¿A
quién no le gustaría escribir como Manuel Alemian? Al menos un poquito así, sin
pretensiones. Que el caudal de pretensiones logre adormilarse en el momento de
la escritura a través de la voluble voluntad. El libro La confusión, seguido de Diario de un limbo mental (publicó Letra
Viva, 2018 y previamente La confusión
por Los proyectos, 2014) de Alemian aborda un tema nada crucial: la locura,
pero es un libro que trata sobre las formas. En cuanto al “tema”, por su
trascendencia, recuerda a otro de su autoría: Emoticón en Bragado (Belleza y Felicidad, 2014) que trata sobre el
amor.
La confusión se
compone de relatos breves cuyos personajes son los enfermos o internados en un
nosocomio y trasluce la simpleza de los razonamientos de quienes están de algún
modo ausentes, absorbidos por lo otro. Entonces habla de las formas o de la
ausencia de formas a la hora de entablar una relación con eso otro. Claro que
cada persona o personaje del libro tiene su estilo o personalidad, pero el
autor no parece encontrar en ello algo trascendente (quizá porque la identidad
de los internados se vea abatida por el consumo de altas dosis de droga). Lo
esencial del lenguaje de los locos parece ser su simpleza, a veces cargada de
ingenuidad y a veces de violencia: de capricho y ansiedad. La escritura de Alemian
replica ese lenguaje simple, humilde, con el que a su vez consigue transmitir
la crudeza de la locura. La certidumbre. Por la que todos transitamos hasta
empezar a agudizar la mirada y observar pautas que nos dicen por dónde vamos
bien y por dónde vamos mal. (Que no es lo que está bien y lo que está mal).
En medio de la madeja que trama un nosocomio que, como la sociedad, enferma a la vez que tranquiliza, lo que importa son las formas. Dios quiera pudiera uno empastillarse menos para vivir en este mundo; un comienzo es alejarse de los vicios, que no nos dejan incolúmes como a los personajes sadianos. En el nosocomio los locos son forzados a alejarse de algunos vicios, no ocurre por voluntad propia, ni siquiera por medio del rechazo.
Diario de un limbo mental aparece como la salida del nosocomio. El texto prosigue al de los internados y es curioso porque el protagonista tambalea y duda, sigue tambaleando y sigue dudando pero en una configuración de mundo más “familiar” o humana: con amigos, libros y chocolates. Es un final de libro que incorpora: al texto anterior, a la rutina y sobre todo a la conciencia, que duda pero está allí. Incorpora aciertos, ya no certezas, tampoco éxitos. Es un buen final, podría ser una conversación telefónica, como de esas que le transcribieron a Warhol.
Pienso que en los relatos escritos por poetas no hay Tiempo, o al menos no es el rasgo que prima, a diferencia de la novela en donde el transcurrir debe ser narrado, o de algunos cuentos que necesitan una pausa en la escritura y es en ese reposo donde por lo general encuentran su trance más hermoso. Los poetas eluden al Tiempo para no dar lugar a lo fatuo del lenguaje. Importa la palabra más allá del concepto, que se forma con los años. Manuel Alemian es poeta. Un colega, Damián Ríos, eligió su libro Emoticón en Bragado –que es un poema largo- como el mejor del año 2014. Allí asevera: “Nosotros no imitamos/ pues elegimos/ la innovación,/ cada día,/ algo distinto. / Eso sí,/ siempre el beso/ y la caricia/ más que la declaración.” Porque las declaraciones las más de las veces, también, son fatuas.
Alemian escribió en 2015 una comedia teatral titulada Otto y Sebastián (publicó La Carretilla Roja) que fue interpretada con notable gracia por Pablo Gasloli y equipo, con visuales de Adela Pantin, dirigida y mostrada por Piro Jaramillo en su pequeño taller. Es un texto precioso y preciso que habla del miedo al amor. Un loro impiadoso se burla de todos nosotros, los que tememos a un nuevo fracaso en el amor o la escritura.