Tadeo empezó a dormir en un sillón de la casa de Pablo y Esther, aunque durante el día no estaba casi nunca y algunas noches tampoco. Era una casita con fotos familiares cuyos escasos metros cuadrados no causaban tensiones sino una sensación de calidez, algo que él nunca había experimentado. Esther llamaba a su hijo “mi vida”, Pablo contestaba con “mami” y él se sentía fuera de lugar, por lo que trataba de no pasar demasiado tiempo ahí.
Evidentemente
no había mucho que compartiera con su supuesto gran amigo. El mayor hobby de él
además de jugar al fútbol era ir a bailar, pero ¿qué podía tener de divertido
encerrarse en un espacio oscuro y lleno de gente? Conocer chicas, decía Pablo,
pero a él el sexo le resultaba incomprensible.
A la única
persona que visitaba con asiduidad era al Viejo, pero solo porque era viejo y
le hablaba de asuntos para él muy lejanos: política, sobre todo. El problema
era que el Viejo, entusiasmado de más por las conversaciones, a veces le
ofrecía asistir a las reuniones de la Junta Vecinal, aunque fuera para ser
testigo de la dinámica del grupo y ponerse al día con los temas concernientes
al barrio. Él se negaba, a riesgo de parecer un ingrato, porque no creía tener
nada que aportar.
Lo que más
necesitaba era encontrar un trabajo. Su experiencia laboral era nula: solo
había pasado por una cantina, donde Pablo imaginó que estaría cómodo porque el
negocio era manejado por paraguayos, y no duró más de una semana batiendo
sangría en un lavarropas. Es que tan poco sentido tenían el vino, la fruta y el
hielo en una máquina centrífuga desvencijada como lo tenían los partidos de
fútbol con bolsas de basura en canchitas improvisadas y sin embargo ahí,
cruzando la Avenida Rawson, todo sentido parecía perderse.
Caminando
por el centro, en el subsuelo de una galería, encontró un cartel con una
búsqueda laboral. El local era una santería y se llamaba Santa Rita.
Estatuillas de la virgen se rozaban con las del Gauchito Gil mientras que en
otros estantes se vendían libros de autoayuda, de religión oriental o de
autores con nombres como Blavatsky o Gurdjieff. Nada atraía a tantos curiosos,
sin embargo, como las letras de acrílico en la vidriera donde se promocionaban
servicios de «Control mental», «Oraciones milagrosas» y «Conjuros a distancia».
Todo lo religioso le causaba rechazo pero el dueño del local aceptó emplearlo,
quizás por el bajo sueldo que él pretendía, y se incorporó al día siguiente.
Con el
pasar de las horas se fue dando cuenta de que no había tantos clientes. La
gente paseaba por la galería pero para comprar celulares, lencería barata o
sacar documentos clandestinos. No tenía nada para hacer y tampoco podía salir,
por lo que cuando se cansaba de barrer y sacar las telarañas hojeaba un poco
los libros. Mientras tanto por un ventanal que daba a la calle podía ver a los
árboles sacudirse como a través de la ventana del instituto, indicando que la
realidad no era más que una apariencia.
Cansado de
sentirse una carga para Pablo y su familia, juntó el dinero necesario para
mudarse a la pensión «Five Star», justo enfrente de la plaza principal.
Acomodaba sus pocas cosas en el cuarto cuando entraron dos chicos que tiraron
sus mochilas en el piso.
–¡Es una
malcogida esa profesora! Eso es lo que le pasa...
–Che, ¿qué
tal? – dijo el otro – Yo soy Julián.
–Yo
Ricardo.
–Un gusto
– mintió él.
Los
estudiantes se desplomaron sobre sus camas para estudiar en voz alta. A él no
le molestó, lo superaba el alivio de no estar de prestado en ninguna parte. Aun
así no le interesaba interactuar con esos individuos y tampoco era agradable
ver a las ratas pasear, por lo que agradeció tener un trabajo que le permitiese
estar afuera casi todo el día.
Con las
semanas se fue instalando la rutina: se levantaba a las seis de la mañana, con
suerte pasaba por la ducha compartida, tomaba unas líneas de cocaína en el baño
y salía para esperar el colectivo. Entonces el cielo estaba oscuro y la plaza
casi desierta excepto por algún vagabundo que dormía y por los folletos y las
bolsas que daban vueltas con el aire matinal. Él no corría la mirada del suelo
hasta que el vehículo arrancaba su marcha y entonces los kilómetros empezaban a
sucederse a través del vidrio, la más delgada de las transparencias que lo
separaban de la vida.
