Todo
esto me recuerda aquella vez que quise atrapar una mariposa. Tendría unos
cuatro años. En cuanto la visualicé entre las flores corrí dentro de la casa
para buscar con qué atraparla. Encontré el frasco transparente de un yogur que
acababa de comer, y la esperé paciente hasta que dejó de revolotear por ahí. La
agarré cuando se posó sobre la alegría del hogar. Volví a meterme dentro,
contenta, pero tardé menos de un segundo en reparar sobre lo que había hecho.
Las alas estaban pegoteadas entre los restos de yogur, el bicho estaba inmóvil
contra uno de los costados del frasco, como aceptando lo inminente. Mis
esfuerzos por deshacer lo que había hecho, le pusieron fin a su existencia. Sin
saber qué otra cosa hacer, le extendí el recipiente a mi mamá. Todo aquello me
produjo una sensación en el pecho, que entonces fue nueva. Todavía no puedo
sacarme de la mente esas alas embarradas contra el frasco, en un pastiche
naranja, negro y blanco…
¿Aquellos
hombres eran capaces de sentir algo como eso?
Imagino
que no.