25.11.18
Cucurto, o la barbarie fingida, por Román Bay
El oportunismo que caracteriza a Facundo Rodolfo Soto, sumado a su falta de agudeza como interlocutor, dan como resultado un libro presuntuoso y pueril, Conversaciones con Washington Cucurto (Blatt & Ríos, 2017). El entrevistado, Santiago Vega, más conocido como Washington Cucurto, no muestra más inteligencia que su entrevistador. Su grotesco machismo y el servilismo de Soto se dan cita en este libro aburrido y superficial. Al leerlo es posible comprobar que Cucurto no es tan ignorante como parece ser. Su barbarie es solo una pose de ventas. Sus inicios como repositor de supermercados, la historia de sus cinco amantes simultáneas y otras escenas de miserabilismo barrial, hacen de este libro un paseo por los lugares comunes de un teatro lacrimógeno sin épica y por las gansadas de unos de los escritores más sobrevalorados de la escena local. Ahí nos enteramos que el epígrafe con el que abre La máquina de hacer paraguayitos, no es de la autoría de Cucurto sino que es un poema del nicaragüense Martínez Rivas. ¿Es que Cucurto no cree en los derechos de autor? Hay perlas de necedad, como esta: «Haber conocido a Santiago Lach, el editor de Siesta, me cambió la vida. Santiago es uno de los grandes regalos que me dio la vida literaria». Afirmaciones inanes de este tipo abundan en el libro. Y preguntas de Soto que sobresalen por su memez, como esta: «¿Si tuvieras que elegir entre la literatura y la concha?». Aunque la respuesta de Cucurto no es menos fatua: «La concha, Facu». Es perdonable que Cucurto escriba mal y que reproduzca estereotipos de clase. Es perdonable que su poca astucia verbal lo lleve a caricaturizar sin gracia el roce social. Pero lo imperdonable es su machismo y su engreimiento. Es imperdonable que hable como si fuera un artista de calidad cuando no es más que un personaje burlón y payasesco. Él mismo se da cuenta de la poca inteligencia que hay en algunas de las preguntas de su adulador, Soto. Como cuando éste, servil, le pregunta: «¿Habría cierta disonancia entre la crítica, el gusto del público y el tuyo?». Cucurto, amo esclavista, responde: «¡Qué pregunta sin importancia!». O cuando Soto le pregunta: «¿Por qué decís que no sos un intelectual y que hacés literatura baja?», Cucurto, patotero, responde: «Vaya estupideces propias de la clase media, prejuiciosa, egoísta y sobre todo pretenciosa. Esta pregunta delata tu pensamiento en cierta forma que es el pensamiento del burgués de diván, en tu caso de desván». A la manera de Bouvard y Pécuchet, estos dos amigos en pose de zoquetes se reunieron a través de los años para hacer un libro prescindible, aparatoso, falso y sin importancia. Los más de 300 pesos que cuesta el libro son un robo descarado. Soto dice, en relación a las injurias, nunca del todo suficientes, que merecieron los libros de Cucurto a través de los medios: «Algunos comentarios de tan agresivos son divertidos». Cucurto responde: «Hay mucha impunidad. Además, Faculín, cuando uno escribe tiene que aguantarse eso; si no, no hay que publicar». El libro de conversaciones recuerda a la Tota y la Porota, pero en una versión degradada, macrista y sin humor. Estas conversaciones hacen justicia al arribismo de Cucurto, que confiesa que escribe así nomás, libros enteros en dos o tres horas, sin conciencia de las dimensiones políticas o ideológicas que hay en sus pasquines, donde impera la frivolidad más hedionda. A su vez, sus respuestas dan cuenta de cómo un escritor sin talento puede llegar a ser un éxito de ventas. Soto, lacayuno, pregunta a su patrón: «¿Y poetas clásicos como Virgilio, Hölderlin, Homero, Platón, Joyce, los leíste? ¿Te gusta o te la bajan?». Habría que analizar cómo los giros idiomáticos de este despreciable secretario de Cucurto dan cuenta de su degradante condición, pero Soto es tan irrelevante que es imposible tomárselo en serio. A la estulta pregunta de Soto, Cucurto contesta: «No, no. Los he leído mucho, pero no, no me gustan». Es justo decir que Soto parece haber leído todos los libros de Cucurto, uno por uno. Ese esfuerzo que resulta brutal, cretino, detestable, fétido y atroz no parece haber espantado las pocas luces de Soto. También es cierto que Cucurto responde con arrogancia a muchas de las preguntas de su secretario. Vanidad, miopía y mucha ignorancia. Soto le dice a Cucurto: «El Martín Fierro es el primer libro donde hay una mirada inclusiva del paraguayo y de los negros, del extranjero, como algo natural, después venís vos…». Para Soto no hay nada entre José Hernández y Cucurto. Así lee. Así escribe. Así piensa. Como un analfabeto. Y en las preguntas quiere lucirse y mostrarse como un intelectual. Pero solo consigue dar una imagen de zalamero melifluo, embelesador carroñero y ruin halagador. En este libro lo vemos en la plenitud de su necedad. A medida que avanzamos en la lectura de sus conversaciones, estos dos títeres van apareciendo cada vez más como máscaras divertidas y patéticas, sin un gramo de profundidad o amor por la literatura. Sobre el final, Cucurto ya parece un artista consumado, que expone sus mamarrachos en galerías de arte y al que muchas editoriales reclaman por sus bodrios. Son los efectos de la distorsión y las paradojas del mercado editorial.
