20.6.23

Acá y allá, por Javier Fernández Paupy

 



Víktor Shklovski: «Es cierto que la gente no vive para que de ellos se escriban libros. Pero de cualquier manera, mi relación con la gente es siempre productiva, yo quiero que ellos estén haciendo algo.»

Nací en el sanatorio Antártida, un hospital que en 1981 quedaba sobre la avenida Rivadavia. Mi madre biológica me tuvo esos nueve meses de gestación en la caverna de su panza y después, entró a un convento. Veintisiete años después hablamos por teléfono y casi nos vemos personalmente pero un mal entendido, de esos que no existen, lo entorpeció.

Leí algo sobre-la-resignada-aceptación-de-la-absuridad-de-la-existencia-humana pero ahora no me acuerdo bien qué decía.

La pija de mi padre era grande, gorda y oscura. Yo me acostaba en la cama matrimonial donde dormían mi madre y mi padre. Apoyaba mi cabeza en su barriga y escuchaba los ruidos intestinales de su panza. Era un eco que parecía el de una cañería. Veía sin prestar atención los programas periodísticos que ellos miraban en la televisión. En mi recuerdo siempre estaban mirando lo mismo, a Bernardo Neustadt y Mariano Grondona. De noche mi padre usaba calzoncillos cortos. Yo espiaba su pija. Veía el vello de su pubis. Unos pocos pelos blancos. Ahí estaba su entrepierna por donde asomaba su pene flácido inclinado hacia un costado.

Nacho empezó a comprar obras de arte. ¿De dónde sacaba plata? Sin su consentimiento desguacé su colección de cómics. Un mal día el pasado se volvió impredecible. Cuando éramos chicos, recortábamos del diario caricaturas políticas dibujadas por Carlos Basurto y hacíamos interactuar los recortes conformando secuencias. Años después, íbamos
juntos al Parque Rivadavia, los domingos. Buscábamos vida y música en cassettes, CD’s y discos de vinilo.

En esa época yo vivía con la sensación de estar a la pesca de algo para cronicar. No hacía otra cosa que escribir. Tenía por toda divisa una idea de Kafka en la cabeza: «No escribir una biografía, sino investigar y averiguar los detalles más pequeños posibles».

Patricio había dejado de ser gordo. Pero para mí siempre sería el Gordo. Él dice, por ejemplo, que izquierda y derecha son circos para incautos o habla sobre Donald Trump o Pedro Varela Cassei. Yo no puedo interesarme en eso. A veces me parece que repite frases hechas que escuchó decir a otros. Es una de las personas más importantes en mi vida. Como un gurú involuntario.
Como una frase que hoy significa una cosa y mañana otra. La primera vez que el Gordo tomó merca le convidó su hermano. Peinó unas líneas sobre el Kiss Alive III y tomó un poco. Tenía trece o catorce años. No distinguió muy bien lo que sintió en ese momento porque fue poca la cantidad y porque era la primera vez. Pero entendía por su hermano que era algo divertido y que personas mayores lo prohibían. Probó para sentir o para saber que había probado. Cuando éramos chicos, el Gordo me llamaba The Critic por mi tendencia a la crítica y la maledicencia. El show de la usura izquierda-derecha, como la llamaría más de veinte años después, lo interpelaba. ¿Pero qué parte lo interpelaba de esas abstracciones? Empezó a interesarse cada vez más en astrología, terraplanismo, comida consciente, primados negativos, veneno en las vacunas, cábala, tarot.

Cuando Donald vivía en Misiones pensaba que solo conservaba el recuerdo de amigos que ya habían mutado. A veces le dolía mucho la espalda porque desmalezaba medio monte él solo. Andaba en moto o a caballo por los caminos de su chacra. La vida no era
como el grito aterrorizado de un animal salvaje pero todos juntábamos nuestra propia podredumbre para saber hasta dónde llegaba la montaña de mierda. Después de años de vivir como un paisano en su rancho de Misiones, puso en venta el terreno. Se fue a vivir a Alemania con Lisa. Vivió varios años en San Martín de los Andes. Nació en Catamarca.

Bachín estaba ahí, siempre tan parecido a sí mismo. Vivimos juntos unos meses en el departamento que él alquilaba, sobre la calle O’Higgins, en el año 2016. Era el mismo Dorian Gray de toda la vida, con la televisión prendida todo el día. Pero ahora la cama se había vuelto un sofá de cuero reclinable, con control remoto y una pantalla que había crecido en pulgadas. Es un lama que vive en el presente y no se deja amedrentar por el pasado. Conocimiento de la noche, algo del síndrome de Peter Pan, gran conversador de pocas palabras.

