24.5.16

El hombre del sillón, por Alejandro Güerri



Volví a despertarme de madrugada, pero esta vez había un tipo sentado en el sillón del living.
–¿En qué andás, Horacio? –me dijo y creo que no pegué un grito porque estaba demasiado resacoso. Su cara me sonaba conocida de algún lado y, aunque no había nada temible en su aspecto, sentí miedo.
–Si quiere plata, está toda en aquel cajón –le dije– pero por favor no me mate...
–No te asustes, Horacio, no vine a robarte más que tiempo. Lo que sí, te voy a pedir dos cosas: poné agua para un mate y no me tratés de usted.
El fuego azul de la hornalla me chamuscó los pelos de los dedos. ¿Qué hacía yo a las cuatro de la mañana calentando la pava? ¿Quién era ese tipo? Me temblaban las piernas y las manos. Volqué parte de la yerba afuera del mate y una alfombrita verde musgo tiñó la mesada.
Cuando volví al living, me pareció que el hombre del sillón estaba iluminado desde abajo por una luz blanquecina e irreal, como de fotocopiadora. Le calculé unos cincuenta años pero podía tener más.
–Convidame uno, Horacio… –me pidió arremangándose la camisa.
Dio una chupada larga y sonora a la bombilla, de esas que incomodan, y me preguntó:
–¿Sabés por qué estoy acá?
–No tengo ni idea.
–Yo tampoco, pero no me preocupa –se rió y noté que le faltaba un colmillo. –Mientras podamos tener una charla civilizada…
–¿Y de qué querés hablar conmigo? Si ni siquiera sé quién sos.
–Ay, Horacio –suspiró y puso los ojos en blanco–, la de veces que me habré hecho esa pregunta…
Me irritaba que dijera tanto mi nombre, qué necesidad había de recordármelo. El hombre del sillón me devolvió el mate y me pidió que tomara asiento enfrente de él, en una de las sillas del living. Si estiraba el brazo, casi podía tocarlo.
–Yo tenía una vida como la tuya hasta hace unos años –dijo. –Solitaria, llevadera, sin muchas emociones, ¿para qué negarlo? Trabajaba como un animal y lo único que quería era llegar a casa fundido y dormirme cuanto antes… Con la ayuda de unas copitas, claro.
El hombre del sillón volvió a reírse.
–Dejame que siga –dijo. –¿Viste esos días que te quedás en el negocio haciendo cuentas hasta muy tarde y ves de refilón cómo se van apagando las luces de la cuadra?
Asentí desconcertado.
–Bueno, un día de esos volví a casa muerto, serían las 12 de la noche y me tiré en la cama... –hizo una pausa larga (a mi gusto, un poco sobreactuada) y continuó: –Y entonces, Horacio, a las tres horas de haberme dormido, me desperté. Me desperté sentado en el sillón de una casa que no era la mía… Estaba tan oscuro que no podía distinguir ni mis manos. Al principio tuve miedo de hacer ruido y de que apareciera alguien, así que me quedé quieto diciéndome cosas para tranquilizarme, hasta que en un momento una luz pálida empezó a entrar por una ventana que no había visto. No era una luz muy intensa, pero irradiaba una claridad que me salvó. De a poco, empecé a ver y no sabés qué maravilla, Horacio. ¡Los muebles! ¡Los adornos! –gritó de pronto. –Todo, todo me entraba por los ojos y se me incrustaba acá –dijo tocándose la frente.
–¿Y qué hiciste? –le dije.
–Me traté de escapar, ¿o qué te pensabas? Solo la cobardía lo hace a uno valiente. Vi la puerta de calle y corrí a abrirla, pero tiraba con fuerza hacia mi lado y era imposible. Estaba herméticamente cerrada…  
El hombre del sillón me pidió otro mate que sorbió con la misma energía de antes.
–No sé qué más pasó, Horacio, no me lo preguntes. Solo te puedo decir que cuando sonó el despertador, estaba en mi cama con la misma ropa de la noche anterior.
Se quedó callado unos segundos, con la mirada apuntando al piso, y pensé qué clase de loco había entrado a mi casa.
