Fresco parece caviar, suena como los cristales triturados, como si alguien masticara hielo.
A mí me gustaba masticar el hielo cuando se terminaba la limonada, meciéndome con mi abuela en el balancín del porche. Desde allí mirábamos a la reata de presos que pavimentaban Upson Street. Un capataz vertía macadán; los convictos lo apisonaban, con un compás pesado y rítmico. Las cadenas y los grilletes entrechocaban; el macadán caía como un rumor de aplausos.
Las tres decíamos la palabra a menudo. Mi madre porque odiaba vivir allí, en la miseria, y al menos ahora tendríamos una calle asfaltada. Mi abuela solo quería que la casa estuviera limpia: así no habría tanto polvo. Polvo rojo de Texas que se colaba con la escoria negruzca de la fundición, formando dunas en el suelo encerado del pasillo, sobre la mesa de caoba.
A mí me gustaba decir «macadán» en voz alta, a solas, porque sonaba como el nombre para un amigo.
Traducción: Eugenia Vázquez Nacarino.
Tomado de: Lucia Berlin, Manual para mujeres de la limpieza, Alfaguara, 2017.-