Cuando
volvía a la plaza al final de la jornada el panorama era distinto. Por lo
general había pastores con o sin megáfonos. Alguna que otra vez se quedaba a
escucharlos para hacer tiempo, más del que ya había hecho en el trabajo, pero
nunca consideró que hubiera verdad en sus palabras; pensaba que debían ser estafadores
aunque más mentirosa era su propia rutina, una repetición maquinal de
fragmentos que ni siquiera eran fragmentos sino pedazos rotos de un
despedazamiento original e imposible de arreglar.
–Dame
velas – le dijo un cliente una tarde.
–A ver si
quedaron.
–Dale,
rápido, que no tengo todo el día.
Él abrió
un paquete de velas aromáticas y sacó un encendedor de su bolsillo para prender
una. Después dejó, sin expresión alguna, que las gotas de cebo rojo cayeran
sobre su brazo sin importarle el dolor que le causaban. El cliente no le
quitaba los ojos de encima, y él sonrió de satisfacción.
–Loco de
mierda – dijo el hombre, y salió indignado del local.
Esa noche
subió por la escalera de la pensión y se detuvo ante un cuarto cualquiera
porque un libro que había hojeado en la santería le había despertado una leve
esperanza de que algunas cosas fuesen por algo, de que marcando un número
aleatorio pudiera darse con alguien importante en la vida de uno, de que
todavía hubiera sorpresas. Entonces se apoyó sobre la puerta con todo el peso
de su cuerpo y se imaginó del otro lado a todas las cosas buenas que pudieran
existir, no solo a sus escasos recuerdos felices sino también a los futuros que
imaginaba de niño, tan brillantes como los cielos que los atestiguaban.
–No hay
nadie ahí – dijo alguien al pasar.
Él no se
sorprendió y volvió a la habitación, donde trató de dormir a pesar de la luz
blanca de tungsteno que iluminaba desde el techo.
Se
despertó de un entresueño absurdo, en el que se deslizaban por su mente conjuntos
de palabras e imágenes sin sentido ni coherencia, por un golpeteo en su hombro.
–Abajo
preguntan por vos.
–¿Quién?
–Pablo,
dice que es tu amigo – le dijo Julián.
Es que
Pablo a veces pasaba por la pensión para saludarlo cuando estaba por ir a un
boliche que quedaba a pocas cuadras de ahí. Por supuesto, siempre lo invitaba y
él siempre decía que no. Esta vez aceptó por primera vez la propuesta porque no
se le ocurría ninguna excusa; al fin y al cabo tampoco podía rechazar con tanta
vehemencia algo que no había experimentado.
En la
puerta del baile Pablo se reencontró con sus amigos. Esperando su turno con el
patovica los jóvenes empezaron a fumar, a reír y a hablar sobre asuntos
comprensibles solo para ellos. Él apoyó su peso contra la pared, sintiendo un
vértigo extraño que lo paralizó. Pensó en irse pero los hicieron pasar y por
inercia siguió a los demás.
–Hoy tocan
Los Palmeras – le dijo Pablo.
Él no le
contestó, ni siquiera reaccionó, y dejó caer su cuerpo contra la barra. Su
amigo se alejó entusiasmado mientras que él se entretuvo por una pelea entre
dos borrachos que se había suscitado al lado de las escaleras. A él nunca le
había gustado el alcohol, pero necesitaba algo para sacarse esa horrible
sensación que lo envolvía, como de mierda recorriéndole las venas.
Subió al
baño, tomó unas rayas en un cubículo, miró su cara en el espejo y la sintió
como la de alguien más. Su piel estaba entre blanca y amarilla mientras que sus
ojos negros expresaban una mirada distinta, como encendida y apagada
alternativamente. No se parecía demasiado a su madre; debía parecerse a su
progenitor desconocido, lo cual no significaba demasiado. Como le decían en la calle:
debe estar bueno robar con vos porque tu cara es muy común.
Bajó con
la intención de irse cuando se topó con un hombre al que encontró familiar, y
cuyos rasgos eran mucho más distinguibles que los de él.
–Yolanda,
te lo dije mil veces, yo con vos no salgo más.
La chica
miró a su amigo abrirse paso entre la gente y atinó a seguirlo con un pequeño
movimiento de las manos, pero finalmente no lo hizo. Todo en ella era vistoso y
colorido: los labios fucsias, la sombra celeste, el pelo rubio oxigenado que caía
sobre la remera plateada. Como se le quedó mirando, ella le dijo:
–¿Pasa
algo?
–Perdón,
le veía cara conocida.
–¿Qué? ¿A
mí?
–No, a tu
amigo – dijo él, y es que no se discernían muy bien las palabras por el volumen
de la música.