Un sueño recurrente de Juaco, noches antes de salir a tocar, es que algo suena mal en los ensayos o que pifia las notas. Lo asusta, siempre lo asustó, escuchar el chirrido de la costura del tiempo. Metrónomo humano. A los doce empezó a tomar clases de batería. Tenía veinticinco años recién cumplidos cuando abrió su propio estudio de grabación. No le gusta lavar los platos. Le encanta conversar y criticar. Siempre se interesó por los avances tecnológicos. Stephen King, café caliente, mariguana dulce. Quizás todavía piense que el mundo se divide, en parte, entre los que le gustan los Beatles y los que no. Y que si su hijo nacía del lado de los que le gustaban los Beatles, tenía allanado gran parte del camino. Trent nació del lado correcto. ¿Te gusta Devo?, le pregunté una tarde. Te la debo, contestó. Enmascara su ternura con un revestimiento de dureza. Propenso a la alegría y la euforia. Piensa que la tristeza profunda pasa y en algún momento se acomoda, como todo, como una tristeza constante y llevadera.
Como si la vida fuera una obra sobrevalorada que no merece reimpresiones. A los 39 años escuchaba Wos, Trueno, Nicky Nicol, Casu. En el estudio de Fede, en ese departamento de planta baja de la calle Zapiola donde pasé tantas noches cuando vivían ahí Barbi con Francesca, lo escuché decir, a las 3:30 de la mañana: «Estamos condenados a ser destruidos  y al mismo tiempo, a ser felices».

Fede se cuidaba de no consumir pero cuando caía la noche sentía que los demonios bajaban y siempre estaba a un mensaje de texto de comprar droga. Una tarde lo escuché tocar en el piano Gerswhin delante de unas partituras y después con su voz de barítono versiones chamánicas de
When the music is over y Five to One.

Gustavo fue testigo del comienzo de los años de la peste desde Italia. En Nápoles, sin dinero, sin pasaje de vuelta y con su perra Chicha. No podía volver a Buenos Aires y tampoco seguir en Nápoles. El vuelo con escalas que le ofrecieron era inaceptable porque era peligroso para Chicha. Langostino, rabas, calamares, pulpo, toque de queda, lluvia y viento. Sin grandes cenas italianas. Tenía todo listo para volver pero había un problema con las vacunas de Chicha. Nueva sepa, cerradas las fronteras. Necesitaba dinero. El pasaje de Chicha, el exceso de equipaje, la noche en Roma, el remise al aeropuerto. Un pedazo de manteca, dos sándwiches de jamón y queso, una barra de cereal, bananas. Se anunciaba nieve en Roma el día del vuelo.  

Fran, que alguna vez firmó Cisco, fue mi salvoconducto para entrar a la tumba. Él trabajaba en el penal desde hacía años, también había dado clases para hipoacúsicos. Alguna vez le pareció poco ético que yo usara un grabador para registrar la memoria coral de mi vida en la que sus opiniones o comentarios pudieran tener alguna gravitación. A Nadia le pasa lo mismo. Me odia cuando la grabo sin avisar. Si no fuera por Cisco no hubiera podido escribir Devoto. Lo hice en el piso diez de Acevedo, en el segundo piso de Juan José Cruz, en la planta baja de Vernet, en el primer piso de Edison. Cinco años cuatro mudanzas.

