27.12.16

La idea del norte, por Marco Castagna



Mi padre

Ayer por la tarde me asomé por la ventana y vi a mi padre, en medio de la lluvia, arreglando el auto. Del hombre enfundado en su piloto azul oscuro queda poco del hombre que conocí. Este hombre es otro, alguien que quiere seguir el río hasta alcanzar el mar. Ahora manipula cables, usa una tenaza y le cambia el aceite al auto. Desde mi ventana no alcanzo a verle la cara, solo escucho su voz cuando mi madre le abre la puerta. A esta hora los rieles del tren parpadean distinto, en un brillo intermitente que combina el azul con el plateado. Un brillo apagado como el de los poemas de Robert Lowell. Me pregunto si el día en que se muera, mi padre, también, lacónico y casi descompuesto, se tumbará en la cama a esquivar eso que no puede ser esquivado.


Lorelei

Una noche de verano fuimos a una restaurante chino a festejar tu cumpleaños.  Nosotros dos delante de una torta que trajo una asiática de expresión laxa por un pasillo angosto. A determinada hora llamaste a tu madre desde un teléfono público, y pude escuchar tu voz a punto de quebrarse, mientras yo veía un gusano blanco retorciéndose en el interior de un cuenco mal colgado de la pared, sombras chinas que bailaban en un biombo de segunda mano, y un libro rojo con la portada de un dragón dorado procesando una experiencia demasiado antigua. Esa noche terminamos tirados en el jardín abandonado de una iglesia, como barajando un terror con la expectación fría de los condenados, sabiendo que todo iba a derrumbarse pronto, sin embargo seguimos, obstinados, y a los tumbos, con miedo y confiando en un futuro que ya tenía mucho de souvenir.


Llueve

En el lavadero trabaja un ruido extraño como de camión de basuras al comprimir bolsas de plástico. La gata se asusta y va a la terraza. Los geranios abandonados, acostumbrados. Llueve sin método, solo un rumor acuoso cae del cielo. Me gusta estar acá, visitando amigos con el pensamiento. A veces las cosas bajan por la pendiente equivocada. Leo y dibujo puentes en el borde del diario. Sobre la mesa: un llavero de un hombrecito de barba e impermeable naranja que parece a un escritor famoso. Llueve y salís a la calle con el amuleto. Dejas una moneda y un lápiz enano sobre la mesa. Saludas a la gata como a una nenita que te cae bien.


La vida

Llueve: los árboles en el fondo de la casa: parece que están ahí desde hace un millón de años. Pasa el tren nocturno y hace vibrar la tierra. En la casa de la esquina las persianas siguen bajas, no se escuchan voces ni el piano de huesos electrificados. Un perro hurga en el césped en busca de una señal antigua. Una alarma suena en la cuadra, y nadie abandona la zona confortable de sus habitaciones. La gente que alquilaba el lote de la esquina ya no está y empiezan a llegar cartas, cuentas, reclamos ocasionales en forma de papel. La vida en suspenso anida rápido en cualquier lugar.


El pájaro canta una mañana

Me desperté este día de mierda pensando en Z. En cómo el tiempo se había llevado los colores pintados en tu cara hacia otro lugar, hace mucho tiempo. Una amnesia repentina me embarró la cancha demasiado pronto. Neblinoso tiempo de desamor: una persona que se despierta tarde, se encorva sentada sobre la cama, reniega posibilidades. Otra corre por avenidas ruidosas en el vértigo del día. Busca algo que comprarle a su madre, un reloj cucú de mano o un ungüento caro, demasiado caro, para embadurnarle la cara triste y como momificada. Ahora quedan arrebatos de furia confusa, estallidos de una alegría que esconde una depresión crónica por no poder correr más rápido, por no poder ponerse los pantalones de una puta vez. Un estallido quiebra los vidrios del ventanal. Miras afuera, un pájaro canta una melodía agridulce. Es un canto, al fin y al cabo, no? Tiene el pelo desparejo, y parece un punk con su cresta verde algo embarrada por la mañana fría y lluviosa. Está ahí, delante tuyo pidiéndote con su canto que testifiques, que des todo de vos de una puta vez, que lo hagas y ya… hacelo, te susurra… No tengas miedo, entrega tu corazón y tu verdad. Grítala al viento y al sol hasta que este se vuelva cuadrado. El pájaro ya no puede cantar, la garganta se le hizo un nudo con una pelotita marrón de comida que le robo a un animal doméstico de su recipiente. Eso ya no tiene importancia, algo late dentro tuyo. ¿Lo vas a dejar salir o morir así  nomás?


16.12.16

La alegría brasilera, por Santiago Erausquin

A Leo Bertolotto, con afecto

“Baila comigo, como se baila na tribo
baila comigo, lá no meu esconderijo, ay ay ay”
Rita Lee