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22.11.18
Lunes 22 de octubre, por Laura Salino
Leí no recuerdo dónde “Hay
que tener el coraje de aburrirse solo”. El momento de aburrirse, cuando toma el
tiempo todo, se parece a una arena movediza. Está lejos la manera de hacerse
desear, lejos la tentación, lejos el entusiasmo depravador, lejos la corrupción
de la costumbre, lejos el dejarse hablar y que otro oiga. Lejos haber nacido.
Hay que tener el coraje de aburrirse solo y saltar al vacío. Hugo decía que el vacío lo había decepcionado: tal vez esa es la manera de aburrirse solo sin miedo. Hay que perder el miedo a aburrirse solo y afrontar la decepción del vacío. ¿Quién podría ofrecer instrucciones para amueblar el vacío? Ahora pienso en el vacío como una gran boca que todo se lo come. Un enorme agujero negro que es, a su modo, un poema. Un pájaro es pájaro si se atreve a cruzar volando el sueño de una mariposa negra, escribió un tal Ernesto Aguirre. Cómo me hubiese gustado escribir ese poema. O bien ser ese pájaro corajudo.
Ayer supe la noticia de una mujer que cayó de un piso veintisiete por hacerse una selfie. Vivimos una proliferación constante de Narciso en su tragedia. Hay muchos vacíos a los cuales arrojarse. Y en absoluto es lo mismo arrojarse a un vacío que caer en un vacío.
Pienso que no tengo ninguna frase propia, que todo lo que pienso lo he leído, no lo he pensado. Eso también me decepciona. Pienso en Clarice Lispector y su momento de belleza: si alguna vez fui linda fue en aquel amanecer con rosas que caían de mis brazos plenos. Pienso en el conjunto vacío. En la inteligencia de las flores. Pienso cómo habrán sido los últimos momentos de mi abuelo, cuando sabía que se moría y no quería, no aceptaba tener que morirse, probablemente porque toda su vida estuvo un poco temeroso de vivir. Era como los barriletes que remontaba: un vuelo con cuerda, agarrado a la mano que hace tierra. Un hombre bueno. Sabía decir que no. Quise mucho a mi abuelo. Recuerdo nuestro último abrazo, fue eléctrico y largo.
Mañana será la primera vez en mucho tiempo que mi abuela no cumpla años.
Mi padre está a punto de perder una pierna.
Pienso en los autistas y en su interés matemático que excluye cualquier interrogación por las preguntas existenciales. Ninguna fórmula matemática expresa la tristeza (esto sé que se lo leí a Fritz Zörn), el entusiasmo, la muerte, la sexualidad… Pienso en las matemáticas como en un psicofármaco, con otros efectos secundarios. Pienso en la cobardía, en algo que escribí en otro tiempo sobre los cobardes. En un momento de mucho coraje donde no estaba aburrida. Pero está bien aburrirse. Jugar a aburrirse.
Nieves cuenta de su infancia que cada vez que decía Me aburro le respondían No se dice mea burro, se dice pipí caballito. Por cosas como esa vale la pena aburrirse: puede haber –no es seguro– la posibilidad de convertir el fastidio en risa.
En el coraje de aburrirme sola, el humor sigue siendo mi mejor salto al vacío.
Hay que tener el coraje de aburrirse solo y saltar al vacío. Hugo decía que el vacío lo había decepcionado: tal vez esa es la manera de aburrirse solo sin miedo. Hay que perder el miedo a aburrirse solo y afrontar la decepción del vacío. ¿Quién podría ofrecer instrucciones para amueblar el vacío? Ahora pienso en el vacío como una gran boca que todo se lo come. Un enorme agujero negro que es, a su modo, un poema. Un pájaro es pájaro si se atreve a cruzar volando el sueño de una mariposa negra, escribió un tal Ernesto Aguirre. Cómo me hubiese gustado escribir ese poema. O bien ser ese pájaro corajudo.
Ayer supe la noticia de una mujer que cayó de un piso veintisiete por hacerse una selfie. Vivimos una proliferación constante de Narciso en su tragedia. Hay muchos vacíos a los cuales arrojarse. Y en absoluto es lo mismo arrojarse a un vacío que caer en un vacío.
Pienso que no tengo ninguna frase propia, que todo lo que pienso lo he leído, no lo he pensado. Eso también me decepciona. Pienso en Clarice Lispector y su momento de belleza: si alguna vez fui linda fue en aquel amanecer con rosas que caían de mis brazos plenos. Pienso en el conjunto vacío. En la inteligencia de las flores. Pienso cómo habrán sido los últimos momentos de mi abuelo, cuando sabía que se moría y no quería, no aceptaba tener que morirse, probablemente porque toda su vida estuvo un poco temeroso de vivir. Era como los barriletes que remontaba: un vuelo con cuerda, agarrado a la mano que hace tierra. Un hombre bueno. Sabía decir que no. Quise mucho a mi abuelo. Recuerdo nuestro último abrazo, fue eléctrico y largo.
