25.3.16

Lírica argentina contemporánea, por Mirta Nicolás



El poeta cultiva una paciencia extraña, la del que espera algo que desconoce y cuyo acontecimiento es incierto.
Osvaldo Aguirre, “La tradición y los marginales”

La Kelpertina (27 pulquis, 2015), de Tomás Bartoletti, es un extenso poema político por fuera de toda consigna que urde su voz desde las esquirlas de un lenguaje roto donde el sentido conforma una política del sentido. La soberanía, la militancia y los fantasmas de lo económico del imaginario nacional están reflejados desde perspectivas cambiantes. ¿Remite su título al país que representó Cristina Kirchner desde la perspectiva de los kelpers? En todo caso, el libro devuelve la visión caleidoscópica de una realidad social, como si Bartoletti desarticulara la señalética de las proclamas de una época y las devolviera desde una mirada extrañada. Sus poemas, de una barricada neobarroca, proponen una noción de poesía que crea su propio lenguaje a partir de una coyuntura histórica: “dónde están las putas romanas/ dijo el camarada entrando/ por la puerta vinimos/ por la revolución terminamos/ haciendo la rabolini no te hagas/ el sibilino ni convencido ni disvencido/ porque vas a cobrar lo que no cobraste/hasta ahora”. Ampliando una metáfora que propone el autor de La Kelpertina, puede decirse que los géneros literarios constituyen un mapa, pero el mapa no es el territorio. Este libro de poemas se distingue al no parecerse a otro libro de poemas. La singularidad y la originalidad son su mérito. Es posible encontrarlo en una serie con Pujato (Vox, 2015), de Gabriel Cortiñas, por el modo en que ambos autores se apropian de una serie histórica, la descolocan y la vuelven materia poética.  

Kohan (Vox, 2015), de Alejandro Rubio, difícilmente pueda considerarse un libro tardío. Porque habla de una coyuntura vigente. En su último libro publicado, Rubio confunde voluntariamente a Alberto Kohan con Martín Kohan en un juego raymondrousseliano. “No podés/ decir que Alberto escribió la mala novela de Martín/ ni que Martín hizo ese negocio con los libios por Alberto.” Pero en una red de asociaciones que a simple vista resultan arbitrarias, conviven el actor argentino Franchela, el músico Frank Zappa y el lingüista dinamarqués Louis Hjelmslev. Escritos “con el viento de la historia detrás”, sus poemas son ucronías que le sirven para preguntarse, por ejemplo, en el caso de Zappa, si hubiera sido argentino, ¿habría sido comunista, socialista o anarquista? Un coan, como sabemos, es una pregunta que el maestro zen le hace a su discípulo para cotejar el grado de avance alcanzado en el camino de su iniciación. Como si el coan fuera una forma de la pregunta retórica que Rubio despliega en sus libros. Ya en su Diario (La calabaza del Diablo, 2009) podíamos encontrar alguno: “¿Cómo suena el silbido de un silbato sin bolita?”. Ocurrencias que recuerdan el arte sutil del aforismo y la idea de Goethe sobre Lichtenberg: “donde hace una broma hay un problema oculto”. En el caso de la poesía de Rubio, el drama político visitado desde un costado en donde la inteligencia está al servicio de un impulso reflexivo y lúdico, en un castellano perfecto. Más cerca de la gauchesca, en el sentido en que su poética despliega un fraseo del habla popular y una lectura política desde un lenguaje coloquial. Pero ese coloquialismo es llevado a un extremo crítico. Tengo para mí que Alejandro Rubio es la voz de nuestra época, el mejor y más refinado poeta argentino vivo. Su poesía está conmocionada por sucesos actuales en clave política y crítica. Y en su lírica aparece disfrazada esa voz en formas camaleónicas: un taxista, una puta o un poeta, como en Hablando de poesía con el tachero (Belleza y felicidad, 2015), en donde se leen perlas de lírica barrial como esta: “Entre nubes de pasado infuso/ me acerco lento pero seguro/ a tu barrio en un 109 que/ traquetea por el empedrado molesto/ pero seguro como antes decías que soy/ yo, en el patio, bajo la higuera vieja,/ solos, diez años atrás.” (“Con ella”).