La primera vez que entré a ver en el cine una película prohibida para menores de dieciocho fue cuando apenas pasaron unas semanas de haber cumplido los quince. Falté a la clase de gimnasia y me fui al centro en tren, como un fugitivo, con unos anteojos negros y ropa común hecha un bollo en la mochila que me pondría en el baño del Pumper Nic de Lavalle, la peatonal de los cines. Los preparativos fueron intensos: la elección de la ropa, el peinado, la práctica de caminar para simular más altura y hasta la modulación de la voz, todo fue premeditadamente estudiado para lograr un aspecto que no correspondía al que tenía. Y esta estrategia, la de parecer lo que no se es, fue lo que intenté durante muchos años en mi vida para encontrarme sólo con frustraciones.
Antes de entrar al cine verifiqué que no hubiese policías cerca, ubiqué las salidas de emergencia y la boca de subte más adecuada en caso de un imprevisto. También di varias vueltas a la manzana.
Finalmente, después de pagar la entrada, a la sala pasé lo más bien. El vendedor de la boletería no reparó ni un segundo en mi actuación que fue genial. Sí lo hizo el acomodador que cortaba las entradas, que me miró desconfiado por un instante. Creí que me iba a echar a patadas, pero no, lo único que esperaba era una propina.
La película fue un desastre. Complicada sin necesidad alguna, aburrida por momentos bastantes extensos y con diálogos totalmente superfluos. Era un policial con un reconocido galán norteamericano que hacía de un agente secreto que, después de todo, aunque no estoy muy seguro, debía aniquilarse a sí mismo, porque también hacía de su propio enemigo. No la entendí en lo más mínimo. Yo había quedado interpelado por el afiche que había salido en el diario que compraban en casa. Debajo del título un cartel igual de grande aclaraba que era prohibida para menores de dieciocho, y más abajo, el actor, con su camisa desabrochada y el resto de su vestimenta en desorden, abrazaba a una señorita que aún estaba vestida. Esa imagen se fundía con otras muy variadas. Dos helicópteros, un submarino, un revólver y hasta un reloj de arena eran parte de lo que prometía el film. También recuerdo claramente un jeep en una playa brasilera. Pero la parte más importante por su tamaño era la del actor con el torso descubierto. Por eso deduje que buena parte de la película trataría ese tema. Ochenta, ochenta y cinco por ciento, calculé. Casi noventa. Así que una vez en la butaca me relajé y no me detuve a leer los subtítulos esperando las escenas calientes, pero fue un grave error porque esa escena en particular del afiche jamás apareció, nunca se vio al actor desnudo, apenas si se mostró haciéndose el nudo de la corbata. Cuando quise ponerme al día con los diálogos ya era demasiado tarde: no sabía bien quién era Jack, John o Jameson. Hacia el final de la historia, resignado a no ver sin ropa al actor que me gustaba, traté de dormir un poco. Cuando estuve por lograrlo me sobresaltaron unos tiros a todo volumen. Salí del cine bastante nervioso y enojado conmigo mismo. ¿Qué tenía de prohibido para menores esa historia? En una parte mencionaban al presidente de los Estados Unidos. Debía ser eso. Tendría que haber elegido la película que pasaban en el cine de al lado. Era sobre una madre humillada que, presa injustamente, intenta todo para recuperar la tenencia de su hijita predilecta, y cuando lo logra la hija ya es una adolescente drogadicta y pandillera. Apta para todo público.
En el tren de vuelta recordé la escena en la que el protagonista viajaba a Brasil, y en una fiesta en la playa dialogaba con el barman, que resultaba ser como él otro agente secreto. También recordé el jeep del afiche que me lo debí haber perdido, porque eso seguro no recordaba haberlo visto. “¡Qué víctima del engaño publicitario resulté ser!”, pensé indignado. “Pero ni piensen que voy a caer otra vez”, aseguré determinante. Enseguida volví a la película y me tranquilicé. En esa fiesta brasilera se vivían libertades que eran imposibles de imaginarse en Buenos Aires. Las brasileras, con peinados voluminosos y ultramaquilladas, tenían unos tops diminutos, y los negros, con las camisas anudadas a la altura del ombligo, bailaban la samba o algo similar con una sensualidad salvaje y delirante. Entre todos se hacían gestos obscenos y señas excitantes. Cuando el protagonista cruzó la pista hizo unos pasos de baile muy a tono con el lugar pero sin abandonar la cultura civilizada a la que pertenecía.
Cuando llegué a casa ya había oscurecido. Dejé la mochila por ahí. Mi mamá no estaba y mi hermano se estaba preparando una leche con muchísimas cucharadas colmadas de Nesquick.
―Con tanto chocolate vas a quedar negro como un brasilero.
―No, ―me dijo― porque ahora le pongo varias de azúcar y compenso.
Mientras mi hermano tomaba religiosamente su poción de la tarde, y sabiendo que se demoraría un buen rato echado en el sillón viendo tele, me fui al cuarto. Me saqué las zapatillas así nomás y después busqué, en el fondo del placard, una caja de madera que un tío nos había regalado para guardar los elementos necesarios para lustrar nuestros zapatos. En la parte superior tenía una horma de pie para apoyar el zapato y lustrarlo. El equipo incluía de todo: pomadas, cepillos y franelas que únicamente utilizábamos bajo la amenaza de nuestra mamá. Pero mi hermano guardaba ahí unas revistas porno que debió comprar clandestinamente en algún kiosco del barrio. No tenía muchas pero había una brasilera que me interpelaba en particular. Se llamaba Inferno anal y en la portada una carioca, de espaldas y mirado a la cámara, mostraba una gran sandía a la altura de su culo enorme.
