“…no rescato nunca hechos significativos…”
N. S.
Estoy por tocar el timbre de la casa de Néstor Sánchez
por primera vez. Es el año 92 o principios del 93, lo que me acuerdo bien es la
hora por su manera de decir “a las doce” en el teléfono haciendo sonar todas
las consonantes a fondo y la o profunda, un poco a lo Riverito. La casa, baja,
la primera desde la esquina, tiene un frente de mármol claro, puerta de chapa
con un rectángulo vertical de vidrio oscuro en el centro y dos ventanas a los
costados, las celosías cerradas siempre. El timbre suena fuerte, se enciende
una luz a través del vidrio, el cuerpo atrás de la puerta lo oscurece, abre.
Néstor es alto y corpulento, usa la ropa de los viejos del barrio, alpargatas
con suela de goma, pantalón de tela liviana con elástico y camisa. Nos damos la
mano, me hace pasar, nos sentamos alrededor de una mesa baja, carpeta tejida,
en los sillones del juego de madera oscura, de estilo, duros, con apoyabrazos,
cada uno ocupa el lugar que va a mantener después durante años, yo a la
izquierda de la puerta, frente a la pared descascarada y el cuadro que le
regaló Gorriarena y él a mi derecha, enfrente de una biblioteca también de
madera oscura con tres puertas de vidrio y cortinitas que no dejan ver adentro,
él a mitad de camino entre la puerta de entrada y otra, la que esconde el resto
de la casa sin terminar de filtrar las voces de mujeres, los tangos de radio,
el olor del bife o las milanesas cocinándose. A sus espaldas enmarcada la foto
infantil. Hablamos de literatura, del barrio y sus personajes, que conozco bien
porque viví casi toda la vida en esta misma manzana, justo a la vuelta, sin
saber que esta era la casa de Néstor Sánchez, al lado de la pescadería que para
nosotros sigue siendo la farmacia aunque cerró hace quince años, y cuando más
adelante me presente a su madre la voy a conocer de haberla visto barrer la
vereda. Pero si en la charla hay entusiasmo es mío, y es mudo. Néstor se sienta
erguido y saca cigarros del bolsillo de la camisa, Particulares 30, fuma en
silencio. Su cara es redonda y grande, como sus ojos, y la boca ancha. Tiene
una sonrisa enorme, contagiosa, se ríe con toda la cara, asintiendo, y los ojos
le brillan intensamente. Otras veces la mirada se opaca, apagada, el contraste
es grande. Me veo obligado a llevar adelante la conversación, no es mi juego y
lo hago torpe, pregunto por ejemplo si esa foto que se ve es de la nieta y me
dice que no, que es el hijo, o pregunto fechas, tratando de situar su viaje en
el tiempo, y me dice ah, no sé, yo de años no sé nada, meneando la cabeza con
los ojos cerrados, como si lamentara no poder ayudarme. Le pregunto qué lee.
Casi nada, dice, con la misma desolación, Joyce, “Estoy preso en esta escena
ardiente”, cita y se le ilumina la cara. De Claude Simon hay un libro que está
bien, El viento, una edición de
Fabril, de tapas duras. No lo conozco. En el silencio, se pasa las palmas por
los muslos, cruza los brazos, mira fijo la biblioteca, respira pausado y de
pronto hondo y suelta todo el aire con un soplido fuerte. Tiene el mismo pelo
con el que aparece en las fotos de joven, sin canas, ondulado, bien peinado, y
un gesto repetido de alisárselo con la palma, no a los costados, no por
coquetería, sino la parte de arriba, unas palmadas, como achatándolo. En cambio
la dentadura es postiza, parece que le molesta, todo el tiempo la acomoda y
corrige con la yema del pulgar. Cuando su reloj de malla negra y agujas sobre
un fondo blanco marca una menos cuarto me dice que se tiene que ir a comer.
Llamame, dice. Nos volvemos a dar la mano y salgo.
