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1.11.16

Cuando las palabras sobran, por Javier Fernández Paupy



Sobre General Pico, de Sebastián Lingiardi

Lo que fue Maracó, en la ancestral designación mapuche, y hoy llaman General Pico, aparece retratado por la lente de Sebastián Lingiardi con una mirada que vuelve al mito de una comunidad. Los hábitos de una pueblo, su destino de motos, autos y bicicletas son la medida del tiempo. Pero sobre todo este retrato fílmico parece estar medido por la sensibilidad de los animales y su encanto. Los perros de la calle de General Pico sugieren una percepción enrarecida del ambiente y su lenguaje misterioso atraviesa la película como una antena de emociones por fuera de las palabras. Los perros, protagonistas oblicuos de esta película, se quedan dormidos al sol mientras escuchamos de fondo la exégesis de una señora sobre las películas del Festival de cine de General Pico. El gesto supone un distanciamiento con el discurso racional. Estos perros vagabundos ignoran la señalética del pueblo, donde todo abusa del campo semántico “Pico”, y están más vivos, o parecen estar más vivos, que sus habitantes. Porque los animales son la medida de este pueblo entre ganadero e industrial y Lingardi no busca enarbolar una santidad lumpen de los perros, o quizás sí, pero lo que me parece significativo es que su perspectiva devuelve los rigores de un sentido por fuera de todo discurso verbal. Como si ese refrán gastado que dice que una imagen vale más que mil palabras no estuviera agotado y pudiera mostrar algo que ningún registro de lenguaje puede alcanzar.

Lingiardi capta una sensibilidad evanescente y saca la radiografía de un pueblo con su  pasividad y sus vaivenes. El movimiento de un día cualquiera, la intensidad de una jornada cívica, las hojas que vuelan para perderse por las calles. Y un delicado tratamiento del sonido acompaña las imágenes. La película de Lingiardi tiene más que ver con Dziga Vertov que con un neorrealismo. Habría en su película una forma de expresionismo donde lo que importa no es tanto la representación de lo real como la expresión de sus manifestaciones en la mirada de su autor. Los planos, escenas y secuencias de esta película por momentos parecen tener una parte de azar objetivo. No se puede guionar el bostezo de un perro o la corrida de un gato por una medianera. Algo del orden de la epifanía sobrevuela esta película que persigue la belleza fugaz del instante. Incluso es posible pensar, al ver General Pico, en la distancia que hay entre el arte y la industria cinematográfica. Si la industria está encorsetada por esquemas de producción que responden a las aceptaciones y servilismos del mercado, esta película legitima una expresión propia.

Por otra parte, la película de Lingiardi revive, desde una perspectiva novedosa, el debate filosófico entre el realismo y el nominalismo, esto es, el dilema de cómo percibimos la realidad. Carlos Mastronardi (Cuadernos de vivir y pensar) observa: “A pesar de Platón y de Mallarmé, ningún vocablo corresponde a la realidad que designa. La palabra separa. Establece deslindes, nada más.” Mark Twain, en su Diario de Adán y Eva, le hace decir a Adán, en relación a la pulsión de nominar que descubre en Eva: “sigue fijándole nombres a las cosas que no lo necesitan, y que no acuden cuando se las llama por ellos”.  La cita de Twain resuena en una línea de Godard que, a su vez, reaparece en General Pico. Shakespeare (“La tragedia de Romeo y Julieta”, acto segundo, escena segunda) hace notar que lo que llamamos rosa exhalaría el mismo perfume con cualquier otro nombre. General Pico, de Sebastián Lingiardi, confirma esta sospecha.


