2.8.18

El último cíber, por Javier Fernández Paupy





Trap                                                                                                           

Si perdiera pulso social, si enfriara la economía, si no supiera.
Si viera los problemas de los productores de maíz, si compitiera con los industriales, si reemplazara mano de obra por tecnología.
Si contara cada hora de mi vida, si desdeñara la cordura, si pensara que todo es posible, si fuera amable con los desagradecidos.
Si pudiera.
Si los que me robaron el perro ahora me pidieran la correa.



Toda esa gente

Sofía dejó de fumar. Marco vendió libros. Susana cuidó a Marla con responsabilidad y cariño. Nacho dibujó por las noches con Alma. Nadia escribió mi nombre en un corazón. Pablo leyó revistas sobre cine y rock. Candela tuvo tres hijos. Sebastián también y, por las noches, miles de sueños; tantos que al despertar se preguntaba si faltaría mucho para alcanzarlos. Joaquín juntó libros de terror y misterio. Laura protegió a Mur. Ana cuidó a Varian. Luis murió sin saber. Federico siguió el consejo de Plinio: «Nulla dies sine linea»; pero a diferencia de la sugerencia del Viejo en su Naturalis Historia, no se ocupó, como Stendhal o Harry Mathews, de escribir una línea por día sino de tomar por lo menos una línea de merca al día. Claudio fumó en ayunas cigarrillos negros armados. José frecuentó el Ejército de Salvación. Barbi hizo zapatos. Gabriel tomó ron en Cuba. Alejandro, cerveza en Chile. Francisco, pisco en Perú. Lidia, champagne en Cagnes-sur-mêre. Valentina, agua en las islas Malvinas. Patricio fue en tren a Sierra de la Ventana. Ariel bailó The Cure borracho. Santiago retrató varones. Mara se mudó a Campana. Jorge compró una casa en Alta Gracia. Estanislao se pintó una uña de negro. Javier recicló basura. Manuel fumó Chesterfield en la cama. Tati armó porros sobre un tractor y repasó la línea de fortines. Bachín chupó cigarrillos electrónicos. Hernán tocó la guitarra en un crucero.



Un equilibrio inestable

La sombra como algo que sale de uno mismo y puede ser inquietante. Porque hay o había o hubo incluso una aparente realidad cifrada en las cosas visibles. Algo que se pudre hay o hubo y críticas encubiertas a las costumbres de una época. Gente caprichosa. Gentuza y frases huecas; un tono que no se burla de nadie. Dado a la disolución como un ballet de sonidos con canciones de letras estampadas que olvidé o recuerdos que creía olvidados y vuelven.



Cierta gracia discontinua

Tatuajes. Un bar en la oscuridad total. El susurro de gas de la estufa. Tiempo gangrenado en las ventanas. El recorrido de las emociones baldías. Un faso con glifosato. Calles sin tanta gente. El dueño de un bar se despide diciendo: «Nos vemos mañana, de acá no nos movemos». ¿Por qué? Porque sí. Napas y napas de nada. Los  gobiernos pasan, la policía queda. Un neurótico más. Un halago abrumador. Un resto de tu espalda yendo de la noche hacia el amanecer. Una casa por la que no pasan mujeres. Una lista de las cosas que hicimos con la mano derecha. Una inquietud flota en el aire. No quiero envejecer aburriéndome entre paredes. No gano nada con mentir. Tampoco me pagan por decir la verdad. El cenicero con media tuca. Latas de cerveza vacías. La música, la atmósfera, el balcón de concreto, las puertas, los parlantes. Ahí aparece el tiempo. Está estancado y avanza. Arrebata las medias y las computadoras. La guitarra muda y los cuadros. Arrebata hasta la electricidad. Y también el ruido sordo de los televisores encendidos. Hasta el murmullo en el calefón. El frío del baño, los ecos de la cocina, incluso el temblor de la heladera.



Martes, 11:30

Unos fantasmas hablan en silencio de todo lo que ven. La calle se llena de autos y motos y camiones y gente multiplicada en tránsito perpetuo. En algún lugar dentro de sus mentes hay ideas. En los bolsillos llevan pequeñas piezas de arte con mensajes exclusivos de mundos antiguos. No se oye nada más que el humo de la sala y en el cielo hay señales.