Ese esquema de visitas se repite un par de años,
siempre día de semana, siempre a las doce y hasta la una menos cuarto. Néstor
no ve a casi nadie, no lo llaman. Dice que es traductor de inglés, italiano y
francés pero que no le dan trabajo, es una mafia. ¿Escribe? Ya no. Estoy seco,
dice, sin expresión, sólo confirmando el hecho. No escribe porque no tiene una
épica. Antes tenía una épica, una épica de vida, y esa vida se volcaba en la
literatura. ¿Ahora de qué voy a escribir, de la vejez? Le dejo una copia de
algún cuento que estoy escribiendo, él la hojea y la guarda en esa biblioteca
que me empieza a intrigar con sus cortinas. Lee y llama enseguida, no es
complaciente ni jodido, ninguna pretensión. Hablando de un cuento que le pasé,
dice que le pareció parte de una novela, y yo a partir de ahí arranco mi
primera novela, como si me hubiera dado permiso o hecho creer que estaba en
condiciones. Como estoy por irme a Francia por un tiempo, le pregunto si hay
alguien a quien pueda ir a ver. No. Estaba Beckett, lástima que murió. Después
no pasa nada, y repite el gesto desolado.
Cuando nos volvemos a ver nos reímos de los parisinos
y del clima, de París no. En la biblioteca del Pompidour encontré sus libros
traducidos y editados por Gallimard en los setenta. Estaba Cómico de la lengua pero prefiero esperar a leerlo en castellano.
No tengo ninguno, dice Néstor, se perdió todo. Sí leí El viento y también encontré, medio de casualidad, a un lingüista
argentino con el que cenamos un par de veces en la rue Dunois, fuimos a bares y
a la presentación de un libro de poesía en idisch en una librería del boulevard
Saint-Michel con buen vino y comida y un borracho gritón con su perro al que
nadie se animaba a echar, y cuando el lingüista me pregunta a quién leo le
digo, para desalentarlo, Néstor Sánchez, entonces el tipo se ahoga con el
bordeaux y dice que Néstor lo inició en la literatura a los quince años, era
novio de la hermana de uno de sus amigos, educó a toda la barra, nunca más lo
vio, me pregunta o me dice, como se dicen esas cosas, si no estaba internado.
Esa noche somos dos personajes de Néstor Sánchez buscando a nuestro autor.
En Cabezón y Nazca, a las doce, cada uno vuelve a su
silloncito. Un día aparece recién levantado, en pijama celeste de pantalones
cortos y camisa con botones blancos, solapas y un bolsillo para los
Particulares, y chancletas con dos tiras de cuero en equis, como otros vecinos
de esta cuadra no hace tanto, a lo Siberia.
Las novelas las escribió en un año, catorce meses cada una, no más. Era como un
ciclo. El tiempo siempre presente, la fecha de escritura de la novela al final,
su rúbrica. Escribía ocho horas diarias todos los días. Cuando se escribe la
novela es todo el día y toda la noche, hasta en los sueños. Antes que los
personajes envejezcan, dice. El tiempo y la muerte. Cuando le pregunto por el
barrio, dice muchos muertos. ¿Ruido? ¿El 90 que pasa por la puerta? No,
muertos, se está muriendo mucha gente. Pregunta por Martini Real, de qué murió.
Me avisa que murieron Burroughs y Ginsberg, dudo si es reciente o pasó hace
mucho y me olvidé o si ya me lo dijo. Sigo dejándole mis textos. Aparece en La
ballena blanca un viejo artículo
suyo sobre la novela y le pregunto, buscando las palabras, por algo que él dice
ahí, si entonces ya contemplaba la posibilidad de dejar de escribir. Sí,
asiente con la cabeza, ya la contemplaba, y me queda mirando. Ahora había
empezado una novela pero la abandonó. Setenta páginas. No le gustaba. Me
muestra una antología de Perfil en la que aparece Adagio. Están Macedonio,
Lamborghini, Gusmán. Al día siguiente le dan 300 pesos, le da risa, es lo que
se paga en las antologías. Leo la reseña, el libro de cuentos es del 88,
¿tanto? Yo también pensé que era menos, dice con la mano derecha sobre el pelo
y ojos muy abiertos. ¿El personaje de Adagio
es su padre? No, es Juan L. Ortiz. Es el relato de una visita a Juan L. Ortiz,
aunque no pasó nada de lo que se cuenta, sonríe. Iban a verlo a Paraná con Hugo
Gola. Su poesía le gustaba, pero hablaba mucho, tenía logorrea. Tomaba mate
todo el día y anfetaminas. Vivía con un montón de animales, no se acuerda si
perros o gatos. Era alto y flaco, y las plumas que usaba para escribir y la
bombilla del mate y su boquilla, todo era fino y alargado. Voy rearmando su
itinerario. Perú, ya metido en Gurdjieff, Venezuela, Monte Ávila, la traducción
de Muerte a Crédito, con eso se pagó
los pasajes a Europa, Italia, España, en esa época andaba bien, llegué a tener
auto y todo, después París siete años y Estados Unidos ocho, en total veinte
años afuera. Lo invito a cenar alguna vez a mi casa. Queda en pensarlo. Al
centro no voy, dice. A todo lo que está más allá de Chacarita, en Villa
Pueyrredón se le dice el centro.
