27.5.12

La mancha de los adioses, por Isabel Steinberg



El pasado es impredecible.
(Proverbio armenio)


Ayer se le impuso: “chocolatines con pasas de uva”. Iba en el subte, llegaba a la estación Entre Ríos. La frase no podía ser menos ambigua. Momentos antes ella pensaba en la imperiosa necesidad que la llevaba a ponerse los anteojos oscuros justamente en un lugar tan poco encandilante como el subte. Lo que encandila-pensaba- es esa marea de miradas desconcertadas y estúpidas, ese balanceo caliente y fatigoso, esa intemperie de pozo.
Chocolatines con pasas de uva fue lo último que le dio a David, cuando las paladas del sepulturero tiraron los primeros montones de tierra. En mil novecientos setenta y cinco no le era desconocido el olor barnizado de los funerales, el olor de los funerales de los cuerpos jóvenes.
Pero aquel funeral era diferente a todos: esa tarde de abril, en el cementerio de La Tablada convergían, se mezclaban, se embarullaban atrozmente todos los nombres: David, Armando, Ilan-do-Parca, Robi, Revolución, Judío, Sefaradí, Habibi.
La Parca E Kui. Aquella agorera iluminación que dos meses antes había leído sobre el cielo de Petrópolis se imponía como una alucinación verdadera. Aquella alucinación que, inspirada por la musa lisérgica, había escrito en el cielo a la manera de una historieta, se le derretía ahora entre las manos sucias por el chocolatín que tardaba en soltar, bajo el sol de abril, para atrasar la despedida. Una idea la consolaba dulcemente: su sudor, mezclado con el chocolate y la tierra y todo lo que se desprendía, iba a fusionarse con David.
Enterrada en un oscuro bar cerca del cementerio escribió algunas frases y una poesía.
Las frases eran desordenadas: “Yo me imagino David que tu alma bulle. Bulle y se revuelve. Si bullir es agitarse una cosa con movimiento similar al del agua cuando hierve. Bulle y se revuelve para acercárteme, para tocarte el cuerpo que ya no es el tuyo, el cuerpo infladito, hinchado, espantosado. En ese estado sin casa, sin cuerpo, tu alma se esparce y ablanda, se estira y se esfuma, se esperpentiza. En ese entre-dos formas todo se te aparece desmesurado y palpitante. Como en un instante de sentimiento perfumado, aspiras. En el verdeazul de lo intermedio todo cobra una causalidad infantil. ¿Cómo llamar a ese recuerdo de sol atravesado por partículas de polvo? ¿Cómo nombrar?
¿Cómo gritar? Cerca de mí alguien habla del altruismo suicida, de la locura, del dolor. ¿Quién puede querer vivir?- se me ocurre.¿Quién puede querer vivir con el cálido aliento de este muerto en la garganta?¿Quién puede querer vivir con esa boca de sepulcro en el pecho.”

La poesía que escribió ese día de abril de mil novecientos setenta y cinco, a los veinte años, era ésta:
Finalmente
No busco más lenguajes conocidos.
No encontré los ojos que devuelvan el gastado reflejo.
No los busco.
Creo haberlos visto una vez encerrados en la tierra.
Tengo las llaves del reconocimiento, sólo que a veces olvido dónde las guardo.
No es momento de confiar en la memoria cuando el comienzo
termina desnudo.
Me mata tu tan mortal muerte.


En mil novecientos setenta y cinco, la madre de David se convirtió a partir de su muerte a la tibia religión de los espíritus. Tres días gimió. Tres días enormes e hipnóticos. Después lo buscó: su viudez de madre joven la hizo frágil, receptiva, y toda su vida cobró sentido. Una nueva curva se insinuó en sus caderas cuarentonas. Sus mejillas se volvieron rozagantes., la sombra de su hijo la fecundó y el tibio delirio fue dado a luz.

Cuando la madre de David empezó esa peregrinación tenaz por brujas, adivinos y telépatas para reencontrar ese calor en la carne, no sabía que la tripita arrancada del vientre de Elvira llevaba las señas de su hijo.
Lo que Elvira no supo, en medio de su peregrinación doliente de cuerpo en cuerpo, de transitoriedad en albergue, fue que esa fibra sangrante recordaba su abrazo con David.
Lo que no fue posible saber, en medio de tanto vértigo: ese embrión era de sexo femenino y podría haberse llamado Soledad. La Soledad de David.

