1.2.13

La intemperie, por Juan Bautista Ritvo






I

La mancha de los adioses de Isabel Steinberg es un caleidoscopio que puede girar en múltiples sentidos. Y leer consiste en eso, justamente: en dar un giro,  luego de haber leído todo en orden, tal y como la fábula lo indica.
Sin embargo –y se trata, creo, de un principio poético del texto–, el orden mismo de las secuencias, la integración y resolución de las unidades del relato, presenta fuertes soluciones de continuidad: se salta de escena, se salta de escenario, de época.
¿Qué significa la voz “orden” en una obra literaria que, por definición, apuesta a reordenar el caos para hundirse en él y seguir así, de nuevo: reordenar para fracasar, buscando una medida conmensurable de lo inconmensurable?
La mancha del título evoca precisamente esa solución de continuidad.
En el jean de David, acribillado en un supuesto enfrentamiento y en el terrible año 1975, la policía halla un poema de Elvira, en el cual, entre otras cosas hay un guiño a la tarotista  Madame Sosostris de La tierra baldía, quizá porque ella anuncia con la baraja al Colgado que no encuentra y a la muerte por agua, además de ese veneno mítico y de nombre maravilloso: Belladonna. El poema empieza así:

Recobrar: recordar la memoria.
–Las palabras, las palabras de los hombres –dijo la
médium de la Rua Catece
(¿O podría haber sido madame Sosostris educando a su
pupila, o a la cajera lánguida
contando monedas en el supermercado o podría haber
sido la hermana peinándose en la siesta?)

La cajera o la hermana bien podrían evocar –de hecho evocan– figuras del poema de Eliot, pero aquí no son actores de la banalidad sin ventura y sin salida de las pequeñas gentes, desdichada en su sordidez, sino muestras de la  asociación que no puede ni quiere detenerse.
Como dice el poema: ¿Pueden detenerse los catálogos, las estrofas, pueden? No, no pueden detenerse hasta que se detienen allí donde hallan un punto de conclusión en expresiones en prosa que suceden inmediatamente al poema:

“Lo que Elvira no pudo decirle nunca a David es que no había Profesor, ni Maestro, ni Escritor, ni Madre que lo salvaran de la Muerte Mayúscula. Y que ella ya estaría siempre un poco muerta con él. O sea sin él”.
El Maestro y también Escritor, con mayúsculas alegóricas ambos, es sin duda Borges. Pero el texto no evoca cualquier Borges, sino el Borges ganado por la pesadez y que pide que lo dejen tranquilo: “No me pida Ud. también que le firme, niña. Estoy cansado”.
¿Qué puede salvar de la desdicha?
Líneas antes, Elvira y David, de noche, visitan la galería de calle Córdoba y allí contemplan los Cogorno, los Carpani, los Berni y por unos momentos se alivian del terror de la época: 1975.
La literatura, la pintura, conjuran “las palabras, las palabras de los hombres…”, pueden incluso yuxtaponer con felicidad a los que flotan desnudos o casi sobre el Mar Muerto, con las conversaciones triviales –o casi– sobre la guerra de los hombres con las mujeres, que es una guerra florida –a diferencia de la otra, sin flores…
Pueden evocar frases aisladas de todo contexto y que por eso parecen rodeadas de un misterio epifánico: “–Licores violetas se podrían derramar –decía.”
Mas, ¿cómo evocar la muerte casi accidental de alguien que sabe que va a morir ya, y que un momento antes o un momento después, quizá nada pudiera haber pasado?
¿Cómo evocar ese filo acerado, ese encuentro único, ese empalme mortal entre el arma y el cuerpo que justo está allí, inerme, sin resguardo?
Sólo puede hacerse por un desplazamiento hacia lo insignificante, hacia algo que coyunturalmente atrape y condense lo inconmensurable.
Leemos en el comienzo mismo del libro:
“Ayer se le impuso: chocolatines con pasas de uva. Iba en el subte, llegaba a la estación Entre Ríos. La frase no podía ser menos ambigua.
Momentos antes ella pensaba en la imperiosa necesidad que la llevaba a ponerse los anteojos oscuros justamente en un lugar tan poco encandilante como el subte. Lo que encandila –pensaba– es esa marea de miradas desconcertadas y estúpidas, ese balanceo caliente y fatigoso, esa intemperie de pozo.
Chocolatines con pasas de uva fue lo último que le dio a David, cuando las paladas del sepulturero tiraron las primeras los primeros montones de tierra”.