Bar Oviedo

Una radio muda desde la ventana. Un cuaderno sin sueño ni hambre. Un cuaderno como un grabador. Una ducha caliente y un toallón limpio. El sol pegando en la puerta. El camino de los trenes cargados con su música anodina. El humo de una alcantarilla donde un policía tiró su cigarrillo encendido. Alguien duerme en un terraplén a la noche donde otros esconden lo que no existe. Pájaros cantan desafinados. Ochavas mueren pintadas. El cómic de un gato durmiéndose en la mesa. Las tribulaciones de un niño. Líderes políticos muestran sus sonrisas en las portadas de las revistas. Alguien se regala en un vaso de ginebra. Si todos los suicidios tuvieran un final distinto. Y si las flores no se transformaran en tiempo o silencio. Así sea otra mercancía acomodada en la góndola del porvenir de este supermercado. La miniatura de los días. Una yunta de bueyes en un rancho de Oberá.



Cartel sobre avenida Maipú

Me quedé ahí, solo, escuchando música durante toda la noche. Una luz macilenta caía sobre el tractor de las vías del tren delante del viaducto ferroviario. Un lanchón de la partida, de madrugada, detrás del paredón del cementerio, donde caminan dos personas yendo a la parada del 63. Un puesto de flores con las siglas del PRT pintadas en rojo. Una persona duerme o creo que está durmiendo en el cementerio británico. Pizzerías, farmacias, bodegas y tiendas de cotillón, a esta hora, cerradas. Doce motos y tres taxis estacionados en la Shell, delante de la unidad de viviendas de la calle Maipú y las letras de la palabra flores.



Lectura de aura

Las ventanas estarían cerradas con cal. El rocío apareció al borde de la avenida dibujando escalas en el aire. Alguien fue acusado de robar una lata de arvejas en un negocio chino cerca de puente Saavedra. Alguien que dormía en un cajero automático cuando una piedra lo hundió para siempre en el vacío del tiempo. ¿Dónde? En una vida pasada.



Vinilos privados

Mostrame tu próxima canción, esa que vas a grabar antes de olvidar cuáles eran las cosas que más te gustan. Quiero decirte algo en secreto. Hace 36 años que viajo. Estuve siete años perdido en las drogas. Siete años rayado como un disco. Muchas decisiones que tomé, qué amargas, les faltó azúcar. Brillo social de mi estrella en la noche, calle, estómago caliente, alcohol barato. Un viento agrio por los años me llevó. Escondidos tesoros en los libros me esperaban. Como la voz de mi padre en la nave del cuerpo. Ahí está, mi padre, en la puerta estelar. En el bar. En la energía del planeta. En las medias. En los días de la semana. Puedo relatar sucesos de mi vida. Puedo agradecer, insultar, hablar con personas que ya están muertas. Puedo salir de noche y soñar de día. Puedo leer una idea. Cuando no hay ruidos. En los ruidos. En las cosas simples. En el beneficio de la duda.



C

Los Ángeles, California, qué ciudad de mierda. Hollywood, quelle trash. Anoche Flo Homolka y su marido ofrecieron un banquete en mi honor. Había artistas, intelectuales y políticos. Lion Feuchtwanger se sentó al lado mío. Pensé que era Franz Werfel y le hablé mientras le clavaba los ojos, tendrías que haber visto cómo miraba el humo de mi Chesterfield. A medio camino entre un caballo y una lechuza ciega. Noches después cené con los Chaplin. Onna tiene una lengua venenosa. Se puso a contar algo sobre Orson Wells cuando el viejo payaso la interrumpió para hacer su triste y célebre ballet de mesa con los tenedores. Después, unos días en París, donde tarde, tarde en la noche tomé una botella de rum con André Gide y me habló de los últimos días en la vida de Oscar Wilde.



Ciudad tóxica

Otros parían nuestros hijos y nosotros buscábamos algo sin saber qué era, quizás fuera vida. Ahí donde todo volvía siempre a empezar. En los límites de lo que parecía posible. Y las radios revelaban la caricatura de los días. El tiempo era una demora, tormentas, ganas de reír. Me dolía mucho la cabeza, por tantos años de buena música y silencio y teléfonos que soñé y llamadas inesperadas y la usura del instante en lugares donde la luz artificial se mezclaba con las impresiones. Ahora no hay palomas en el cielo y aunque la imagen tendría que darme voluntad o fuerza de constancia, no hace nada. La gente camina por calles derretidas y yo leo una galleta de la suerte que compré en el barrio chino. Memoria de vidas pasadas. Estornudos en la madrugada. Llueve parejo y el aire acondicionado transforma la temperatura en frío artificial. La lluvia paraliza el reflejo plateado de la luna en el cielo. 



De: Javier Fernández Paupy, El último cíber, Ediciones del Trinche, Rosario, 2018.-