Víktor Shklovski: «Es
cierto que la gente no vive para que de ellos se escriban libros. Pero de
cualquier manera, mi relación con la gente es siempre productiva, yo quiero que
ellos estén haciendo algo.»
Nací en el sanatorio Antártida, un hospital que en 1981 quedaba sobre la
avenida Rivadavia. Mi madre biológica me tuvo esos nueve meses de gestación en
la caverna de su panza y después, entró a un convento. Veintisiete años después
hablamos por teléfono y casi nos vemos personalmente pero un mal entendido, de
esos que no existen, lo entorpeció.
Leí algo
sobre-la-resignada-aceptación-de-la-absuridad-de-la-existencia-humana pero
ahora no me acuerdo bien qué decía.
La pija de mi padre era grande, gorda y oscura. Yo me acostaba en la cama
matrimonial donde dormían mi madre y mi padre. Apoyaba mi cabeza en su barriga
y escuchaba los ruidos intestinales de su panza. Era un eco que parecía el de
una cañería. Veía sin prestar atención los programas periodísticos que ellos
miraban en la televisión. En mi recuerdo siempre estaban mirando lo mismo, a Bernardo
Neustadt y Mariano Grondona. De noche mi padre usaba calzoncillos cortos. Yo
espiaba su pija. Veía el vello de su pubis. Unos pocos pelos blancos. Ahí
estaba su entrepierna por donde asomaba su pene flácido inclinado hacia un
costado.
Nacho empezó a comprar obras de arte. ¿De dónde sacaba plata? Sin su
consentimiento desguacé su colección de cómics. Un mal día el pasado se volvió
impredecible. Cuando éramos chicos, recortábamos del diario caricaturas
políticas dibujadas por Carlos Basurto y hacíamos interactuar los recortes
conformando secuencias. Años después, íbamos juntos al Parque Rivadavia, los
domingos. Buscábamos vida y música en cassettes, CD’s y discos de vinilo.
En esa época yo vivía con la sensación de estar a la pesca de algo para
cronicar. No hacía otra cosa que escribir. Tenía por toda divisa una idea de
Kafka en la cabeza: «No escribir una biografía, sino investigar y averiguar los
detalles más pequeños posibles».
Patricio había dejado de ser gordo. Pero para mí siempre sería el Gordo. Él dice,
por ejemplo, que izquierda y derecha son circos para incautos o habla sobre
Donald Trump o Pedro Varela Cassei. Yo no puedo interesarme en eso. A veces me
parece que repite frases hechas que escuchó decir a otros. Es una de las
personas más importantes en mi vida. Como un gurú involuntario. Como una frase que hoy
significa una cosa y mañana otra. La primera vez que el Gordo tomó merca le convidó su
hermano. Peinó unas líneas sobre el Kiss Alive III y tomó un poco. Tenía trece
o catorce años. No distinguió muy bien lo que sintió en ese momento porque fue
poca la cantidad y porque era la primera vez. Pero entendía por su hermano que
era algo divertido y que personas mayores lo prohibían. Probó para sentir o
para saber que había probado. Cuando éramos chicos, el Gordo me llamaba The
Critic por mi tendencia a la crítica y la maledicencia. El show de la usura
izquierda-derecha, como la llamaría más de veinte años después, lo interpelaba.
¿Pero qué parte lo interpelaba de esas abstracciones? Empezó a interesarse cada
vez más en astrología, terraplanismo, comida consciente, primados negativos,
veneno en las vacunas, cábala, tarot.
Cuando Donald vivía en Misiones pensaba que solo conservaba el recuerdo de
amigos que ya habían mutado. A veces le dolía mucho la espalda porque
desmalezaba medio monte él solo. Andaba en moto o a caballo por los caminos de
su chacra. La vida no era como el grito aterrorizado de un animal salvaje pero todos juntábamos nuestra
propia podredumbre para saber hasta dónde llegaba la montaña de mierda. Después
de años de vivir como un paisano en su rancho de Misiones, puso en venta el
terreno. Se fue a vivir a Alemania con Lisa. Vivió varios años en San Martín de
los Andes. Nació en Catamarca.