Efectivamente, la frase no podía ser menos ambigua. Pero las epifanías, ya lo sabemos, al menos desde Joyce, tienen una apariencia que desconcierta por su insignificancia: cargan con la representación de lo irrepresentable y por ello se asemejan al humor que brinda una imagen casi ridícula o francamente ridícula de lo sublime. El chocolatín es bastante menos que el chocolate; algo infantil; y las pasas de uva duplican lo empalagoso: justo para entregarlo al adiós para siempre, justo para dárselo al ser débil, inerme, ya cristalizado en su ser, que se va para perdurar como simple nombre, cada vez más descorporizado en la implacable memoria del olvido.
Y en este párrafo también aparece por vez primera la palabra clave: intemperie, aquí intemperie de pozo. El pozo del ingrato subte, claro, pero asimismo evocador de otro pozo, francamente siniestro… Lo que encandila… ¿qué encandila? Los encandilados que viajan en el subte están en suspenso, todas estas vidas están en suspenso, acunadas por un mal sueño, habitantes de un lugar intermedio, una suerte de limbo terrenal que los lleva, como quería el General, de casa al trabajo o al revés, de la casa inhabitable al trabajo también inhóspito o al revés, que se repite hasta que el mecanismo se quiebra o estalla o desaparece en el polvo.
La intemperie reaparece más tarde en el relato:
“La intemperie. La intemperie fue siempre para mí peligrosa. Ahora creo reconocer en ella a una de las formas de mi familiaridad. Estando adentro siempre se sentía el frío y lo inerme”.
La intemperie es también una de las formas esenciales de la mancha. O quizá mejor: la mancha, pequeña inicialmente, extendida luego como lugar de indistinción entre figura y fondo, garantiza que en definitiva no haya hogar, en la dimensión de su étimo: hogar, foco, focus, fuego, fogón que alumbra y reúne en torno, que da calor y dibuja un círculo en el cual querríamos que opere la magia, que es detención inaudita del tiempo.


II

Steinberg ha elegido como acápite un proverbio armenio realmente formidable: El pasado es impredecible.
Ironía, seguro. Pero el hallazgo no consiste solamente en invertir las cosas, porque efectivamente es el futuro el impredecible. Y no obstante, las incertidumbres con respecto al futuro hacen que vez a vez, circunstancia por circunstancia, el actor diseñe el pasado de modo diverso. La imprevisibilidad del futuro convierte al pasado en una fuente de genealogías erráticas, de voces interrumpidas, de continuidades imprevistas e insospechadas. Un giro a la vez presente y ausente del discurso, reordena el pasado de maneras sorprendentes e inesperadas.
Ahora bien, cuando se trata de narrativa –y más aún de la narrativa que se derrama sobre los otros géneros, como siempre, pero no para sintetizarlos, sino para dejarse ir en el flujo cuyas orillas son tan inciertas como las de los sueños–, ese giro que gira sobre sí, totalmente impuro en su imposibilidad de saberse, termina por descubrir al lector. ¿Lectura proyectiva? No. Es algo más. Es quedar atrapado en la trama, en el momento mismo en que levantamos el velo del texto para decir algo que le pertenece al autor por derecho propio –dije autor, no persona que firma– pero que sólo un lector puede finalmente articular.
Hoy soñé con mi muerte, dice la agonista. Y luego cuenta el sueño en que una vez más emerge el subte, ese lugar donde el tiempo se espacializa, dice, para llegar a despertar gritando papá, mamá…
Y cierra el texto ahora con sus propias bastardillas: Lo sé. Todos somos hijos al morir.
Si al morir somos todos hijos, la progresión épica de la genealogía en la que cada uno pasa de hijo a padre o madre para transmitir la herencia que llamamos simbólica, se cierra circularmente dejando caer los cuasi restos antes de volverse definitivamente desechos.
Decimos “dar a luz” para designar el nacer, pero ya nadie da al morir.
Esta evidencia que cae patética y escuetamente sobre el Lo sé… ordena dos veces: una, la serie de exilios y de desgracias y de muertes que pueblan el texto; otra, la serie en apariencia puramente accidental de fotos ( y quizá lo sea, quizá…) que acompañan la narración. Fotos más bien pobres, que no tienen nada de particular y que poseen un carácter similar al de las fotos de los libros de Sebald: no completan, no ilustran, no son soportes de la descripción ni, como en Nadja de Breton, la sustitución de ella;  indican, la palabra es justa, un fuera de texto radical, tan despojado de teleología racial, familiar o ideológica, como la serie de acontecimientos narrados: una ilustración del llamado en otros tiempos “Grosso chico”, libro del sometimiento escolar ya abolido, que muestra a un sacerdote caído junto a una cruz, rodeado de indígenas de cartón; una foto no identificada de libreta cívica, puede ser de la agonista o de la madre, negra, pobre y judía –y cuya identificación taxativa caería fuera de la retórica del texto; cultivadores de una colonia judía raquítica; y la foto final, emblemática, que agrupa a los ascendientes y que fue tomada en Poltava en 1908.
Allí, en los párrafos postreros se detiene la narradora pero no para superponer el ver y el decir sino al contrario; lo visto y lo oído se entrecruzan sin cesar de marchar por rumbos distintos.
(Ya se sabe: la imagen vista y la vista de la imagen son continuas; no discontinuas, como el habla. El habla tropieza fetichísticamente frente ese dado-a-ver cuyo reverso es invisible.
La foto, en su dimensión más mítica y raigal, patentiza, simultáneamente, la sustracción del tiempo que prometen todas las revelaciones y las hunde en la insignificancia)
Es una foto del exilio. En el centro de la imagen –dice la narradora –como una especie de vértice de una pirámide, se ve a mi bisabuelo Abraham abrazando a sus dos hijos mayores.
Esa foto tiene una mancha, quizá mezcla de lágrima y de tinta azul, junto a la mejilla de la niña más pequeña.
¿Es la mancha del exilio, no sólo judío sino humano, exilio de una raza, pero también de una ilusión revolucionaria?