Mañana será la primera vez en mucho tiempo que mi abuela no cumpla años.
Mi padre está a punto de perder una pierna.
Pienso en los autistas y en su interés matemático que excluye cualquier interrogación por las preguntas existenciales. Ninguna fórmula matemática expresa la tristeza (esto sé que se lo leí a Fritz Zörn), el entusiasmo, la muerte, la sexualidad… Pienso en las matemáticas como en un psicofármaco, con otros efectos secundarios. Pienso en la cobardía, en algo que escribí en otro tiempo sobre los cobardes. En un momento de mucho coraje donde no estaba aburrida. Pero está bien aburrirse. Jugar a aburrirse.
Nieves cuenta de su infancia que cada vez que decía Me aburro le respondían No se dice mea burro, se dice pipí caballito. Por cosas como esa vale la pena aburrirse: puede haber –no es seguro– la posibilidad de convertir el fastidio en risa.
En el coraje de aburrirme sola, el humor sigue siendo mi mejor salto al vacío.
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18.11.18
Luis Thonis, un teatro de guerra, por Laura Estrin
“Teatro
de guerra”: “Una porción de espacio tal en la que prevalece la guerra y tiene
sus límites protegidos, de modo que posee un tipo de independencia. Esta
protección puede consistir en una fortaleza, o en importantes obstáculos
naturales presentados por el país, o incluso en la distancia que lo separa del
resto del espacio comprometido en la guerra, si esta es importante. Una porción
tal no es solo una mera parte de la totalidad, sino una pequeña totalidad
completa en sí misma.” (Clausewitz).
“Luchamos como ‘salvajes’, no como organizados,
contra un viejo poder organizado”
(Franz Marc en “Los salvajes de Alemania”).
Luis Thonis no
era un profesional de la escritura, en el sentido en que Muray dice que hay
vanguardistas profesionales, polemistas profesionales, intelectuales,
discutidores profesionales, profesores y escritores profesionales. Profesional
es lo contrario de guerrero, es lo opuesto a un cuerpo. Luis era un guerrero,
había elegido muy explícitamente esa figura.
Luis leía,
arremetía y escribía. Un hombre excesivo para estos tiempos. Nacido en un mundo
que fue asordinando las discusiones reales, su grito en el desierto ofuscaba[1]. Luis no tenía miedo
cuando hoy se dice temer a la violencia que en realidad es diferencia,
distancia, ética incluso; la no correspondencia que un tipo como Luis Thonis
recibía se debía al recelo, a la limitación de los espacios y de los críticos,
a la falta de lectura. Y cuando vivimos con el miedo a la marginalidad inevitable
del escritor la voz que dice y discute es doblemente condenada y mal vista.
Hugo Savino alguna vez afirmó que “intervenir es un arte de la delicadeza”,
Luis lo sabía y escribió: “Parece un lujo carecer de identidad en una ciudad en la que no estoy
expulsado, soy considerado una suerte de cómplice de un estafador, o,
peor, un idiota útil. Me empeño vanamente en el trabajo de volverme
anónimo. Es imposible. El vecino me niega ese derecho radical…”
Luis hacía
sus propias revistas de un solo número. Luis escribió poesía y prosa múltiple. Luis
pasó muchas épocas en Argentina –si no confundo él contaba de una noche en que
la policía de los 70 persiguió alternativamente a Osvaldo Lamborghini, a
Perlongher y a él, siempre su presencia y su obra confirmarán que “la crítica
(verdadera) es incómoda por naturaleza y tiende a producir incomodidad” –como
dice Panesi, quien alguna vez pensó como ensayos
enloquecidos a los de Luis Thonis[2].
Lo primero que admiré de Thonis
fueron sus “sonetos a Shakespeare”, escritos geniales de su primer libro que me
capturaron para siempre porque encontré que él podía ir y venir por las formas
como si fueran aire propio. Mucho después su ensayo sobre Giacometti/Genet, la
increíble lectura que es “La vigilia de las
estatuas”, me devolvió esa gran perfección que tenía. Luis Thonis tuvo sus géneros, sus
formas, sus ademanes y sus postulaciones, su enorme y rápida inteligencia le
permitía nombrar sin atenerse a lo esperado, a lo remanido, al campo arado –como suelo decir[3].
Era
extremadamente riguroso y reconocía de lejos a los sofistas que nos rodean.
Mientras casi todos cantan una pajera y tenaz melodía, él inventaba, seguía pensando
en literatura e historia como guerras, revolviendo verdades y mitos entre los
enemigos que hoy borrosos, ubicuos, omnipresentes y casi inasibles nos rodean.
