30.6.22

Una sonrisa suya, por José A. García

 

Hasta donde me fue posible profundizar en mi investigación, antes de decidirme a abandonarla, todo comenzó a mediados del siglo IX con los hermanos Banu Musa. Tras años de estudios y demostraciones; de recopilación de fuentes; de pruebas, fracasos y pequeños triunfos; de huidas desesperadas del harén real en medio de la noche; de más de una fuga precipitada de la ciudad ante el cambio de autoridades; y del constante peligro de expulsión de la Casa de la Sabiduría de Bagdad, lograron obtener los permisos para publicar su Libro de los mecanismos ingeniosos.

                Durante el siguiente milenio su libro sirvió de inspiración y consulta contante para todos los inventores de autómatas, máquinas autosustentable, autorreplicantes y autorregulables. Máquinas que, no siempre, se daban a conocer como tales ya que no todos estaban interesados en la construcción de meros ajedrecistas o muñecos capaces de fumar por un narguile; algunos buscaban algo, digamos, un tanto más elaborado.

                No encuentro otra explicación para el cuerpo que aquella interminable noche de mayo alguien había dejado sobre mi mesa de autopsias, tal vez sin percatarse, si es que no fue sin preocuparse, de la ausencia de las fichas de información médica necesaria para su identificación. Diré que, a simple vista, y apenas atisbando debajo de la sábana que lo cubría, se trataría de una mujer.

                Tras más de una hora revisándola fui incapaz de dar con la causa de su muerte. Nada parecía fuera de lugar, nada faltaba, nada sobraba, nada debería de haber fallado. Cada uno de sus órganos lucía exactamente como se lo mostraba en los libros de anatomía, es decir, como si fuera un órgano nuevo, sin desgaste de ningún tipo, al parecer sin siquiera haber sido utilizado. Como si pertenecieran a un recién nacido y no a una mujer de, con suerte, menos de treinta años de edad.

                Sin embargo, y a pensar que su fría piel era signo innegable de su muerte, había algo más. Tal vez ese algo más fue lo que me decidió a apagar el dictáfono y borrar la cinta en la mitad del procedimiento. Ese mismo algo no me permitía dejar de mirarla.

Mentiría si dijera que no me sentí atraído prácticamente de inmediato, pero no a un nivel de morbosidad, ya que no me considero uno de esos que sólo se convierten en patólogos para tener acceso a sus oscuros objetos de desviado deseo.

              Realizaba uno de los tantos análisis en el microscopio, cuando alguien tosió a mi espalda. La sorpresa, el miedo, el terror, me invadieron. Sabía que la sala se encontraba vacía salvo por el cuerpo de la mujer a la que acababa de coser la incisión Y sobre la mesa de autopsias y mi propia persona. Aun así, no pude evitar que, con el rápido movimiento que hiciera para girarme, el microscopio, la muestra que analizaba, el resto de los elementos sobre la mesa de trabajo y la banqueta sobre la que me encontraba, acabaran en el suelo.

              —Lo siento —dijo la mujer al ver mi sobresalto y antes de inclinarse hacia fuera de la mesa para toser una vez más—, creo que me atraganté.

                Al volver a su anterior posición sobre la mesa notó que se encontraba desnuda e intentó cubrirse con la sábana que había dejado a sus pies. Mientras la veía moverse como si se tratara de alguien que acababa de despertar sentía un intenso dolor en mis dedos debido a la fuerza con la que me aferraba a la mesa de trabajo; al percatarme de ello intenté aflojar la mano sin mucho éxito.

                —Qué… que… —intenté articular sin lograr siquiera formar una frase completa en mi cabeza—. ¿Quién eres? —Fue lo primero que se me ocurrió preguntarle.

              Pareció contrariada por la pregunta y, al mismo tiempo, por su expresión, pude notar que intentaba recordar cómo responder.

              —No lo recuerdo… —dijo finalmente antes de sonreír de una manera que muy pocas veces pueden verse. Podría decir que se le iluminó el rostro al hacerlo; pero nunca antes lo había visto tan cerca, tan natural, tan inexperta y, al mismo tiempo, tan real.

              —¿Qué eres? —Pregunté después.

          Tampoco tenía respuestas para esa pregunta, ni para ninguna de las que le siguieron. A cada nuevo intento descubría que nada sabía sobre ella, de dónde venía, hacia dónde iba, cómo había llegado allí, si alguien la había llevado, o qué era lo que le había sucedido para terminar sobre mi mesa. Su memoria estaba incompleta, se encontraba ausente, o nunca la había tenido. Era una tabla rasa, una hoja en blanco sobre la que escribir desde cero.

                A pesar de no saber ni siquiera su nombre, no dejaba de sonreír. Esa sonrisa suya era su mejor protección y fue suficiente para desarmar todas mis tentativas por comprender, por descubrir qué o quién era y, no menos importante, qué y cómo había sucedido. Realicé varios análisis más mientras estaba despierta (aún no podía pensar en ella como algo que estuviera viva, más sabiendo que hacía apenas una hora la había abierto de par en par y mirado en su interior como si de un juguete se tratara), sin encontrar nada fuera de lo común. Su corazón, que antes no latía, ahora lo hacía sin problemas (pensar en las incisiones que realizara sobre el mismo no me ayudaba a comprender). La sangre circulaba por sus venas sin la menor dificultad. El aire entraba en sus pulmones, etc., etc., etc.

A pesar de todas las evidencias, me negaba a pensar que regresar de la muerte fuera tan sencillo como toser un par de veces; así como una simple bocanada de aire no puede ser suficiente para reiniciar un sistema homeostático completo como el que se encontraba frente a mí.

Daba por sentado que era algo diferente a un ser humano; de no ser así no habría podido repararse de la forma en la que ella lo había hecho ante a mis ojos. Faltaba información, sin lugar a dudas; lo que podía explicarse, casualmente, a partir de la memoria ausente. Imposible saber si eso se debía a que algo había fallado al momento su la detención o la falla era producto de la inexperta manipulación de la que había sido objeto bajo mis manos.

              En algún momento de la interminable noche interrumpió la catarata de preguntas colocando de improviso su mano sobre mis labios.

                —Tampoco sé tu nombre —susurró.

              A pesar de mis años de estudio, no sabía que el corazón humano pudiera latir del modo en que el mío lo hizo cuando me tocó. Decidí que era mejor continuar con nuestro mutuo estudio en otro lugar, lejos de posibles interrupciones, de ojos curiosos, de preguntas a las que tampoco yo podría responder.

Coloqué mis brazos debajo de su cuerpo, le pedí que abrazara mi cuello y la alcé, como se levanta a una recién nacida; el sentir su piel igual de fría que al momento de su despertar me hizo estremecer. Restaba mucho por investigar aún, en ese momento ni siquiera había pensado en ella como un autómata con la capacidad de aprender de cuanto le rodeaba; algo que haría más adelante y que luego olvidaría.

Al salir de la morgue aún se aferraba a la sábana con la que se cubriera, último recuerdo de lo que había sido o, tal vez, primero de lo que a partir de ahora sería.