III

Podemos enfocar diversos modos en esta narración. Pongo por caso, el análisis de los medios de representación a que acude: cartas, fragmentos líricos, palabras yuxtapuestas sin cesuras, narración indirecta que no construye psicologías  sino constelaciones de rasgos al modo del sueño, alternancia entre la primera y la tercera persona.
También puedo señalar un procedimiento cercano a la intriga policial, por el cual un acróstico descubre al traidor, con referencia explícita a un relato de Borges.
Prefiero examinar la cita del libro mayor del misticismo judío, el del Esplendor, Zohar, que Abraham, el bisabuelo, repite de rodillas para conjurar los males que caen sobre la hambreada colonia.
En el principio, reshit, o sea en el comienzo o sea en la iniciación se graban señales en el aura celestial. Una forma surge de lo amorfo y se predica de ella negativamente: no tiene ningún color, en absoluto, y por ello puede contenerlos a todos. De allí atraviesa y no, irreconocible hasta esplender un punto máximo oculto, ese punto que es el origen de los orígenes: reshet, la primera palabra de la creación y más allá de la cual no hay nada.
La que figura en la narración de Steinberg es una de las versiones del comienzo del libro, la sección de Bereshit. Hay en castellano por lo menos otras dos, la más antigua de Dujovne y otra más actual del Proyecto Amós.
En el abismo entre el hebreo y el castellano –que es sin duda un abismo del hebreo con el hebreo, del mismo modo que las traducciones abisman, mejor o peor, no soy yo quién para decidir, al castellano con el castellano–, emerge la operación mítica en toda su pureza: trazar el comienzo, el límite entre la luz y las tinieblas, el rastro que oculta y hace circular lo infinito en lo finito, el que muestra el principio de los colores en la ausencia de color; el que crea la casa del hombre antes de su habitación. En este punto, lo femenino (la cita es textual) es llamado Elohim, a la vez encerrado y oculto.
Ahora bien, es importante que Steinberg haya elegido entre las posibles caracterizaciones narrativas precisamente ésta en la cual el texto sagrado es llevado al primer plano.
Y asimismo que haya puesto estos pensamientos en la voz muda de Abraham Urdaieff,como contrapunto al fracaso de la invocación y la perduración de la miseria y su secuela de incuria: No hay milagro posible: nadie conoce el verdadero orden de las letras de la Torá. (…)Nos queda sólo la maldición frente al dolor. La maldición que los cabalistas sabemos proferir al invertir el alfabeto de maneras misteriosas. Sólo nos queda maldecir.
Es sin duda, la respuesta al orden mítico que no puede dar cabida al desorden del mundo.
En este punto preciso en que –evoco términos familiares a Benjamin– el pensamiento de la ruina se iguala a la ruina del pensamiento, se despliegan, incesantes, múltiples figuraciones. Entre ellas, por ejemplo, los espíritus del canto V del Infierno de Dante, que vuelan sin dirección ni reposo, como bandadas de estorninos llevados y traídos violentamente por la tempestad, chillando y maldiciendo en medio de la oscuridad más profunda.
Yo prefiero evocar a la pequeñita Jasi, que sólo habla idisch, a los cuatro años, la que, según la narradora tiene en las pocos fotos de aquella época el mismo gesto desesperado y la misma mueca decepcionada que le conocí cuando era mi madre. Y asociarla al Ángel de la Historia de Klee, la mirada atónita, las débiles alas apenas abiertas, contemplando algo que está a espaldas nuestras y que nosotros no vemos, aunque  presentimos que allí yacen el dolor y el desamparo.