Bachín
estaba ahí, siempre tan parecido a sí mismo. Vivimos juntos unos meses
en el departamento que él alquilaba, sobre la calle O’Higgins, en el año 2016.
Era el mismo Dorian
Gray de toda la vida, con la televisión prendida todo
el día. Pero ahora la cama se había vuelto un sofá de cuero reclinable, con
control remoto y una pantalla que había crecido en pulgadas. Es un lama que
vive en el presente y no se deja amedrentar por el pasado. Conocimiento de la noche, algo
del síndrome de Peter Pan, gran conversador de pocas palabras.
Un sueño recurrente de Juaco, noches antes de salir a tocar, es que algo suena
mal en los ensayos o que pifia las notas. Lo asusta, siempre lo asustó,
escuchar el chirrido de la costura del tiempo. Metrónomo humano. A los doce
empezó a tomar clases de batería. Tenía veinticinco años recién cumplidos
cuando abrió su propio estudio de grabación. No le gusta lavar los platos. Le
encanta conversar y criticar. Siempre se interesó por los avances tecnológicos.
Stephen King, café caliente, mariguana dulce. Quizás todavía piense que el
mundo se divide, en parte, entre los que le gustan los Beatles y los que no. Y
que si su hijo nacía del lado de los que le gustaban los Beatles, tenía
allanado gran parte del camino. Trent nació del lado correcto. ¿Te gusta Devo?,
le pregunté una tarde. Te la debo, contestó. Enmascara su ternura con un
revestimiento de dureza. Propenso a la alegría y la euforia. Piensa que la
tristeza profunda pasa y en algún momento se acomoda, como todo, como una
tristeza constante y llevadera. Como si la vida fuera una obra sobrevalorada que no
merece reimpresiones. A
los 39 años escuchaba Wos, Trueno, Nicky Nicol, Casu. En el estudio de Fede, en
ese departamento de planta baja de la calle Zapiola donde pasé tantas noches
cuando vivían ahí Barbi con Francesca, lo escuché decir, a las 3:30 de la
mañana: «Estamos condenados a ser destruidos
y al mismo tiempo, a ser felices».
Fede se cuidaba de no consumir pero cuando caía la noche sentía que los
demonios bajaban y siempre estaba a un mensaje de texto de comprar droga. Una
tarde lo escuché tocar en el piano Gerswhin delante de unas partituras y
después con su voz de barítono versiones chamánicas de When
the music is over y Five to One.
Gustavo fue testigo del comienzo de los años de la peste desde Italia. En Nápoles,
sin dinero, sin pasaje de vuelta y con su perra Chicha. No podía volver a
Buenos Aires y tampoco seguir en Nápoles. El vuelo con escalas que le
ofrecieron era inaceptable porque era peligroso para Chicha. Langostino, rabas,
calamares, pulpo, toque de queda, lluvia y viento. Sin grandes cenas italianas.
Tenía todo listo para volver pero había un problema con las vacunas de Chicha.
Nueva sepa, cerradas las fronteras. Necesitaba dinero. El pasaje de Chicha, el
exceso de equipaje, la noche en Roma, el remise al aeropuerto. Un pedazo de
manteca, dos sándwiches de jamón y queso, una barra de cereal, bananas. Se
anunciaba nieve en Roma el día del vuelo.
Fran, que alguna vez firmó Cisco, fue mi salvoconducto para entrar a la tumba.
