26.12.11
Nota hacia Conversaciones con el profesor Y, por Hugo Savino
Traducir es una escucha. Y una audacia.
Dos citas:
Emmanuel Hocquard tiene esta fórmula que le va como anillo al dedo a Mariano Dupont: “Yo no traduzco: escribo traducciones”.
Y Philippe Sollers: “Propongo pensar la historia de acuerdo al tiempo que tardan en ser leídos los textos”. Creo que Mariano Dupont tradujo en esta frecuencia. Tradujo Conversaciones con el Profesor Y porque también se puede leer la historia de acuerdo al tiempo en que tardan en ser traducidos los libros. Y no interesa el éxito de esos libros no leídos. Las Conversaciones con el Profesor Y llegan a la Argentina con sesenta años de retraso. Esperemos las lecturas. Las negaciones. Veremos si además de pensar que es una obra menor, se puede decir otra cosa. Las reseñas de libros apenas si mencionan al traductor. Dan por sentado que traducir es una mera transcripción. Si el reseñista detesta al traductor, lo lapida o no lo menciona. O le busca el pelo al huevo, como ese novelista veinte palancas de retardo que buscó un lunar en Mallarmé y no se dio cuenta de que se trataba de una elección de traducción. Lugares comunes, tópicos. La separación entre libro y traducción. Entre traductor y escritor. Como si una traducción no tuviera efectos en la lengua, como si no nos afectara. No vamos a hacer la historia de esa ganga. Sólo digo que Mariano Dupont escribió la traducción de Céline. Desde el prólogo. No es mera información. La traducción de Profesor Y es una continuidad con sus libros, no con su obra, Mariano Dupont no hace obra, escribe libros. No hace crítica, lee. Sus enemigos deberán conformarse. O no nombrarlo. Conversaciones con el Profesor Y está escrito. Traducción escrita. Firmada: Mariano Dupont. Céline estaba dormido en argentino desde Guigñol’s Band traducido por Lucrecia Moreno de Sanz. Dormía y el cromo en todas las gamas creció hasta ocupar todo el terreno. Mariano Dupont lo tradujo, y Céline se puso a respirar. Soplo. Lo puso en argentino. En lenguaje argentino. Y creo que es una herida en el sacrosanto concepto de lo intraducible. Y lo tradujo tratando al Profesor Y como parte de los libros de Céline. No como libro menor. Céline no tiene libros menores. Libro menor: otro tópico de los mancos de la emoción. Como literatura menor. Los libros esperan a su traductor. Es una espera paciente. Esta traducción, escrita, entra desde ahora en la guerra del lenguaje. Reseñistas y presentadores pueden recitar sus lugares comunes sobre Céline, llamarlo artista maldito, lo que quieran. Decir que es el libro menor de un genio. Lo dirán. Las Conversaciones con el Profesor Y están botella al mar. Esperamos lo clásico: la negación o represión de los defensores del cromo culto, la apología del viejo fascismo, el endiosamiento que los devotos hacen del personaje maldito, en suma mucha crítica y poca lectura. Y la lenta aparición de los lectores.
Céline contrariamente a lo que él mismo dice inventó muchas cosas en la escritura. No sólo los tres puntos. Pero lo dejo para otra nota. Entre otras cosas, anticipo el triunfo del cromo de culto, y la cromolitografía de la novedad de la Gran Novela. La Gran Novela norteamericana o europea o latinoamericana. Ese gran cromo de los reseñistas. De los atletas de la literatura. Los diversos cromos que estragan al lector, ni hablemos del cromo ciencia ficción. Pero sobre todo el cromo de la novela narrativa bien contada, realista, eficaz, clarita, para el joven, hijo de profesional, y su dama estudiante eterna. También descubrió que los lectores brutísimos piden explicaciones. Como la policía. Pero ahora los cromos autores les piden explicaciones a sus lectores, los increpan, los aterrorizan. Los retan si no leen cómo el cromo autor quiere. Es un paso más en la evolución de la cultura: el lector partícipe. Comprometido. Céline agarró en el huevo al inventor de esa tendencia cromo: Jean-Baptiste Sartre. Ya sé que Conversaciones con el profesor Y es un tratado de poética. Obvio. Pero más que nada es un folleto de promoción, para vender sus propios libros. Directo. Sin remilgos. No como esos autores que se dejan entrevistar para sermonear a la humanidad, pero que todos sabemos que sólo hablan para vender. Venden ideas generales. Vender cromolitografía que se puede contar por teléfono. Céline de paso nos muestra cómo rivaliza con el aviso que vende lavarropas, heladeras, rivaliza con el folleto que vende la furgoneta Citroën, y después se da el lujo de derrotar al cine. El cromo de los cromos. Nadie que lea seriamente a Céline volverá al cine. O escribirá con seriedad sobre el fenómeno berreta de las series de TV. Cada espectador que se le saca al cine es un triunfo de Céline. Cine mudo tal vez sí. O John Cassavetes. Eso lo sabe cualquier lector de Céline. Céline se ve obligado a hacerse cargo de la venta de sus libros. Hacerse cargo de la promoción. Conversaciones con el Profesor Y es un folleto de promoción de su obra. Y muestra que sabe vender mejor que sus editores. Lentos para la venta de algo nuevo. Céline va al núcleo de la paranoia. Paulhan se crispó, se enojo. Se aburrió de Céline. Cortocircuito. Beckett casi lo lleva a juicio a Paulhan porque dejó pasar un corte que hizo el comité de lectura de la NNRF, cortaron una parte de un adelanto de El Innombrable. El comité le tenía miedo a la censura. Al cierre, a la ruina. Se lo explica Paulhan a Beckett en una carta. El pasaje suprimido, cuenta el biógrafo de Beckett, es el de la “tumefacción de la pija”. Céline y Beckett, conflictos con Paulhan, al mismo tiempo. Más o menos. Y no vengan con que todo esto no es literatura. Basta con esas timideces. Es