Empiezo a verlo afuera, en un café de esa frontera que
es Chacarita, adonde se reúne los sábados, a las cinco de la tarde, con
Raschella, Hugo Savino y Pablo Ingberg. Hasta acá Néstor viene de zapatos y
jeans, y ahora nos saludamos con ese abrazo porteño con choque de mejillas.
Entre otros recupero un poco mi silencio, se habla de tango y de jazz, de
escritores que no conocía, José Agustín, El
oro, de Cendrars, Kerouac, “Y yo me vuelvo a casa, habiendo perdido su
amor. Y escribo este libro”, cita Néstor y le brillan los ojos, cuenta cuando
fue a Big Sur ilusionado, creyendo que lo iba a recibir una colonia de artistas
pero no había dónde quedarse ni cómo volver, un desastre, se entusiasma con
Molina, “Bañándome en el río Túmbez un cholo me enseñó a lavar la ropa”, si
alguien nombra a Saramago él pregunta quién es, de Borges le gustan Historia universal de la infamia, El Aleph y
Otras inquisiciones, lo entrevistó en la Biblioteca antes de irse, la
secretaria tres veces interrumpe “Borges, teléfono”, y el viejo “Le dije que
aparentara que era un hombre ocupado pero creo que está exagerando”, y el
sábado que estaba en la cama antes de ir al bar y se le apareció un recuerdo
olvidado de esa entrevista, un flash, él dale con Gurdjieff y con Ouspensky
hasta que Borges lo interrumpe “¿Usted es teósofo?”, la risa de Néstor nos hace
felices, escritura en estado de gracia, como cuando escribía, a veces estaba
escribiendo un capítulo y se le armaban los seis siguientes, anotaba, después
del seis al doce, la novela se iba armando sobre la marcha, un esqueleto
después la escritura, para los personajes nombres de jugadores de primera C, Orsinis se iba a llamar La juntidad espeluznante, Cómico por los cómicos de la legua,
trashumantes que recorrían América, además en esa época como una manera
socarrona de dirigirse, “qué hacés, cómico”, o “éste es un cómico”, escrito en
Barcelona algunas partes que salían directas a máquina otras a mano,
anotaciones en papeles sueltos, con letra grande, a veces escribía “con trago”,
de noche, en un bar vacío, el dueño un fantasma, de mañana las pasaba a
máquina, Chicago vista un sólo día, el viaje en auto ida y vuelta desde el
aburrimiento profundo de la residencia para escritores de Iowa, la gente que
escribe “temas” y la imposibilidad de escribir una novela con personajes que no
tengan nada que ver con uno, como un militar, qué se yo cómo es un militar,
para eso hay que ser novelista (peyorativo).
Cuando muere la madre queda solo, la casa se me abre,
de la sala pasamos al comedor que corresponde a la otra celosía que da a la
calle, juego de mesa y sillas tapizadas y vajillero, la cama de Néstor,
pastillas sobre la cómoda, atados de Particulares, monedas, páginas de cuaderno
llenas de su letra cursiva, de ahí a la pieza que era de la madre adonde están
el teléfono y el televisor y un diploma que imita un pergamino con caligrafía
cuidada y muchas firmas. Los muebles, artefactos, cuadros, adornos, todo es de
hace treinta años, todo mantiene su lugar. Lo desperté. Se peina y tomamos mate
en la cocina oscura, uno a cada lado de la mesa, yo de espaldas a la heladera,
él cerca de la hornalla encendida a mínimo, un reloj cuadrado de fórmica
imitación madera clara y la inscripción Aconcagua nos vigila. Néstor es muy
puntual. Se acuesta temprano, se levanta tarde, duerme siesta. Me aburro, como
no escribo me aburro. Sin dientes se parece un poco a Benedetti. Querían
meterme en el boom y yo me fui a la mierda. Se ríe de Vargas Llosa, “la luz
entró en el cuarto como un cuchillo en la carne”, de Carlos Fuentes codeándose
con presidentes y embajadores. ¿Hoy pasa el basurero? Tiene que sacar ramas a
la calle, a la mañana estuvo el jardinero. También la chica que limpia. Se
nota, ¿no? Igual vos sos ordenado. Si, soy ordenado. La cocina da al jardín por
una puerta de alambre tejido. Salimos. El contraste con la casa golpea. El
jardín es una isla de claridad. El pasto, las enredaderas sobre las paredes,
muchas variedades de plantas y flores, a un costado hasta un banco de madera,
todo crece fuerte, cuidado, alegre, mágico.
