona, lo respeto y allá él. Yo, durante décadas, fui adicto a la anfetamina. A base de esta experiencia me autorizo en enunciar que el verdadero problema no es la droga, sino la falta de droga. A saber, el verdadero problema para el adicto, que además es el único problema.


En revista Página/30, N°69 (Buenos Aires, abril de 1996)

Tomado de: Todas las noches escribo algo, Buenos Aires, Mansalva, 2021.

16.11.22

Entrevista a Mariela Coronel Silva, por Isaac Castro

 

 

 

“La realidad no es más que un manto para empezar a bordar las historias”

 

Entrevista a Mariela Coronel Silva, quien presenta su primer libro de cuentos, Cornish Rex.  La escritora nos habla acerca de sus inicios, el estilo de su propuesta y cuáles son las sensaciones que experimenta ante este ansiado lanzamiento.

 

 

“Creo que siempre quise escribir. A los 12 años hacía poesías muy cursis que dedicaba a los integrantes de una boysband llamada Take That. Todavía tengo ese cuadernillo y es el primer registro de creaciones literarias. Yo no vengo de una familia de intelectuales. Mi papá y mamá son laburantes pobres que vinieron de Paraguay. Pero mi abuela era de contar historias a la hora de dormir. Todas de terror. Si no era sobre seres y leyendas de la mitología guaraní, eran de la biblia, y ambas me daban pesadillas”, relata Mariela Coronel Silva -lectora empedernida, cinéfila, hacedora de cuadernos artesanales, madre y esposa-, que se encuentra próxima a presentar Cornish Rex. Editado por Astronauta Ruso, este libro reúne una docena de relatos que se reparten entre un realismo asombroso y cierto costumbrismo perturbador que tienen como tema recurrente los vínculos familiares.

 

 

¿Y cómo continúa tu recorrido literario?

 

 A los catorce años empecé a hacer relatos que eran justamente de terror. Era una edad en la que solo leía historias de miedo y de ciencia ficción. Y a los 17 fui a mi primer taller de escritura creativa. Después ya entré a Puán para hacer Letras. Me acuerdo de que fue el profesor de este taller el que me dijo que, si quería escribir en serio, debía ir a Filosofía y no a Letras. Mientras cursé solo escribí monografías, seguía haciendo algún que otro cuento y empezando a enviar a suplementos culturales y concursos literarios. Tuve alguna que otra publicación en revistas de barrio por esos años, entre el 2007 y el 2011. Escribí también para blogs de reseñas y críticas de cine. Fui a talleres del Centro Cultural Rojas. Y en el 2019, leyendo a Virginia Feinmann, la empecé a seguir en facebook y un día me enteré de que iba a dar taller. Ella dijo que fui la primera que me contacté. Y fue en su taller que me terminé de encontrar como escritora. El año pasado participé en los mundiales de Santiago Llach para entretenerme, y debo ser hija del rigor porque me benefició la exigencia de su propuesta. Lo disfruté mucho. Se me destapó algo que todavía no puedo creer que haya salido a la luz.

 

Escribís ficción, ¿cuáles son los materiales con los que trabaja tu narrativa?

 

Yo me agarro del recuerdo para la mayoría de mis relatos. Estos recuerdos no son reales en su totalidad, tienen mucha manipulación. Son completamente selectivos y editables. Yo los uso como disparadores en muchas historias. Después se mueve solo hasta terminar en cuento. También uso a la memoria para los detalles y objetos. Para mí, la memoria es la que se mete en el recuerdo para que pueda salir de mi cabeza y explotar en el papel. Los recuerdos no siempre son propios. Soy una buena oyente de las anécdotas de otras personas. Soy mejor llevándomelas. También escribo desde la observación de esas pequeñas historias que hay en la ciudad, en mi barrio. Yo no viajé mucho, todo lo que consumo para hacer un cuento tiene que estar a mi alrededor.

 

 

¿Qué incidencia tiene la realidad en tu tarea de escritora?