Luis era imprevisible y seguidor como perro de sulky –hubieran dicho mis
abuelos, no controlaba pero siempre armaba un litigio en este mundo dormido, de
zombis o “pelotudos
atómicos” –como lo llamaba, según el registro que teníamos en
los 80. En Cuerpos inéditos escribió:
“Quien haya pasado los cuarenta años
no debería escribir más. Ese supuesto apogeo, descubierto por timoratos, nos ha
parecido mortífero, especialmente en su caso ya que en los escritores la
sensibilidad, que no sabe andar en puntas de pies, suele rastrear siempre lo
mismo, hablamos aquí más como amigos del Autor que como lectores o críticos de
la misma obra que somos, haciendo cuerpo con ella, en un final que es comienzo”.
Afirmación que desenvuelve sujetos o cuerpos ocultos, inéditos, contrasentidos,
biografía y desveladas ironías en un registro que se acerca al modo dramático
de El pueblo está más seguro que hoy
presentamos[4]. Un autor siempre es autor
de una sola obra.
No soy yo, justamente, la mejor lectora de la
obra de Thonis pero sí soy lectora de otra
literatura –como llamé a fines de los 90 a su obra[5], otra literatura: la que cree que la literatura es guerra. Esa otra
literatura es un animado golpe en esta sociedad literaria profesional, vacuna,
que en la espuma de los días rumia solo una escritura banal de cuento para
dormir la siesta perpetua mientras otra serie literaria, arrumbada, inédita,
fue y vino muchas veces dejando la vida en eso.
Esta otra literatura, esa otra tradición,
atrozmente lúcida, donde los nombres de la historia argentina no se olvidan al
mismo tiempo que también –como escribió Luis- “leer la propia letra genera incertidumbre,
pero es arduamente ilegible reconocerse en ella”.
Luis
Thonis pertenece a una tradición letrada y, a la vez, oral, perorante, la de
Macedonio a quien él alguna vez definió como “está
en contra del autor porque es autor de un personaje, que se revela comediante
de su propio ideal” y separó apropiadamente del rapaz Borges. Una tradición de escritura también
lírica que como en “Santidades”, poema de Cuerpos
inéditos, en su imperturbable conciencia trágica, define así: “Se puede tener
en cuenta / cierto estado de excepción / que tiende a ser permanente / y ante
la inminencia de la carnicería / hablar y escribir / de modo que los cuerpos /
no hagan caso omiso / de la división que los trabaja / sean solamente cuerpos /
y emprendan con plena suficiencia / su reeditada marcha / a los nuevos
mataderos”. En Luis Thonis hay una extrema conciencia de esa tradición
literaria.
En “Aquiles
a las cuatro” irrumpe escribiendo: “Demasiado sé que los mortales hablan / y
los dioses ya callaron... es casi imposible / hablarle de amor a quien se ama”
o ”con esos recursos de poeta / pierdo la línea / me es en mucho necesario /
que el razonamiento tenga cuerpo de teorema / hábito mediante ellos/ no se
cansan de repetirme / que soy ficción...” o “me han dicho que orinar mucho / es
signo de gran lucidez mental / hago mi chorreante tributo / a una omnipresente
diosa de Rencor”. Última línea que recuerda un retazo de La gran salina de Ricardo Zelarayán,
otro gritón perorante.
Pero mi memoria guarda tenaz de Cuerpos
inéditos “A tres sonetos de
Shakespeare”, relato o ensayo donde el camino que hace la escritura es un
encuentro luminoso, un caerse perfecto porque no se ve el salto. Thonis en toda
su obra unirá motivos y sentidos sin término alguno: historia y lengua, relato
como narración de las acciones y escritura, novela y ensayo o alucinación y
existencia poética armando un difícil continuo. Difícil para este mundo que
perdió literatura. Así es “Terminal”: largos pasajes entre Shakespeare-mujer
amada aunados en frases crueles, justas y hermosas porque –dice allí- “no hay
un antes ni un después cronológico en su universal intersección”.
Manera
analítica feroz que fermenta y desequilibra toda lectura que se proponga y
detenga en algún punto aislado de ese recorrido instantáneo. Filosofía o saber
o conciencia vertical del decir en la totalidad de su letra porque cada
sintagma, cada fraseo aloja, veloz y en primer plano, la sabiduría literaria de
todo lo que leyó y recuerda.
Así puede permitirse crónicas de serpenteante
cronología, como “Fábulas vedadas” donde afirma: “la de las emanaciones de un
continente que conoce a la crónica como un modo de apaciguar la extensión” y de
ese modo desanda el desierto americano tan mal escrito hoy con inauditos y extravagantes
pero verosímiles personajes como ¡el piojo y la chinche! Thonis sabe de
enhebrarse en la gran literatura argentina, en alguna primitiva versión de
“Viento agrio”, relato que alguna vez pensó dentro de la serie El vuelo del narrador, un enfermo
Mansilla, residente ya en Europa, recuerda, no importa si por escrito o no, su
empañada hazaña con los indios. El atildado pero decaído prócer literario es
ese buen realista que entre malón estatal y excursión de autor parece ya saber
la teoría invertida del desierto helado de Aira diciendo: “Estoy seguro de que
mi enfermedad no es la tuberculosis sino la contracara de una salud pampeana
donde mi rostro era abofeteado por el viento: no soy baqueano ni científico
para poder explicar esa erosión de vida que nos hacía mejores en estos
lugares”. Thonis, siempre, con desaforados personajes-escribas, tiende un
precioso puente con autores abandonados como Holmberg y si puedo pensarlo,
además, en la serie de Martínez Estrada y Murena es porque ley y creencia, saber
bíblico (los recurrentes vasos rotos o la vasija en pedazos,
el poema “Baruch persevera” de su primer libro), fábulas cristianas y los clásicos se combinan sin tregua
en un presente catastrófico y campean en su obra de modo hoy desacostumbrado[6]:
hoy lo desacostumbrado es la literatura.