 Para ver General Pico, de Sebastián Lingiardi: http://www.cinemargentino.com/films/914988763-general-pico


4.7.10

La carta de Truffaut, por Pablo Moreno




En una playa Mersault asesinó a un árabe. Y en una playa Foucault expidió el certificado de defunción del hombre. Los alcances de estas acciones son distintos. El extranjero resiste el paso de los años, no se erosiona, y su lectura se va modificando con el tiempo (matar un árabe hoy presenta connotaciones diferentes). Las palabras y las cosas posee la marca histórica de su producción y el peso (molesto) de su sentencia. No vamos a discutir la abrumadora competencia de Foucault en edificar arqueologías (quién no se asombró ante esas construcciones). Ni teorizar sobre el estilo. El estilo es la cocina de los escritores. La pasión y la sangre conforman sus ingredientes. La cocina es el espacio donde la crítica no accede. A nosotros, los lectores, nos queda sucumbir ante el impacto del estilo.

La intelectualidad europea de la segunda mitad del siglo XX constituyó, desde el estilo, el rigor de la sentencia. Se formuló, desde el estilo, sentencias graves, insolentes y amargas. Camus lo sufrió en carne propia (la justicia intelectual casi lo lleva a arrepentirse de El hombre rebelde). No se le permite reflexionar al hombre de acción, es decir, al narrador. Ni la muerte lo exculpó de ese pecado. Sartre muchos años después de su muerte hablará de Camus definiéndolo como “un granujilla de Argel” que sólo escribió un par de buenos libros.

Barthes también sentenció. Mató al autor. ¿Alguien recuerda afirmación tan absolutista? ¿Alguien recuerda ese texto más allá de lo antropológico? ¿Alguien lee obras a través de sus discursos? Supongo que no. Los años hicieron que Barthes abandonara esa omnipotencia. El tiempo nos hace realistas o modernos (o ser realista es un modo de ser moderno, realmente no lo sé). Por suerte el “telquelismo” no arruinó al escritor y la relación de Barthes con la literatura terminó siendo amorosa.

Hardt y Negri sentenciaron el fin de los grandes relatos. Hay ideas que se apoliyan, tarde o temprano. Imperio terminará en el rincón de los saldos. Viéndolo a la distancia, no se entiende el porqué del revuelo. El marxismo y el psicoanálisis agonizaron en la insensatez de sus trincheras. Lacan es ilegible (quién lo mandó a meterse con la literatura tampoco lo sé, quizás tenía un buen sponsor).

“En Lol V. Stein ya no pienso. Nadie puede conocer L.V.S., ni usted ni yo. Y hasta lo que Lacan dijo al respecto, nunca lo comprendí por completo. Lacan me dejó estupefacta. Y su frase: No debe saber que ha escrito lo que ha escrito. Porque se perdería. Y significaría la catástrofe. Para mí, esa frase se convirtió en una especie de identidad esencial, de “un derecho a decir” absolutamente ignorado por las mujeres.” Marguerite Duras. Escribir.

Y la revolución nunca se llevó bien con la teoría, la abandonó en un baño público. Y Negri… Negri seguramente necesitó terminar su flirteo con la Brigada Roja. La guerrilla es una mina que a la larga trae problemas. Además, los intelectuales no se llevan bien con las armas (excepto los rusos, pero esos no son europeos). La acción fue para Debord (alguien por fuera de las instituciones) y los situacionistas, a pesar de que sabían que la lucha estaba perdida de antemano. Lo supieron desde el principio: la lucha es la vida. Pero vuelvo a Negri. A veces creo que necesito globalizar al enemigo para excusar un despropósito llamado Berlusconi. ¿Nadie le dijo quién era el enemigo? Bellocchio estaba enterado. Nanni Moretti también identificó al enemigo. El diablo en el cuerpo (1986) y Buenas días, noche (2003), dos films rabiosos sobre las Brigadas Rojas, lo testifican.

Eso sí, la sentencia escrita a cuatro manos (tan Deleuze y Guattari) fue formulada con estilo. Y me pregunto por esa manía tan europea de declarar el fin (de la modernidad, de los acontecimientos, de lo que sea). Pregonar el fin antes que decir “estoy en crisis”, “no puedo producir en este callejón sin salida” o “mi mujer me dejó”. El fin es la gran sentencia abominable de muestra época, la peste intelectual.

