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22.5.25

Entrecruzados, por Cecilia Bainotto

 

 

¿Quién dirá que entiende lo que ocultaban y disfrazaban los dedos en las flores?

Delmore Schwartz

 

 

 

De Colonia a Barracas

 

 

Una compañera de trabajo bastante cercana me invitó a su casa para celebrar su cumpleaños. Vivía en Barracas.

   La reunión era amena, con cosas ricas, en un patio con plantas en macetas y baldosas negras y blancas relucientes.

   Llegó la hora del ritual, y Virginia, así se llamaba, traía en sus manos una bandeja con una torta adornada con firuletes de crema chantilly, moka y chocolate. Una torta de cumpleaños. Lo cierto que estaba muy rica y preguntamos cómo había sido el “work baker”.

   “Les puedo contar cómo la hice, pero nunca el resultado será igual a este” un poco misteriosa y en tono risueño.

   ¡Epa! Hasta un margen de posible ínfula se le podía dar. Después de todo era su cumpleaños.

   “La epopeya de la torta” podría llamarse aquella anécdota.

   Ella, Virginia, nos contó que pocas horas antes, en el traspaso de una bandeja a otra, esa torta impecable en la forma se había caído al piso. Desesperada y decidida juntó los pedazos de bizcochuelo y con una cuchara parte del relleno. Rearmó esa preparación informe de crema y nueces. La torta original era redonda decorada con merengue italiano y la rearmada era cuadrada decorada con cremas hechas a último momento que por razones de temperatura no lograban el punto justo.

   El bizcochuelo estaba exquisito, Virginia era una hábil repostera y sabía improvisar con variados o pocos ingredientes. Han pasado 40 años de esa accidentada e improvisada torta de cumpleaños de Virginia. Por un tiempo el episodio fue recordado “La razón de mi esmero fue por ustedes” nos decía.

 

Diez años antes –invierno de 1975– un evento musical, marcado por la improvisación y accidentada organización, fue uno de los espectáculos mayores de jazz de los que “la cultura de masas” tenga recuerdo. La magia que sintieron más de 1400 personas en el Opera House de Colonia, Alemania occidental, se recrea al escuchar grabaciones de ese concierto, la reproducción técnica de la música que disfrutamos sin haber estado en el lugar con más de 4 millones de copias.

   No obstante, en el concierto de Keith Jarret la contingencia pasó a ser anécdota –que dio para película y ríos de tinta– y la improvisación del músico con mezcla de jazz, góspel, blues y bebop lo consagró como uno de los pianistas más notables del género.

   El piano no era el adecuado. Era un piano para ensayos y requería horas de afinación.

   Keith Jarret daba su concierto con las contorsiones y gemidos que son parte de la prolongación de su cuerpo en el piano o a la inversa, más allá que ese piano en particular no lo merecía: No era el Bôsendorfer Imperial que se había pactado y Jarret, extenuado, estuvo a punto de retirarse.

   Apareció Vera Brandes, la joven organizadora del espectáculo y suplicante le rogó al pianista que no lo hiciera. Keith Jarret bajó el vidrio de la ventanilla del automóvil, la miró, y le dijo “Bien, lo hago por vos”.

   Después lo hizo por todos y la interpretación virtuosa del pianista parió un espectáculo que conectó con las emociones de los oyentes aún con teclas viejas y metálicas de ese piano inapropiado.

   ¿Qué pasó realmente para que todos fueran malentendidos en la acción o todo fuera una pre música desafinada? Jarret pudo desarticular esos enredos que atentaban contra sus nervios y la creatividad se impuso.

   Quizá la celebración del Día del Jazz el pasado 2 de mayo, y por ser amante de este género en el que la improvisación y la libertad son su “alma”, sea el impulso de hacer una libre asociación desde la accidentada torta de cumpleaños de Virginia hacia un punto físico de imposible encuentro pero si  posible en la imaginación.

   Creatividad y resolución bajo condiciones adversas.

   Con las últimas notas armoniosas del piano de Jarret me pregunto si la falta de planificación de aquel espectáculo no fue la réplica sin música de la improvisación misma que es el jazz.

 

Colonia, Alemania , enero 1975 / Buenos Aires, enero 1985.