Pasta Base (27 pulquis, 2014), de José M. Abram Luján, actualiza rítmicamente el terrorismo de estado de la década del 70 y la primavera guevarista. Su autor descubre esbozos sobre campesinos explotados en fábricas de caña de azúcar, denuncia que se actualizan en las fábricas clandestinas de paco de nuestra efímera contemporaneidad. El título del libro articula el presente con un pasado que se reconstruye poemáticamente. Azúcar o merca, en Pasta base se reponen escenas como notas macabras que un lector atento podría haber subrayado en los diarios de la época: “los mendigos/ que extirparon/ en furgones del Ejército/ el 14 de julio de 1977”, (…) “Un cuerpo entró en el río/ Junio 16./ al día siguiente/ estaba todavía en el río”, (…) “Lo detuvieron/ y lo ataron/ a un auto/ lo arrastraron/ hasta sacar chispas/ al pavimento”.

Diario de un bebedor de petróleo (Vox, 2015), de Juan José Mendoza, desvela una ideología no partidaria y una actitud o voluntad generacional postmoderna que se diría acepta lo que ocurre en el mundo rarificándolo, solapando los posicionamientos o las valoraciones demagógicas. Pareciera una aceptación atenta a la época con una antena puesta en la frivolidad fugitiva de lo actual sin utopía alguna. O quizás el libro desenmascare la utopía de un concepto. Diario de un bebedor de petróleo deja entrever un procedimiento y su costura a la vista. Cuando leemos estos versos: “Así empezó/ la larga doctrina del alquitrán/ pelafustán de nafta hirviendo”, a lo largo de su Diario, es posible intuir un gusto por lo conceptual, sin ningún trasfondo anímico. ¿Es “el bello gusto del petróleo” una metáfora de algo? Sí; son el gesto, móvil y motor del poema. Y cada lector tiene que cifrar su valor. Cuando Mendoza escribe: “hay una noche entera que espera/ adentro del vino sin abrir” (…) “Hay una hora sola que espera/ adentro de los relojes” (…) “hay pozos petroleros incendiados/ que esperan/ adentro de las cajas de fósforos sin abrir”, son todas insistencias que van componiendo un sentido que aunque parece difuso y quizás no sea del todo nítido exige ser desentrañado y, a favor de la ambigüedad, responde a una estética premeditada. Un abordaje enmascarado del discurso, críptico, por fuera de un entorno social ubicable. Es posible que el poemario entable un diálogo hermético con el pueblo de Irak, al que el autor dedica su libro.

Ezequiel Alemian dice, al pasar, en el suplemento cultura del diario Los Andes (septiembre de 2015) sobre Un tesoro local (Iván Rosado, 2015), de Francisco Garamona, que el libro “tiene algo muy particular en cuanto a las imágenes, se van yendo y no las recuperás, se van y nunca vuelven.” A estos poemas, llenos de emociones mezcladas, algo lejano, confuso y en apariencia azaroso los atraviesa. Como si fueran iluminaciones espontáneas y personales. Como si su autor escribiera una poesía imaginista no con sonidos ni con imágenes sino simplemente con sensaciones e impactos. En Sobrevilla (Vox, 2015), Garamona acomete la reescritura de los poemas de Cornucopia (Ediciones del Diego, 2001) de José Villa y ofrece once poemas en prosa que pueden leerse como naturalezas muertas que sueltan chispazos de narraciones efímeras. Las frutas, en Sobrevilla, son pretextos para narrar historias sobre lo pasajero de una acción o de un movil. Incluso es posible advertir en el libro de Garamona el mérito de no presentar ninguna idea, ninguna ideología y de hacer del artificio de la escritura un arte donde la indeterminación ocupa el primer lugar. Se lee en “Uvas”: “El hombre aparece en lo alto. Con una naturaleza musical recupera los intervalos abruptos con su forma infantil. Ahora camina, diseña cronogramas entre las luces del día. Alrededor unas tachaduras lo desvían y parecen girar entre unas uvas que recién cuajarán el próximo mes.” En Garamona todo es pretexto para enarbolar un delirio prolijo que da cuenta del revés de una lógica. Sus poemas muestran algo que en apariencia es posible, pero cuando se los vuelve a leer con más atención, nos damos cuenta que, desde un lenguaje cauto, fuimos envueltos en una historia abismada en su propia imposibilidad. Hay siempre un avance del delirio y el paisaje se vuelve cada vez más indefinido en estas estampas psicodélicas. Artero, prolífero, ecléctico, sus libros muestran una voz cambiante, no aprisionada en el corset de un estilo, en continua efervescencia y mutación.  