En el interior no abundaban las fotos. Tenía una fotonovela audaz en la que una maestra era seducida por varios alumnos de un instituto para adultos y cuando terminaban, ya en la dirección para hacer la denuncia, el director también abusaba de ella. “Eu sou um professor de línguas” decía ella en un globito. Yo lo tomaba casi como un documental de no ser por los ambientes que resultaban extraños. Con un planisferio pegado en la pared, sillas en vez de pupitres y actores de distintas edades les alcanzaba para lograr el clima estudiantil y en realidad quedaba más como un sketch del Chavo del Ocho. En algún momento planeé escribir una queja a la revista sugiriendo un verdadero ambiente escolar basado en una descripción detallada de mi aula y de la oficina del rector, que por las amonestaciones que tenía conocía muy bien. También pensé en describir minuciosamente a la profesora de matemática que, según me habían dicho, solía ir a dar clase sin corpiño y al hermano mayor de un compañero mío que estaba muy fuerte de tanto deporte que practicaba. Pero suponía también que por esa misma descripción reconocerían mi colegio, llamarían a la policía y en mi casa mi mamá haría un escándalo tremendo. Además, la revista ya era algo vieja y era imposible saber si aún se publicaba. Lo único exótico en la fotonovela eran los protagonistas que eran negros ―incluso la que hacía de maestra― porque después, de ese Brasil exuberante, sus playas, palmeras y vegetación abundante, no aparecía ni una hojita.
Tal vez fue por esa revista que se formó en mí la idea de que Brasil era una nación supersexual. Lo digo en un sentido absoluto, como que tener relaciones sexuales era lo único que se podía hacer allí, sin importar el momento del día, ni dónde ni con quién. Ningún Pão de Açúcar, ni Minas Gerais, ni Brasilia. No, todo era carnaval, calor y desenfreno sexual. En el Parlamento, en las escuelas, en los supermercados, en las calles y hasta en las iglesias, todos desnudos y alzados. Encima, Federico, un compañero del colegio de mi hermano que había conocido Río en sus vacaciones, me había dicho que en Brasil coger no era algo prohibido. Y que él lo había hecho con su prima de allá, que aunque tuvieron momentos de tensión porque creía haberla embarazado, todo había salido bien y hasta lo habían felicitado, pero que acá no era así y que no dijera ni una palabra, obligándome a jurar silencio total. Yo le creía todo y durante varias noches no dejaba de pensar en esa prima suya que imaginaba negra, caderona, salvaje y ultramaquillada, como la maestra de la fotonovela, teniendo sexo con Federico, con el papá de Federico y hasta con su mamá.
La revista tenía notas y relatos que eran imposibles de comprender porque estaban en portugués pero las publicidades de sex-shops y lencería eran mucho más familiares.
Sin embargo lo que no podía dejar de leer una y otra vez eran los avisos clasificados. Todo un país se condensaba en esa página de contactos de Inferno anal. Hacía esfuerzos sobrehumanos por traducirlos y enterarme de qué iban. Y lo que no entendía, lo suponía con una dosis altísima de delirio. Deduje que la gente brasilera estaba dividida en dos grupos claramente diferenciados, como peronistas y radicales acá. Por un lado figuraban aquellos que se ofrecían como objeto sexual para satisfacer cualquier demanda y por otro aquellos insatisfechos que buscaban nuevas experiencias sexuales. Todos sonaban terriblemente desesperados y no podía creer lo fácil que resultaba trazar con flechas las correspondencias. Me preguntaba si era posible que no se hayan encontrado en esa página, porque de haberlo hecho ya serían felices. Qué suerte, pensaba, que en Brasil siempre hay un roto para un descocido. Por lo que ofrecía, la mulata de enormes tetas congeniaba con el lampiño hiperactivo de Bahía o las mellizas viciosas de no-sé-dónde con un doctor experto en puntos hipersensibles del aparato sexual femenino. También estaban los travestis, los transexuales y operados que incluso ofrecían charlas explicativas de sus experiencias. ¿A quién podría escribirle yo?
Mi mamá, que recién había llegado me llamó a cenar con un grito.
―¡Ya voy!
Antes de guardar la revista volví a un aviso que era mi favorito. Caio, un chico superdotado ofrecía sus virtudes a cualquier persona que lo solicitase, sin importarle el género ni la edad. Decía tener buena presencia y amplia disponibilidad de horarios. Estaba en São Paulo y cerraba solicitando equis cantidad de cruzeiros. ¿Cuánto valía un cruzeiro? Podría escribirle y pedirle una entrevista y ver si esas medidas eran ciertas, porque no quería ser víctima de un engaño más. Habría que ver si esas medidas se referían cuando estaba normal o con su miembro erecto, si se dejaba tocar o no. Pero también quería preguntarle si tenía familia, si estudiaba, si estaba siendo explotado o si necesitaba ayuda. ¿Sería muy religioso Caio? Le escribiría usando un seudónimo, para que acá no me descubrieran. Zezé podría ser, como el chico de la planta de naranja lima. En Brasil debería ser un nombre común. A Caio podría caerle bien y gustarle, y a su vez yo seguro me enamoraría de él, de su virilidad y tez oscura, de su sonrisa que imaginaba blanca y perfecta y rescatarlo de ese ambiente lúgubre para traerlo a Buenos Aires escondido en un micro de larga distancia. Acá terminaríamos juntos la secundaria, noviando a escondidas, dándonos besos en la boca y apretando constantemente. Mi mamá podría hacer los trámites necesarios para adoptarlo y mi hermano colaboraría enseñándole las cosas de nuestro país. Podríamos ducharnos juntos, hacer ejercicio, aprender inglés y a los veintiuno viajar a los Estados Unidos. Allí podríamos casarnos, estudiar para policías y luchar contra el crimen organizado de la ciudad de San Francisco; ser expertos en artes marciales y danzas de salón. Con el tiempo sería lindo volvernos agentes secretos del FBI, frustrar algún atentado contra el presidente y finalmente, luego de ser condecorados con medallas doradas y plateadas, protagonizar películas de espionaje, acción, y tiros que por supuesto, sean prohibidas para menores de dieciocho.