Elvira viaja por la anestesia: el anestesista es bajo, usa anteojos y apenas mira al hablar, como refugiado detrás de una invisible ventanilla de un transitorio albergue, enarbolando la llave que se convierte ahora en el fino escarbadiente resbaladizo y punzante. A ver… ¿Cómo te llamás ? Vas a sentir un pinchacito ahora y después despacito te vas a quedar dormidita… enseguida todo está listo y te vas a tu casa… relajadita… eso. En la pared hay un banderín de una universidad norteamericana, un certificado de un simposio de hipertensión, un programa sobre ginecología y tercera edad, todos pequeños planetitas girando alrededor del diploma mayor que doradamente aurolea las letras góticas del nombre del Doctor. Cuando llegó la puerta estaba abierta y desde afuera pudo escuchar el sonido zumbante de un aerosol: el Doctor perfumaba la salita con aroma de pino salvaje, acompañando los suaves movimientos del brazo con una sonrisa casi traviesa, como la de un escolar sorprendido en un gesto de exagerada prolijidad.
La selva oscura –se le ocurrió– tiene olor a pino salvaje.
-¿Es la primera vez? Hay cosas que nunca cambian… el cuerpo… se pueden decir mil cosas sobre el carácter… pero cuando una mujer está… usted entiende… desde el principio de los tiempos hay cosas que son así. Y yo he visto tantas cosas en estos años… Dicen que los mejores poemas se escribieron en la Grecia Clásica… entonces…
¿Qué es esto del progreso? ¿Somos ahora más sabios?... A ver, querida, ¿es la primera vez?...
Las letras del nombre del Doctor tienen ahora independencia, se conjugan e intercambian escrabelianamente en forma acelerada: guillermo víctor vielén llermo víctor sí lenvié motor, hasta que la anestesia enloquece la sintaxis gótica y guillermín trovo lieve y gui lle ní, y las palabras del anestesista son ondas suaves que arrastran un vielito guille trovito liene.
El Doctor dice algo sobre el espéculo, y debe ser un comentario gracioso, porque el anestesista, que tiene sujetado el brazo de Elvira, le transmite su agitación de carcajada. Ella recuerda el chiste de Jaimito: ”abrite de patas, corazón”, y en la otra punta del mareo, entre sus piernas, imagina la suave caída del animalito rojo, fibroso, lagañoso, flotante animalito arrancado.
Una manchita en la manga del Doctor eso no corresponde a su blanco blanquito delantal cuando la mamita descubría la mancha en el guardapolvo enseguida enseguidita sabía de qué mancha se trataba si chocolatín medio derretido por el calor del bolsillo o mate cocido o mostaza o vaya una a saber qué extraña adivinación iluminaba a la mamita para descubrir las manchas para dictaminar si recurrir al jabón al detergente a la lavandina al limón con agua o al agua solamente o a una preparación especial entre algodones y secantes y era cuestión después de colgarlo al sol para que se blanqueara más y la mamá era tan experta en manchas que hasta los libros de lectura podían salvarse del desastre de la floración manchina sobre la cara de nenia al lado de la estrofa que decía llora llora urutaú en las ramas del yatay ya no existe el paraguay donde nací como tú esa manchita de tinta debía eliminarse bastaba un secante abajo para que no pasara a la otra hoja y borratinta pelikan si era necesario pero en el cuaderno era más difícil las manchas se erizaban carcomían escamoteaban la bravura de la materna borradora y refulgían gloreaban enardecían soslayaban diversificaban hasta orillar el escándalo amenazando avasallar trasponer perforar alcanzar la contratapa donde la marca de llegada era la gloria del cuaderno amarillo bajo el forro azul allí donde podía leerse los buenos niños de hoy serán los grandes argentinos del mañana la mancha enloquecida avanzaba reptando por la ventana del jardín gato a veces amarillo y negro vuelto más amarillo si aprieto bien los ojos párpados ojos adentro vueltitas en la cama para evitar dormir sobre el lado del corazón porque hace mal y el corazón verde trébol de alpi clavadito sobre el guardapolvo esperando en la percha baila y toma la forma de guantecito malo que me aprieta sé que estoy soñando y si pienso con fuerza me despierto estoy tan cerquita de la mancha de la manga del Doctor que casi podría disolverlo con toda la saliva espumosa y blanca para limpiar manga de Doctor que arranca la manchita roja y la manchita roja se retuerce y jadea y toma forma de pecesito y de célula estrellada y de escuerzo y le saca la lengua al Doctor malo y escupe al anestesista que caen fulminados por los efluvios venenosos de la manchita que se enrosca y vuelve adentro mío y se acomoda y me da calorcito y me tranquiliza y ya está y ya pasó y no fue nada…
Y la cara del Doctor asoma entre las ondas de la anestesia y me dice:- Ya está, era chiquito…fue muy simple querida. Ya está.