Alejandro Rubio, Tomás Bartoletti, José Abram Luján, Juan José Mendoza, Francisco Garamona, de muy distintas maneras, muestran una cara del lenguaje enriquecida de sentido desde artificios verbales. ¿Son proyectos antogónicos? ¿Se puede hablar de no significación en los libros de Mendoza y de Garamona? ¿Hay en estos dos autores un ir hacia la trivialidad o la indiferencia del sentido, un desdén, ironía hacia cualquier compromiso en su búsqueda de artificiocidad y puro efecto? ¿Sería acertado pensar las obras de Cortiñas, Bartoletti o Abram Luján como poéticas de una experiencia histórica mediadas por una violentación del lenguaje? La sola síntesis que, desde sus títulos, prefiguran estos libros que remiten a elementos tan distintos como la pasta base, el petróleo o el tesoro de una localidad incierta, o que aluden a nombres propios como Kelpertina, los Kohan, Pujato o José Villa, da cuenta de la diversidad de voces vigentes en la poesía argentina contemporánea. Pero esta variedad de voces no implica buena salud. Resulta evidente que este recorte, en los márgenes de la producción poética argentina de los últimos años, muestra una heterogeneidad vasta y elocuente. Pero son estos libros los que se diferencian de las prácticas más típicas y obsoletas de la poesía actual, del onanismo narcisista y del anecdotario intrascendente en clave frívola y acartonadamente vitalista. Sacando textos marginales como los que comento en esta nota, mucha de la poesía que se escribe y se publica actualmente en Argentina tiene un mismo temperamento. Pocos buscan una brecha donde colar su voz entre el griterío inane de los poetas de la levedad moderna. 

12.3.16

Celina, por Marco Castagna



Subimos juntos en un ascensor minúsculo. No supimos bien qué decirnos, éramos conocidos en un lugar extraño. Nos recibió un caniche nervioso con los ojos planos como huevos fritos. Tu madre, una mujer con la cara muy roja en contraste con la blancura de su piel, nos dio la bienvenida con unos jugos fríos que no tomamos, permaneciendo de pie en la cocina como esperando algo. Estabas ansiosa porque tu padre no llegaba o porque podía llegar en cualquier momento, yo necesitaba un poco de aire. Tu madre te llamó con un susurro y te fuiste hasta una de las habitaciones;  me quedé solo sin saber qué hacer. El departamento estaba inmaculado y la sensación que cubría las cosas era como de un brillo excesivo. Me detuve un momento en los discos de tu padre, en la estantería de sus trofeos de golf repleta hasta el techo y en dos o tres fotos donde un hombre canoso lucía una sonrisa de cazador. El sol de la tarde se filtraba por las ventanas. Uno de los ventanales estaba entreabierto, me colé por ahí con ganas de fumar. El caniche pegó su cara contra el vidrio y se le deformó la expresión. Después empezó a ladrar y a hacer una coreografía extraña, monótona como de jugador de fútbol americano. La luz opaca de la tarde que se estaba por ir le daba a los edificios una esperanza de mutar de dueño o de empleados. Me quedé largo rato observando un wincofon mudo a través del reflejo de la ventana y las palomas que moraban transitoriamente en la panza de los tanques de agua de las construcciones aledañas. Pensé en las cosas que me alejaban de vos, en la pelotita del caniche olvidada en una esquina, en la oscuridad ganándole terreno a la luz. Vos y tu madre seguían en la habitación, de lejos me llegaba el rumor distorsionado de sus voces y las imaginé juntando recuerdos en soledad.