Pablo ya no sigue en este mundo en el que de alguna manera vivimos. Le gustaba esa escena del Ulises en la que Stephen Dedalus está en un aula dando clases. ¿Se sentiría identificado? Nunca más voy a escucharlo hablar de Rastros de carmín de Greil Marcus o de la biografía de Edie Sedgwick de Jean Stein o de Ejércitos de la noche de Norman Mailer. La amistad de Guy Debord, rápida como una carga de caballería ligera, de Bessompierre, fue el primero de una larga serie de libros que hubiera querido hablar con él, prestárselo, que lo leyera, reclamarle que me lo devolviera.
Una noche, en el departamento que alquilaba en Boedo, cerca del video club donde por entonces trabajaba, sobre la calle Campichuelo, escribió, en un cuaderno de hojas rayadas de 8 x 12 cm que yo tenía siempre en el bolsillo, una lista con música que yo tenía que escuchar para mi formación espiritual: «Nick Cave and The Bad Seeds: “The Lyre of Orpheus”, “Abattor blues”, “The Boatman’s Call”; New Order: “Low Life”, “Substance”; Cat Power: “The Greatest”; N.E.R.D.: “In the Search of”, “Fly or die”; The Magnetic Fields: “i”, “69 love songs”; The Flaming Lips: “Yoshimi pink the robots”, “The Soft Bolletin”; Aphex Twins (afx): “I care because Y do”; Kings of Convinience: “Riot on an Empty Street”; Elliott Smith: “Figure 8”, “Either/or”; Brian Eno: “Here Come Warw the Jets”, “Taking Tiger (by Mountain), “Before and after Science”; David Bowie: “Low”, “Lodgets”, “Heroes”, “Scary Monsters”; Nick Drake: “Pink Moon”, “Way to Blue”; Roxy Music: “Roxy Music”, “For your Pleasure”, “Stranded”; XTC: “Lemon and oranges”; The Charlatans: “Up at the lake”; Tom Waits: “Rain Dogs”; Talking Heads: “Remain the Light”; The Fall: “Middle Class Revolt”; Mar Hollis: “Shame”; R.E.M.: “Murmur”, “Automatic for the People”, The Beach Boys: “Pet Sounds”; Brian Wilson: “Smile”; Jim White: “Drill a Hole in that Subratrate and Telle Me What You See”; Sonic Youth: “Sonic Nurse”; Brian Ferry: “Frantic”; Benjamin Biolay: “Négatif”; CAN: “Future Sounds”, “Soundtracks”; Patti Smith: “Horses”; Joni Mitchell: “The hissing of Summer Lawns”, The Grateful Dead: “Live Dead”; Pulp: “This is Hardcore”»

Un noche de invierno del 2017 le escribí a Ariel: «Autumn Song: October, The Seassons, Op. 37a Tchaikovsky.
Réquiem de la salud mental, música clásica de la solitaria y ruidosa paz, el mundanal ruido de las personas agobia tanto, quien pudiera retirarse de todo, lodo orgiástico de gente, podrido lodo, berenjenal y murmullo de cada día. Me alegra saber que estás bien aunque todavía no estés del todo recuperado. En la vía de ser paté yo también declaré ser contenido de algún recipiente. Cada cual tiene una silla donde engordar el culo. Sigamos sin quejarnos, apenas en la senda de la descripción». Las frases nos aman, contestó. Cuatro años después, Ariel seguía estudiando Letras en la universidad. Hasta que un día se recibió de Licenciado y Profesor. Seguía trabajando en una librería. Se preocupaba mucho por mantenerse joven. Iba al gimnasio. Usaba cremas. Estaba interesado en la noción de libro único que tomaba de Roberto Bazlen. Según Calasso, alguien que «no pretendía ser escritor de una obra sino que una obra (ese libro único) se había servido de él para existir». Ariel piensa que el suyo no es un libro sino apenas unas pocas páginas. Se equivoca. Es el libro que más quiero publicar en el mundo. Ariel ama la poesía de Hölderlin pero también la de Pity Álvarez. Admira a Morrisey pero también a Rimbaud. Ahora estudia italiano para leer Dante de primera mano.

José frecuenta el Ejército de Salvación y saca fotos de los objetos que para él son curiosidades o tesoros visuales. Tiene una manera de dejar los ojos entrecerrados, un segundo o dos, durante la conversación. Los animales que más le gustan son los que viven en la Mesopotamia argentina: el yacaré, las luciérnagas y el carpincho. Escribió, como Saint-Beuve,  retratos de mujeres en un castellano perfecto. Su padre fue carpintero. Su risa es contagiosa. Sin una gota de resentimiento o estúpido rencor. En su mirada hay un empuje de observación e interpretación que resplandece por fuera de las especulaciones tristes. Zorro en el zoodíaco precolombino. Rata en el chino.
No es una persona irracional pero tampoco es su fuerte lo racional. Tiene algo muy mental, que lo hace parecer virginiano. Aries. Dice, por ejemplo: Con un amigo desarrollamos un concepto… y el concepto sale del uso determinado que le dan a una palabra. Algo de niño en su forma de ser, algo muy zen y tierno con cierta ingenuidad auténtica mezclada de adultez sin nada de cálculo mezquino. Algo de tolerancia radical. Un interés por las cosas más diversas lo imbuye en todo. Escritor de letra chica. Gitano. No cree que la poesía pueda ser enemiga de la filosofía sino, cada vez más, que es lo mismo visto desde otro lado.

Juan nació en Mendoza y vivió en Irlanda, Holanda, China, Londres y África, donde dio clases de francés. Sabe que para estudiar un idioma hay que ser constante, metódico. Su abuelo se llamaba Dalmiro, le decían el negro Dalmiro; era futbolista, nadador a lago abierto y boxeador, también dirigente formado en el socialismo y después devenido peronista, intendente de General Alvear, Mendoza, desde 1974 hasta 1975.

