Tuvo muchos nombres y quizá ninguno. Zacarías Flores nació el 26 de abril de 1971. Ese fue el nombre que tuvo al menos para este registro. En Acassuso lo conocían como Oscar Daniel Palma. Era un pibe que –en principio– tenía aspecto sencillo, humilde, simple; era morocho, bajo perfil, medio petiso, tenía una pierna más flaca que la otra, características que contrastaban con el prototipo del barrio cheto donde vivía. Con el tiempo trascendió –él lo contaba– que vivía con su madre que era adoptiva a quien llamaba “la alemana”. La relación no parecía muy buena ni afectiva entre ellos, era más bien mala. Tal vez nunca se aceptaron: ni ella lo aceptó como hijo, ni él logró aceptarla como madre; evidentemente no construyeron un vínculo muy sano. Su verdadero nombre (el dado por sus padres biológicos que lo abandonaron) si es que lo tuvo, resulta desconocido para este informe. Su padre adoptivo había muerto y no tenía el límite ni la norma que muchas veces en nuestra sociedad y en nuestra cultura suelen marcar los padres (o la figura de un padre o madre que haga el rol de poner límites). Con la adolescencia, rápidamente vino la desconexión de lo escolar y aunque había ido a una escuela privada se vio rápidamente expulsado de ella y de toda escuela. Quedó bastante a la deriva aunque había logrado hacer un puñado de ‘amigos’ o gente que concurría diariamente a su casa con el objeto de ‘pasar el rato’; aquel lugar era utilizado para el consumo y la venta de diferente tipo de drogas. Se sabía que no tenía mucha amabilidad con las mujeres y que a su madre, ‘la alemana’, la golpeaba sin miramientos. Tuvo diversos empleos con el pasar de los años: lavacopas en el bar Jockey Club, heladero, etc. También trabajó para una empresa de correo privado donde oficiaba como chofer. El gran amor de su vida lo conoció en la época en que trabajaba para un correo. Viviana era una señora que lo superaba en edad –le llevaba como 25 años–, casi una figura de madre había encontrado; Vivi también tenía algunos problemas por los cuales formaba pareja con hombres golpeadores de mujeres. Lograron mantener una relación de muchos años. Ella ya tenía hijos y no quería ni podía más pero le permitía a Oscar (‘Osky’, como le llamaban los ‘amigos’) hacer las veces de ‘padre’, otras de ‘abuelo’ de los nietos de Vivi. También en el barrio tenía el apodo de “el Mico’; algo simiesco había en su forma de moverse, de actuar; una especie de King Kong en miniatura que está a punto de estallar. Son memorables sus épocas como bailarín de reggae, moviendo los coditos como una gallina clueca, mientras escuchaba Los pericos, Sumo. También era amante de grupos ingleses: The Clash, Dead Kennedys. No tenía prejuicios respecto del colonialismo cultural. Consumía todo lo que le decían que era bueno esas grandes voces y modelos que eran importantes para él desde los medios. Ella, Viviana, era rubia, alta, una señora imponente; un poquitín racista (solo un poco) y se jactaba que no lo era lo suficiente y daba como ejemplo de su escaso racismo a la persona que tenía como pareja con la que se había casado: Oscar, que era morocho. Oscar, al mismo tiempo, se sentía aceptado por el mundo rubio. Además quería ser aceptado por todo lo que fuera rubio y quería votar –incluso– como aquellos que desprecian a lo popular, a lo ‘peronista’, a lo que muchos llaman “negro” o “cabecita negra”, o “grasa” (dicho este término con sentido peyorativo). En el 83 si hubiera podido, votaba a Alfonsín. Siempre votaba contra el peronismo. Eso sentía que lo hacía ser más culto, de más nivel social y cultural. Le gustaba ir a ver jugar al rugby, un deporte bien macho y bien cheto. Iba al CASI (Club Atlético San Isidro), y al SIC (San Isidro Club).
En su casa ocultó
delincuentes; en una oportunidad hubo una pareja de ellos: parió una mujer cuyo
bebé no se sabe qué pasó pero murió. Nadie respetaba el cuidado de una criatura
ni las prevenciones ligadas al ruido, a la música ni al consumo de drogas, el
humo, etc.
Paraban marginales en su
casa hasta que su vida pareció encarrilarse. Ya casado con Viviana, se mudó a
San Telmo, veía a la madre de vez en cuando. En un determinado momento internó
a su madre, Elsa, –quien tenía un trato bastante hostil con todo el mundo como
resultado quizás de un resentimiento de la vida– cuando empezó a delirar y a
dejar las llaves del gas abiertas. No la iba a visitar al geriátrico donde
tiempo después murió. Oscar y Viviana tenían, llegado un punto, una relación
basada en la convivencia, el intercambio de dinero y de golpes –en realidad,
Viviana los recibía; Oscar, los daba. Cada uno hacía su vida sentimental por su
parte. Viviana entabló una relación con el bufetero que vendía panchos en el
edificio de su oficina. Oscar era consumidor de prostitución de la más baja
calaña. Hubo un detonante para su separación que fue cuando él le envió sonidos
sexuales por teléfono a su esposa, producidos por alguna de sus parejas
ocasionales. ¿Pretendía generar celos? Las abyecciones se sucedían y llevaban
el relato de su vida siempre a un escalón más hondo, un descenso infernal. Algo
ahí se rompió y se separaron. Incluso ese acuerdo previo. Llorando llamó a los
amigos, expresando su soledad, su sentimiento de culpa y de angustia por “haber
sido abandonado”. Mientras él disfrutaba de viajes que se hacía pagar por su ex
esposa donde iba a Jamaica, Uruguay y diferentes lugares. Pero sufría mucho.