–Capaz le
compraste en la verdulería.
Entonces
él se acordó.
–Lucas,
¿no?
–Claro.
–Le
molesta que otros chabones me hablen, ¿podés creer? Es buen pibe, pero viste,
es muy celoso. ¡Somos amigos, con qué derecho! En fin, ahora me quedé sola.
¿Cómo te llamás?
–Tadeo,
¿vos?
–A mí me pusieron
Flavia Yolanda, pero me dicen Yolanda. ¡Flavia no me gusta!
Él se
disculpó para ir al baño, donde tomó otra línea de cocaína: era lo mínimo que
necesitaba para poder seguir con la conversación. Cuando volvió ella seguía ahí
contra todo pronóstico, y él se dispuso a tomar sus palabras como un
reconfortante, aunque en parte incomprensible, ruido de fondo.
–¡O sea
que sos de escorpio! Son de carácter fuerte, saben lo que quieren.
–Mirá vos
– dijo él, que no se reconocía con ninguna de esas características.
La
acompañó a tomar el colectivo porque ella decía que le daba miedo esperar sola,
que siempre lo esperaba con Lucas.
Empezaba a
amanecer y las franjas rosadas desplazaban a la oscuridad de la madrugada. Él
se detuvo a mirar los edificios, pegados al cielo como cartulinas blancas, y
sintió otra vez ese vértigo que parecía desprender halos de los objetos, de su
propia cabeza, como una fiebre que no era fiebre. El corazón le latía fuerte y
no en el buen sentido.
–Es
divertido ser peluquera, te hacés amigos, sos un poco psicóloga también. ¿Vos
qué hacés?
–Atiendo
una santería.
–Qué
interesante. Yo hace mucho no le doy bola a Dios... Lo dejé un poco de lado, es
que no entiendo cómo permite tantas cosas feas.
–¿Qué
cosas?
–No sé,
maldades. Por ejemplo, tengo un vecino que es un psicópata, mezcla vidrio con
carne picada y lo deja en la calle para matar a los animalitos. ¿Podés creer?
–Qué feo –
dijo él.
–¿Tenés
mascotas?
–No.
–¡Ah! Yo
tengo a Charly, mi gordito divino. Es un gatito siamés. Me hace mucha compañía.
En ese
momento llegó el colectivo. Yolanda no se despidió, mas bien subió y lo miró
como invitándolo a hacer lo mismo.
Bajaron en
la estación de trenes, el final del recorrido. Empezaba a salir el sol con más
fuerza pero sin borrar la evidencia de la noche, el olor a alcohol y el olor a
cigarrillos. Ella dijo que tenía hambre y le compró unos churros a un vendedor
ambulante; él no aceptó ninguno. Después caminaron unas cuadras hasta llegar a
un barrio arbolado, en apariencia tranquilo. En efecto, enfrente de la casa de
ella estaba el cartel de «Lucas».
–Bueno,
gracias por acompañarme hasta acá.
–De nada –
dijo él, que nunca había hablado tanto con una mujer.
En el
frente de la casa de Yolanda había un jardín que era pura maleza, y las paredes
estaban cubiertas de musgo. Ella hurgó en un bolsillo, buscando las llaves, y
se alivió cuando las encontró. Una vez atrás del portón lo invitó a pasar, él
supuso que por compromiso.
–No,
gracias.
–Dale,
vení, tomamos unos mates.
En la sala
los sillones estaban rajados, las persianas rotas, el piso levemente sucio. Se
sentaron en un sillón y ella pidió perdón por el estado de la casa; es que
estaba viviendo sola por primera vez, y no sabía manejarlo. Lo más triste del
mundo era pasar sola las fiestas, los cumpleaños, o invitar a cualquier
desconocido después de ir al baile con el solo propósito de no dormir sola.
Entonces
le cayeron unas lágrimas por las mejillas. Él no supo qué hacer ni cómo
reaccionar, y solo atinó a buscar un rollo de cocina que estaba sobre la mesa.
Ella se secó las lágrimas y se sonó la nariz.
–Disculpame,
seguro buscabas otra cosa.
–No, la
verdad es que no.
Y es que
era verdad: realmente la había acompañado a su casa con la única intención de
acompañarla. En el barrio todos hablaban continuamente de “buscar minitas” y
eso le daba urticaria, sobre todo considerando el que había sido el oficio de
su madre.
Un rato
más tarde ella le había contado toda su historia de vida, bastante normal y sin
sobresaltos, sin preguntarle nada a cambio. A él le gustó, le pareció
reconfortante poder hundirse en los problemas de otra persona, dejar de pensar
en él mismo y así, tal vez, soportar un poco más.