31.10.19

Sid Vicious, por Pablo Petkovsek


Sid Vicious amaba a ABBA.
Joe Strummer amaba a ABBA.
Pete Townshend realmente amaba a ABBA.
Yo con ocho años
en el asiento trasero de pana marrón
del Toyota Crecida,
justo detrás de la ubicación de papá,
amaba ABBA.
Nunca tuve amigos que escucharan ABBA
y me daba vergüenza decirles.
Cuando tenía 14 o 15
conocí  una chica en el club esloveno de Lanús,
se llamaba Natalia y era mendocina.
Como me salía horrible el amor
le mandé I have a dream (I believe in angels) de ABBA,
tuve que escucharla muchas veces en mi centro musical Sony
en el living de casa
que tenía un techo de tirantes de madera
separados cada 3 cm.
Dos meses después me respondió
que no podía seguir esa relación
que no teníamos
que me extrañaba mucho.
Esa tarde fui al colegio con los ojos llorosos,
como me daba vergüenza decir la verdad
dije que se había muerto alguien cercano.


Tomado de: Pablo Petkovsek, Qué hizo la civilización con el cemento, Socios Fundadores, 2018.-

14.10.19

¿Por qué Francia?, por César Aira




¿Por qué Francia? ¿Por qué no? ¿A qué otro sitio podría haber ido? Lo que importa en los desplazamientos es sostener la fijeza circumpolar de creerse esto o aquello: escritor, no escritor… Casi todos mis escritores favoritos son franceses. Siempre (por épocas) alguno de ellos ha sido mi programa personal para seguir escribiendo y para dejar de escribir (para que la diferencia entre las dos actividades se anule). Lo francés de los escritores es una eficacia, una elegancia de precisión, en la técnica combinada del abandono y la persistencia. Francia para mí fantasía personal es el país de Duchamp, el país donde el inventor se las arregló para inventar su propia desaparición fecunda.

Todos mis viajes, consiguientemente, han sido a Francia. Pero soy mal viajero: me aburro, me deprimo, no entiendo el idioma (ningún idioma), y, lo que es más, he llegado a convencerme de que todos los lugares  se equivalen más o menos. Por su lejanía misma, el extranjero es la sede de una eficacia elegante, a la que yo acudo, de mala gana, con una torpeza, una vacilación (¿para qué seguir escribiendo?). No me adapto, no me oculto, y eso hará que tarde o temprano deje de viajar. Estoy cansado de pasear la cara por el mundo Francia: mi cara demasiado pálida, tensa como un metal, fija en una mueca de cortesía idiota que no engaña a nadie. Si alguna vez creí que escribiendo se me revelarían los secretos del know-how fisiognómico, ya es hora de empezar a resignarme; sería más razonable manipular mi cara como un souvenir, un ready-made ya no  modificable, firmarlo y olvidarme. Los sueños de la naturalidad han quedado atrás. Una vez, hace años, me hice sacar una foto junto al Balzac de Rodin en el Carrefour Vavin, y de vuelta en Buenos Aires se la llevé a alguien que tenía una de esas costosas computadoras para trabajos gráficos: “¿No podrías”, le dije, “poner la cara de este tipo en mi cabeza, y mi cara en la suya?”


Tomado de: La ciudad de las palabras. Daniel Mordzinski.-

10.10.19

Mandarina, por Denise Koziura



Pulposa, fresca y dulce. Casi obscena. Su olor lo invade todo. Es uno que prima y lo hace feliz. Contiene el jugo en las comisuras con ayuda de las manos. Caníbal. Y se nutre de la soledad que es su refugio. Besa y sorbe. Se deleita. Cuando acaba corre a limpiarlo todo. Como queriendo borrar el aroma del placer.

3.10.19

Un largo poema fotográfico, por Nadia Gómez



(Sobre El biógrafo, de Marco Castagna, Palabras amarillas, 2019)


En varios puntos, los relatos que componen El biógrafo arman un collage sobre las emociones, un repertorio de gente que no sabemos si existió de verdad o no pero que en la aventura vital de la voz que narra, compone una foto existencial. “Tomé la decisión de infiltrarme en la clase media como un espía para poder atacar desde una posición ventajosa", escribió Cheever en sus Diarios. La misma frase, pero sin resentimiento ni voluntad correctiva, podría aplicársele a El biógrafo, porque las vidas comunes de los personajes retratados, incluso en lo que tienen de patético y fallido son narradas con una lente optimista, relajada y sobre todo sensible pero sin golpes bajos.

