Conversación en la Catedral, novela que Vargas Llosa dice ser la única que salvaría del fuego, en un prólogo
de 1998, va a transcurrir principalmente en Lima –aunque el agite viene de Arequipa, ciudad de
nacimiento del autor– durante la
dictadura de Odría (1948- 1956), si bien desde 1950 es un mandato constitucional,
tras un llamado a elecciones sospechadas de fraudulentas. Podemos ubicar al
texto dentro de la narrativa de la dictadura, tradición característica de los
autores del boom: El señor presidente
(1946) de Asturias, como un antecedente más lejano en el tiempo, y después, en
los 70’s, El recurso del método
(1974) de Carpentier, Yo el Supremo
(1974) de Roa Bastos, El otoño del
patriarca (1975) de García Márquez, una de Vargas Llosa, más reciente, La guerra del chivo (2000). Sin embargo,
son escasas las imágenes de este dictador. Sigo acá a un inglés, David Wood, De sabor nacional. El impacto de la
cultura popular en el Perú, IEP, que marca una tendencia hacia el populismo o
lo nacional popular, de un gobierno que favoreció los intereses de la
oligarquía terrateniente. Con los gobiernos de Belaúnde y Velazco Alvarado
(1962-1968) termina de plasmarse el cambio hasta llegar a lo que él denomina la
“cholificación” de la cultura en 1970. El fuerte impacto migratorio interno
desde la mitad del siglo XX da cuenta de un cambio, Lima pasa de ser la “ciudad
jardín” para ser “horrible”, tal cuál lo perciben las altas clases medias y la
oligarquía. Hay una fuerte presencia de la gente del interior. Esa preocupación
la podemos resumir en la conversación entre Fermín Zavala y Bermúdez sobre el
ingreso de su hijo a San Marcos: tiene miedo que los cholos le contagien malos
modales. Odría es cholo, es el peor tirano de la historia para algunos, tiene
buena memoria, como buen serrano. Y se instala dentro de esta idea de los
serranos y su vocación para el ejército. Cava es el arquetipo en La ciudad y los perros (1962). Es
serrano. Terco y persistente en sus ideas y para nada cobarde según sus
compañeros. Pero parece que también a los serranos no los acompaña la buena
suerte y a Cava lo echan del Leoncio Prado cuando se descubre el robo de unos
exámenes. Por otro lado, también estaban excluidos de la marina, reservado para
familias acomodadas. Y se cuenta que quienes no querían entrar al servicio
militar obligatorio, se cortaban un par de dedos. Una raza con excelsas
virtudes guerreras. Luis Valcárcel, en un librito, Tempestad en los andes (1927), no desdeña este dato, porque si bien
por estadística son indios casi la totalidad del ejército, policía y
gendarmería –cosa que casi siempre eluden el blanco y el mestizo– y esto lleva
a que los fusiles sean disparados contra sus propios hermanos, solo basta un
cambio de mentalidad para rebelarse, ya las armas las tienen en sus manos.
Vamos a ver que esto opera en otro autor clásico de la literatura peruana.
Misma propuesta que aparece en el poema de Roque Dalton, “Los policías y los
guardias”. En el Perú se desviaría luego hacia Sendero Luminoso.