Marco cree que lo perdurable también es efímero. Gran lector. Cree que la amistad es una forma de la eternidad. Conejo en el horóscopo chino. Subrayó presionando apenas el grafito del lápiz en un libro de Jim Dodge: «Quizás la aceptación esté cerca de la beatitud. (…) Solo había siete cosas que requería un ser humano para vivir feliz en este planeta: comida, agua, hospedaje, amor, verdad, sorpresas y secretos».             

Sebastián dice que no sabe si puede leer bien una película. Aunque se dedica al cine dice que no sabe si puede leer bien una película. Vive en General Pico. Pero con la imagen se siente cómodo. Cree que el documental se parece más a la poesía y que la ficción está más del lado de la prosa. Cree estar lejos de entender la poesía y que es un placer para él disfrutar de las cosas que no entiende. Se dice a sí mismo: Tal vez algún día escriba un poema. Le importa disfrutar un lenguaje incluso sin entenderlo. Su dedicación a las imágenes viene de una relación conflictiva con las palabras. No le gusta, por ejemplo, usar la palabra “yo”. Cuando era adolescente había escrito poemas que después tiró a la basura. A veces extrañaba a sus amistades de Buenos Aires. ¿Qué soñaba por las noches? Y cuando estaba de la nuca, ¿qué sentía exactamente? Ilusiones tendría. Encuadres. Miradas. Nunca fue muy académico. Escuchaba música a todo volumen.

En otoño del 2016 Alejandro me dijo: «Aprovechá cada milímetro de tu experiencia para escribir, los escritores tienen que escribir y el mercado argentino no da para cobrar cien lucas de derechos de autor y dedicarse al dolce far nente». Quizás pensara de mí que yo era un blandengue porque no sabía cómo mataron a Tosco. Disentíamos en que no le gustaba lo que había alrededor de la palabra bohemia. Me decía: «La bohemia es Baudelaire y estamos en el siglo
XXI». Era o se mostraba conmigo como un enemigo acérrimo de toda idealización. Macri y Tinelli son culpa de los argentinos, le dije. No hay culpa, contestó, esto es política. Estás pensando en términos morales.

Manuel se sentía cansado, despojado de ilusión, cuando le pasé el cuestionario Marcel Proust para que lo respondiera, cosa que al final prefirió, a la Bartleby, no hacer. A la pregunta: ¿Qué cosas te gustan hacer?, había contestado: “Algo”. Como si con ese “algo” pudiera expresar que con tener una ocupación cualquiera él estaba hecho. Pero no era conformismo, sino otra cosa.

Toto se hizo gnóstico. Hablaba de salir de los sistemas. El asqueroso sistema alimenticio. El asqueroso sistema educativo. El asqueroso sistema financiero. La pregunta que se hacía y me hacía a mí mismo al escucharlo era: ¿Por qué estás viendo lo que estás viendo? Tu mamá sos vos, me decía una y otra vez. Me recomendaba hacer alguna oración antes de salir a la calle, algún mantra. Me recomendaba las conferencias y apuntes de Ouspensky reunidos con el título de El cuarto camino, como salvavidas psíquico. En una carpeta de papeles viejos donde guardaba partituras encontró unos textos míos. Palabras, palabras, palabras. Hacía frío cuando todavía no había amanecido y miraba colores en el cielo antes de llevar a sus hijos a la escuela.  

A Nadia le gusta lo truculento, visceral y morboso de la condición humana. A veces dice que necesita leer en voz alta algunas noticias escabrosas para liberarse de esa energía parapolicial. Escorpiana.
Su boca, su piel, sus tetas, su depilación definitiva. Flaca, piel suave, piernas largas, pelo negro, lacio, finito, el flequillo le cubre la frente. La cabeza ovalada, las narinas grandes, la nariz redondeada. Cuando se ríe muestra sin miedo los dientes. Le gustan las uvas. Escuchar ópera la tranquiliza. El reggae le parece monótono. No le gusta Manal. Cuando nos conocimos yo vivía bajo la influencia del error. En el éxodo de las convicciones armamos una comunidad-circo-de-pulgas-plan-cósmico-misión. Temblamos juntos delante de Vicente y Vera.   