Su
escritura es por momentos aforística, incrustante de singulares e intempestivos
“tu”, donde algunos comienzos dicen teorías[7]
y sus motivos pueden componer fórmulas últimas: el desastre del mundo, la
santidad, la conquista de América, la mujer largamente perseguida, la historia
política argentina; son “los dogmas rígidos en su frescura” -como justo los
nombra en Cuerpos inéditos en el constante y cruel
retorcimiento de su excesiva conciencia.
Luis iba por aires libres, su pensamiento
tenía el piso de sus lecturas pero el donaire de su intrépida cabeza, de su
seguro pensamiento. Luis apisonaba saber sobre saber como en “Mosaico para una
reedición inédita” aunque dirá también que lo que hay es “la soberbia en la
falsa y recelosa humildad” (“A tres sonetos de Shakespeare”).
Su obra deja oír una risa aún encantada porque en ella se entiende cierto humor,
se percibe algo de parodia, Luis pudo anotar en Cuerpos inéditos que “algunas órdenes pescan con
redes, otras con cañas” y que “la cronología no entra en la escuela, rebota
contra el convento”. Y, encima de eso, aparece en su escritura una amasada gota
biográfica que conmueve su cielo y hace de sus libros prismas exasperados con
Irlandas y Orientes (“Anales de Sei Shonagon” y “Conjetura irlandesa” entre sus
poesías): diría que son los libros barrocos de
un singular Lezama que escribe en Buenos Aires –como pensé hace más de 20
años. Y todo esto replica, tintinea nuevamente, en la obra que hoy presentamos.
Luis Thonis, interlocutor de Osvaldo
Lamborghini, de Perlongher, de Savino, siempre irá mezclando, como en el último
poema que da nombre a todo ese primer libro, “modos de mentar lo nuevo /
dejando todo cuerpo inédito / para lavativa en reclusión” porque su obra vuelve
al encuentro de amor y fantasía, de historia y política, de literatura que retorna
al enigma y al rito de escribir siempre explícitos. Retazos de ella son: “no
seas familiar, estrella, no seré vehemente” o “Se puede tropezar con algo peor
/ con enterados que imitaron su plétora” o “Conozco la mentalidad / de aquellos
que hablan bien de lo que detestan / y critican lo que les gusta / por eso
lamento que hayan leído mi libro” o “las únicas gracias que damos... es cuando
no hallamos el modo de expresarlas”.
Hoy
presentamos El pueblo está más seguro (Ascasubi, 2018), una
pieza del mejor realista, allí escribe: “Tengo una navaja con la cual me corto
los callos que me salen de mis hábitos de paseante sin bulevares. Sin esa
melancolía no puede haber poesía”.
El pueblo está más seguro sabe que es
farsa, tramoya social, intelectual, risa y verdad. Un personaje, Plácido, dice:
“Tengo mis dudas. Simpatizo con una elite medianamente civilizada, que imaginé
en el mangrullo de mi infancia, entre dos palmeras erguidas. A mi poeta
predilecto le gustaba echar pestes contra la lámpara de gas pero no usaba
velas. Me aburren los progresistas esquemáticos (…) que quieren igualarlo todo.
Creo que cada pueblo tiene el comisario que se merece y en éste las reses se
asan a un fuego demasiado lento. En el fondo, soy un aristócrata. Norma Regules
(se toma la cabeza, escandalizada, pero al mirarlo le gana la emoción): Qué
hombre maravilloso. Esas provocaciones tan sutiles me excitan más que los
discursos revolucionarios”.
Luis Thonis-dandi
guerrero, como quiso pensarse, igual que su personaje Plácido, sabe que sus
únicas armas son sus libros y también como Bataglia, otro personaje de esta
plaqueta, entiende que sus “dichos encantan damas” aunque rápido retruca el autor:
“Bataglia espanta ánimas”.
No soy la
mejor lectora de la obra de Luis Thonis, tampoco me gusta el teatro salvo
alguno, donde rumbo a peor la cosa
parece hablar de nosotros. Eso pasa en el de Beckett, en el de Jane Bowles, en
el de Copi, en el de Milita Molina. El pueblo está más seguro pertenece a la
rara tradición contemporánea argentina de Los
Sospechados de Milita Molina, en la devastadora escena de una sociedad de
máscaras donde la escoria cultural compone el pensamiento oficial. En estos
libros todo está dicho pero pocos quieren leerlo, con Savino pensamos a veces
que nadie quiere reconocerse y en ellos ¡estamos casi todos!