Aparece lo de la computadora, dice que sí y en el café
nos ilusionamos, ¿y si empieza a escribir de vuelta? Un sábado al mediodía
llego a Villa Pueyrredón en remise y me está esperando en la puerta de su casa.
Bajamos la máquina del baúl y dejamos todo sobre la mesa del comedor. Preparó
bifes y una ensalada de lechuga bien condimentada, hay pan lactal, fruta,
tomamos cervezas hablando de Alberto el almacenero, de Fanego, salimos a buscar
una ferretería abierta por el barrio para comprar una zapatilla, el nombre del
artefacto lo hace reír, caminamos por Cuenca abajo del sol, le gusta caminar,
las calles están vacías, mantiene la espalda recta, el paso un poco rígido pero
elegante. Empezó a escribir de chico, en el colegio, tenía aptitud.
Redacciones, cartas. A los dieciocho años un maestro le dijo que escribiera.
¿Un maestro de escuela? No, un maestro, un tipo. No había terminado la
secundaria, a los dieciséis años estudiaba en el Normal Mariano Acosta cuando
murió el padre, dejó la escuela y fue a trabajar. Al ferrocarril. Retiro. El
padre y el tío eran ferroviarios. Tiene un hermano ocho años menor que vive en
Italia y también escribe. El padre parece que escribía también, era muy lector,
a Néstor le quería poner Florencio, Florencio Sánchez, se ríe, por suerte
después lo convencieron. Primero escribía poesía, después dejó. No se me da la
poesía, me pongo filosófico, me voy por las ramas. En cambio, creó esta
escritura que llama poemática. Pero sus relaciones siempre fueron con poetas,
no con narradores. Era amigo de Aguirre, Bayley, Madariaga, Molina, Ortiz,
Gola, Alonso. Le gusta mucho Molina, más que Girondo. Es más denso, Girondo no
es un gran poeta. Cuando él lo conoció, a través de Madariaga, Girondo andaba
en silla de ruedas, lo había atropellado una moto por Florida. Era muy
mujeriego, hacía grandes fiestas. De Bayley dice que necesitaba la murga, y que
él se fue, no lo soportó. Fueron los primeros lectores de Nosotros dos, a la novela no le dieron el premio en el concurso de
Primera Plana porque dijeron que tenía influencia de Cortazar. A Cortazar no lo
conocía, le había enviado la novela a Paris y él escribió una carta fuerte de
recomendación para Sudamericana, y discutiendo lo de su influencia. Así entró a
publicar. ¿Cortazar? Le había pegado mucho Rayuela.
También Marechal, Adán, pero más
todavía El banquete.
Cada dos o tres sábados en el café, con Pablo, Hugo y
Roberto, ahora algunos asados, otra noche en una pizzería brindando por los
libros que aparecen y la perspectiva de que por primera vez se va a editar Cómico de la lengua en Argentina, ese
fin de año todos juntos en la casa de María Teresa, pero al mismo tiempo en el
comedor oscuro clases de computación que los dos queremos que terminen rápido
para ir al bar de Mosconi, a cinco cuadras, adonde va todas las tardes.
Entrando, levanta el brazo derecho y muestra la palma de la mano junto a su
cara y cabecea apenas. Alfredo, el mozo, le trae un sifón y dos vasos, uno lo
llena hasta el borde de vino Toro que Néstor va estirando, cuando se le termina
el mozo se acerca y le vuelve a servir. La reacción rápida, sin necesidad de
palabras, la precisión de cada gesto. Pregunto por las drogas. En esa época en
Buenos Aires había droga por todas partes, estaba a la orden del día. Tomó eso
que estaba dando vueltas para Orsinis, pero él no la usaba. Una sola vez fumó y
le hizo mal, se separó en cinco, no sabía donde estaba. El verbo como en
inglés, usar marihuana, usar cocaína. En el televisor pasan un amistoso
Holanda-Brasil, le causa gracia que conozca los nombres de los jugadores.