El sonido influye y modifica mi sistema nervioso, incluso los órganos del cuerpo. D’Arienzo, Otis Reding, Sonny Boy Williamson, la contaminación auditiva de la avenida Rivadavia cuando Vicente tenía unos pocos meses. Me gusta el rarismo de Frank Zappa. Escuché Lonie Jhonson, que durante los años 50 había trabajado de conserje en un hotel, sin cansarme nunca, con esa pasión que viene o que va de la música que escuchamos con locura. ¿A dónde se había ido el tiempo? Era eso. Y quizás no fuera nada más que eso. Como Papa’s Got a Brand New Bag sonando en la cocina. La vida pasa sin que lo notemos, como un poema en el que las frases se van juntando una atrás de otra
. ¿Por qué vendí esos CD’s de Alice Cooper? ¿Por qué me deshice de ese libro sobre el tarot egipcio? Era el foco de un pensamiento torcido. Palabras y acciones.

El fantasma de Hermes Trimegistro apareció una madrugada de luna llena en el balcón del departamento que alquilábamos con Nadia en esos años. Me explicó, en un idioma gestual y secreto, sin palabras, que una guerra nuclear había destruido miles de planetas. Dijo que éramos instancias de una misma vida. Y agregó: Dogma político y religioso, la raíz de los conflictos de esta especie. ¿Sería así? ¿Habría entendido bien su mensaje?

Vicente jugaba con una mochila y un monopatín y un triciclo y una pelota desinflada. Vera se trepaba a la mesa. Me identifiqué con Landrú, con Robert Crumb, con Thomas Ott. Hubo un tiempo en que pensé que antes o después iba a volverme loco. Después me calmé. Pero quizás alguna chispa de frenesí me quedó en la cabeza. Las personas envejecen y no toman agua. Marchitan.

Yo escribo los reportajes para un libro hecho de retratos.

¿Una novela de apuntes?

Una línea de investigación demostró que relatar recuerdos de diferentes formas puede cambiar nuestra propia percepción de los sucesos del pasado. Nuestros recuerdos no son confiables. Para retener información precisa y detallada hay que trabajar el recuerdo. Hay personas, no obstante, que son incapaces de distinguir entre una maceta y un poema.

J. R. Ackerley: «La cronología aparentemente desordenada de estas memorias tal vez requiera una explicación. La explicación, me temo, está en el Arte.»
 
Quisiera decir ahora dos o tres cosas sobre mí.
Escribo por necesidad. El colmo de mi posible alegría es aferrarme a la vida en un mundo sin sentido. Mi mayor defecto es la impaciencia. Quizás porque soy ardilla en el horóscopo maya, el final del otoño es mi estación del año preferida, mi color es el verde limón y mi verbo, comunicar. Las ardillas somos las más parlanchinas del zodíaco maya. No sabemos guardar un secreto, somos sociables por excelencia y excelentes para las relaciones públicas. Activos, podemos hacer varias cosas al mismo tiempo. También cambiamos de opinión muy rápido.

A los 17 años
escribí una novela de ciencia ficción en la que unos extraterrestres, que se llamaban TDK y Sony, conducían taxis y hablaban con sus pasajeros de cualquier cosa. Ese era el argumento. No había otra estructura ni conflicto.

Escucho When the Hurt is Over, de Mighty Sam Mc Clain, una canción triste que habla de alguien que dejó al amor perdido en la lluvia. Ahora estamos esperando, dice, ¿por qué tendríamos que dejarlo pasar? La canción parece mostrar que lo único que podemos llegar a saber es que cuando el dolor pasa, pasa. Es difícil entender que algo así sea a la vez una forma de vida y un método de trabajo. Todo lo que significa Bach para mí. ¿Cómo podría explicarlo alguna vez?

Un arte que no sirve para sanar no sirve para nada. Un grupo de intelectuales con discursos empalagosos-marxo-sartreanos sobre lo desintegrado-desintegrante. Eso fue lo peor de la universidad. La pedantería, el tedio de lo cultural, las largas explicaciones técnicas que nunca me sirvieron para nada. Entré a esa fábrica de cigarrillos con veinte años y la dejé con más de treinta. La juventud se fue como una luz que alguien apaga sin que nos demos cuenta. Como contemplar un cuadro con los ojos semicerrados. Como si no lo supiera.

Cuando escribo esto tengo 42 años. Podría, como Proust en el último tomo de En busca del tiempo perdido, mentir y decir: «En este libro donde no hay ni un solo hecho que no sea ficticio, donde no hay un solo personaje “con clave”, donde todo ha sido inventado por mí según las necesidades de mi demostración (…)». Pero prefiero aclarar que lo escribo desde el parasitismo de la anécdota y en la distorsión del recuerdo.