literatura. De la mejor. Esto no le saca nada al Jean Paulhan que escribió El guerrero aplicado, esa obra maestra. La literatura es también esto. Sorderas. Cruces. Detalles biográficos, cartas, diarios. Y si no vayan a leer El Alma que Canta que escribió Adorno. Es la calma chicha, el disparate en jerga alemana. Tranquilizador. ¿Por qué no? Céline no pierde tiempo meditando sobre el mercado. ¡Por favor! Nació en el pasaje Choiseul, madre encajera, y para comer había que vender. No era pobre. Ni tuvo infancia pobre. Era un niño mimado. Pero no tuvo juventud. Y eso tal vez le permite ir al centro del sistema de mentira novelesco. Vigente todavía, siempre vigente. No tuvo juventud. Ya casi no queda gente que sepa de qué va eso. Y los que quedan están censurados. O son muy pobres generalmente, y como nos enseñó Céline, los pobres no tienen acceso a la palabra, los cagan a patadas en el culo, o se matan entre ellos. Sólo hay gente que habla en nombre de ellos. Los asisten. “No tuve juventud. Me vengo a mi manera sobre todo lo que se encuentra” –este descubrimiento de lectura se lo debemos a Henri Godard. Céline también anticipó ese gran mercado de charlatanes que hablan en lugar de la víctima. Hay dos o tres carreras para estudiar esa disciplina. No me acuerdo el nombre de esa profesora gallareta que celebraba la aparición del “escritor-egresado”. Garantía de eficacia narrativa, o sea del cromo de culto. Y no se equivocaba. Ganaron en el presente. El presente siempre será de ellos. Pero la evidencia es, como la de los pobres, que los autores de cromo “¡retrasan ochenta años!… todos escriben como se pintaba en el Gran Salón de la Medalla de Oro hacia 1862… ¡académicos o “al margen”!… ¡incluso los antiacadémicos!… ¡cromos anarquistas!… ¡cromos pomposos!… ¡cromos sacrististas!… ¡cromos!…”. El escritor salido de las entrañas de gallareta cada tanto consigue un guión para su novela. A veces lo escribe él mismo. Es el cromo perfectísimo. Lean este libro y encontrarán toda la gama. No olviden que Y es un folleto de venta. Céline no deja nada afuera en materia de gama cromolitográfica. Esta cita para uno de los cromos argentinos más cotizados: el antilirismo subvencionado: “el ‘rendimiento emotivo’ es lírico… ¡nada menos lírico y emotivo que el ‘lector de excusado’!… el autor lírico, y yo soy uno de ellos, ¡se sacude de la espalda toda la masa, además de la élite!… la élite no tiene tiempo de ser lírica, camina, engulle, engorda el culo, se tira pedos, eructa… ¡vuelve a caminar!… también lee en el excusado, la élite, ella también comprende sólo el cromo… en definitiva la novela lírica no es rentable…”. Varios lugares comunes van quedando en el camino: Céline analiza en los rincones la alianza entre el matón antilírico y la élite, los retrata, los croniquea en ese floreo mutuo. Ellos refuerzan el cromo antilírico a puntazos de alianzas filosóficas. Y críticas. Donde hay crítica la lectura brilla por su ausencia. ¿Pero no será hora de recordarle a la reseña como cromo crítico que no existe, y a la crítica seria que tampoco existe, que sólo existe la lectura? La reseña tiene que volver a su lugar de promoción o destrucción del autor. Y al final en una línea, un pequeño tratado sobre la angustia del autor de cromos: “¡nunca nos releemos demasiado!”. Céline que hacía 80.000 hojas para una novela sabe que el autor de cromos es el angustiado por excelencia, un tipo de estilo previo, que odia releerse, no puede, se inhibe en el sentido más freudiano, se recuesta en el editing, pide un empleado que le maneje las palabras, se lo dan, todo termina en terapia de grupo, novela familiar del neurótico, porque el cromo sólo puede pensar en palabras, no sabe hacer frases, Céline es claro, sin ser impiadoso: para hacer frases hay que “releerse”.
Etiquetas:
beckett,
céline,
hugo savino,
jean paulhan,
john cassavetes,
libros,
literatura,
mariano dupont,
políticas de traducción
21.12.11
Entrevista a Mariano Dupont, por Pablo Chacón
A raíz de la reciente publicación de Conversaciones con el profesor Y (Caja Negra, 2011)
¿Por qué este texto de Céline tardó tanto en traducirse? ¿Cuestiones políticas, alguna relación con Bagatelles pour un massacre?
No, ninguna relación con los panfletos antisemitas. Se tradujo por primera vez en los setenta, en España, Editorial Labor, si no me equivoco. Una traducción que no pude cotejar porque nunca logré conseguir el libro. No es un texto político. Al menos, no directamente.
En este libro, ¿su estilo es menos riguroso, más displicente? Porque –hasta donde he leído– se la considera una obra menor respecto de sus novelas.
No, para nada, para nada. Es una de las cumbres de la obra celiniana. Uno de sus mejores libros, sin dudas, un libro mayor a pesar de la brevedad. Y si me apurás, te digo que es el mejor Céline. Su arte poética lírico-cómica. Nada más y nada menos. Una pequeña obra maestra donde la comicidad es aún más explícita, más teatral, que en sus novelas y sus “crónicas”. Hay, sí, en la obra de Céline, algunos libros que, sin dejar de ser grandes libros, uno podría considerar “laterales”, como Semmelweis o Casse-pipe. Pero ése no es, a mi juicio, el caso de las Conversaciones con el profesor Y. Un panfleto cómico, ese género que inventó Céline, porque el panfleto, como se sabe, es fundamentalmente grave, serio, se apoya en la gravitas; en cambio el panfleto de Céline es cómico, Céline injuria riendo, ríe mientras insulta. “La comedia del furor”, como dijo Roger Nimier. En este sentido, Conversaciones es un libro que pasa la guadaña y en el que no queda nada en pie, pero con el que no podés parar de reírte. Es Céline jugando al bowling (a las carcajadas).
