5.12.25

Paulina, por María Guillermina López

  

 

Por el tapial de cualquier patio podía atisbarse el ahogo de ese inconfundible olor a encierro que el pueblo de Corominas había perpetuado en el tiempo.

 

El anciano de soledad meridiana haciendo vereda, la alergia y toda el asma del polvo en las siestas, las sombras quietas de los perros en verano, las bolsas de nylon colgando en las cocinas, el rumor del río y su hamacar como un bálsamo, cierta tarde cómplice, el amor templado, ella, él.

 

El río no devuelve todo lo que se lleva, decía una madre cierta de aquel pueblo que se descubría en las primeras horas desde las casas y fábricas que quedaban.

 

Agobiada por la rutina de un trabajo mal pago, y sumida en el cansancio del trajín diario en los talones, Paulina Posadas cruzaba encorvada el puente de fierro, de regreso a su casa, pensando en Mar del Plata y en qué lindo sería que éste verano Camilo arreglara la chata. Habría también que invitar a los nietos fue lo último que pensó al doblar la esquina por Antártida Argentina.

 

El paisaje, franqueando la vía enarbolada de espumillas, se había transformado ahora en el rayo de sol que penetraba un Dodge 1500 mal estacionado en la vereda contraria. En su reflejo, una cortina flameando como bandera y con toda libertad, desnuda, insolente se asomaba desde la ventana de la casa de Cándida Caminos.

 

En la suposición de que habría recibido visitas familiares, la mujer no pudo avanzar un paso más por temor a ser descubierta espiando. Se dijo –como si alguien la escuchara- que si era vista allí, de pie, junto a la ventana, sería una actitud a las claras sospechosa, por lo que se vería en el brete de involucrarse en algo que excedía en mucho su buena reputación.

 

Al fin y al cabo, ¿quién le devolvería los años que le había costado ganarse el respeto en un barrio como ese y a su edad? No era cuestión de que algo semejante le afectara, porque a la vieja se le había ocurrido dar señales de vida, así nomás.

En mitad de estos devaneos algo dejó de ser queja para lograr, también, enojarla.

Miró por última vez, mientras demoraba la llave en la cerradura, y entró, cerrando la puerta con un enfado desmedido.

Corrió las cortinas con brutalidad.

 

Ahora Paulina cuelga las sábanas blancas de puntillas antiguas que, deshilachadas de aniversarios, resisten con armoniosa estructura toda noción entorno a su imagen. Piensa en barcos de altamar, en azules marinos, en tan estética combinación comercial.

 

Una pequeña radio modula frecuencias provinciales, una canción la distrae y al girar tropieza, se tambalea, ingenuamente. Su ojo izquierdo puesto, ahora, en ese par de chinelas que maldice, jabón de pan y palangana, cuando mira hacia el cielo pensando en infiernos. Culpándose en silencio, apoya ambos pies, aún en la silla y logra mantenerse erguida.

 

Exhala un aire espeso como el humo de un motor que olvida en el acto mismo de poner la pava. “Faltan 5 para las 5” –se dice- y sonríe por la ocurrencia insignificante que, moviendo sus hombros, parecería alejarla de todo mal.

 

Anticipa el mate, lo siente frío, lo toma y hay un gesto repetido en toda su cara cuando apaga con inercia la hornalla. Súbitamente siente prisa, pierde la calma en ademanes exagerados y ese pequeño remolino que va formándose entre sus dedos, nace en ése frágil –aunque robusto- cuerpo que es sacudido y se acompaña de pequeños saltos al caminar.

 

Se detiene encorvada y su postura de perfil parece, de repente, delgada, casi esquelética.

 

Mira el calendario y en letras azules minúsculas, el rojo se pierde tras la tinta negra del papel original. Se acerca y comprueba los números y letras, ahora blancos, borrosamente rojos en un azul infinito que la entristece.

 

Paulina se sienta y llora y su llanto es, de algún modo eterno, universal.