 

 

Por el ojo de la cerradura

 

En mi casa, la de chica, se pronunciaban muchas palabras con erre; mamarracho, mamá es el rancho, rimbombante, en cinta ribonet, pachorra no era chorra, apenas cleptómana de chocolates, rutilante, los ojos de Dante, será por eso que nos gustaba la paella de arroz que hacía tía Rendú. Otra tía inefable hacía bordados en rococó. Las erres con el tiempo pasaron a eres y la vibrancia se fue apagando en el renacer de otras sutilezas. En todos despertó un impulso vital por la limpieza. Los vidrios eran transparentes, en los pisos se podía comer, y las sábanas perfumadas invitaban no solo al descanso, sino a imaginarlas como telones de juegos de a dos. ¡Uno por vez! apuntaban las tías cómplices y mamá asentía, pero quedaba descolgada cuando papá salía. La disposición de las cosas había cambiado lo que implicaba una intención de movimiento y entre los nuevos espacios que aquellas dejaban nos espiábamos, nos espiábamos cuando nos vestíamos, el perfume que usábamos, las risitas entre las amigas de las que alguna de mis hermanas o yo, o mamá, o algunas de las tías quedábamos excluidas. A mayor exclusión, mayor protagonismo en el motivo de las risas. La abuela estaba en otra. Sentada en el banco de la vereda veía pasar la vida con olor a jabón, vestido floreado y los pies entalcados. Un primor de limpia y perfumada. Papá salía muchas veces por las noches y mamá jugaba a la canasta con amigas y con mis hermanas. Por mi parte, planeando alguna fuga mayor. Tía Rendú ya no vivía en la casa y en su contacto con médicos, era enfermera de la Cruz Roja, pasaba las últimas novedades medicinales para que la abuela siguiera firme en el banco. Beba, la otra tía, entre el rococó y sus novios, era la encargada de organizar fiestas en clubes y en la propia casa. Fiestas inmejorables que por años los invitados recordaron y sobre todo una en la que dos matrimonios amigos se fueron con ropas equivocadas. Ese fue el punto de inflexión y las fiestas se hicieron menos frecuentes. La abuela se fue para siempre, la tía que organizaba fiestas se casó, papá emigró a otros pueblos al igual que yo, que dejé la casa materna para siempre. En la migración frecuente que planteaba la ciudad, grande y desconocida, veía que las cosas se movían, guardaba los zapatos en el fondo de placar, o en un botinero de un pasillo, los bolsos y valijas podían estar arriba o debajo de estanterías, la cama apuntaba hacia el norte o hacia el sur y todo era así, un reacomodo al espacio físico en el que vivía. Y descubrí cierta magia en el cambio que se producía al girar el picaporte de cada puerta. En apariencia, puertas parecidas de madera oscura como son las puertas de departamentos en los edificios. Pero el cambio estaba en el interior de esas viviendas, en la luz del día quebrada por singular arquitectura, en los espejos de cada casa a la que me mudaba y que reflejaban mi inmersión en algo nuevo. Algunas veces, un detalle de la casa materna reverberaba en aquellos.

   

 

 

8.8.15

¿Qué es un no músico?, por Leandro Ribot


(Sobre Los peligros que nos rodean de Nicolás Moguilevsky, Buenos Aires, Metamúsica.TV, 2015)


Lo importante es que creo que hay que empezar dando con la manera de enfrentarse a un instrumento sin pensar que el instrumento plantea una serie de problemas táctiles. Estos problemas existen, por supuesto, pero hay que reducirlos a su mínima expresión. El problema radica en si tenemos la suficiente intuición o vivencia extratáctil de la música para que nada de lo que pueda suceder por culpa del piano se convierta en un obstáculo.
Glenn Gould. Conversaciones con Jonathan Cott


El piano de Los peligros que nos rodean, de Nicolás Moguilevskynos lleva a un estado de inocencia. Hay una delicadeza en su manera de ejecutar el instrumento como especulando sonoridades por detrás de las teclas sin saber con exactitud hacia dónde van las melodías que parecen ser tan efímeras e irrepetibles como instantáneas. Algo rompe el silencio, algo que no se sabe bien qué es, aparece y se desarma en una progresión de sonidos cautos que transmiten un poco de fragilidad, como si alguien caminara a tientas en lo oscuro. Artero, el pianista improvisa. Es posible que la idea de experimentación esté sobrevaluada. Ya lo dijo el poeta: no hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Pero en el caso de Los peligros que nos rodean las melodías destejen lo no escrito. Arbitrario, exultante, audaz, el disco muestra que todo hombre es un artista. ¿Qué es un no músico y qué ventajas tiene?, parece querer preguntar, siempre entre líneas, Los peligros que nos rodean. ¿Algo de Keith Jarret sobrevuela en este disco producido por Ulises Conti? Sí, y también algo de Cassavettes en la manera de aprovechar los pocos recursos. Moguilevsky, como si fuera un dibujo para escuchar, usa el espacio sin titubeos.