Mar del Plata, julio 2016

9.12.16

Poemas – Xu Lizhi


Tragué una luna de hierro
Tragué una luna de hierro,
que llaman tornillo.
Tragué vertidos industriales y formularios de paro,
me incliné ante las máquinas, ¡qué pronto mueren nuestros jóvenes!
Tragué trabajo, tragué pobreza,
tragué puentes peatonales, tragué toda está vida oxidada.
Ya no puedo tragar nada más.
Todo lo que trago se atraganta en mi garganta.
Hago llegar a todo mi país
este poema de vergüenza.

Un  nuevo día
Quiero volver a ver el océano
para contemplar la inmensidad de media vida de lágrimas.
Quiero volver a subir una montaña alta
para intentar encontrar mi alma perdida.
Quiero acostarme en una pradera
y pasar las páginas de la biblia de mi madre.
Quiero tocar el cielo
y acariciar su envoltorio azul celeste.
Pero nada de esto puedo hacer,
así que abandonaré este mundo.
Nadie que me conozca
se sorprenderá de mi partida.
Sin suspiros, sin penas innecesarias:
llegué en el momento oportuno
y me voy también en el momento preciso.

Sé que llegará un día
Sé que llegará un día
cuando los que conozco y los que no
entren en mi cuarto
para recoger mis restos
y limpien las manchas de sangre ennegrecidas que he derramado en el suelo,
pongan en su sitio la mesa y las sillas volcadas,
barran la basura enmohecida,
descuelguen la ropa colgada en el balcón…
Alguien me ayudará a terminar un poema inconcluso,
alguien me ayudará a terminar el libro interrumpido,
alguien me ayudará a encender la vela apagada,
y al final, las cortinas tantos años cerradas,
alguien me ayudará a correrlas, para que la luz entre un rato.
Después, las cerrarán otra vez, sin rendijas…
Todo el proceso habrá sido ordenado y solemne
y cuando todo este limpio
saldrán en fila, uno tras otro,
y alguien me ayudará a cerrar con cuidado la puerta.

El ejercito de terracota de la cadena de montaje
En la cadena están:
Xia Qiu
Zhang Zifeng
Xiao Peng
Li Xiaoding
Tang Xiumeng
Lei Lanjiao
Xu Lizhi
Zhu Zhengwu
Pan Xia
Lian Xuemei.
Obreros que trabajan día y noche,
que visten
ropa antiestática,
gorras antiestáticas,
zapatos antiestáticos,
guantes antiestáticos,
muñequeras antiestáticas.
Todos listos
esperando órdenes
y que suene la sirena
que les lleve de nuevo a la dinastía Qin.

Meditación
Después de terminar este poema,
iré a meditar al bosque de sauces.
Contemplaré el cielo sobre las montañas y, mientras cae el sol,
que el canto de las cigarras y el agua del lago
limpien el mundo de los mortales, y el corazón del visitante.
Y en la oscuridad mormuraré perdón, olvido,
absolución, compasión …

Río / Orilla
Estoy de pie, observando al borde del camino
el continuo flujo de peatones y coches.
Bajo un árbol y una parada de autobús,
observando el flujo constante de agua,
el constante flujo de sangre y deseo.
Estoy de pie, observando al borde del camino el flujo constante de gente
que están en el camino observando mi constante flujo:
ellos en el río, yo en la orilla.
Luchan, solo con sus brazos, para mantenerse a flote.
La escena me fascina,
y dudo si deseo sumergirme en el río
y luchar con ellos,  apretar los dientes de rabia con ellos.
Y dudo hasta que el sol se pone en las montañas.

Esperar en fila
La multitud en esta ciudad
sube y baja por las calles,
sube y baja los puentes peatonales, hacia el metro
sube y baja esta tierra,
y cada vuelta es una vida.
Esta especie impulsada y consumida por el fuego,
tan ocupada desde que nace hasta que muere.
Solo cuando llega la muerte dejan de saltarse la fila,
bajan la cabeza, ordenadamente
y vuelven a hacer una madriguera en el vientre de su madre .

Menú de un solo plato: carne recalentada
Carne recalentada con ajo
Carne recalentada con melón amargo
Carne recalentada con pimientos verdes
Carne recalentada con tofu seco
Carne recalentada con patatas
Carne recalentada con col
Carne recalentada con brotes de bambú
Carne recalentada con brotes de loto
Carne recalentada con cebolla
Carne recalentada con tofu ahumado
Carne recalentada con lechuga china
Carne recalentada con apio
Carne recalentada con zanahoria
Carne recalentada con brotes de soja
Carne recalentada con judías verdes
Carne recalentada con judías en escabeche
La carne recalentada de Xu Lizhi.

Obituario para un cacahuete
Nombre del producto: mantequilla de cacahuete.
Ingredientes: cacahuetes, maltosa, azúcar, aceite vegetal, sal, aditivos (sorbato de potasio).
Número del producto: QB / T1733.4
Método de consumo: Listo para consumo tras abrir el paquete.
Método de almacenamiento: Antes de abrir el paquete, mantenerlo en lugar seco, lejos de la luz del sol. Refrigerar después de abrir.
Fabricante: Compañía de Alimentación de la Marca Oso de la ciudad de Shantou, LLC.
Dirección del fabricante: Fábrica B2, Polígono Industria Extremo Oriente, Aldea del Arroyo, Lago del Dragón, Ciudad de Shantou.
Teléfono: 0754-86203278, 85769568
Fax: 0754-86203060
Periodo de consumo: 18 meses
Lugar de fabricación: Shantou, Provincia de Cantón.
Web: stxiongjil.com
Fecha de fabricación: 8.10.2013

Habitación de alquiler
Pequeña, húmeda, sin luz,
aquí como, duermo, cago, pienso,
toso, me duele la cabeza, envejezco, enfermo pero no muero,
una y otra vez bajo la lámpara tenue miro sin ver,
río tontamente,
me muevo de un lado a otro, canto por lo bajo, leo, escribo poemas…
Cada vez que abro la ventana o la puerta que chirría
soy como un muerto
que despacio abre la tapa de su ataúd.