Luis Thonis retrata progresismos que matan, monos
con navaja que sufrimos muchos, pueblos que aman a sus dictadores, filósofos portátiles -para decirlo con
el libro de Milita, poetas que se ganan la vida como policías. Y, a la manera
de Kafka, la acción está en “El pueblo más cercano”, el de los cielitos
patrióticos –escribe Luis mezclándolo todo pero siendo más claro que el agua.
Luis retrata lo que tenemos al lado, escritores
conciliadores, políticas económicas mortíferas, teorías salvíficas, mujeres que
quieren ser encantadas mientras hacen negocios literarios, la repetida historia
argentina de denuncias, coimas, buenas intenciones y escritores profesionales o
funcionarios.
LuisThonis-guerrero es uno de esos genios
insoportables que siguen hablando cuando todos acuerdan que lo mejor es callar.
Luis seguía leyendo y pensando, y el que sigue fuera del rebaño nunca es bien
visto. Secreto claro, valga la imagen
que me lleva a Murena, a ese realismo inesperado, fatal y abierto que puede
incluso con la risa que esos mismos devaneos traen.
La literatura-otra,
realista, de Luis Thonis, ajustada,
anacrónica a la berreta que hoy circula que debiera llamarse cualquier cosa –como dice Christian Ferrer,
es una obra casi desatinada, plegada y entendida en subjetividades muy fuertes
y únicas; literatura extraña, brillante, sabia, que marcó que la vanguardia era
un negocio[8]
y que la historia literaria una
guerra de sensibilidades.
Literatura como guerra de amor es la obra de
Luis Thonis porque como él bien dijo: “Los grandes escritores no son
sentimentales: son hipersensibles”.
Thonis
supo que el compromiso, la moral que adoptó en general nuestra crítica y
nuestra literatura triunfante, a la que luego siguió la vacua forma posmoderna
que no termina, eran cosas muertas y no la verdadera ética, la verdadera guerra
que él fue el primero en ver en nuestra pampa como el Gulag. Eso es
imperdonable, lo sé bien.
Luis
leyó y gritó la genialidad de Néstor Sánchez, de Di Benedetto, de Arenas.
Luis escribió que “Clausewitz
no sin un toque de ironía
enseña que el que declara la guerra no es el que la inicia sino el que decide repeler
la agresión”. Y voy a repetir lo que
dije en el retrato que escribí para su homenaje a comienzos de este año, voy a
repetir lo que Luis Thonis dijo de Osvaldo Lamborghini: “Carecía,
hay que decirlo, de los celos de la peor especie: los que le envidian a uno su
relación
con la verdad.”
[1] En “El pueblo está
más seguro” dice un personaje-escritor: “Charlie: Es que vos siempre discutís
todo. No hay que ponerse en contra de la corriente. Si no dejás títere con
cabeza no podés quejarte. Yo busco la conciliación”.
[2] Dirá Luis Thonis, en
alguna versión de su libro sobre O. Lamborghini inédito, que Jorge Panesi, en un reportaje
donde le preguntan sobre la lectura, defiende la crítica del valor que se abre con
la literatura de Borges y lo cita como un lector excéntrico: “Tal vez la única crítica que yo recuerde como
enloquecida es la de Luis Thonis, una crítica que resulta muchas veces
deslumbrante, arriesgada en sus gustos, en sus falacias ideológicas.” Y Luis Thonis comenta
que “habla de falacias ideológicas de mi parte porque tiene
en cuenta la reacción
de un público
cautivo por décadas
de cultura castrotercermunista que son obstáculos insalvables para pensar
algo... Las “falacias ideológicas” de las que habla Jorge Panesi tienen que ver con que
no soy ni populista y nunca adherí al marxismo leninismo
castrotercermundista, desde los ochenta quise que mis contemporáneos leyeran a Carlos Franqui
y Reynaldo Arenas. La condición para que sucediera algo nuevo en el país era un corte crítico con el utopismo de los
sesenta y setenta que reproducen la estructura de un duelo crónico.” Luego continúa: “El único que sintonizaba conmigo era Hugo Savino: era el
único
que había leído
a Simon Leys que mostraba la “lectura” que Barthes podía tener de la China maoísta, hecha a la medida de los
consumidores contestatarios (…). Savino por mucho tiempo fue intratable para la
vanguardia tercermundista, maoísta, sartreana que hoy ha culminando en la producción de vergüenza ajena, terminó siendo kirchnerista y chavista
(…) Osvaldo optó por el disfraz: se decía “marxista” cuando era anticomunista y se
llamó “homosexual” cuando era inequívocamente un puritano impuro de tan
duro…”
[3] En Cuerpos inéditos (1995) leemos: ”Había cosas que no
toleraban nombre”, como el amor, como el error de escribir... donde a la vez
que se supone dicha imposibilidad, se da comienzo a un trabajado enigma nominal
que recorre todos los ensayos y condensados relatos de este libro.