Las piernas peludas de un padre y la conversación silenciosa de las acciones compartidas, un chico con un perro al que hay que darle clase de apoyo, la épica lumpen de un encargado de edificio, Raulito y su banda antimeritocrática, el mambo de los flippers y la primera cerveza, una colección de vivencias que en el acto reminiscente de hacerlas hablar, cobran un valor colectivo sin llegar a ser alegórico porque son singulares. El libro de Marco Castagna se puede empezar en cualquier parte pero se tiene que recorrer completo porque eso ocurre con los puzles que quedan a medio armar, son definitivamente tristes.

Las frases son versos que prosificados no narran grandes acciones sino más bien hilvanan un largo poema fotográfico. Hay acciones, claro, ocurren algunas cosas, pero lo que importa es la mirada afectiva de un narrador que delinea perfiles, que necesita anotar un gesto o un detalle de indumentaria para que el recuerdo no se pierda para siempre. Por eso, el que escribe recupera fragmentos de la infancia o de la adultez que cifran situaciones de pasaje, ritos de iniciación en los que se aprende algo, tal vez la vacuidad del amor, el costado lindo de la rutina, la diferencia histórica entre ricos y pobres, la impotencia del que se sabe perdido pero resiste

Los relatos que componen El biógrafo son estampas breves, sugerentes, mordidas. El lector se mete como por una ventana para mirar una escena nomás, un pedazo de la vida de alguien. Un poco a la manera de ese monumental proyecto de Perec en Vida instrucciones de uso, el narrador organiza en escenarios móviles el rompecabezas narrativo de sus seres queridos, una familia extendida que son el encargado del primer departamento de soltero, novias ocasionales, pequeños rufianes rifando los últimos momentos de la inocencia en unas máquinas de juego, una perra y un niño haciéndose amigos a la sombra de un árbol.

Retratar escenas anodinas de gente de barrio, pero no con el ritmo de un narrador de ciudad sino con el tiempo del que tarda mucho en llegar al centro y es capaz de contar desde esa distancia, o desde ese asombro. Lo que para el que pertenece al centro sería irrelevante y hasta casi naif para el que llega desde otra parte, desde un pueblo de provincia, por caso, tiene la dimensión del descubrimiento. Lo que arde en el retrato grupal no es ni el infierno ni la hipocresía de la vida sino el aplomo de un narrador que no juzga, un narrador que se enternece de la insignificancia e inclusive es capaz de celebrarla. A la manera de Paterson, el colectivero que filma Jim Jarmusch cuya rutina es levantarse bien temprano, hacer el recorrido en su unidad, parar a anotar breves haikus objetivistas en una libreta y regresar al hogar con su chica bonita o  de la película Cigarros en la que, Augui, el dueño de la tabaquería celebra frente al escritor la proeza de haber fotografiado durante 20 años la misma esquina, en los relatos de El biógrafo hay que sopesar la ansiedad.

Ese es el consejo de Augui en Cigarros cuando su amigo no comprende el sentido de su proyecto. Son todas la misma foto, dice socarronamente el escritor en la escena más famosa de la película, y es cierto, son 4000 fotografías de la misma esquina sobre la Quinta Avenida. Son 4000 fotografías en el mismo punto y a la misma hora sin embargo, en la fijeza del punto de vista aparece la variación, solo se trata de pasar con menos velocidad el álbum y aprender a mirar los cambios de luz entre otoño y primavera. Esa esquina es una porción del mundo de Augui y tiene sentido porque allí suceden cosas que no se entenderían si no se va más despacio. Y si tiene sentido el proyecto de Augui, lo tiene como un archivo personal de su lugar en el mundo. Si bien El biógrafo no tiene la pretensión de ser un documento social, la esperanza y la angustia de la gente común se trafican en decenas de imágenes como estas: “a esa hora un camión de basura parecía el motor de la ciudad”, dice el narrador en “Flippers” para sintetizar la otra cara de la ley, y en “La tarde que fumé por primera vez”: “Me quedaba callado al teléfono y de fondo se oían pájaros tejiendo algo gris, ininteligible. El tiempo se escurría y yo no podía notarlo. ¿Qué fue lo que hizo que todos dejáramos de vernos?”. Modesto, intuitivo, luminoso el libro de Marco Castagna acaso sea unas ganas de resistir al costado cínico y desgraciado de las situaciones cotidianas.

No se trata de explorar en el escándalo argumental ni en la ruptura estilística, lo que ocurre en la forma y en el contenido de estas historias, creo, es la belleza en lo incidental, el fraseo afable de una conversación.