Mi amigo Fa
Siempre con las manos en el lomo,
¡un hombre tan joven!
Pero los otros obreros te ven
como una embarazada en su décimo mes.
Ahora que ya sabes lo que es la vida del obrero emigrante
cuando hablas del pasado, siempre sonríes,
sin que esa sonrisa haga desaparecer las dificultades ni la miseria.
Llegaste solo hace siete años
a esta parte de Shenzhen,
lleno de ánimo, pleno de fe.
Y lo que te encontraste fue hielo,
noches en blanco, permisos de residencia temporales, refugios provisionales…
Después de tantos comienzos en falso,
 llegaste a la mayor fábrica de maquinaria del mundo
y comenzaron las horas de pie, apretar tornillos, las horas extras,
el turno de noche, pintar, acabar, pulir, abrillantar,
empaquetar y volver a empaquetar, mover las mercancías terminadas,
agacharse y estirarse mil veces cada día,
arrastrar pilas como montañas de mercancías por la fábrica.
Plantaste la semilla de la enfermedad sin saberlo,
hasta que el dolor te arrastró al hospital
y fue la primera vez que oíste
las nuevas palabras: “fisura de vértebra lumbar”
y cada vez que sonríes cuando hablas del dolor y del pasado
nos arrastra tu optimismo,
hasta que en la fiesta de Año Nuevo, borracho
cogiste una botella de licor con la mano derecha
y levantaste tres dedos con la izquierda,
sollozaste y dijiste:
-“Todavía no he cumplido treinta,
nunca he tenido novia,
ni me he casado, ni tengo una carrera:
Y toda mi vida se ha terminado”.



 Traducción: Enrique García 
Tomado de: www.clb.org.hk/en/content/obituary-peanut-creatively-cynical-world-worker-poet-xu-lizhi

La versión original en chino de los poemas: www.clb.org.hk/sites/default/files/archive/en/File/xu%20lizhi%20poems.pdf

4.12.16

Los programáticos, por Lara Villalba


La Gioconda es un texto inédito editados por Iván Rosado en 2016, escrito por Marcelo Galindo, Pablo Katchadjian y Santiago Pintabona en reuniones, cenas o eventos mantenidos en el año 2006. El libro está compuesto por otro relato en verso, Los albañiles, que data del año 2005  y había tenido una pequeña publicación casera en Imprenta Argentina de Poesía (IAP).

La Gioconda son poemas de un estado de conciencia fragmentario que pareciera que no narran sino experimentan a través de personajes que aparecen puestos en situación. El poema tiene un sentido desde el comienzo, sabe qué pregunta y busca responder y quizás lo haga de un modo diálectico. Un narrador ausente supone el reemplazo de una voz subjetiva curtida por la experiencia o por el Saber como verdad del poema. La unión de parodias objetivistas llenas de imágenes aleatorias marca la cadencia del libro y quizás este sea su principal mérito. Una cadencia ágil, frívola y burlona.

La Gioconda muestra en su tapa una hermosa obra de Anabella Papa que deconstruye el símbolo del cuadro de Da Vinci. De modo contrario, en el segundo texto del libro, los albañiles construyen una iglesia que asume la forma de sublime objeto. Son poemas fascinados por la noción de ideología, por esa forma del pensamiento previa y externa al pensamiento inscrita en la esencia misma del hombre.

Cincuenta poemas cínicos, no aptos para amantes de la poesía. Hay algo lúdico mezclado con una irreverencia que no se diluye con nada, la moralidad puesta al servicio de la inmoralidad. Los versos transitan por arriba de cualquier ola lírica o estética; Borges, Napoleón, un gato, la playa, el riesgo, nada tiene que ver exactamente con la Gioconda sino una corriente eléctrica de asociaciones libres. Los poemas pasan de un estado a otro, representado en historias absurdas que devuelven imágenes con peso de vida.

Una conciencia ilustrada dentro de la forma ilusoria del Saber. Imprescindible para el público intelectual peronista airiano post Charly Gradin. Hay algo solemne que gravita el libro y es la doctrina de la escritura. Algo experimental o arriesgado que implica una escritura a seis manos. Algo enigmático y misterioso, que quizás sea el principal atractivo de la inteligencia bien usada, la destreza de una fuerza alegórica permanente.

El segundo, aunque originariamente primer, relato de este libro, Los albañiles, se reedita por primera vez para deleite de sus cultores desde el año 2005. Se trata de una novelita en prosa cortada, con un hilo que parece narrativo al inicio pero termina siendo profundamente alegórico. La principal referencia es al problema de la identidad, la forma dialéctica en que la conciencia “resuelve” esa distancia entre la máscara ideológica y la realidad social.

A su vez las imágenes y la ensoñación poética marcan una cadencia alejada de las historias del primer relato del libro. Un puente, un cura, una estatua, allbañiles. ¿El cura representa a la ley, a la institución eclesiástica o a Dios? Lo importante es que el cura se enamora del albañil y ahí revive el drama que enarbola delirios, sueños, contradicciones. Sólo reflejado el yo puede alcanzar su identidad propia.

En Los albañiles, Galindo, Katchadjian y Pintabona relatan una historia que avanza hacia siempre hacia adelante sin necesidad de mucha descripción a velocidad cómic y son algunas sutiles decisiones estéticas las hacen aparecer al poema largo, dignos de una sensibilidad bien usada.

Planes, intenciones, una historia sobre la incomunicación humana. Novelita gay de argumento inverosímil; una metafísica burguesa, conceptual, hermética, donde la idolatría, los hábitos, la lucha de clases y la paranoia geopolítica se combinan para discutir sobre otra cosa. El poema desenmascara una épica atemporal, bíblica, inveterada. Un gracejo argentino con imaginario noruego.