Algún personaje de Godard dijo: “estoy perdido si no aparento estar perdido” (creo que fue Michel Subor en El soldadito). Entonces digo, desde la incertidumbre surge la provocación, la obra. Esos films eran vitales, desesperados. Luego Godard se juntó con los maoístas del Cahiers du cinema (uno olvida que los muy cretinos fueron maoístas) y mataron a la teoría del cine de autor. Para qué negarlo, asesinan con estilo y el Libro Rojo en la mano. Inventan el grupo Dziga-Vertov (otra estupidez bien francesa). No engañaban a nadie. El montaje de esos films era el trazo de Godard. La peste los alcanzó y la izquierda aburrió, apestó. Ni Cohn Bendit los soportó y se fugó para hacerse verde. En el camino quedaron los compañeros de ruta de Godard, aquellos que profesaron amor eterno al cine. Godard, el muy pajero, olvidó que el mayo francés se inició cuando rajaron a Langlois de la cinemateca. La revuelta empezó por no se podía ver cine. Tanta ceguera y esa extraña capacidad de ser vanguardista sin sufrir heridas (un Shiva occidental, todo Godard parece decir el cine comienza y termina en mí) sólo puede granjear enemigos.

En 1980 Godard le escribe a Truffaut para hacer un debate público con Chabrol y Rivette: “me interesaría oírnos decir en qué se ha convertido nuestro cine” y más adelante agrega: “podríamos hacer un libro, para Gallimard o para donde sea” (esto no merece comentarios). La respuesta de Truffaut fue la siguiente:

Tu invitación a Suiza es extraordinariamente halagadora, cuando uno sabe lo precioso que es tu tiempo…Tu carta es sorprendente, y tu pastiche de estilo “político” convence. El finale de tu carta permanecerá como uno de mis más felices hallazgos: “Con la amistad de siempre”. De este modo demuestras que no puedes seguir soportando la animosidad hacia nosotros, a quienes llamaste malhechores y estafadores a los que había que evitar como la peste. Por lo que a mí respecta, estoy de acuerdo en acudir a tu localización; qué bonita expresión… cuando pienso en todos los hipócritas que se limitarían en decir: mi casa. Pero ése es un privilegio que deseo compartir con otros, digamos cuatro o cinco personas que podrían anotar lo que dijeras y difundirlo por doquier. Así pues, te pido que invites al mismo tiempo que a mí a Jean-Paul Belmondo. Dijiste que te tiene miedo y es tiempo de tranquilizarlo. También me gustaría mucho ver a Véra Chytilová, denunciado por ti como “revisionista” en su propio país bajo ocupación soviética. Su presencia en tu conferencia me parece necesaria, porque estoy seguro de que la ayudarás a tener su visado de salida. ¿Y por qué olvidarse de Loleh Bellon, a quién llamaste auténtico perro en Télerama? Por último, no te olvides de Boumbom, nuestro viejo amigo Braunberger, que me escribió al día siguiente de tu llamada telefónica : “El único insulto que no puedo soportar es sucio judío”. Espero tu respuesta sin excesiva impaciencia porque si te conviertes en uno de los del grupito de Coppola, andarás escaso de tiempo y yo no quiero echar a perder la preparación de tu próxima película autobiográfica, cuyo título creo saber: “Una mierda es una mierda”. (Colin MacCabe. Godard.)

Cuatro años después Truffaut fallece. Su último obra Vivement dimanche! (1983) es un policial ligero, lozano. No había nada de crepuscular en esa vida filmada. Cincuenta años pasaron del inicio de la nouvelle vague. El padre de estos cineastas murió (Bazin) sin poder ver la obra de sus hijos. Godard, el más talentoso, se convirtió en el enterrador de este arte, la idea de muerte se apoderó de su obra. Esta muestra de religiosidad sólo engendra fundamentalismo. Sabemos que los cementerios huelen mal cuando lleve.