 

La realidad tiene que ser parte de lo que escribo. No hago bioficción. Puede que muchos personajes sean una especie de caricatura de personas que conocí o que fueron parte de mi vida. Mis influencias del realismo mágico se notan en muchos cuentos. El terror se mete, aunque no quiera, aunque sea en una frase, aparece. Yo escribo en primera persona muchas veces eso puede prestarse a confusión, pero la realidad no es más que un manto para empezar a bordar las historias. Si la pregunta es si algunos de estos cuentos sucedieron en su totalidad, tengo que decir que no.

 

¿Existe algún rasgo común entre los cuentos que, finalmente, integraron la edición?

 

A primera vista no. Pero capaz esto que mencioné antes. El recuerdo. Muchos cuentos hablan desde la niñez o desde la adolescencia. El rasgo en común que yo le veo son las relaciones humanas simples: Familia, hijos, amores de verano, exparejas.

 

¿De qué manera seleccionaste los textos?

 

Son los que más me gustaron. Dejé afuera algunos que consideré muy oscuros. Pero no pensé mucho, la verdad. En el orden de cómo aparecen, sí. Quise manejar los climas de cada relato. Los más tensos y dramáticos los fui intercalando en los relajados y tiernos para dar aire al lector o lectora que gusta leer sin saltear cuentos, del primero al último.

 

¿Cómo fue el proceso creativo de Cornish Rex?

 

Algunos salieron del taller de Virginia. Fui corrigiéndolos, se los mostré a gente amiga y que considero que saben leer para que me hagan devoluciones y volví a corregir lo necesario. El resto fueron creados en el Mundial de escritura y también tuve que corregirlos, pedir opiniones, volver a corregirlos. Igualmente, más que dos o tres correcciones no hago. Si un cuento necesita mucha confección, lo abandono. Cuando va a salir, casi la totalidad del cuento sale en el primer borrador.

 

¿Qué expectativa te genera el hecho de publicar?

 

Estoy en un estado casi ausente. Un poco como en esos sueños en los que sabés que estás soñando. Son todas las sensaciones cliché, si se quiere. Tengo mucha alegría, pero el vértigo de que esté sucediendo me deja más callada de lo común. Estoy ansiosa por ver el libro en las librerías. Quiero relajarme y vivir como tiene que ser, un poco el momento del postre, pero mi personalidad tampoco me lo va a permitir.

 

¿Con qué se van a encontrar los lectores?

 

Supongo que van a leer historias con mucha nostalgia. Muchas historias salen de mis recuerdos como hija de inmigrantes paraguayos que vivió durante el menemismo. Otras van a tener un acento porteño inevitable, personajes y calles de la ciudad en la que nací y crecí. Creo que será fácil meterse dentro de ellas.

 

 

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Mariela Coronel Silva nació en Buenos Aires en 1984. Estudió Letras en la UBA y fue integrante de varios talleres de escritura, entre ellos los de Virginia Feinmann. Textos suyos fueron publicados en diferentes revistas culturales. Es prejuiciosa, adora los gatos, la cerveza y las películas clase B. Jamás se mudaría al campo para llevar una vida neo sustentable. En su adolescencia, vio a Fun People unas 14 veces de las cuales 11 fueron en Cemento.

 

 

En Cornish Rex, Mariela Coronel Silva despliega con oficio lo más puro y descarnado que tiene el arte de narrar: dar cuenta de aquellos pequeños mundos que solo son posibles dentro del lenguaje. Si las experiencias muchas veces no caben en aquello que permiten las palabras, en estos relatos sucede lo contrario. Las situaciones cotidianas, los breves acontecimientos que ocurren a cada instante se vuelven verdaderos a fuerza de oraciones precisas y frases certeras. Y con ese pulso narrativo, estas historias logran un nivel de verosimilitud capaz de conmovernos e inquietarnos por partes iguales. En ellas, con un sobrado estilo propio, los recuerdos, la familia y la amistad se convierten en el escenario de frescas postales en las que todos podemos vernos reflejados.