[4] Donde escribe: “Es
la primera vez que me entrevistan como poeta. Sabía que este día iba a llegar.
Cuando era chico le tenía miedo a la oscuridad... alguna vez alguien dijo que
si el miedo del niño se debe a la oscuridad o a los cuentos de las niñeras. Bueno,
yo no tenía niñera. Era un chico solitario que miraba el cielo... de ahí debe
venir mi pasión, bien nacional por otra parte, por los cielitos. Usted tiene
que entenderme porque vestida de celeste y blanco…”
[5] Laura Estrin,
“Literatura argentina, otra literatura” (Acerca de Cuerpos inéditos y otros textos de Luis Thonis), Rev.
Universidad Austral, “Semiosis Ilimitada” N°1- “El otro”, 2002.-
[6] Dice Thonis: “Murena resultaba ilegible: hería los mitos argentinos, no era
marxista leninista, populista ni adhería a los liberales que
justificaban dictaduras. Sus lecturas de la religión lo alejaban de las
vanguardias en su mayoría
alienadas, a excepción
del dadaísmo,
a la Kultur y en contra de la civilización…” (Versión inédita
de Un guante para O. Lamborghini).
[7] Diversos aunque
extremos, algunos de sus cuentos como “Exculpación del museo” o “Xirden” son
Kafka y un poco Deleuze, por su intensa inmovilidad –el primer caso pertenece
a Cuerpos inéditos y el segundo a una versión perdida de El
vuelo del narrador en la perspectiva de entrar en una ciudad muerta, única
para el que espera pero a la que se llega siempre a destiempo. Además, es, ya
por el elaborado género policial, ya por la denunciante retórica, un poco
borgeano. Igualmente, en “Hombres del nido” (Cuerpos inéditos) un enigma
como una lucha, es un perfil-Borges que podemos entrever en, por ejemplo: “Los
hombres del Nido... no eran sino una de las expresiones encarnadas de aquello
mismo que combatían y fue de mucha ayuda la presencia de ese intruso, ahora
llamado huésped... sus hombres decidieron tácitamente hacer silencio por
siempre en esa noche que fue su mayor proeza”.
[8] “A poco de conocida, la
vanguardia comenzaba a aburrirme. Nadie quería pelear en serio, era un
mundo distinto al que había
conocido en los años de plomo. No hay cosa peor que dejar los combates a medio
terminar: la literatura estaba en otra parte y prematuramente yo había escrito sobre Murena, Néstor
Sánchez, Cerretani y Di
Benedetto demostrando que con las teorías de Ricardo Piglia era
imposible leerlos” (Thonis en una versión del inédito sobre Osvaldo
Lamborghini).
8.11.18
Una forma propia, por Mirta Nicolás
Sobre Genios pobres, de Claudio Iglesias (Mansalva, 2018)
Genios pobres, de
Claudio Iglesias, es un libro que enhebra discursos múltiples donde convergen anécdotas,
reflexiones críticas, descripciones de un ascetismo elocuente y detalles
vitales de alto calibre poético que son, además, una clase sobre escritura.
Quizás lo más asombroso es que la forma y
el contenido están tan conectados que ninguno parece supeditado al nivel del
otro. Al leerlo asistimos a ese milagro de entender una vida porque se supo
contarla. Porque para contar una vida hay que volver contable la vida. Montado
sobre datos biográficos, con una enorme capacidad de fantasía narrativa, con reflexiones
sobre cuadros y la vida moderna.
Genios pobres no es solo un libro sino una puesta en valor de la
escritura como artificio de orfebrería. Sobresale por su sintaxis desafiante y
por la manera en la que están orquestadas sus ocho estampas. Hay descripciones
de cuadros, reconstrucción de tradiciones, evocaciones del escenario urbano y de
sus mutaciones.
Claudio Iglesias arma relatos líricos
sobre la vida de artistas y después de leerlos sentimos la necesidad de
descubrir esas obras. Autores de grupo, escuelas, utopías, nombres periféricos
de la pintura local cuya minusvalía escénica es la clave de su grandeza.
Tóxicos, solitarios, incomprendidos, perdedores, visionarios, obsecuentes de
una sola pasión: expresar una forma propia.
Retratos oblicuos. Mildred Burton
escritora que, de refilón, atraviesa “la dictadura, la democracia, la nueva
figuración, la nueva geometría, la hiperinflación”. Leonor Vassena y sus
maestros Spilimbergo y Fontana, de los que entiende otra cosa que sus consejos.
Carlos Giambiagi y sus sueños “de colores planos”, su amistad con Horacio
Quiroga, sus lecturas de Schowb, sus traducciones y el círculo Malharro. Valentín
Thibon de Libian, soñador despierto de cafés y bodegones, conversador infinito,
observador en los bares. Manuel Musto cocinero. María Laura Schiavoni, “erudita
y despabilada”, lectora voraz, precursora de la divisa “la ingenuidad es
inteligencia”. Enrique Policastro, jubilado, dedicado al arte de manera
exclusiva y a retratar “la malaria del barrio”.
