1.9.12

Nuevas tristezas del orfebre, por Roberto Escaleno





Viscosa suerte verde y cagadora. Incluso los que subestiman las herencias. Siempre se piensa que vienen con o sin plata, con o sin propiedades, con o sin. Pero lo que está obturado de las herencias es la mejor parte. Es la letra chica, indeleble, escrita en nuestros destinos con sangre. Son esos pequeños detalles. Porque la vida está hecha de detalles, a veces tristes, otras veces no tan indeseables. 

Para colmo, el baño es un espacio de encontronazos, de avisatajes, de odios a primera vista. Uno se da vuelta para mear y ve cómo en el bidet se acumularon uñas cortadas. Y ver ese detritus no alegra la mañana, es mal presagio. Pero basta. Hay mucho para hacer. El día recién está clareando. Ser orfebre es ser un poco gallo. Y ser gallo es tener la garganta tristemente afinada.

De la literatura presidencial el orfebre prefiere ni oír hablar. Como si su desconocimiento en materia de política fuera su sola ética. A pesar suyo, sobrevolaba como fondo o paisaje de conversación, esta cantinela: Entre el nacimiento y los seis años –dijo Perón– se forma el subconsciente de los niños... ahí es donde hay que meterles el peronismo. ¿Tanto? Así parece. Pura roña sindical.

Escuchó azorado un diálogo entre un joven militante y un ex funcionario que lo doblaba en edad y pertenecía a la vieja guardia. Hablaban de índices alarmantes a nivel mundial, de niveles de inflación a nivel global. De pronto la palabra imperialismo salía de sus bocas como si fuera algo automático. Al imperialismo sabemos vencerlo sin tirar un tiro, dijo alguien. El rostro de uno de los que sostenía la conversación parecía el de un anciano. Sin embargo, era un joven que contaba la historia de un panadero que quiso cambiar dólares y no pudo. Un hombre del pueblo que ha sido engañado. ¡Qué pueblo ni pueblo! Idealismos de juventud. Dejá de lado el pasado y tus prejuicios pequeñoburgueses, dijo el otro tipo, esto no es idealismo sino realidad, te dije que vamos primeros en inflación a nivel mundial y te parece una pavada. Los tenía preocupados el porvenir de la patria, cómo dormir tranquilos y sin un peso o sin que el país tenga una moneda sólida. Parecían ensayar aires de importancia en la mesa del café.

El orfebre, en esto hay que insistir, prefería ni oír hablar esas cosas. Leyó por ahí que las chicas no se conformaban hoy con hacer abortos. Las chicas “comprometidas” con el mundo de hoy querían además participar en una revolución sangrienta. Y que se supiera. Como si se pudiera acabar con la mierda tirando la cadena. Conocía a todos los cornudos, los señalaba, no sé qué placer encontraba en eso. Las pelirrojas tienen el destino de los animales, decía. La ictericia en el aire y el tarot en la mesa.

Pero hay que decirlo: Kafka nunca fue kafkiano.

En una esquina basta que uno de los dos frene para que el choque no exista. ¿Para qué inventaron los carriles? En 2012, cuatro facturas cuestan 10 pesos, algo debe andar mal. El orfebre quería ver la transmisión de una guerra civil, en vivo, desde la televisión. En el país de los “campeones del mundo” y de los asesinos seriales con bajos recursos. Él quería saber para qué se inventaron los carriles. Siempre se decía, hay que elegir un carril y tomar el centro, pero todos hacen como si nada. Veía asombrado a la multitud descarrilar, ir de un lado a otro, como al tuntún, como desorientados y a la pesca de una carril de pertenencia. Y así con todos los órdenes de la vida: ideas políticas, chistes de sobremesa, comentarios de actualidad. El orfebre los veía cambiarse de carril uno por  uno. Los carriles de la derecha son “más lentos” mientras que los de la izquierda van “más rápido”. ¿Pero para eso existen? ¿Para regular velocidades? ¿Qué extravagante utopía se esconde detrás de las líneas blancas de los carriles? El orfebre no podía entender.