¿Alguna vez este hombre intenta agradar, pasar desapercibido, hacer carrera, volverse más sociable? ¿Se puede pensar en Conversaciones... como una represalia bienhechora al desprecio que el mismísimo colaboracionismo francés sentía por su literatura y su figura?
El caso Céline es hipercomplejo. No sólo por la cuestión del antisemitismo. Céline, lo sabe todo el mundo, fue un genio. Eso ya nadie lo discute. Un genio como Proust, o Joyce, pongamos. Un genio que, como todo genio, nunca intentó agradar o complacer. Más bien todo lo contrario. Quería que sus libros se vendieran, sí, pero no hacía nada para adular al lector. “Nada envilece más al hombre que la adulación”, decía. Es más: por momentos parece que se esforzara por expulsarlo. Lo dice en una entrevista: “No salgo a levantar clientes, no me paseo, no hago la calle, no revoleo la cartera”. En este sentido, Conversaciones –pero también muchos de sus otros libros, y no sólo los panfletos– es lo que en Francia llaman “literatura de combate”, un ajuste de cuentas, en este caso con el medio literario que, poco antes, había decretado que Céline estaba muerto como escritor, cuando en realidad todavía le faltaban escribir lo que a juicio de muchos son sus mejores libros, los de la trilogía alemana.
La “literatura del yo” o algo de ese estilo, ¿resistiría (resiste) el ataque de Céline a las acusaciones de narcisismo barato, megalomanía, etcétera?
Creo que no. El yo siempre debe estar recubierto de mierda, dice Céline. Y acá (cuando digo “acá” me refiero también a “allá”) eso no sucede. Es justamente al revés. Todos muestran su mejor perfil, como Mirtha Legrand. Se ponen la mejor camisa, se perfuman, se acicalan, se espolvorean la cara. Sobre todo los hombres. En Céline no hay ningún embellecimiento, ninguna elegancia. Céline dice: “Elegante como todas las bellas mierdas”. La comicidad de Céline, detrás de la cual está su genialidad, proviene, entre otras cosas, de ese yo recubierto de mierda.
Políticamente, ¿podría pensarse a Céline como una suerte de visionario afiebrado acerca del fracaso de las democracias burguesas europeas en la actualidad, si consideramos que su concepción del dinero es un poco la de la usura que Pound nombra en un poema a esta altura citado hasta por un poeta “progresista” como Juan Gelman?
Céline era un misántropo radical. No creía en el hombre, y por ende, tampoco en sus instituciones, en su democracia, en su política, etc. Céline no creía en nada. Según su testimonio, nunca votó. Amaba las bailarinas, eso sí. Las bailarinas y los animales. Sus gatos, sus perros, su loro. Y en cuanto a sus odios, una de sus bestias negras era el progresismo. En este sentido, es interesante leer el presente desde Céline. Es algo muy saludable. Céline te ayuda a ver todo de otra manera. Céline te abre los ojos. Lo blanco pasa a ser negro y viceversa. La máscara se cae y aparece el horror, la risa. Y la libertad. Un lamborghiniano avant la lettre, Céline. La cosa más ridícula para él era un hombre subido a una tarima, perorando. Decía que había que imaginárselo desnudo y todo se caía. Odiaba a los charlatanes, la política, los debates, las ideas, la filosofía. Céline es veneno para ratas.
Etiquetas:
céline,
ezra pound,
juan gelman,
libros,
mariano dupont,
pablo chacón,
políticas de traducción,
reportajes
17.12.11
Presentación de Melodías argentinas, por Adrián Cangi
Milita Molina calza gafas y botas. Con unas mira el orillo, con las otras huye del tribunal de vigilancia. Uno, dos: mira y huye, “pudriendo la pureza”. Como escritora está “ahí”, en la letra y la costra. Saca del lenguaje otra cosa que el lenguaje: la cosa misma a la que el lenguaje pone fin.
De pasión exagerada, de física espasmódica, de alma que cala grieta y mueve fondos, de apetencia por lo irregular. Uno, dos, tres, cuatro: eso, o nada. O mejor, eso, que la resignación a un estilo internacional: moderado, equilibrado, elegante, fácil de entender. Decía, mejor, eso. “Eso” que Hugo Savino llamó: “el pez de oro”. Y rapidito uno ya dice por contagio: repite “ahí”, como escritora está “ahí”, con los riesgos que tiene un torero frente a una cornada. Y como una palabra trae la otra: “tomemos el toro por las astas”. Es la libertad de Burroughs, de apariencia impasible, que vivió colgado de la hebra de nicotina y del hilito de sangre, siempre lejos de la copia, siempre huyendo del sermón blandengue de jueces de poca monta. Milita Molina escribe “ahí”, repito, en la fragilidad de un mundo y en el vértigo de una vida. El resto: fábula e historia, sus hechos y fantasmas. Complicidad y amor. Fiesta y tortura.
Gafas y botas no faltan en ningún encuentro. Luego café, cafecito, casi ristretto pero no tanto. Sólo para dejarlo enfriar y pedir otro. Para sostener el contagio. De eso se trata, sólo de eso, de sostenerse a distancia juntos en la inmensidad de la “palabra nuestra”. Para recordarla, para huirla, entre la comedia y el malentendido, en nuestro común zafarrancho. Como distraída afina el oído, como “chismógrafa” contrae la “cosa exquisita”. Y entre café cortito y café cortito, deja un beso de rouge en cada pocillo, para mejor delirar el contagio. Pregunta lo justo, desarma la pretensión, evita el sermoneo, ríe a carcajadas. Uno, dos, tres, cuatro: eso, o nada. O mejor, eso, que la intolerancia de esas tramas: rancias, resentidas, sabiondas, morales.
