Leí no recuerdo dónde “Hay
que tener el coraje de aburrirse solo”. El momento de aburrirse, cuando toma el
tiempo todo, se parece a una arena movediza. Está lejos la manera de hacerse
desear, lejos la tentación, lejos el entusiasmo depravador, lejos la corrupción
de la costumbre, lejos el dejarse hablar y que otro oiga. Lejos haber nacido.
Hay que tener el coraje de aburrirse solo y saltar al vacío. Hugo decía que el vacío lo había decepcionado: tal vez esa es la manera de aburrirse solo sin miedo. Hay que perder el miedo a aburrirse solo y afrontar la decepción del vacío. ¿Quién podría ofrecer instrucciones para amueblar el vacío? Ahora pienso en el vacío como una gran boca que todo se lo come. Un enorme agujero negro que es, a su modo, un poema. Un pájaro es pájaro si se atreve a cruzar volando el sueño de una mariposa negra, escribió un tal Ernesto Aguirre. Cómo me hubiese gustado escribir ese poema. O bien ser ese pájaro corajudo.
Ayer supe la noticia de una mujer que cayó de un piso veintisiete por hacerse una selfie. Vivimos una proliferación constante de Narciso en su tragedia. Hay muchos vacíos a los cuales arrojarse. Y en absoluto es lo mismo arrojarse a un vacío que caer en un vacío.
Pienso que no tengo ninguna frase propia, que todo lo que pienso lo he leído, no lo he pensado. Eso también me decepciona. Pienso en Clarice Lispector y su momento de belleza: si alguna vez fui linda fue en aquel amanecer con rosas que caían de mis brazos plenos. Pienso en el conjunto vacío. En la inteligencia de las flores. Pienso cómo habrán sido los últimos momentos de mi abuelo, cuando sabía que se moría y no quería, no aceptaba tener que morirse, probablemente porque toda su vida estuvo un poco temeroso de vivir. Era como los barriletes que remontaba: un vuelo con cuerda, agarrado a la mano que hace tierra. Un hombre bueno. Sabía decir que no. Quise mucho a mi abuelo. Recuerdo nuestro último abrazo, fue eléctrico y largo.
Mañana será la primera vez en mucho tiempo que mi abuela no cumpla años.
Mi padre está a punto de perder una pierna.
Pienso en los autistas y en su interés matemático que excluye cualquier interrogación por las preguntas existenciales. Ninguna fórmula matemática expresa la tristeza (esto sé que se lo leí a Fritz Zörn), el entusiasmo, la muerte, la sexualidad… Pienso en las matemáticas como en un psicofármaco, con otros efectos secundarios. Pienso en la cobardía, en algo que escribí en otro tiempo sobre los cobardes. En un momento de mucho coraje donde no estaba aburrida. Pero está bien aburrirse. Jugar a aburrirse.
Nieves cuenta de su infancia que cada vez que decía Me aburro le respondían No se dice mea burro, se dice pipí caballito. Por cosas como esa vale la pena aburrirse: puede haber –no es seguro– la posibilidad de convertir el fastidio en risa.
En el coraje de aburrirme sola, el humor sigue siendo mi mejor salto al vacío.
Hay que tener el coraje de aburrirse solo y saltar al vacío. Hugo decía que el vacío lo había decepcionado: tal vez esa es la manera de aburrirse solo sin miedo. Hay que perder el miedo a aburrirse solo y afrontar la decepción del vacío. ¿Quién podría ofrecer instrucciones para amueblar el vacío? Ahora pienso en el vacío como una gran boca que todo se lo come. Un enorme agujero negro que es, a su modo, un poema. Un pájaro es pájaro si se atreve a cruzar volando el sueño de una mariposa negra, escribió un tal Ernesto Aguirre. Cómo me hubiese gustado escribir ese poema. O bien ser ese pájaro corajudo.
Ayer supe la noticia de una mujer que cayó de un piso veintisiete por hacerse una selfie. Vivimos una proliferación constante de Narciso en su tragedia. Hay muchos vacíos a los cuales arrojarse. Y en absoluto es lo mismo arrojarse a un vacío que caer en un vacío.
Pienso que no tengo ninguna frase propia, que todo lo que pienso lo he leído, no lo he pensado. Eso también me decepciona. Pienso en Clarice Lispector y su momento de belleza: si alguna vez fui linda fue en aquel amanecer con rosas que caían de mis brazos plenos. Pienso en el conjunto vacío. En la inteligencia de las flores. Pienso cómo habrán sido los últimos momentos de mi abuelo, cuando sabía que se moría y no quería, no aceptaba tener que morirse, probablemente porque toda su vida estuvo un poco temeroso de vivir. Era como los barriletes que remontaba: un vuelo con cuerda, agarrado a la mano que hace tierra. Un hombre bueno. Sabía decir que no. Quise mucho a mi abuelo. Recuerdo nuestro último abrazo, fue eléctrico y largo.
Mañana será la primera vez en mucho tiempo que mi abuela no cumpla años.
Mi padre está a punto de perder una pierna.
Pienso en los autistas y en su interés matemático que excluye cualquier interrogación por las preguntas existenciales. Ninguna fórmula matemática expresa la tristeza (esto sé que se lo leí a Fritz Zörn), el entusiasmo, la muerte, la sexualidad… Pienso en las matemáticas como en un psicofármaco, con otros efectos secundarios. Pienso en la cobardía, en algo que escribí en otro tiempo sobre los cobardes. En un momento de mucho coraje donde no estaba aburrida. Pero está bien aburrirse. Jugar a aburrirse.
Nieves cuenta de su infancia que cada vez que decía Me aburro le respondían No se dice mea burro, se dice pipí caballito. Por cosas como esa vale la pena aburrirse: puede haber –no es seguro– la posibilidad de convertir el fastidio en risa.
En el coraje de aburrirme sola, el humor sigue siendo mi mejor salto al vacío.