¿Por qué Francia? ¿Por qué no? ¿A qué otro sitio podría haber ido? Lo que importa en los desplazamientos es sostener la fijeza circumpolar de creerse esto o aquello: escritor, no escritor… Casi todos mis escritores favoritos son franceses. Siempre (por épocas) alguno de ellos ha sido mi programa personal para seguir escribiendo y para dejar de escribir (para que la diferencia entre las dos actividades se anule). Lo francés de los escritores es una eficacia, una elegancia de precisión, en la técnica combinada del abandono y la persistencia. Francia para mí fantasía personal es el país de Duchamp, el país donde el inventor se las arregló para inventar su propia desaparición fecunda.
Todos mis viajes, consiguientemente, han sido a Francia. Pero soy mal viajero: me aburro, me deprimo, no entiendo el idioma (ningún idioma), y, lo que es más, he llegado a convencerme de que todos los lugares se equivalen más o menos. Por su lejanía misma, el extranjero es la sede de una eficacia elegante, a la que yo acudo, de mala gana, con una torpeza, una vacilación (¿para qué seguir escribiendo?). No me adapto, no me oculto, y eso hará que tarde o temprano deje de viajar. Estoy cansado de pasear la cara por el mundo Francia: mi cara demasiado pálida, tensa como un metal, fija en una mueca de cortesía idiota que no engaña a nadie. Si alguna vez creí que escribiendo se me revelarían los secretos del know-how fisiognómico, ya es hora de empezar a resignarme; sería más razonable manipular mi cara como un souvenir, un ready-made ya no modificable, firmarlo y olvidarme. Los sueños de la naturalidad han quedado atrás. Una vez, hace años, me hice sacar una foto junto al Balzac de Rodin en el Carrefour Vavin, y de vuelta en Buenos Aires se la llevé a alguien que tenía una de esas costosas computadoras para trabajos gráficos: “¿No podrías”, le dije, “poner la cara de este tipo en mi cabeza, y mi cara en la suya?”
Tomado de: La ciudad de las palabras. Daniel Mordzinski.-