“Ahí” se hace con violencia, y la verdadera, es la acción del espíritu. No entres sin ella en esa noche tranquila.
Nunca elige partido, bando o grupo. Como si dijera: “me importa un bledo el sentirme parte de una comunidad, te lo aseguro”. Más aún de esa en la que centenares de gentes formales borran sus huellas de una patada y se arrojan a la alcantarilla. Avanza sola o de a pocos recordados. Se acuna en su vértigo junto al ángel de la noche en el desafuero de la frase dolorosa. Impulsada, por la captación involuntaria, por el temblequeo, por el tecleo, optando por el esbozo, escapa de ese olor a fardo de saber que amedrenta, esa pose de testigo como consuelo moral de las democracias de mercado. Ya lo había prevenido el Maestro, ese que nosotros escuchamos, dueño de una oralidad con palabras para cada oído: “testigo” significa mártir, “escritura”, distancia justa. Se acuna en sí, decía, en su hebra de nicotina y en su hilito de sangre. Como Osvaldo y tantos otros… Pero Osvaldo Lamborghini primero, por filoso y nunca batata. Porque no se colgó de la obligación de definir la luna como Borges, sino de diferenciar “culón” de “nalgudo”.
No escribe como otras tantas “almas moco” por amor al fragmento, pesada piedra colosal, sino por nostalgia de la literatura: amor de aquel que ya no tiene ninguna nostalgia. Amor de fraseo, de frasecita. Amor liviano, como para ir tirando hasta que la melodía total y única se eleve en la noche. Escribe entre dos frases y dice: “quise poner música y elegí un Savino”. Y entre las dos frases fue por el pez grande, “el pez de oro como una donación”: aquella del “azufre de la manta raída de mi padre” y aquella otra “hija, qué rápido pasa todo”. Escribe en el desamparo de una soledad en la que se dona y se vacía. Soledad que conoce al menos dos pasiones: el chisme y la manía; y por lo menos dos odios: la yuta y el vómito caro.
Decía del contagio que le gusta pero sin prolongarlo hasta la ilusión y sin reducirlo a la “tierra tumba” de los senderos previstos. Lo suyo es escuchar para mascullar cada minúsculo espasmo, para teclear las vibraciones de la atmósfera. Tenía razón Gaby Arévalo: “Mila, vos no escribís: borrás”. Será porque el tiempo apremia que se trata de ir rapidito al centro de la cosa para no parar de resbalar hasta dejarla anotada. Escribe rápido, más rápido que los controles, más veloz para que no se pierda la ponzoña. Como lo dijo en otro tiempo y en otra voz el Maestro: “rápida y fina hasta en el bodrio”. Olfatea desde la herida que no cierra el lado oscuro y raído. Oye desde la lontananza la insistencia de unas palabritas: del niño hermano: “bellaco”, de la potente madre: “piquito de oro”, del padre criollo: “aguada” y “silencio”. A cada amor una edad, de cada edad un registro: del niño hermano: éxito de una violencia pírrica de infancia; de la potente madre: gloria encantatoria de la palabra; del padre criollo: sabiduría del modo. Escribe del lado de la herida borrando “en nombre de nuestra salud”. Milita Molina empuja el meridiano del recuerdo al abismo junto a todo fundamento. Sólo restan víctimas y regalos en la marcha que celebra la noche como su más elevada esperanza. A mí me parece que es como la espuma que golpea la tierra y en un único movimiento se retira donándose y se dona retirándose.
Por ello no cede a las buenas maneras de la lengua, por oído, por olfato, escribe: “me entrego y voy tirando”. Y “ahí” la cosa, tan sonora como excesiva a la sordera de nuestro tiempo. Se requiere ser cruel o tonto para ser oído. Un paso más allá, como los santos idiotas, Milita Molina escribe entre Kerouac leído por Burroughs y San José de Copertino leído por Deleuze. Los que han llegado por la gracia y por idiotas bailan en su lengua frente al Papa o ante cualquier papanata. Es que la excepción no es de la regla, o mejor en su idioma, siempre se dispone del lado de la más concreta singularidad sin “sorberle el ano a toda la cultura”. Escribe despejada y despejando, por contagio y no por copia. Me dice al pasar en una charla telefónica: “Osvaldo Lamborghini es la orientación y Cesar Aira la tontería”. Pienso: la orientación es la dosis de crueldad como condición suficiente y la tontería la dosis de liviandad como condición necesaria. Agudeza argentina, sólo soportable si es tomada por sorpresa en las entrelíneas de los Placeres sencillos de Jane Bowles: la loca, la de descollante brillantez, la del trémulo quejido del amor. Milita Molina escribe de la orientación su crueldad y de la posibilidad su tontería, con la distancia de extranjería necesaria a la cosa argentina y su “música vana de pensamientos dichosos”. Y cuando rumia, sabe el problema que mueve su escritura. Es como si preguntara “cómo puede una mujer ser superficial y saberlo al mismo tiempo”. Y la revelación de su escritura resuelve el enigma: “nací poeta puto”. Ni “costurera femenil”, “ni hombre ni mujer ni menos escritor: poeta puto”. No se deja que la atrapen, asume la tragedia.