Tomado de: campotraviesa nº 9 - invierno 

28.11.16

Aída, o la piedad recompensada, por Santiago Sarachi


El amor es un sentimiento, o mejor dicho, un concepto (puesto que éste acarrea consigo muchos otros sentimientos) tan antiguo como el hombre mismo, pero actual y moderno a la vez, que, si bien parece un tema bastante "gastado" aún conserva su validez, y que se va renovando conforme pasan las épocas, pero manteniendo su esencia; es por ello que digo que es antiquísimo y nuevo al mismo tiempo. Las pasiones y sentimientos exaltados que sentían Apolo y Dafne, Rosina y el conde de Almaviva, Floria Tosca y Mario Cavaradossi, Alfonso XII y Mercedes de Orleans, entre muchos otros, son, en esencia, los mismos que sentimos nosotros hoy en día, aunque los tiempos y el contexto hayan cambiado.
  
Como aún no he llegado a la edad de inventar, me limito tan sólo a relatar; a relatar una historia más bien trágica, dramática, triste si se quiere, que sacudió a la aristocracia porteña y conmocionó el mundo operístico del Río de la Plata. El drama de una diva, de sangre romana, que, a principios de este turbulento siglo, supo conquistar el escenario del Colón e innumerables corazones; su vida misma era como una ópera, y terminó siendo una suerte de Floria Tosca porteña, aunque algunos la llegaron a comparar con Felicitas Guerrero, cosa que me parece más acorde; a pesar de las diversas opiniones, todos coinciden en que mientras vivió, no hubo mujer más bella, enigmática, incluso majestuosa en toda la República. Esta es la historia de Aída Spadone.
  
Por diversos motivos, tan sólo yo puedo contar esta historia, puesto que soy el único que recopiló todos los detalles del drama y está en grado de hacer un libro con ella. Y hoy, antes de que mi memoria empiece a fallar y me traicionen los recuerdos, me dispongo a plasmar con la noble pluma esta tragedia de amor y muerte.
Antes de comenzar con el relato veamos, pues, cómo fue que llegaron a mí estos detalles sin los cuales esta historia sería tan insípida y breve como las noticias que salieron la semana del deceso de nuestra heroína:
Era una gris tarde de Junio, del año de nuestro Señor 1916, y un ominoso cielo de tormenta se cernía sobre Buenos Aires.  Sin nada que hacer, y con la lluvia a punto de desatarse, me propuse reorganizar y acomodar toda la casa, que era muy evidente que lo necesitaba, y a falta de servidumbre, tenía que hacer esa tediosa tarea yo mismo. En un rincón de la biblioteca, en medio de ese desorden imperante, hallé un libro que una amiga había olvidado en mi casa hacía ya varias semanas y que no me había molestado en devolver, así como ella en reclamarlo.
Era un viejo tomo de " La dama de las Camelias", de Alexandre Dumas. Es una novela muy bonita en verdad, que trata sobre una entretenida, Marguerite Gautier, su romance con Armand Duval, el intento de rehabilitarse de esa viciosa vida de cortesana, el retorno a susodicho estilo de vida, y finalmente su muerte y redención.
Me puse a hojear el libro y encontré algo que me llamó la atención: la dedicatoria que tenía en la primera página. Escrita con una letra elegante, rezaba lo siguiente:
 
  Para mi querida Aída. Eres para mí lo que Marguerite fue para Armand.
        Eternamente tuyo,
                              Fernando.

  
Esa dedicatoria me intrigó mucho esa semana. ¿Quiénes serían aquellos dos amantes, novios o lo que fueran? ¿Qué historia se hallaría detrás de esa dedicatoria? Ese tipo de dudas me mantuvieron en vilo varios días, hasta que decidí que era momento de devolverle el libro a su legítima dueña, y aprovechar la ocasión para incursionar un poco en los hechos concernientes a susodicha dedicatoria, que era lo que realmente importaba, ya que no me hubiese importado quedarme con el libro, puesto que esa amiga era en realidad una conocida la cual hace mucho tiempo no veía  y no me hubiese sentido culpable por la apropiación.
Por esas fechas, también pensé en la hipótesis de que esa Aída fuese la soprano, la gran diva; y surgió en mí a raíz de que esa semana era el segundo aniversario de su muerte y que la legítima propietaria del libro era íntima amiga de la diva, y mi mente siempre delirante y soñadora fantaseó con la posibilidad de descubrir una historia inédita, y mi corazón, muy curioso como es, me incitó a incursionar en la vida de esta dama.
   
El mundo del teatro es algo que nunca entenderé, qué es verdad, qué no, cuándo termina el drama y empieza la vida real, si es la persona la que habla o el personaje; quizá esté confundido o equivocado en mi percepción de este arte, quizá sólo sea que estoy un poco loco y veo cosas que no son. Por otra parte, admiro mucho el trabajo de la gente del teatro; de hecho mi sueño era ser director de orquesta, pero me vi frustrado por mi incoordinación y absoluta carencia de talento. 
El Colón era mi mayor pasatiempo: todas las semanas iba, y cuando la diva estaba en escena, en especial cuando interpretaba Tosca, su papel favorito, la ocasión era un deleite.
Aída no era como el resto de las personas. Era como un enclave del pasado en el presente; como si el pasado se la hubiera olvidado, para que, con esa elegancia regia que poseía, traernos el esplendor de la Roma pontificia a nuestra afrancesada Buenos Aires; una reliquia áurea y antigua que viene de otra época. Todos los días se paseaba por las barrancas de Belgrano y el bosque de Palermo: se bajaba de su coche en los Portones y caminaba hasta el Rosedal, llevando algún vestido de muselina u otro material ligero blanco o algún otro color claro para las épocas de calor, o alguno de terciopelo cuando hacía frío; un amplio sombrero muy adornado; su abanico ( ella siempre decía que una dama sin abanico era como un caballero sin espada); unas pocas joyas; su chal de Cachemir que le llegaba hasta el suelo y, como siempre, un ramo de rosas, blancas de lunes a viernes, rosas los sábados y rojas los domingos. A veces, detrás de ella venía un criado llevando a su perrita: una terrier escocés de color negro, que ella llamaba Cocó.