Él trabajaba en el penal desde hacía años, también había dado clases para
hipoacúsicos. Alguna vez le pareció poco ético que yo usara un grabador para
registrar la memoria coral de mi vida en la que sus opiniones o comentarios
pudieran tener alguna gravitación. A Nadia le pasa lo mismo. Me odia cuando la
grabo sin avisar. Si no fuera por Cisco no hubiera podido escribir Devoto. Lo hice en el piso diez de
Acevedo, en el segundo piso de Juan José Cruz, en la planta baja de Vernet, en
el primer piso de Edison. Cinco años
cuatro mudanzas.
Pablo ya no sigue en este mundo en el que de alguna manera vivimos. Le gustaba
esa escena del Ulises en la que
Stephen Dedalus está en un aula dando clases. ¿Se sentiría identificado? Nunca
más voy a escucharlo hablar de Rastros de
carmín de Greil Marcus o de la biografía de Edie Sedgwick de Jean Stein o de
Ejércitos de la noche de Norman
Mailer. La amistad de Guy Debord, rápida
como una carga de caballería ligera, de Bessompierre, fue el primero de una
larga serie de libros que hubiera querido hablar con él, prestárselo, que lo
leyera, reclamarle que me lo devolviera. Una noche, en el
departamento que alquilaba en Boedo, cerca del video club donde por entonces
trabajaba, sobre la calle Campichuelo, escribió, en un cuaderno de hojas
rayadas de 8 x 12 cm que yo tenía siempre en el bolsillo, una lista con música
que yo tenía que escuchar para mi formación espiritual: «Nick Cave and The Bad
Seeds: “The Lyre of Orpheus”, “Abattor blues”, “The Boatman’s Call”; New Order:
“Low Life”, “Substance”; Cat Power: “The Greatest”; N.E.R.D.: “In the Search
of”, “Fly or die”; The Magnetic Fields: “i”, “69 love songs”; The Flaming Lips:
“Yoshimi pink the robots”, “The Soft Bolletin”; Aphex Twins (afx): “I care
because Y do”; Kings of Convinience: “Riot on an Empty Street”; Elliott Smith:
“Figure 8”, “Either/or”; Brian Eno: “Here Come Warw the Jets”, “Taking Tiger
(by Mountain), “Before and after Science”; David Bowie: “Low”, “Lodgets”,
“Heroes”, “Scary Monsters”; Nick Drake: “Pink Moon”, “Way to Blue”; Roxy Music:
“Roxy Music”, “For your Pleasure”, “Stranded”; XTC: “Lemon and oranges”; The
Charlatans: “Up at the lake”; Tom Waits: “Rain Dogs”; Talking Heads: “Remain
the Light”; The Fall: “Middle Class Revolt”; Mar Hollis: “Shame”; R.E.M.:
“Murmur”, “Automatic for the People”, The Beach Boys: “Pet Sounds”; Brian
Wilson: “Smile”; Jim White: “Drill a Hole in that Subratrate and Telle Me What
You See”; Sonic Youth: “Sonic Nurse”; Brian Ferry: “Frantic”; Benjamin Biolay:
“Négatif”; CAN: “Future Sounds”, “Soundtracks”; Patti Smith: “Horses”; Joni
Mitchell: “The hissing of Summer Lawns”, The Grateful Dead: “Live Dead”; Pulp:
“This is Hardcore”»
Un noche de invierno del 2017 le escribí a Ariel: «Autumn Song: October, The
Seassons, Op. 37a Tchaikovsky. Réquiem de la salud mental, música clásica de la
solitaria y ruidosa paz, el mundanal ruido de las personas agobia tanto, quien
pudiera retirarse de todo, lodo orgiástico de gente, podrido lodo, berenjenal y
murmullo de cada día. Me alegra saber que estás bien aunque todavía no estés
del todo recuperado. En la vía de ser paté yo también declaré ser contenido de
algún recipiente. Cada cual tiene una silla donde engordar el culo. Sigamos sin
quejarnos, apenas en la senda de la descripción». Las frases nos aman, contestó.