Melodías argentinas es la alegría de lo real que se presenta idiota, tal como es, pero con la impresión de lejanía y los colores del sentido. La idiotez no es lo contrario a la inteligencia sino el gesto de los espíritus fuertes que arrastran su experimentación por caminos estériles. “Ahí” es la presencia de lo real a la que ninguna mirada, salvo la alegre, es capaz de acercarse tanto. La alegría del “escribir por escribir” no es sólo un modo de reconciliación con la muerte y la insignificancia, sino una vía de donación e insistencia vital. Las “almas moco” oponen rápido y niegan fuerte: disponen de un lado la inteligencia atenta y vigilante, ágil y diligente; del otro, la tontería adormecida, anestesiada y momificada. Nada más impreciso para un espíritu que incluye el azar y la improvisación. Nada hay más atento, ágil y vigilante que la tontería. Bouvard y Pécuchet no son indolentes sino agitados, al acecho de una escucha continua, en estado de alerta inminente. La tontería es el exceso que no duerme jamás. Hay mucha diferencia entre comprender y ser estúpido: la tontería que anima a las Melodías… no difiere de la inteligencia en comprender algo sino en sacar del propio modo de sentir o pensar alguna tarea absurda, mezcla de obsesión y locura, a la que la escritura se consagra en cuerpo y alma. Milita Molina llama a esa tarea “la prosa de la vida”…
Tal prosa no se anda con macanas sino que revienta la suficiencia moral. Por ello el “poeta puto” integra el escaso número de extraviados y pirriados que pone las tripas propias y las de sus víctimas en el temor y temblor de su estocada. Y a pesar del espasmo, es la autoridad del autor la que dice: “para algunos será música y, para otros, intención (ese es vuestro tercio)”. Y sabe disponerse a la altura de la crueldad que destila, no le falta confianza, no intenta persuadir a nadie. Sabe poner el dedo en la sien y, como Savino, busca una motivación para la rivalidad. Tal vez, el contagio me ha tomado por entero, comienzo a sentir “el drama del artista frágil y sensible a merced del impiadoso adorniano de facultad”. Milita Molina vibra por fuera del jolgorio infantil de nuestros modos políticos. Afirma “soy cronista y no me importa mi piedad o mi contento, ni siquiera mi furia” (…) “sigo prefiriendo otros modales y el diablo de la risa encanallada rezongando en la garganta hasta explotar y barrerlo todo”. Y entre la incisión y la risa, solo se avanza en las Melodías… en la herida y herido, como quería el Big Muerto, el gran poeta que agregó el cuchillo que faltaba a la literatura argentina.
He mirado con ella el orillo, he huido del tribunal de las “almas moco”, he sido arrastrado por la pasión, en el curso sin retorno, hacia una alegría ligera. Debo a esas gafas y botas, a la fortaleza de ese espíritu, un “dulcísimo veneno” que circula en mi cuerpo. Música de fondo que ama la traición y la conspiración como estilo de sí, tan verídica como ácida en cada tramo de la prosa de la vida. El Maestro nuestro escribió, con toda razón: “indócil”, y agregaba: “Osvaldo Lamborghini tenía sus razones políticas, la indócil discípula tiene sus razones literarias”. El maestro nuestro partió, sólo nos quedan las razones literarias, los restos perversos en la inmensidad de la palabra nuestra.
Melodías argentinas es un libro de fuego, un meteoro por su amplitud crítica y su intensidad sensorial. Está compuesto de líneas de elegancia y de quiebre. Se dirá que produce por flash y por crack-up. Otro modo de decir que escribir es un acto instintivo de aceleraciones y catatonías. Entre la elegancia y el quiebre, una sensación maestra de deformaciones evita el tedio de una historia. Milita Molina atesora y ama. Atesora la gloria de lo espontáneo inacabado entre los cuerpos: elegancia de Gombrowicz, príncipe del impulso vital. Ama la exploración dispar de una conversación rica en desvaríos: excedencia de Copi, maestro de la puesta en escena y de los personajes como medios. Atolondrada y precisa: le cuesta completar la frase, dice. Sabe de la prisión y no la desea, creo. Ama la hilacha y el desvío como respiración. Como extraviada busca el cuchillo que faltaba. “El desplazamiento es simple, pero las consecuencias son tremendas”.
Con las gafas queda pegada a la hilacha, con las botas alcanza el desvío por los confines. “¡Cómo corrimos esos días, cómo corrimos!”, escribe sobre nuestro común compartir el amor y la muerte. Milita: lastimosa será siempre nuestra necesidad de vivir en metáforas, pero la muerte como el amor se escapan a ellas, también la música, me dijiste al oído.
Ella pregunta: “cómo se mira lo que hay aquí”. Ella responde: “el muñeco inflable que se sacude espasmódico desborda su almita matemática”.
Milita Molina escribe en la desesperación del gesto, se cuela por los agujeros de la soledad. Su palabra más amada nombra lo real en fuga: “atorrantear”. Su reflexión más precisa flanquea nuestra condena: ¡un poco menos de arte para no cagarla del todo!
11.12.11
Cosa por cosa, por Laura Estrin
(Libro de Sombras de Mariano Massone)
Eso es lo que he aprendido en mi profesión de autor; no importa cómo se digan las frases. Lo que importa es lo que quieres decir. Lo que sale del corazón va al corazón. El resto son voces extrañas.
David Mamet.
1– La foto en el puente (?) es linda, la de la viñeta de la solapa, pero ahí Mariano se hace el vivo, el interesante –como se decía antes. Yo soy seria. A los dos, con eso, nos va bien y mal. Hablo de mí. Hablo de mí pero hablo del libro de Mariano, no se confundan. Y me dicen que esto lo pone Shklovski en una biografía de un amigo…
2– El epígrafe de Nicolás –que es un documento de amor entre nosotros… ¡¡¡¡cómo de un padre malo salieron tantos hijos buenos!!!!– creo que viene de un tiempo anterior: tiempo de fractales, de suspensión. Una historia que va pasando. Lo que vos decís que podé Mariano... ¿A dónde vas Mariano? Y Mariano sabe: le teme a lo que funciona, esa quietud máxima, fracaso certerísimo del escribir que es, en cambio, siempre, un seguir, nunca un funcionar.