–Ese día me sentí muy raro –continuó. –¿Me había pasado de verdad lo que te conté o era todo un delirio, producto del estrés? A la noche di vueltas por la casa hasta que me dormí, tardísimo, cansado de pensar y pensar…
–¿Y qué pasó? –le dije.
–Lo mismo, Horacio, pero diferente. Me desperté en otra casa, en medio de una fiesta. Música, tragos, luces: una señora fiesta –el hombre del sillón se animó un poco y exigió otro mate con un gesto urgente. –Por suerte, a nadie le pareció extraño que yo estuviera ahí, creerían que era un colado. Tomé y bailé como nunca en mi vida hasta perder totalmente la consciencia. A la una del mediodía, abrí los ojos en mi casa con un dolor de cabeza imposible y el cuerpo muy debilitado. Las sienes me latían por dentro.
Ese día el hombre del sillón no fue al negocio. Tomó litros de agua con limón y bicarbonato. Tirado en su cama, con las sábanas hasta el cuello y las persianas bajas, volaba de fiebre. Pero lo más llamativo del asunto es que en ese estado deplorable empezó a recordar charlas sueltas que había tenido durante la fiesta.
–Y me acordé de una frase que no sé si dije o me dijeron: “Mi vida cambió de la noche a la mañana”. ¿Decime si no es para ponerla en un cuadro, Horacio?
Volvió a reírse y se quedó mirándome, supongo que a la espera de un comentario. Pero, ¿qué podía agregar?
–Los días que siguieron a la fiesta fueron terribles. No me quería dormir por miedo a aparecer quién sabe dónde. Deambulaba por la casa como un zombi y creo que estuve más de 48 horas sin poder pegar un ojo, al borde de la locura. En un momento me traicionó el cansancio y caí rendido en la cama.
“Me desperté en otro living oscuro, con mucho olor a encierro –dijo y parecía estar viéndolo. –Había una luz que venía de otro ambiente y empecé a caminar en esa dirección. A esa altura, ya tenía más curiosidad que miedo. Cuando asomé la cabeza por la puerta, vi a un viejito tirado en la cama, leyendo, iluminado apenas por un velador. “Tome asiento, joven”, me dijo sin sacar la vista del libro, pero no había sillas, así que me senté en una punta de la cama a esperar algo, no sé qué.
“Recién cuando dio vuelta la página, el viejito volvió a hablarme: “Cuénteme, joven, ¿en qué anda?”. Y fue como si hubiera abierto una canilla adentro de mi corazón angustiado. Le conté desordenadamente la pesadilla en que se había transformado mi vida y el viejito dejó que me desahogara hasta el final, sin interrumpirme, asintiendo a cada una de mis palabras con un movimiento de cabeza leve pero muy empático. Después, apoyó el libro sobre la mesita de luz, acomodó con esfuerzo las almohadas y se sentó contra el respaldo de la cama.
“Y entonces, Horacio, me pidió que me acercara, me agarró de las muñecas con fuerza y con un hilito de voz me dijo: “Las cosas pasan y punto, joven, no intente explicárselas”. Me soltó las manos y el cuarto quedó automáticamente a oscuras…
El hombre del sillón hizo otra pausa teatral.
–¿Y? ¿Qué pasó? –lo apuré.
–Eso es todo, Horacio. Tardé mucho en entenderlo, pero no sabés qué alivio… No sé si esto va a parar algún día. Mientras tanto, intento disfrutarlo…
El hombre del sillón me miró a los ojos y apenas pude sostenerle la mirada. Las noches acumuladas en casas ajenas emergieron de sus pupilas todas juntas con la intensidad de una segunda presencia.
–¿De dónde saliste vos? ­–le dije asustado.
–¡Qué pregunta tan nuestra, Horacio! –con una mano dibujó la frase en el aire. –¿De-dón-de-sa-lis-te-vos? No cambiaría nada si lo supiéramos.
Nos quedamos callados, cada uno entregado a su conversación interna. Mis ojos fueron cerrándose despacio, la nuca cedió hacia abajo y una oleada de imágenes empezó a proyectarse debajo de mis párpados.

