(Sobre El Andante, de Bettina Bonifatti, El Amarre, 2016)
La novela
de Bettina Bonifatti narra una historia de amor de una manera escurridiza,
bastante particular, que se escabulle permanentemente a los lectores. Sin
embargo, mediante un trabajo minucioso con el lenguaje, la narradora
protagonista nos va acercando esta historia y también a su musa: un hombre, el
Andante. Ella ha encontrado una manera muy personal de hacerlo llegar: “Llevaba
una paz nada obediente”, “la boca tenía infancia y hombría”, “él parecía mitad
cóndor mitad vicuña”. La descripción (por llamar de alguna manera el modo en
que este personaje va penetrando en la historia, en nosotros) parece estar
siempre a milímetros de la contradicción o a algo parecido al oxímoron. Sin
embargo, no se trata exactamente de eso. Es algo menos clasificable, menos
definido: especie de tironeo o de rodeo en el que lo material del Andante nos
revela su sombra y la sombra nos devela a la vez su materialidad. Es un tironeo
que no genera tensión sino que revela como, cuando desde lo abisal, una fuerza
empuja para que algo salga a la superficie.
Se dijo ya que la musa de la novela de Bettina Bonifatti es el Andante. La voz que narra es la de una mujer singularmente femenina. Se trata de una voz que al lector sólo le arrima trazos —ciertamente inesperados—, ningún lugar común. No hay descripción convencional: “Entró tranquilo, de una manera liviana y hablante” o “su costado era para una mujer”. Estos instantes, como tantos otros, parecen construidos con palabras que pronto habrán de levantar vuelo para dejarnos acá, de este lado de la página, como lectores a los que el Andante también se les ha escurrido y sin embargo… La “forma” de él no es fantasmal, sino absolutamente real aunque indefinida, compleja, nunca del todo descifrable como, en definitiva, somos todos los seres humanos.
El escamoteo es una característica importante en El Andante, aunque no obstante comienza con una certeza: “En Salta tiene que pasarme algo y no me voy a ir hasta que me pase”. Sin embargo, una vez más, esa certeza no es del todo descifrable: “yo tenía que procurar el hecho que esperaba (pero no sabía qué era)”. Como otros personajes de la literatura (Zama, por ejemplo), la narradora espera. Su espera no es pretenciosa, espera sin certidumbre, sin imaginario previo: “¡Que entre lo que tenga que pasar!” Señales o indicios que podrían pasar desapercibidos para el ojo (o el espíritu) con poca disponibilidad, para ella resultan fundamentales: “un cubo blanco”, “la hamaca roja”, “la casa en miniatura”. Es así como encuentra lo que no sabe que busca.
El Andante no sólo nos lo revela a él sino también (y mucho) a su narradora, capaz de arribar a algunas conclusiones que no se presentan como sentencias: “Pensando en no dirigir la vida. Hacer cosas con la muerte, y tras ella. No pensar en lo que uno se merece o no se merece.” Y Bettina Bonifatti, de manera sutil y profunda, nos cuenta esta historia conmovedora, emotiva y, sobre todo, vital. Encontró para ello las palabras, la sintaxis, el desorden que le permitieron componer esta novela que nos demuestra, una vez más, que no hay una forma única de amor. Afortunadamente.