3– Entonces respondo que el autor del libro es Mariano Massone, respondo su interrogante inicial. Acá se puede elegir: yo elijo. Y es de Mariano aunque sea nebuloso arriba y de tinieblas en el subsuelo: aunque ni siquiera eso que escribe ahí lo hace un libro negro, pero sí herida... tal vez sea eso el libro… algo que pasó… una experiencia… no es poco, es lo único que hace a un libro real, realísimo.
4– "Cuando escribas algo que entienda..." –me amenazaron hace un tiempo...–. Pero hay experiencias desesperadas y desesperaciones herméticas, y hay diarios, están acá, en este libro, las dos cosas. No voy a decir que se miran como espejos, porque lo digo, sin embargo sé que sólo algunos escriben diarios (esto lo dice Tsvietáieva para la amazona, no hace falta que me lo recuerde…). Libro mezclado –supongo y anoto si hablo de Libro de sombras–. Libro de amor: acerca el pensamiento al sentimiento y teje las trizas de ese encuentro, él mismo lo dice más o menos así.
5–"Velan por el limite/ los que debajo del sol esconden"... ¿De qué hablan los versos? Hablan de acá, de nosotros, no voy nunca más lejos porque la literatura no va a buscar nada, grita acá. "Las campanas doblan por ti"... Película y frase que Milita Molina después inmortalizó cercana en “Ni en Polonia”...
6– Libro expuesto, quizá un verso lo salve del escarnio. Libro sin reparos –palabra de mi abuela–, y, ¿cómo entonces de sombra si nada lo cubre, nada lo guarda, nada se pone a resguardo en él?
Pero una singular inversión ocurre entre una y otra cara, entre verso y anotación, una es futura, otra pasado. Una vaticina, espera, ¿piensen cuál?: "es la voz de otro que espera" –registra un verso–…
Y yo creía que me gustaba más la página que es crónica cuando no me gusta otra cosa que la frase conseguida.
7– Mariano es un radar que sintoniza rápido, mira bien y se ríe, siempre o casi siempre se ríe, oportuno-inoportuno, también es un hombre inteligente. Por desatinado. Así escribe. Ana dijo que había una palabra de él en el libro: "fluidos". Mariano estuvo de acuerdo. Sabemos a qué tradición nos lleva, saben lo que digo de ella a veces... Pero también por un delicado saber no fluido los versos se escurren, escapan, una y otra vez en la lectura. Y se salvan de devenir. ¡Gracias a Dios! Y el libro vuelve a empezar cuando me lleva a escribir esto, ¿hay otra cosa para decir de un libro?
8– Libro de sombras, pese al título, pese a la tapa medieval –como me explica Mariano: hay cosas que por suerte no sé, eso aclara mi pertinaz soberbia–, repito que pese al título y a la estampa, Libro de sombras es un libro moderno. Mariano es un chico moderno y también alguien que se sabe rezagado: eso también lo salva. Eso es un reaseguro involuntario. Como dice Rosset siguiendo a Pascal: "hay todo por ganar si, solo Si, parece que se está perdiendo", yo antes hubiera citado el triunfo del fracaso... de Kierkegaard. Lo digo de otra manera: Libro de sombras es un libro religioso porque cree en lo imposible, lo sigue buscando.
9– Mariano Massone, además, en el libro, me regala un mundo… vaya regalo… al nombrar Magadán, que es un lugar de Siberia, que para él, parece, es un apellido familiar... Los nombres se agradecen, no sé si son destinos como dijo el gastado escritor argentino, creo que son magias y violencias, vienen de atrás, no callan nunca. Los nombres son piedras ("el que está libre de culpa que tire la primera piedra" –me jugó Mariano en una clase hace poco–), piedras que pueden ver: "cuánto espacio hay en lo que no se recobra..." –como dice justo un verso suyo. A veces se recuerda no por nostalgia sino porque el tiempo se nos va sin poderlo creer entonces nos repetimos, tiramos piedras, escribimos, conservamos.
10– A Mariano, y ese fue su primer gesto de mágico encuentro para conmigo, le gusta Libertella, y Libertella anda en las sombras muy claras de este libro: es el ojo ciego que decide no ver tanto y se divierte en lo oscuro (así parafraseo de memoria recuerdos de libros de Héctor).
Mariano escribe acá que hay mil voces, yo creo que las voces que hablan en nosotros se pueden contar, nunca son muchas… eso sí, cambian… tampoco tanto… vuelven, eso también. Pero se me hace que es una sola, algo variopinta, que nos sigue hasta el final…
11– Y cuando un libro cuenta de sí, verdaderamente, verdaderamente enseña algo, "nos llevamos algo a casa" como dijo alguna vez Juan Lagomarsino de las clases de Nicolás Rosa. Mariano Massone habla de sí, de un tiempo que tuvo, de cosas que hizo, eso escribió en Libro de sombras.
12– Y locos, imprevistos, caprichosos, son los diagramas que incrusta en un libro todo incrustado, ¿qué le tocó de Bulgakov a Mariano? La fantasía de algunos es su necesaria realidad, lo digo mejor: ¡para ser fantástico hay que ser hiperreal! Así un ruso puede vivir en un libro nuestro. Acá mismo, en este Libro de sombras.
13– Versos modernos, dije, ahora agrego, despatarrados que interceden por nosotros, para que aprendamos a esperar que todo al final se aclara. Y sino, fíjense como cierra algunas páginas en perfectas repeticiones de palabras, como "arrimo", o cómo marca aquello que uno hereda de una madre.