Cuatro años después, Ariel seguía estudiando Letras en la universidad. Hasta
que un día se recibió de Licenciado y Profesor. Seguía trabajando en una
librería. Se preocupaba mucho por mantenerse joven. Iba al gimnasio. Usaba
cremas. Estaba
interesado en la noción de libro único que tomaba de Roberto Bazlen. Según Calasso,
alguien que «no pretendía ser escritor de una obra sino que una obra (ese libro
único) se había servido de él para existir». Ariel piensa que el suyo no es un
libro sino apenas unas pocas páginas. Se equivoca. Es el libro que más quiero
publicar en el mundo. Ariel ama la poesía de
Hölderlin pero también la de Pity Álvarez. Admira a Morrisey pero también a
Rimbaud. Ahora estudia italiano para leer Dante de primera mano.
José frecuenta el Ejército de Salvación y saca fotos de los objetos que para él
son curiosidades o tesoros visuales. Tiene una manera de dejar los ojos
entrecerrados, un segundo o dos, durante la conversación. Los animales que más
le gustan son los que viven en la Mesopotamia argentina: el yacaré, las
luciérnagas y el carpincho. Escribió, como Saint-Beuve, retratos de mujeres en un castellano
perfecto. Su padre fue carpintero. Su risa es contagiosa. Sin una gota de
resentimiento o estúpido rencor. En su mirada hay un empuje de observación e
interpretación que resplandece por fuera de las especulaciones tristes. Zorro
en el zoodíaco precolombino. Rata en el chino. No es una persona
irracional pero tampoco es su fuerte lo racional. Tiene algo muy mental, que lo
hace parecer virginiano. Aries. Dice, por ejemplo: Con un amigo desarrollamos
un concepto… y el concepto sale del uso determinado que le dan a una palabra. Algo
de niño en su forma de ser, algo muy zen y tierno con cierta ingenuidad
auténtica mezclada de adultez sin nada de cálculo mezquino. Algo de tolerancia
radical. Un interés por las cosas más diversas lo imbuye en todo. Escritor de
letra chica. Gitano. No cree
que la poesía pueda ser enemiga de la filosofía sino, cada vez más, que es lo
mismo visto desde otro lado.
Juan nació en Mendoza y vivió en Irlanda, Holanda, China, Londres y África,
donde dio clases de francés. Sabe que para estudiar un idioma hay que ser
constante, metódico. Su abuelo se llamaba Dalmiro, le decían el negro Dalmiro;
era futbolista, nadador a lago abierto y boxeador, también dirigente formado en
el socialismo y después devenido peronista, intendente de General Alvear,
Mendoza, desde 1974 hasta 1975.
Marco cree que lo perdurable también es efímero. Gran lector. Cree que la
amistad es una forma de la eternidad. Conejo en el horóscopo chino. Subrayó presionando
apenas el grafito del lápiz en un libro de Jim Dodge: «Quizás la aceptación
esté cerca de la beatitud. (…) Solo había siete cosas que requería un ser
humano para vivir feliz en este planeta: comida, agua, hospedaje, amor, verdad,
sorpresas y secretos».
Sebastián dice que no sabe si puede leer bien una película. Aunque se dedica al
cine dice que no sabe si puede leer bien una película. Vive en General Pico. Pero
con la imagen se siente cómodo. Cree que el documental se parece más a la
poesía y que la ficción está más del lado de la prosa. Cree estar lejos de
entender la poesía y que es un placer para él disfrutar de las cosas que no entiende.
Se dice a sí mismo: Tal vez algún día escriba un poema. Le importa disfrutar un
lenguaje incluso sin entenderlo. Su dedicación a las imágenes viene de una
relación conflictiva con las palabras. No le gusta, por ejemplo, usar la
palabra “yo”. Cuando era adolescente había escrito poemas que después tiró a la
basura. A veces extrañaba a sus amistades de Buenos Aires. ¿Qué soñaba por las
noches? Y cuando estaba de la nuca, ¿qué sentía exactamente? Ilusiones tendría.