Abrí los ojos y ya era de día. Me hice un café de parado en la cocina. Cuando asomó mi cara en el agua negra de la taza, me la tragué de un sorbo. 

 Tomado de: El interior S.A., añosluz, 2016.

2.5.16

Tiempo presente, por Jorgelina Vittori


A la memoria de Cato

Tratás de mantenerte en pie y sos Audrey y Hepburn; ¿Audrey Hepburn? Sí, sí, Audrey Hepburn. En el sol del mediodía se destaca tu largo cuello; de abuelita, pero es tu largo cuello. El bastón se emprolija solo; no, mejor dicho, el bastón se alinea con tu andar calmo y modesto.

Como el chino que te veo leer en páginas amarillentas de un libro grueso, mi gato, aparecido como un relámpago sobre el teclado, escribe una palabra de letras repetidas, insistentes, y números azarosos.

Tu sol de mediodía te ilumina la lectura sentada en el umbral de una puerta; hoy es ésta y mañana otra: sos igual de azarosa que mi gato sobre el teclado escribiendo.

Imagino tu lectura gorda un anuario de la historia de tu nación que no es ésta; y veo acto seguido tus pensamientos colgar de la cuerdita de tu gorro náutico azul eléctrico. Como tus umbrales, hoy son unos y mañana otros.

Si se levanta viento, hay que vivir y te aferrás a la pared que avanza con todos nosotros y se me antoja que sos Audrey jovencísima, Hepburn y de maillot, sostenida por una barra entre espejos.

Especulo con animarme a hablarte; pero tus interminables anteojos de Diana Prince me frenan de semejante atropello. Igual, tal vez lo haga cualquier día de éstos.

Agazapada como vos, entre los vaivenes del cuerpo y el pensamiento, aspiro a entender yo algún día tu chino y vos mi deseo; sin otro particular, te saludo cordialmente en la línea diaria de la fortuna de nuestros encuentros.


Batacazo oriental

Oh, A Big in Japan y un gong final. Finito, finito, afilando las entrañas porque esto no terminó; no acabó. Apenas si recién comienza en la frontera delgada del recuerdo y, ¡puf!, ya me olvidé lo que quería no olvidar para escribir.

¿De qué hablaba yo esa noche si mi cuerpo bailaba y había tomado incluso mi razón? No hablaba, ni pensaba yo esa trasnoche. Y si hablaba no hablaba, bah. Bailaba, eso, bailaba en japonés con los grandes de una banda de batacazo y nada más. Y esperaba el gong final, que pusiera un límite a mi danza. Acabar.

Si el muchacho me hablaba, yo me estresaba. La previsibilidad de sus preguntas y de mis respuestas me estresaba. Yo las ensayaba previamente en casa, o cuando lo veía acercarse a sacarme a bailar. Bailar, bailar, yo quería bailar (sola) y ya. Pero el libreto de los usos y costumbres de la época indicaban que había que hacerlo con un él, esperar y acabar cada vez con el mismo compañero de pista. Las (buenas) costumbres: siempre cargadas de erotismo y pensar que todos nos hacíamos los tontos. Nos hacemos los solemnes cuando las diseñamos.

En estado japonés. Bellos los labios finitos y rojos de Reiko sobre fondo blanco, de pared blanca y un piso ensangrentado. Gong iniciático. Y yo no descansaba hasta no sentir que me ardían las plantas de los pies. Y yo ahora no descanso hasta sentir que me arden los dedos de las manos tecleando. En éxtasis de gong japonés y ya. Abrazar el pensamiento. Acabar. Nada menos y nada más.

Mishima lo lleva al extremo, lo hace película. Escribe el harakiri y luego lo filma: supera la narración, la hace absoluta y movible, como una danza. El abdomen ensangrentado, abierto de par en par, y las facciones del teniente todavía luminosas y bellas. Oh, a big in Japan, tonight… A mi lado, all right, es tan fácil cuando se es un grande en Japón. Esta noche. Muy oriental.

Si corría 1984, yo recién me daba cuenta y lo inmortalizaba con este batacazo musical. Caer en la cuenta de que el cuerpo interior también se mueve y baila; las vísceras bailan y se suben a la razón; se la llevan puesta, como a la de Mishima en su cuento japonés; muy oriental. Qué tal. Y los pies que no descansan. Se me suben a la cabeza y no quiero que el muchacho me hable más; no le entiendo nada y sólo atino a asentir con la cabeza. Que no me hable más. Después del gong final vino la parte de ir a la barra y el copetudo de Buenos Aires que entiende de otros códigos y me hace pagar mi parte. Nunca me había pasado algo similar. Muy poco oriental. Menos que menos pueblerino y pop(ular).

Respiro profundo en un acto clisé; solemne y esnob de quien escribe para ser artista. Profundizo el pensamiento. No hay nada. Tan solo la resonancia de pies danzando hasta el ardor de las plantas, de cuerpo interno al son de un gong y una razón entrecortada, de un sable que raja el estómago de Mishima de par en par; hay apenas unos labios de rouge de Reiko con la daga al cuello blanco.

Mucho más no hay.