Un clima de época sobrevuela los
medallones: “los hombres se reúnen, beben, sueñan con fundar una escuela o un
club”. Vidas sencillas llenas de matices, complicidades y viajes a Europa. Vidas
de artistas pobres, bohemios, melancólicos, enamorados y amigos de la noche.
Genios sin espacio para desarrollar sus obras. En algún punto son historias
tristes, “como la de todos los pobres” Pero Iglesias lo muestra sin atisbos de
tristeza. Porque su libro habla sobre la pasión del amistad.
A lo largo del libro, también es posible
leer un elogio encubierto a Manuel Peralta Ramos así como una diatriba solapada
contra Jorge Romero Brest y un ajuste de cuentas a la tirria de sus pareceres
advenedizos y al modo en el que sus opiniones fosilizaban consenso de manera
transparente en la época.
Genios
pobres hace serie con otro libro del catálogo de Mansalva, uno de los más
salvajes y singulares de las editoriales argentinas, que ya llegó sus 200
títulos, Vidas epifánicas (2015), de
Gustavo Álvarez Núñez. Son libros que prefiguran la distancia que media entre
lo que una persona pudo hacer y la vida que lo hizo posible, sin separar a las
obras de los artistas, quizá porque nadie puede poner más talento en sus
creaciones del que practicó en su propia vida.
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2.11.18
Un campo de observaciones, por Natalia Neo Poblet
(Sobre Derrotero Argentino, Palabras Amarillas, 2018)
La
poética de Guillermo Neo siempre me sorprende, me convoca y me resuena. Con el
lenguaje exorciza la herida original convirtiéndola en cuerpo poético.
Este bello libro de Neo tiene tres planos de lectura: el río, el peronismo y la desgarradura del Ser entre los que propone un dialogo.
Uno como lector navega con el Derrotero en la mano. Derrotero significa la carta que indica el rumbo o la dirección que lleva una embarcación durante la navegación. La propuesta es navegar entre palabras con este Derrotero Argentino en mano, haciendo un puente para arribar a sus dos orillas: el peronismo y el Ser con sus contradicciones ahí donde nunca hay confort.
El Derrotero de Neo está al comienzo del libro en forma de “Instrucciones y Advertencias para su uso”, donde nos advierte de algunas cuestiones para su lectura. Paso a enumerar algunas: “Toda vez que utilice este Derrotero y se compruebe que la ruta a sufrido modificaciones a lo que está aquí escrito, se ruega a los navegantes comunicar cuanto antes cualquier error u omisión o cambio del paisaje”; “A este Derrotero se le han agregado ciertos apéndices peronísticos en forma de apostillas”; “La poesía quedó en la otra orilla”; “Las fuentes históricas utilizadas son de dudosa rigurosidad”; “Es poco probable que luego de la lectura de este “Derrotero”, el lector pueda trazar ningún tipo de cartografía: ni histórica, ni poética, ni náutica”; “El orden de los capítulos del “Derrotero” son casuales y fragmentarios, de ningún modo el lector podrá encontrar un Norte en el trazado de su derrota”.
El Derrotero Argentino propone un eterno movimiento porque todo recomienza con una palabra. Como el río, no hay comienzo, no hay primera vez.
Escribe sobre el río y sus adversidades como un modo de graficar el dolor, pero lo transforma en algo de lo vivo.
En el río del lenguaje, Neo con su escritura traza las orillas y en el oleaje encuentra su modo y nos hace habitar su lengua. Su escritura corre como el agua del río y orillea el agujero de la condición humana. Pregonea entre el remanso y el oleaje, entre el cauce fluido y el peligro.
Y este Derrotero nos lleva a la derrota del Ser y de la humanidad: Al tiempo que transcurre y a la vida que se evapora. A lo que se quiere decir y no se puede. A querer desear y su parálisis. A lo que comienza y termina. También a lo que nunca comenzó.
Lo indomable hace también su aparición. Lo indomable del río, lo indomable de las sensaciones. Lo indomable habita el mundo de Neo pero él doma a la palabra cuando escribe con esa precisión. Doma lo indomable por momentos y en otros momentos lo indomable lo doma a él.
El agua del río encubre lo que no se sabe: la inmensidad, el movimiento incesante, la fuerza, la naturaleza, la sed, lo desmedido, en definitiva encubre la vida, lo vivo y la creación. El agua también es esa masa de lenguaje que por momentos salva, pero también es lo que nos hunde.
Neo con su Derrotero nos lleva de esta orilla del Ser a la otra orilla: la del peronismo en forma de notas aclaratorias. Neo encuentra en el peronismo la resonancia de su poética: la diferencia de clases, los cánticos que hacen a un pueblo, el ritmo y la lengua de la argentinidad.
Derrotero Argentino es un campo de observaciones minuciosas sobre el caudal del río; las superficies y el fondo del peronismo y el campo de batalla del Ser. Entre esas tres orillas navega Neo, se sumerge y nos propone como lectores dejarnos llevar por ese caudal. El agua, en este Derrotero, encubre la creación, delinea las orillas, circula entre palabras y se evapora en el aire.
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