Encuadres. Miradas. Nunca fue muy académico. Escuchaba música a todo volumen.
En otoño del 2016 Alejandro me dijo: «Aprovechá cada milímetro de tu
experiencia para escribir, los escritores tienen que escribir y el mercado
argentino no da para cobrar cien lucas de derechos de autor y dedicarse al dolce far nente». Quizás pensara de mí
que yo era un blandengue porque no sabía cómo mataron a Tosco. Disentíamos en
que no le gustaba lo que había alrededor de la palabra bohemia. Me decía: «La
bohemia es Baudelaire y estamos en el siglo XXI». Era o se mostraba conmigo
como un enemigo acérrimo de toda idealización. Macri y Tinelli son culpa de los
argentinos, le dije. No hay culpa, contestó, esto es política. Estás pensando
en términos morales.
Manuel se sentía cansado, despojado de ilusión, cuando le pasé el cuestionario
Marcel Proust para que lo respondiera, cosa que al final prefirió, a la
Bartleby, no hacer. A la pregunta: ¿Qué cosas te gustan hacer?, había
contestado: “Algo”. Como si con ese “algo” pudiera expresar que con tener una
ocupación cualquiera él estaba hecho. Pero no era conformismo, sino otra cosa.
Toto se hizo gnóstico. Hablaba de salir de los sistemas. El asqueroso sistema
alimenticio. El asqueroso sistema educativo. El asqueroso sistema financiero.
La pregunta que se hacía y me hacía a mí mismo al escucharlo era: ¿Por qué
estás viendo lo que estás viendo? Tu mamá sos vos, me decía una y otra vez. Me
recomendaba hacer alguna oración antes de salir a la calle, algún mantra. Me
recomendaba las conferencias y apuntes de Ouspensky reunidos con el título de El cuarto camino, como salvavidas
psíquico. En una carpeta de papeles viejos donde guardaba partituras encontró
unos textos míos. Palabras, palabras, palabras. Hacía frío cuando todavía no
había amanecido y miraba colores en el cielo antes de llevar a sus hijos a la
escuela.
A Nadia le gusta lo truculento, visceral y morboso de la condición humana. A
veces dice que necesita leer en voz alta algunas noticias escabrosas para
liberarse de esa energía parapolicial. Escorpiana. Su boca, su piel, sus
tetas, su depilación definitiva. Flaca, piel suave, piernas largas, pelo negro,
lacio, finito, el flequillo le cubre la frente. La cabeza ovalada, las narinas
grandes, la nariz redondeada. Cuando se ríe muestra sin miedo los dientes. Le
gustan las uvas. Escuchar ópera la
tranquiliza. El reggae le parece monótono. No le gusta Manal. Cuando nos
conocimos yo vivía bajo la influencia del error. En el éxodo de las
convicciones armamos una comunidad-circo-de-pulgas-plan-cósmico-misión. Temblamos
juntos delante de Vicente y Vera.
El sonido influye y modifica mi sistema nervioso, incluso los órganos del
cuerpo. D’Arienzo, Otis Reding, Sonny Boy Williamson, la contaminación auditiva
de la avenida Rivadavia cuando Vicente tenía unos pocos meses. Me gusta el
rarismo de Frank Zappa. Escuché Lonie Jhonson, que durante los años 50 había
trabajado de conserje en un hotel, sin cansarme nunca, con esa pasión que viene
o que va de la música que escuchamos con locura. ¿A dónde se había ido el
tiempo? Era eso. Y quizás no fuera nada más que eso. Como Papa’s Got a Brand New Bag sonando en la cocina. La vida pasa sin
que lo notemos, como un poema en el que las frases se van juntando una atrás de
otra. ¿Por qué vendí esos CD’s de Alice Cooper? ¿Por qué
me deshice de ese libro sobre el tarot egipcio? Era el foco de un pensamiento
torcido. Palabras y acciones.