14– Suspiros, cicatrices, un guiño, flores o yuyitos. Lo dice él. Por ahí va. Pero también va por los recuerdos de la literatura, cuando lo releo (¡ya sin poder podarlo!, ajetreada soberbia…) entreveo tonos antes que ocurran, vaticino un tono o una velocidad Link y Link, citado, aparece luego, muy rápido. Y los encuentros, algunos recuerdos, son milagros, lo vengo repitiendo... También Mariano insiste en ser un baqueano del tiempo, ¿a qué recuerdo obliga? Mariano Massone se quiere gaucho y se quiere provinciano. Ahí también hace algo distinto. Un poco, vamos a ver…
15– Creo que el libro es potente, tanto que mata algunas zonas propias que intentan llevárselo: no hay ausencia, no hay nebulosa, hay tanteo y pelea. Mariano tiende una pelea porque está en ella, la guerra de seguir, de reír, de ser impertinente, de ser un desconcertado como cuando dice al escucharnos: “mirá, mirá”, y la literatura es de los buenos descarados, de los que pierden las formas porque buscan, rebuscan y, a veces, pueden dar a leer, publicar.
Etiquetas:
bulgakov,
daniel link,
kierkegaard,
laura estrin,
libros,
literatura,
mariano massone,
milita molina,
nicolás rosa,
víktor shklovski
8.12.11
La murga de los impostores, por Leandro Ribot
Podía decir sin el menor titubeo en qué momento preciso empezó a declinar el revival de James, que Stendhal era agua pasada, Cocteau un plomazo o Genet el genio más nuevo y descartado de entre todos ellos… Absorbía como una esponja los cambios de favor y gusto en los lectores, tenía facilidad para barajar con maestría e improvisación clichés sobre los más variados temas, le aterrorizaba quedar algún día como un tonto ante la sobriedad intelectual de otro, y presumía de conocer a fondo cualquiera que manejase una pluma, un pincel o un piano en Nueva York. Esas eran las mercancías que los editores le compraban.
Pearl Kazin. The Raven.
Rodolfo Fucile ilustró y contó vidas de artistas que por causa del azar, la desgracia o la falta de voluntad no contribuyeron en nada al desarrollo de la masyúscula Historia del Arte. Esa pesquisa lleva por título Artistas irrelevantes. Una investigación de Rodolfo Fucile (Ediciones Del Antiguo, 2008). Personas dedicadas minuciosamente a la quimera de la creación, incomprendidos en vida y maltratados con virulencia por la crítica especializada. Tristes destinos, como aquel pobre músico de Grillparzer. Caldo de cultivo para detractores de profesión. Fracasados exquisitos. Violinistas siameses que interpretan un arreglo perfecto para dos violines en una obra de Albinioni. Actores asesinos. Generales que desafinan en la banda militar. Artistas frustradas y resentidas que se dedican a la docencia en colegios primarios. Roqueros que dejan la música para trabajar en una oficina de Rentas. En el libro también hay lugar para el recuerdo de ilustres damas de actuación decorosa, así como un grupo autoproclamado Fraternidad de Artistas Insurgentes Hastiados de la Mediocridad Pequeño Burguesa. Todas buenas noticias en el ámbito de la cultura. Los escándalos de Fucile respiran una prosa afable que ignora la crueldad para darle paso a la irreverencia.
Sus sátiras recuerdan las historias de Los escritores inútiles de Ermanno Cavazzoni, (2001, traducción de Guillermo Piro). Una de sus fotografías a escritores inútiles dice: “Hay escritores esclavos de otros escritores, que son sojuzgados y reducidos a la función de perro. El porqué no se sabe. Hay quien dice que forma parte del aprendizaje y que la esclavitud se encuentra en todas las artes.” Algunos de estos escritores-perros-esclavos dependen del comercio con editores-dueños-cafishos. En otra de sus fotos advierte: “Las editoriales mantienen escritores en desuso a quienes les encargan la lectura de las novelas dactilografiadas que reciben para que emitan juicio. Estos escritores en desuso son mantenidos en secreto para que no puedan ser corrompidos con regalos, dinero o chantajes sexuales por parte de los aspirantes a escritores. (…) Los escritores en desuso, abandonados a sí mismos en medio del papel dactilografiado, siempre a punto de dormirse, pasan días que parecen noches redactando informes de tono deprimente que nadie leeré nunca, madurando su típico temperamento funerario.” Los escritores inútiles es un manual de uso, un impiadoso catálogo que burla, con acidez, una legión también maliciosa. “Los escritores, por principio, se odian, pero no consiguen separarse el uno del otro. Se los ve caminando del brazo como amigos inseparables. En cambio se odian. Se los ve reunidos en el café; parecen de buen humor, y en cambio anidan pensamientos de destrucción recíproca y aniquilamiento.” No es mejor la suerte que le toca a los críticos, esa fauna mandarina. “¿Para qué sirve un crítico?, se pregunta cada tanto la población. Un crítico sirve para que un escritor se ilusione durante un momento de que existe. Cada escritor debería tener su crítico, de lo contrario se queda sin el cebador puesto y apagado.”
Estas lecciones para convertirse en un escritor inútil me llevan a las estampas de artistas olvidados-olvidables-incomprendidos-incomprensibles que Remo Bianchedi dibuja en sus Vidas célibes (Letranómada, 2010). Artistas de una vanguardia imposible. Un tipógrafo ruso redacta el primer “Manifiesto de la Tipografía Inmaterial” y tiene que romper el hielo de tinta congelada para poder imprimir y hacer su trabajo. Una entrevista al tercer hijo del tipógrafo que escribió “un manual muy básico para leer y escribir correctamente sin cansar demasiado la vista.” De un artista apodado, constructor del ensueño, se dice: “En Chicos de la calle Armando Weed volvió a ratificar el poder de cambiar el mundo que atribuyó a la producción de arte. No bien expuesta la pintura numerosos chicos de la calle fueron adoptados por numerosas familias europeas. El mundo de riquezas de Armando Weed es una obra que sin lograr una absoluta totalidad hizo posible que hoy en el mundo exista al menos una pequeña cantidad de personas ricas.” Bianchedi da con esa etimología de la palabra “arte” que viene de “fraude” y “engaño”. “El curador no cura, mata”, apunta Jean Claude, “artista arribado a la fama mundial por su enigmática obra Arte callejero es arte carenciado. ¿Cuándo es arte?, pregunta una y otra vez Bianchedi. Dice Vidas célibes: “Fiel a la sentencia del Corán: En el dia del Gran Juicio se llamará a los artistas visuales para que den vida a las imágenes que ellos produjeron; al no poder hacerlo serán condenados al Fuego Lento y Eterno de los Infiernos.”