Me pregunto que hubiera ocurrido si Foucault no hubiera rastreado las huellas del hombre en una playa. Hubiese sido preferible dejarse estar con el sonido de las olas rompiendo, embriagándose con le fuerte aroma del mar. Ahora bien, puede ser que la playa estuviera contaminada.

Y a nosotros, que estamos en la periferia de la peste europea, nos queda soportar estos asesinatos tan lejanos como irreales.

12.8.09

Somos sujetos urbanos, por Pablo Moreno



Los films no existen: pasan, es su destino. Pero sucede que pasando nos tocan, nos encantan, nos atormentan; en resumen, suscitan en nosotros ese singular brainstorming, esos torbellinos de hojas muertas, de donde los caracoles de las banquinas de la ruta deducen que un bólido ha pasado. Quizás el cine no es más que eso, esa cosa preciosa e impalpable, tenaz y volátil: el perfume que deja tras de sí pasando (¿partiendo?) la mujer que vamos a amar.
André S. Labarthe. El termostato del ambiente.


Novelas de San Petersburgo es una de las fuentes de la narrativa del siglo XX. Instala en la literatura, pienso en Mallarmé y en Baudelaire, una movilidad inédita en su vastedad: las masas urbanas. A Gógol sólo le bastaron unas pocas páginas del relato La avenida Nevski. Y todo fue posible gracias a la posición del narrador. Una suerte de ojo público o cámara fija en toma panorámica. En esas pocas páginas Gógol imprime velocidad y movimiento en el espacio social de la avenida. Extensión en donde confluyen todas las clases sociales y que sólo pueden ser captadas (pensemos en la acción de captar que es propia del ojo que mira por el lente de una cámara) por Gógol de manera fragmentaria. La Nevski es la avenida transitada fundamentalmente por la masa de empleados y funcionarios públicos. Petesburgo era una ciudad estatal, altamente burocratizada. Oficiales, profesionales, artistas, comerciantes, mujeres, niños, etcétera. El carácter fragmentario de la narración es propio del ritmo frenético de la calle. Urbanidad en estado puro. Es por eso que nos parece osada la afirmación de Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, en donde dice que “la avenida Nevski parece arrancar a Gógol de su propia época, trayéndola a la nuestra”. El Dublín de Joyce, la Alexanderplatz de Döblin, gran parte de la narrativa de J.G.Ballard son como paisajes urbanos actualizados de La avenida Nevski.

Proyectemos el aporte narrativo de Gógol al cine, en films como Sin aliento de Godard, el cine francés mostrando París casi documentalmente, al cine Dziga Vertov o a Warhol posando, en una única toma fija de 24 horas, un fragmento del Empire State. ¿Acaso no es la calle uno de los momentos fundacionales de la modernidad y de las vanguardias? El doctor Zhivago de Pasternak mitiga su exilio interior, su invierno y su dolor, leyendo a Pushkin por las noches frente a una chimenea. En su poesía, como en una habitación cuando se abre la ventana, irrumpen desde la calle la luz y el aire, el rumor de la vida y la esencia de las cosas. "Hay un verso, convertido después en célebre tetrámetro pushkiniano, que en cierto modo representa la unidad métrica de la vida rusa, su natural andadura: es casi como una medida tomada a toda la existencia rusa, tal como se dibuja la forma del pie para hacer el zapato, o se da el número del guante para la medida apropiada de la mano, lo que corresponde a su perfección." (El doctor Shivago)

Pushkin es el poeta del pueblo. Hay algo que perdemos en las rutas de la traducción: la musicalidad de la lengua rusa. En esa musicalidad vedada a nosotros perdemos la dimensión de Pushkin. Es en La avenida Nevski donde nos sentimos próximos a Gógol. En ese frenesí propio de las grandes ciudades es imposible no identificarse. Somos sujetos urbanos.