El fantasma de Hermes Trimegistro apareció una madrugada de luna llena en el
balcón del departamento que alquilábamos con Nadia en esos años. Me explicó, en
un idioma gestual y secreto, sin palabras, que una guerra nuclear había
destruido miles de planetas. Dijo que éramos instancias de una misma vida. Y
agregó: Dogma político y religioso, la raíz de los conflictos de esta especie.
¿Sería así? ¿Habría entendido bien su mensaje?
Vicente jugaba con una mochila y un monopatín y un triciclo y una pelota
desinflada. Vera se trepaba a la mesa. Me identifiqué con Landrú, con Robert
Crumb, con Thomas Ott. Hubo un tiempo en que pensé que antes o después iba a volverme
loco. Después me calmé. Pero quizás alguna chispa de frenesí me quedó en la
cabeza. Las personas envejecen y no toman agua. Marchitan.
Yo escribo los reportajes
para un libro hecho de retratos.
¿Una novela de apuntes?
Una línea de investigación demostró que relatar recuerdos de diferentes formas
puede cambiar nuestra propia percepción de los sucesos del pasado. Nuestros
recuerdos no son confiables. Para retener información precisa y detallada hay
que trabajar el recuerdo. Hay personas, no obstante, que son incapaces de
distinguir entre una maceta y un poema.
J. R. Ackerley: «La cronología aparentemente desordenada de estas memorias tal
vez requiera una explicación. La explicación, me temo, está en el Arte.»
Quisiera decir ahora dos o tres cosas sobre mí. Escribo por necesidad. El
colmo de mi posible alegría es aferrarme a la vida en un mundo sin sentido. Mi
mayor defecto es la impaciencia. Quizás porque soy ardilla en el horóscopo maya,
el final del otoño es mi estación del año preferida, mi color es el verde limón
y mi verbo, comunicar. Las ardillas somos las más parlanchinas del zodíaco
maya. No sabemos guardar un secreto, somos sociables por excelencia y
excelentes para las relaciones públicas. Activos, podemos hacer varias cosas al
mismo tiempo. También cambiamos de opinión muy rápido.
A los 17 años escribí
una novela de ciencia ficción en la que unos extraterrestres, que se llamaban
TDK y Sony, conducían taxis y hablaban con sus pasajeros de cualquier cosa. Ese
era el argumento. No había otra estructura ni conflicto.
Escucho
When the Hurt is Over, de Mighty Sam
Mc Clain, una canción triste que habla de alguien que dejó al amor perdido en
la lluvia. Ahora estamos esperando, dice, ¿por qué tendríamos que dejarlo
pasar? La canción parece mostrar que lo único que podemos llegar a saber es que
cuando el dolor pasa, pasa. Es difícil entender que algo así sea a la vez una
forma de vida y un método de trabajo. Todo lo que significa Bach para mí. ¿Cómo
podría explicarlo alguna vez?
Un
arte que no sirve para sanar no sirve para nada. Un grupo de intelectuales
con discursos empalagosos-marxo-sartreanos sobre lo desintegrado-desintegrante.
Eso fue lo peor de la universidad. La pedantería, el tedio de lo cultural, las
largas explicaciones técnicas que nunca me sirvieron para nada. Entré a esa
fábrica de cigarrillos con veinte años y la dejé con más de treinta. La
juventud se fue como una luz que alguien apaga sin que nos demos cuenta. Como
contemplar un cuadro con los ojos semicerrados. Como si no lo supiera.
Cuando escribo esto tengo
42 años. Podría, como Proust en el último tomo de En busca del tiempo perdido, mentir y decir: «En este libro donde
no hay ni un solo hecho que no sea ficticio, donde no hay un solo personaje
“con clave”, donde todo ha sido inventado por mí según las necesidades de mi
demostración (…)». Pero prefiero aclarar que lo escribo desde el parasitismo de
la anécdota y en la distorsión del recuerdo.