Alta y delgada hasta la exageración, Aída poseía en sumo grado el arte de hacer desaparecer aquel olvido de la naturaleza con el simple arreglo de lo que se ponía, todo tan hábilmente dispuesto que ni el ojo más exigente hubiese podido hallar algo que criticarle.
Como he dicho ya, era una mujer de gran belleza. Su cabeza era una maravilla y objeto de gran coquetería; era como si hubiese sido tallada por Miguel Ángel sobre el más fino mármol blanco. De forma ovalada, de una gracia indescriptible, en su hermosa cara brillaban dos ojos azules como zafiros, coronados por dos cejas perfectas de un arco tan puro que parecía pintado; sus rosadas mejillas, y su piel en general, eran como de porcelana de Sèvres; su nariz, obra maestra por sí sola, fina, perfilada, con dos ventanillas un poco abiertas por una ardiente, sensual respiración; los dientes, como perlas, los labios de rubí. Sus cabellos, castaños, ondulados, cuando estaban sueltos le llegaban hasta el pecho, ese pecho ardiente y poderoso el cual le suplía de aire para entonar las dulces notas que emanaban de esa boquita  escarlata y que resonaban por toda la sala, desde la platea al paraíso, cautivando a toda la audiencia y emocionando a todo aquel que la escuchara. Y vale decir que su voz no era el único causante de esto, si no también su expresión "virginal, incluso infantil", de la cual no hay mucho más que agregar.
*
Violeta Della Valle, ése era el acertado nombre de la mujer en cuestión, mi amiga, o conocida mejor dicho, la legítima dueña del libro y la que esclarecería todas mis dudas.
Era una mujer de unos cuarenta años, algo voluminosa ( digo "algo" por pudor, puesto que en realidad estaba bastante excedida de peso), siempre alegre y optimista, con un aire de campesina más que de ilustre dama porteña, con la cual no había que tener mucha diplomacia para que te dijese lo que querías saber; pero, aún así, era mejor ser precavidos en esta cuestión. Se corría el riesgo de ofender a la dama.
Me atrevo a decir que la dama era una de esas encantadoras señoras hechas casi por encargo para ser madre, si bien su esposo nunca se había dignado en concederle esa gracia. Víctor, que así se llamaba el marido, era todo lo contrario a Violeta, oscuro, un poco depresivo, siempre con cigarro en mano, cosa que Violeta odiaba.
Exactamente una semana después de haber hallado el libro, me presenté en su casa. Me abrió la puerta el ama de llaves y me condujo hacia el salón.
–Ah querido amigo, no lo esperaba. Qué grata sorpresa. ¿Cómo está? Hemos pasado muchas semanas sin vernos... –me dijo al verme.
–Bien, por suerte. He venido a devolverle algo que es suyo y que no me había percatado de que estaba en mi poder.
–Sí, cómo no. Siéntese.
El petit hôtel de Violeta era un encanto. Tenía vistas hacia el Castillo de los Leones, y contaba con un precioso jardín.
–¿Y qué es lo que me quería dar?
–Este libro –y le entregué el tomo en cuestión.
Pareció que ésto la turbó, puesto que se quedó atónita por un instante.
–Sí, no me había dado cuenta de que no lo tenía.
–Lo encontré el otro día. De haber sabido antes que lo tenía, se lo habría traído hace mucho.
–No se preocupe, gracias por traerlo.
–Disculpe mi atrevimiento, pero estuve leyendo el libro y quisiera que me hablara de él.
–No sea tan formal al tratar nimiedades como ésta, no soy la infanta Isabel de Borbón. Ahora le cuento todo lo que quiera saber. Es un libro muy lindo. Lo escribió Alexandre Dumas, basándose en una entretenida de verdad, Alphonsine Plessis. ¿Gusta de un café?
–No, gracias
–Yo pediré que me preparen un té. Espéreme un segundo.
Por suerte la señora tenía el mismo buen humor de siempre. Volvió al cabo de unos minutos, con un criado detrás que portaba una bandeja con el té y masas finas. En ese momento llegó Víctor:
–Buenos días, señor Della Valle, ¿cómo se encuentra? _ le dije.
–Muerto –me respondió, de una manera no muy educada. Mas yo no me ofendía, pues ese era su usual comportamiento.
–Por favor, discúlpelo –replicó Violeta–. ¿Y qué era lo que me quería preguntar?
–Sobre la dedicatoria de la primera página.
–Sí, ¿qué sucede con eso?
–Bueno, hábleme de ella...
–Ay, es una historia antigua... Es mejor no perturbar a los fantasmas del pasado...
–Se lo ruego, esa dedicatoria me tiene muy intrigado.
Después de meditarlo un poco, finalmente dijo:
–Bueno, está bien.
–¿Quién es esa Aída? –pregunté, casi al instante.
–Aída Spadone.
–¿La gran diva?
–¿Y quién más podría ser?
–¿Y ese tal Fernando?
–El marqués de Calatrava
–¿Marqués? ¿Y qué relación tenía con ella?
–Era su amante.
–¿Amante?
–Novio, en realidad.
–No sabía que tenía uno.
–Fue el segundo que tuvo. Luego hubo un tercero, el último.
Violeta se levantó y se dirigió hacia la chimenea, donde tenía un cuadrito con la foto de la diva y otro en el que estaban ellas dos, el marqués y otros más. Me pareció ver que una lágrima descendía sobre sus mejillas.
–Ésa sí que fue una gran amiga. Lo suyo fue en verdad una tragedia.
–Creo que debería irme ahora.
–No, está bien. ¿Acaso no quería saber la historia?
Asentí con la cabeza, aunque sentía que, un poco, me aprovechaba de la buena predisposición de la señora, y estaba incómodo al poder hacer brotar dolor de heridas aún no cerradas.
–Entonces voy a contársela. Dígame, ¿Piensa escribir algo?
–Quizá.
–Entonces creo que también tendría que hablar con el marqués y otras personas más, si quiere el relato completo.
–No lo sé, nunca conocí a un marqués.
–No tenga miedo –respondió ella con su tono de madre– es un hombre muy sencillo, pasaría desapercibido como si fuera un plebeyo más en esta olla a presión que llamamos Buenos Aires. Va a venir a cenar mañana con un amigo. Podría venir usted también y así tendría el puntapié inicial para comenzar a recolectar los testimonios para reconstruir la historia.
–¿Está segura? No quisiera ser indiscreto... –respondí.
–De no estarlo no se lo habría propuesto.
Y así nos quedamos hablando toda la tarde, de la vida y demás cuestiones. Si bien se habían confirmado algunas de mis dudas, la curiosidad aún me mantenía en vilo y no podía esperar a cenar con esa gente y saber por fin cómo fue el drama. Ya en mi casa, los nervios no me dejaban dormir y pensaba en la diva.