Hay quienes viven de la carroña del “mundillo del arte”. Especialistas en todo, obedientes de la crítica, jueces de la forma, pescadores de nuevas tendencias. La película El artista, dirigida por Mariano Cohn y Gastón Duprat (110’, 2008) parodia ese “mundillo” y algunas de sus pretensiones. Hay las obras de arte que tiene su valor de cambio en el mercado. Las arte-mercancías. Ahí donde los coleccionistas invierten en cuadros como podrían invertir en otra cosa. Tolstoi ya presagia un agotamiento de las artes aristocráticas, un exceso de preocupación por el arte en Rusia, de motivación y de instrucción estética que vuelve al hombre un inútil, un inadaptado. Tolstoi buscaba usos nuevos para el arte. Del All arte is quite useless de Wilde, a esta frase de Bajtín: “Un poeta debe recordar que su poesía es la culpable de la trivialidad de la vida, y el hombre en la vida ha de saber que su falta de exigencia y de seriedad en sus problemas existenciales son culpables de la esterilidad del arte.” (Arte y responsabilidad, 1919). Pero la murga de artesanos y artenfermos no descansa. El precio y el valor que tiene la discreción es algo que esos gritones nunca van a entender. Nada que hacer. Es difícil seguir el hilo teórico dogmático argumentativo que supone cierta bibliografía especializada. Algunos, soporíferos sistematizadores del pensamiento. También otros, meros impostores.
Etiquetas:
bajtín,
cine,
ermanno cavazzoni,
historietas,
leandro ribot,
libros,
literatura,
oscar wilde,
pearl kazin,
remo bianchedi,
rodolfo fucile
1.12.11
La escritura cercana: pasado, Boedo y literatura, por Isaac Castro
Sobre Breves apuntes de autoayuda, de Fabián Casas, Santiago Arcos, 2011.
Cúspide, sucursal Caballito. Está claro que yo elijo toda la vida las librerías de viejo, los parques o los puestos de Púan y alrededores. Sin embargo, mi novia trabaja a dos cuadras de ahí y cada vez que coinciden nuestros horarios con el día de cobro, vamos a dar una vuelta, y si la encuentro de buen humor, siempre me compra algo. Cuando entro, primero reviso las novedades, después me voy a la parte de literatura argentina y cuando me aburro empiezo a leer solapas. Natalia hace su propio recorrido y se ríe de los títulos de los libros de autoayuda y en eso, entre uno que juraba encontrar la clave de la felicidad y otro que enseñaba cómo hacer amigos, veo la última publicación de Fabián Casas, Breves apuntes de autoayuda. Desesperado, se lo pido al vendedor y le comento que (sin siquiera saber de qué se trataba) tal vez el nombre era un chiste y que debería estar catalogado como ensayo. El vendedor, que no entiende nada, me dice que va a preguntar. La cosa es que el libro estaba agotado y recién pude tenerlo unas semanas después, cuando rompí el envoltorio horrendo de un regalo que justificó con creces otro cumpleaños predecible.
Fuera de cualquier intento de objetividad y con toda la arbitrariedad del signo lingüístico, puedo decirles que el libro es genial, sin desperdicios. Que en la escalada sin vallas al podio de lo mejor de su generación, Casas le pasa el trapo a todos, se divierte y de paso nos enseña algunas cosas (sobre todo a los que somos un par de décadas mas chicos). Con una erudición que cobija en vez de distanciar, el autor de Ocio se despacha con una serie de breves ensayos que indagan en el paradigma de sus obsesiones. Así, literatura, música, cine, infancia y amistad, se convierten en los temas sobre los que Casas va a articular su prosa siempre cercana y al borde de la anécdota. Porque eso es lo más rico de este libro, su escritura, el modo en que el autor nos introduce en cada uno de sus mundos donde lleva al extremo su premisa de que los sectarismos aburren y que no existe una cultura alta y otra baja, sino acaso una sola cultura que se constituye a partir de las experiencias cotidianas donde se producen los cruces. Y nada es más interesante y fructífero para Casas que esas intersecciones donde, de repente, puede aparecer un comentario acerca del estilo de Raymond Carver o el análisis de las novelas de (el premio Nobel) Orhan Pamuk; pero también Led Zeppelin, Fernando Cabrera; producciones tanque del cine comercial como Matrix y El curioso caso de Benjamin Button; las estrellas berretas de nuestra farándula como Ricardo Fort o los ídolos populares como Maradona. Además, casi a modo de taller, Casas hace un rastreo por su formación literaria (Giannuzzi, Zelarayán), nos presenta algunos escritores nuevos (Gustavo Ferreyra) y da su opinión acerca de los consagrados (Bolaño, Saer, Fogwill). Pero sépanme disculpar los enfermos de la crítica y el discurso metaliterario, donde Breves apuntes de autoayuda se pone realmente bueno es cuando, de algún modo, funciona como una escuela o making of de los que fue Los lemmings (aquel estupendo libro de relatos en que se resignifican los conceptos de realismo y ficción). Porque leer a Fabián Casas narrando el recuerdo más trivial es hermoso. Es hermoso el Boedo (a esta altura) mítico que él presenta como un personaje más. Son hermosas cada una de las intervenciones del pasado, de su pasado: un espacio anclado en el tiempo que no sólo conmueve y emociona, sino además, Casas relata como nadie.
Etiquetas:
fabián casas,
fogwill,
isaac castro,
joaquín giannuzzi,
libros,
literatura,
raymond carver,
roberto bolaño,
zelarayán
Suscribirse a:
Entradas (Atom)