(Sobre El biógrafo,
de Marco Castagna, Palabras amarillas, 2019)
En varios puntos, los relatos que componen El biógrafo arman un collage sobre las
emociones, un repertorio de gente que no sabemos si existió de verdad o no
pero que en la aventura vital de la voz que narra, compone una foto existencial.
“Tomé la decisión de infiltrarme en la clase media como un espía para poder
atacar desde una posición ventajosa", escribió Cheever en sus Diarios. La misma frase, pero sin
resentimiento ni voluntad correctiva, podría aplicársele a El biógrafo, porque las vidas comunes de los personajes retratados,
incluso en lo que tienen de patético y fallido son narradas con una lente
optimista, relajada y sobre todo sensible pero sin golpes bajos.
Las piernas peludas de un padre y la conversación silenciosa
de las acciones compartidas, un chico con un perro al que hay que darle clase de
apoyo, la épica lumpen de un encargado de edificio, Raulito y su banda
antimeritocrática, el mambo de los flippers y la primera cerveza, una colección
de vivencias que en el acto reminiscente de hacerlas hablar, cobran un valor
colectivo sin llegar a ser alegórico porque son singulares. El libro de Marco Castagna
se puede empezar en cualquier parte pero se tiene que recorrer completo porque
eso ocurre con los puzles que quedan a medio armar, son definitivamente
tristes.
Las frases son versos que prosificados no narran grandes
acciones sino más bien hilvanan un largo poema fotográfico. Hay acciones,
claro, ocurren algunas cosas, pero lo que importa es la mirada afectiva de un
narrador que delinea perfiles, que necesita anotar un gesto o un detalle de
indumentaria para que el recuerdo no se pierda para siempre. Por eso, el que
escribe recupera fragmentos de la infancia o de la adultez que cifran
situaciones de pasaje, ritos de iniciación en los que se aprende algo, tal vez
la vacuidad del amor, el costado lindo de la rutina, la diferencia histórica
entre ricos y pobres, la impotencia del que se sabe perdido pero resiste
Los relatos que componen El
biógrafo son estampas breves, sugerentes, mordidas. El lector se mete como
por una ventana para mirar una escena nomás, un pedazo de la vida de alguien.
Un poco a la manera de ese monumental proyecto de Perec en Vida instrucciones de uso, el narrador organiza en escenarios móviles
el rompecabezas narrativo de sus seres queridos, una familia extendida que son el
encargado del primer departamento de soltero, novias ocasionales, pequeños
rufianes rifando los últimos momentos de la inocencia en unas máquinas de
juego, una perra y un niño haciéndose amigos a la sombra de un árbol.
Retratar escenas anodinas de gente de barrio, pero no con el
ritmo de un narrador de ciudad sino con el tiempo del que tarda mucho en llegar
al centro y es capaz de contar desde esa distancia, o desde ese asombro. Lo que
para el que pertenece al centro sería irrelevante y hasta casi naif para el que
llega desde otra parte, desde un pueblo de provincia, por caso, tiene la
dimensión del descubrimiento. Lo que arde en el retrato grupal no es ni el infierno
ni la hipocresía de la vida sino el aplomo de un narrador que no juzga, un
narrador que se enternece de la insignificancia e inclusive es capaz de
celebrarla. A la manera de Paterson, el colectivero que filma Jim Jarmusch cuya
rutina es levantarse bien temprano, hacer el recorrido en su unidad, parar a
anotar breves haikus objetivistas en una libreta y regresar al hogar con su
chica bonita o de la película Cigarros en la que, Augui, el dueño de
la tabaquería celebra frente al escritor la proeza de haber fotografiado
durante 20 años la misma esquina, en los
relatos de El biógrafo hay que
sopesar la ansiedad.
Ese es el consejo de Augui en Cigarros cuando su amigo no comprende el sentido de su proyecto.
Son todas la misma foto, dice socarronamente el escritor en la escena más
famosa de la película, y es cierto, son 4000
fotografías de la misma esquina sobre la Quinta Avenida. Son 4000
fotografías en el mismo punto y a la misma hora sin embargo, en la fijeza del
punto de vista aparece la variación, solo se trata de pasar con menos velocidad
el álbum y aprender a mirar los cambios de luz entre otoño y primavera. Esa
esquina es una porción del mundo de Augui y tiene sentido porque allí suceden
cosas que no se entenderían si no se va más despacio. Y si tiene sentido el
proyecto de Augui, lo tiene como un archivo personal de su lugar en el mundo. Si
bien El biógrafo no tiene la
pretensión de ser un documento social, la esperanza y la angustia de la gente
común se trafican en decenas de imágenes como estas: “a esa hora un camión de basura parecía el motor de la ciudad”, dice
el narrador en “Flippers” para sintetizar la otra cara de la ley, y en “La tarde
que fumé por primera vez”: “Me quedaba
callado al teléfono y de fondo se oían pájaros tejiendo algo gris, ininteligible.
El tiempo se escurría y yo no podía notarlo. ¿Qué fue lo que hizo que todos
dejáramos de vernos?”. Modesto, intuitivo, luminoso el libro de Marco
Castagna acaso sea unas ganas de resistir al costado cínico y desgraciado de
las situaciones cotidianas.
No se trata de explorar en el escándalo argumental ni en la ruptura
estilística, lo que ocurre en la forma y en el contenido de estas historias,
creo, es la belleza en lo incidental, el fraseo afable de una conversación.