Anoche vino para ayudarme a limpiar el departamento y ordenarlo. Estuvimos casi tres horas trabajando y paramos para comer. Después seguimos otras dos horas. Ella se ocupo del baño y de la cocina y yo de los muebles y de la sala. Celina hacía los deberes con dedicación extrema y estaba en un estado de tensión considerable. Hicimos todo con música para evitar el silencio, pero parecía peor así. Cada tanto me hacía algún reproche sobre el pasado o el presente. Me llamaba haragán y me decía que tenía que apurarme, que ella limpiaba mucho más rápido que yo, que se quería ir o me echaba en cara el no haber emprendido la limpieza antes, cuando podríamos haber aprovechado el lugar y no ahora que me iba. Estaba intranquila, nerviosa: se le notaba en las manos,  en los ojos, en la voz, en el cuerpo. Incluso en el aura que desprendía. Yo estaba algo ausente y cansado, como un personaje de película muda, y me costaba moverme por la habitación. No aceptaba que iba a dejar el lugar, prefería pensar que era otro juego. Cuando terminamos de limpiar,  saqué la basura y nos cambiamos lentamente. Cargamos nuestras cosas en mochilas, los artículos de limpieza o cosas por el estilo en bolsas de residuo negras y fuimos caminando hasta la parada del colectivo. Era la una de la madrugada y Celina seguía tensa y distante, como reprochándome algo ontológico. Como si me dijera que le molestaba mi olor, no mi ser. Pero era mí ser lo que olía mal para ella. El viaje en colectivo fue amargo e insonoro. Un silencio blindado: así atravesamos la ciudad, pasando por los barrios como si los viéramos por última vez. Era un ejercicio visual que parecía ajeno, pero no lo era: la película era sobre nosotros. Llegamos a su casa y nos bañamos casi sin hablar. En la cama vimos diez minutos de televisión y ella apagó el televisor. Antes de hacerlo activó el aire caliente y puso tres alarmas: la del aire que debía apagarse en media hora y dos despertadores. 

3.3.16

Sobrevilla, por Francisco Garamona



Melones

La máscara amarilla está viva, ahora es el fruto de una luz gaseosa. Puede oírse el ruido del crecimiento de sus cabellos, el polen amarillo de los melones aparece arrasado, un metal va saliendo, ves la herida de la mujer y la máscara se agita vacía, el cuchillo, las letras de un diario. Tocás tu frente donde una dimensión se hiela.


Frutillas

En la felicidad de un niño hay inmensos lagos planos. Artificios de eternidad, torres de frutilla. Sobre una cornisa aletean recuerdos. Un remolino insensato hizo girar la mesa. Los vidrios cerrados devolvieron la imagen, (violentamente) el gusto más cruel, rouge. Parecíamos mirarnos dentro de un espejo, ¿quiénes? Unos ángeles.


Duraznos

Hay una playa donde esperar con un fuego envolvente. Es la tierra en intensidad que vuelve. No han tardado en crecer unas hojas en el árbol de duraznos. La fruta asumirá su rol, si tuviéramos que compararla, lo haríamos con el hilo que conduce a los cielos, verdes, rugosos, del verano. Y de esa profundidad clara que es prueba única de la luz sibilante, que se inclina, hacia los frutos enormes, aún sin madurar.


Uvas

El hombre aparece en lo alto. Con una naturaleza musical recupera los intervalos abruptos con su forma infantil. Ahora camina, diseña cronogramas entre las luces del día. Alrededor unas tachaduras lo desvían y parecen girar entre unas uvas que recién cuajarán el próximo mes.


Limones

Hicimos mapas de nuestro viaje, en el balanceo caliente de unos rieles. La ventanilla del auto resplandecía en el fondo del agua. Mientras las paredes empezaban a fundirse, la mañana regresaba al punto de partida de un inmenso pasillo. La casa quedó aislada por su vuelta a los contrastes. El lugar de la muerte se proyectaba sobre un plato hondo, deforme. Código secreto que es nuestro alimento y nuestro escombro.



Tomado de: Francisco Garamona, Sobrevilla, Vox, 2015.