Desprecia el fútbol a favor del turf, aristocrático, aunque es de River y los
domingos en la casa escucha los partidos por radio. Le divierte mucho el apodo
Muñeco, de Gallardo, por la cara que tiene. Atrás de las mesas juegan al
billar. Jugaba de chico, de prohibido, después ya no. Lo que sí le gustaban
eran las carreras, y la quiniela. Ahora es imposible, hay carreras todos los
días, y sorteos, lotería, quini, loto, raspadita, provincia, nacional, uf, sopla
a través de los dientes. Para jugar a las carreras hay que estudiar, hay que
leerse la revista. Una tarde en el café de Chacarita, hablando de las carreras,
dice ese fue mí vía crucis. Y que en París trabajaba de mañana en Gallimard y a
la tarde iba a las carreras. ¡Tres mil quinientos dólares en Boulogne! Además
estaban Saint-Cloud, Auteuil, que era de vallas. Y también el póker, con
Mariani y Juan Carlos Martelli. O en vez de ir al bar de Mosconi compró dos
botellas de cerveza y yo traje una de whisky y cuando salgo de su casa es de
noche, es invierno, necesito mucho caminar, las frases se agolpan, ¿un
Gorriarena puede valer 40 pesos?, meo en los pastos de una vía por Monroe, en
Triunvirato y Olazábal subo a un 127 y me despierto en Boedo e Independencia,
salto al viento frío, a un taxi, cuando se lo cuente va a sonreír con la punta
de la lengua entre los dientes y los ojos muy abiertos brillándole.
La casa es alquilada de toda la vida, ahora por el
hijo del antiguo dueño. Solo, le queda grande, y piensa buscarse otra más chica
o una pieza. Le da vueltas al asunto. Una de las últimas tardes que voy me dice
que si se muda va a tener que desprenderse de los muebles, también de la
biblioteca, y que elija qué libros me quiero llevar. Abre las puertas. Veo uno
o dos estantes con libros. El único que quiere conservar, además de los suyos,
es la antología del surrealismo creo que de Pelegrini, un volumen gordo de
Fabril, por el poema de Daumal Hechos
memorables. Me lo hace leer, “Acuérdate de tu guardián”. El texto está
marcado con algunos puntos negros al margen, tiene correcciones a la
traducción, algunos yo tachados. Resaltan tres Cómicos, y un Nous deux
del 74 que le mandó a la madre desde Paris, con una dedicatoria cariñosa de
tono tanguero. Son los únicos ejemplares que tengo. Después, el resto, libros
de conocidos, curiosidades, un Alambres
dedicado con devoción por Perlongher. Abochornado, al final elijo El conocimiento silencioso, de
Castaneda. Hablamos de Castaneda, le pregunto por Gurdjieff, dice que es muy
complicado, que no quiere saber nada con eso. A mí me llevó a la locura. Un mal
camino. Sí, asiente, un mal camino.
Lo seguimos encontrando cada mes en el café de
Chacarita. El cinco de abril lo vemos ahí, en algún momento de la charla pide
si alguien le puede conseguir un almanaque grande, que se vean bien los
números. Dos semanas más tarde me estiro hasta Villa Pueyrredón por última vez,
es un lindo domingo de otoño, bajo del 90 por adelante y las piernas me llevan
solas, paran frente a la puerta de chapa pintada de beige, acá quisiera que me
dejen, al sol, con un pie sobre el umbral de mármol y a punto de apretar el
botón de bronce mudo, mirando la chapa 2915 blanca, su borde de óxido que
avanza, detenerme antes de ir al kiosco de a la vuelta, antes que salga la
mujer se ponga una mano sobre la boca y diga que era tan correcto, un señor,
que a los vecinos les extrañó no verlo, uno notó que la llave estaba puesta,
habrán entrado, más tarde voy a entrar yo a una estación de servicio y voy a
hacer los llamados, mañana en la comisaría 47, en Judiciales, el sargento
primero Méndez, todas son escenas y nombres de una novela cómica escrita por
él, pero ahora, en este instante, lo que yo quiero es parar el tiempo, que nada
de esto pase, quiero tocar el timbre y que suene, que la luz no esté
desconectada, que no haya este silencio, se abra la puerta y aparezca Néstor
Sánchez.
Este texto apareció publicado por primera vez en el
nro. 1 de la revista Zélema, Buenos Aires, 2010. Forma parte de Visiones
de Sánchez, recopilación de testimonios
de escritores que conocieron a Néstor Sánchez. Pertenece al libro inédito Tres
encuentros.