Vuelve de la anestesia y recuerda: de Olegario V. Andrade, cree que su título era “Palabras de mi madre”.
La habían elegido para recitar el poema durante el festejo del día de la Madre. Llevaba un jumper comprado en Rubi que tenía un gran moño rojo de terciopelo a la altura del pecho. Debía tener ocho o nueve años.
“Ven para aquí, me dijo dulcemente mi madre cierto día. Aún parece que escucho en el ambiente de su voz la celeste melodía…”. Fue al llegar a la parte que dice “¿no sabes que la madre más sencilla sabe leer en el alma de su hijo como tú en la cartilla?” cuando las convulsiones del llanto asomaron de su pecho y al llegar a la garganta se le hicieron irrefrenables. Su madre, como una efigie entre el público de aquel día en Bet-El, se mantuvo inmóvil.
Un brazo firme la arrastró fuera del bochorno, y una voz con marcada pronunciación norteamericana le susurró al oído como llegando de otro mundo: -Aquí estoy…
Muchos años después, supo que ese rabino se llamaba Marshall Meyer,
Ma- Me en el fraseo de los chicos. Mame como se dice mamá en idish.

Elvira relata a su amiga Ana un sueño que tuvo pocos meses después de la muerte de David: en la mañana, dentro del sueño, presencio mi propia muerte. Duplicada, oficio de yacente y de testigo. Como en un trámite silencioso, con solemnidad, desfilan a mi alrededor algunos hombres a los que reconozco, no por sus caras, sino por un detalle particular en cada uno que opera a la manera de contraseña. En uno es la sonrisa del gimnasta, en otro aquel gesto habitual de reclamo, en otro esa palabra dicha lentamente, con puntillosidad.
Cuando se despierta se le impone una frase: “Todos tienen ombligo”.

Cuando el zeide Zuny se estaba muriendo transmitió lo que parecía su última voluntad:
-No quiero que me entierren en Tablada arriba del cajón de Eny.
La baba Eny había muerto hacía un año.
-¿Por qué? –preguntó alguien.
Porque ya la aplasté suficientemente durante la vida– contestó.

En los meses que siguieron a la muerte de David, Elvira extrañaba la cálida hermandad de los cuerpos que la había unido a su amante. Una vez a la semana era visitada en su pequeño escaparate por el joven escritor. Cuando lo evocaba lo veía alto y delgado, afeitándose frente al espejo. Se había acostumbrado a la manera firme, casi autoritaria, en que le hablaba, a sus despedidas siempre presurosas.
Una sola vez Elvira lo había visitado. En el cuarto, la fotografía del Maestro, indicaba el gusto del hombre por la iniciación y el designio.
Cuando él le regaló aquellos libros, Elvira sintió por primera vez desde la muerte de David, algo parecido a la felicidad. Entonces se escondió, al salir por la calle Ecuador, y lo siguió algunas cuadras. Al entrar a El Olmo el hombre advirtió la molesta presencia de su joven amante, y se mostró enojado, casi brutal. Le habló de una cita en la que se encontraría con una verdadera mujer, le reprochó a Elvira su frialdad en el abrazo.
Elvira escapó avergonzada. Fue en aquel día que, para consolarla, su amiga Ana le confesó la fórmula que había inventado para olvidar a los hombres que se volvían pasajeros. El secreto era recordarlos sólo por el aspecto de sus ombligos. Graficaron entonces un alucinante catálogo de arqueologías ventrales, esforzándose por dilucidar la exacta calidad de los detalles.
El ombligo recreaba todo lo que siendo de afuera es para adentro: el revés de una cosa transparente.