Había amagado con dejar las drogas pero recayó más fuerte. Ya no le importaba
nada. Siempre publicaba fotos de comidas y vino por donde iba viajando.
Lo más estable que había
tenido en su vida fue el trabajo con un taxi (que en realidad tenía dos) y la
relación con Viviana. Ahora esas cosas ya no estaban. Contaba también con un
alquiler de dos departamentos que le dejó su madre en Acassuso. Para utilizar
ese dinero, elegía vivir en lugares deplorables y así subsistir y cubrir sus
pequeñas necesidades con eso sin trabajar. En un momento dejaron de darle el
apto de salud psicofísica para manejar como chofer de taxi. En sus andanzas por
Constitución, llegó a conocer a Karen Yuliana Beltrán, una bailarina que nunca
había formado parte del cuerpo estable del teatro Colón ni del Balet de Moscú
interpretando El lago de los cisnes. Karen, una chica que podría llamarse
‘mujer’ por adoptar esa identidad de género, era una joven de unos veintipico
de años de origen salteño. Ejercía la prostitución en la Capital Federal.
También era una figura destacada dentro del carnaval de Orán, en la provincia
de Salta. Karen logró extirparle unos 6000 u$s que tenía Oscar –heredados de su
madre– con el argumento de operarse y ‘ponerse’ pechos femeninos a su cuerpo
joven y fornido. De algún modo fue su mejor cliente Oscar. En uno de sus viajes
a Salta chocó el auto y lo abandonó en medio de la ruta; para siempre. Si tuvo
otro nombre aquella a quien Oscar llamaba ‘Yuliana’ familiarmente, resulta
desconocido para este relato. También Oscar encontró en Karen –no solo el
abrazo paternal que le había sido vedado por su historia familiar trunca– sino
los golpes; cuando Oscar se ponía violento, cuando liberaba su ira, se ponía de
manifiesto realmente su cuadro de psicopatía y le pegaba, los golpes de Karen
también volvían contundentes. Ruptura de celulares, destrozos de departamentos
de alquiler, expulsiones de distintos hoteles, eran moneda de todos los días.
Cuando las cosas andaban bien, Oscar era absolutamente funcional al grupo de
travestis y prostitutas que era el círculo social en el que se manejaba Karen,
muy cercano a los vicios, al consumo y al tráfico. Era el ‘chofer piola’ que
iba y venía de fiesta en fiesta. Visitando a una vieja amiga en Del Viso, Norma
Albornoz, que vendía flores de las de fumar –a nuestro Zacarías Flores– un
Oscar fugitivo y golpeado solo llevaba un bolso e iba como perdido. Solo quería
“aguantar unos días” a cambio de pagarle una pensión en un cuarto que tenía en
su quinta al fondo. Rápidamente y siempre traspasando todos los límites, quiso
meterse en la casa, donde Norma ya no podía admitir las conductas agresivas y
amenazantes de Oscar. Norma vivía con su hijo de veintipico y con su hija de la
misma edad y con esquizofrenia. Bajo los efectos de las drogas Oscar proponía
que su hijo prendiera fuego con alcohol a su madre, en lo que decía ser “una
broma” bastante siniestra. Norma, antes de echar definitivamente a Oscar, espió
el contenido de su bolso y allí encontró 3 consoladores; ¿o cómo llamarlos?
¿penes de plástico/goma? ¿serían robados a Karen y parte de sus elementos de
trabajo? ¿tres? No era acaso una desmesura preguntábase Norma, que con cierta
gracia, a partir del incidente, comenzó a llamarlo ‘Penélope’, por la canción
de Serrat: “Penélope, con su bolso de piel marrón…”.
Karen reveló datos
inquietantes de la psicopatía confirmada de nuestro personaje que preferimos
omitir. Los últimos datos de Oscar Palma lo ubicaban –ya echado de Salta donde
decía ‘haber conseguido una familia’, aunque criticaba a esa humilde familia
que lo acogía– viviendo en el barrio de La Boca, en un albergue para
indigentes; es decir: se hacía pasar por indigente para ser atendido, que le dieran
lugar donde dormir, algo que comer y disponer aparte de su ingreso producto del
alquiler. De todos modos, está claro que hablamos de una indigencia profunda en
otro sentido. El ambiente decadente nunca le fue ajeno. Siempre iba a ver los
partidos a la cancha de Boca, sentía una identidad social a la que pertenecía a
través de esos colores, de ese mundo social. Y eso combinado con su exclusión
de otros medios, su psicopatía, su imposibilidad de tener amigos por ser
traidor, falso e imposibilitado de tener novia por el odio primigenio que le
despertaba el género femenino, tal vez como producto de su trauma original de
abandono, quedó condenado a una vida en la que él mismo expresó que las cosas
que más le importaban en la vida eran el consumo de drogas, comer, ir al baño
(para expresarlo de una manera fina) y ya ni el sexo: últimamente venía
arrastrando una enfermedad venérea hpb que pescó en medio de su vida disipada
entre burdeles y sucuchos lúgubres. Se mantiene todavía, inferimos, con el
alquiler de la casa –el depto. de arriba y el de abajo– que heredó y cuya
escritura hace mucho que no tiene.
Se alimenta del odio, el
rencor y el último contacto que tuvo con este cronista fue el festejo del
triunfo de Milei para quien militó y los insultos contra el peronismo. Ese día
estaba exultante. No sabemos cómo habrá atravesado esta etapa de motosierra o
cómo ésta lo habrá atravesado a él. En algún punto es imaginable un declive
anímico, psíquico, físico, económico, espiritual. Y solo puede salvar al pibe
que fue, una foto/recuerdo de un día en que tomaba té inglés, fumaba, jugaba al
truco, al ajedrez y podía sostener tratos sociales medianamente cordiales. Todo
lo perdido ya.