Aída había nacido en Roma. Por aquel entonces la familia había adquirido una villa fuera de la urbe, en el Gianicolo, no muy lejos de las murallas. Su padre era un hombre de negocios, su tío era cura y tenía una tía abuela en Venezia. La madre falleció al poco tiempo del parto, entonces ella encontró en su abuela Diana la mujer que la criaría, una mujer de presencia majestuosa, casi como una princesa, antigua y elegante, que inspiraba el mayor de los respetos, como si fuera una Orsini; parece que de allí Aída sacó su presencia regia. Cuando tenía cuatro años, su padre, por negocios, dejó muy a su pesar la Ciudad Eterna y se trasladó a la muy noble y muy leal ciudad de Buenos Aires, llevándola consigo, y también a la abuela ( su abuelo había muerto hace tiempo), e instalándose en un hôtel particulier en Recoleta. Los primeros seis años aquí los pasó en esa casa. Todas las tardes escuchaba a la abuela tocar en el piano hermosas melodías, de Bach, y de Mozart, y alguna que otra de Tchaikovsky, y veía, maravillada, cómo sus dedos se deslizaban por el teclado de marfil del viejo piano alemán, cosa que después la inspiró a aprender ese arte. A los diez años se mudaron a un caserón en el bajo San Isidro, con un gran jardín con vista al río, aunque conservaron su residencia de Recoleta. Desde muy temprana edad, Aída ya manifestaba predilección por la música, en especial la ópera, y su padre decidió mandarle a un conservatorio de música, donde aprendió a tocar el piano, y a cantar. Su talento fue tal que con sólo veinte años, y a dos años de la apertura del teatro, conquistó el escenario del Colón siendo ovacionada como ninguna otra diva que haya pisado ese lugar. A los pocos meses, el padre sufrió un accidente montando a caballo que le causó la muerte y ella quedó sola, con su más que octogenaria abuela.
La herencia dejada por su padre era bastante substanciosa y la carrera operística le dejaba cuantiosas ganancias. Pero, por más adinerada que fuese, no gustaba de hacer mucha ostentación de su dinero ni era vanidosa, al contrario, era una mujer bastante sencilla. 
La rutina de la diva era bastante monótona, pero ella al menos era feliz. Dividía su tiempo entre la abuela, el piano, caminar por Palermo, estar con Violeta y Víctor, y  Christian ( su mejor amigo, del cual hablaré más adelante), y el Colón. Ésa era su gran pasión, interpretar toda esas óperas, en especial Tosca. Se identificaba a tal punto con la protagonista de esa magnífica obra del gran compositor Giacomo Puccini que sus colegas del teatro comenzaron a apodarla Floria. Si hubiesen sabido de su final, la habrían apodado Felicitas.
Cabe destacar que Aída era también una mujer muy pía y devota. Iba a misa todos los domingos, rezaba todos los días, daba dinero a los pobres, llevaba flores a los altares, e incluso, en innumerables ocasiones donó de sus joyas para el manto y la corona de la Virgen.
Ella no podía comprender que existiera gente sin religión y que se atreviera a cuestionar la existencia de Dios y a la Santa Romana Iglesia; es más, ella siempre decía: "Con todos esos perros agnósticos, enemigos del Santísimo Gobierno, no hay que meter baza".

Aída era también una persona muy melancólica, con tendencias hacia la depresión, aunque no lo demostrara e intentara estar, o al menos parecer, siempre alegre. Gustaba mucho de la música napolitana y española, además de la ópera. Muy seguido se la veía apoyada en el alféizar de la ventana, entonando las estrofas de la canción "¿A dónde vas Alfonso XII?":

De los árboles frutales
Me gusta el melocotón
Y de los Reyes de España
Don Alfonso de Borbón
¿Dónde vas Alfonso XII?
¿Dónde vas triste de ti?
Voy a buscar a Mercedes
Que ayer tarde no la vi
Si Mercedes está muerta,
Muerta está que yo la vi.
Cuatro duques la llevaban
Por las calles de Madrid...