Sus composiciones son tan breves como inquietantes y parecen no resolverse en acordes esperables sino que abren hacia lo incierto de las disonancias. ¿De dónde surge ese flujo continuo de notas? Una de las fortalezas más sobresalientes del disco es su originalidad. Las composiciones de Moguilevsky recuerdan esa aguafuerte, “El idioma de los argentinos”, donde Arlt apuntala: “Los pueblos bestias se perpetúan en su idioma, como que, no teniendo ideas nuevas que expresar, no necesitan palabras nuevas o giros extraños; pero, en cambio, los pueblos que, como el nuestro, están en una continua evolución, sacan palabras de todos los ángulos, palabras que indignan a los profesores, como lo indigna a un profesor de boxeo europeo el hecho inconcebible de que un muchacho que boxea mal le rompa el alma a un alumno suyo que, técnicamente, es un perfecto pugilista.” La metáfora de Arlt extrapolada del boxeo sirve para pensar en Los peligros que nos rodean. Moguilevsky saca notas de su mente en una libre asosiación de hemisferios, de cualquier parte, sin importarle si lo que toca es pentanónico, dórico, de una escala mayor o menor. Es posible que su osadía genere envidia o indignación en los que pasaron su vida estudiando música, obedientes, sin poder dar con la modesta felicidad de descubrir algo propio. Profesores capados de solfeo, absternerse. Moguilevsky toca lo que siente y le dicta, como en un flujo de escritura automática, su nervio auditivo. El autor sigue el pálpito de una intuición.

Los treinta minutos que duran las trece sugerentes composiciones de Nicolás Moguilevsky fueron grabados en La orquesta de cristal durante tres jornadas del mes de julio del año 2014.



17.3.14

Mística del baño, por Laura Salino



Había un fondo y un agua tibia. En el espacio de afuera (porque el fondo y el agua tibia eran una especie de unidad con el cuerpo), sonaba el piano desenfrenado de Keith Jarret en el concierto en Colonia. Entonces, ya sumergida (y la inmersión en el baño y en el sueño van juntas), hago jugar la música con el agua: hundo una oreja mientras la otra recibe el afuera, después las alterno, luego las hundo a las dos. Entonces, el concierto bajo el agua es otro: está lleno de ruidos orgánicos donde juegan los cuatro elementos: como si elefantes y felinos corrieran por alguna enorme planicie en busca de agua después de una lúgubre sequía; como si monumentales cigüeñas surcaran cielos lejanísimos, incluso el sonido de látigo manso que deja en el aire una ardilla cuando pasa de un árbol a otro; después un crepitar rápido y sonoro como de leños al fuego en una chimenea antigua en una casa de techos muy altos.
Después cierro los puños y ahueco las manos en el centro. Semisumergidas, parecen dos montañas enfrentadas y en centro, la sombra de los huecos que he creado, en los que en otro tiempo me sumergía para quedarme en lo oscuro, ahora semejan cuevas profundas en las que el agua ha ido formando cristales que, entre los reflejos del agua y la luz de las velas, estoy segura de ver.

Entonces me interrumpe la gente, que en el concierto de Jarret lo aplaude con merecido fervor, y recuerdo que antes, una bocina que oficiaba de alarma de un auto (mil veces maldito), estuvo sonando durante una hora y media sin parar, mi pobre humanidad pidiendo amparo en la locura que me falta.

Entonces recuerdo el paisaje de un loco: un campo de Van Gogh con todos los verdes posibles que es exactamente el lugar por donde quiero retozar, revolcarme ahora, entre el pasto y ese olor húmedo y lleno de verdes como el cuadro de Van Gogh. O el paisaje del único cuadro de Gauguin que me gusta, Martinica; plumajes psicodélicos, colores y luces imposibles que creí haber leído en el libro del mismo nombre de André Bretón y el pintor surrealista André Masson. Demasiado color adentro y afuera las velas que danzan según el aire que las roce.
Todo eso ve el cuerpo que flota. Pienso que alguien fue capaz de sostener alguna vez todas mis alegrías tienen una coartada. También lo sostengo: a veces como un ensayo, otras (las mejores) en carne viva. Cada vez mientras sea.