De quien sí se va a
conocer mucho más es de Cayo Bermúdez, compañero de escuela y amigo de la
infancia en Chincha de otro general, de Espina, que lo manda a buscar, le da un
cargo y así hasta que llega a Ministro del Interior. Una figura que concentra
mucho poder, manda reprimir, secuestra, torturar, matar y, a pesar de ser
mestizo resentido y vengativo, asciende socialmente. Retratado como alguien de
talle chico y desproporcionado, feo, sucio, maleducado. Especie de cuervo, cuyo
padre, el Buitre, un prestamista que se alimentaba de cadáveres, se había
enriquecido en el gobierno de Benavides, rematando la casa de apristas
encarcelados o deportados. Su madre, una mujer dedicada a orar, la beata. Su
esposa Rosa: la hija de la lechera Túmula, un ser bastante feo que arrea un
burro vendiendo poronguitos de casa en casa (así cuenta Ambrosio). Son unas
vasijas de barro donde se toma la chicha. Habrá que pensar en otro significado,
sino qué nos queda de la librería del viejito español donde se juntan los
marxistas, queda en jirón Chota. Es el nombre de un pueblo de la serranía y en
Lima calle céntrica, de prostitutas y travestis. En un artículo para el diario El País, en 1998, Vargas Llosa se
refiere a un escándalo por una denuncia contra Vladimiro Montesino, asesor
presidencial de Fujimori, y todo un tema con el narcotráfico. Acá va a decir
que todo régimen tiene su Rasputín, encargado de ejecutar los crímenes de
estado, y en América Latina, aunque a veces los dictadores terminan mal, los
rasputines casi nunca salen mal parados, de algún modo zafan, se toman unas
vacaciones en Nueva York o París y retornan sin problemas, luego de un tiempo,
del extranjero a su patria que los recibe con respeto. (Vladimiro cumple
condena en una cárcel de lujo, más allá de todo, porque tiene mucha información
que pondría en aprietos a varios.)
El Rasputín de carne y
hueso del cuál nace Cayo Bermúdez se llama Alejandro Esparza Zañartu (suena más
a militante de ETA). Un López Rega. Los bigotes de Aníbal Fernández. Para cerrar
con Cayo mierda, como se lo apoda en la novela, en su fugaz etapa de esplendor
se va a mudar a una casa en San Miguel, lugar de fiestas, espacio de excesos
visitado por políticos, gente del régimen y putas. Ahí vive con Hortensia, la Musa, prostituta, bisexual,
una estrella de la farándula venida a menos, aficionada al alcohol, las
pastillas, las drogas y que no tiene un final feliz –esto parece una lección de
moral– pero es cierto, termina mal, hay que adelantar eso por lo menos. Ya en
el primer capítulo se anticipa algo cuando Zavalita, ya borracho, le dice a
Ambrosio que hable de la Musa,
del padre, y le pregunta: “¿él te mandó? ¿Fue papá”?. Aunque sí tiene tiempo de
mostrar un poco de sensibilidad cuando se enamora de un joven español llamado
Lucas, cantante del mismo cabaret donde ella trabaja. Y también en el trato con
las mucamas, no seamos injustos. Para pasar a uno de los protagonistas, especie
de antihéroe, me voy a apoyar, sobre todo, en el libro de Marth Robert, Novela de los orígenes y orígenes de la
novela (1972) y siempre teniendo en cuenta la inclinación del autor hacia
la lectura de novelas de caballería, de Dumas, de Hugo, de la literatura
francesa en general y en Flaubert en particular, a quien admira –La orgía perpetua (1975).
En la novela burguesa del
siglo XIX, género plebeyo que ha triunfado sobre los otros géneros, destaca la
figura del advenedizo. El renegado adolescente de 18 años que, en el momento de
tomar estado, rechaza la elección familiar porque quiere correr mundo, por el deseo
de aventuras, indudablemente pero sobre todo, para hacer fortuna rápidamente y
levantarse así, de un golpe, por encima de la mediocre vida que le preparan los
suyos. Como pequeño burgués contento de su suerte o, en todo caso, resignado
con ella, el padre del joven se alarma muy seriamente de ese deseo de “ascender
mediante las hazañas”, que juzga en el fondo impío y lleno de peligros. La
transgresión contiene un castigo y la ruptura radical, ese alejamiento del
mundo, se lee como un parricidio. Hijo de nadie, huérfano absoluto, solitario,
renace en un mundo nuevo. Es el advenedizo insaciable, es Robinson, es Defoe
que “rompe con las convenciones de la utopía puramente teórica, en la que la
vida se sostiene solo de modo milagroso, sin suscitar problemas concretos. Por
primera vez, agrega ya refiriéndose directamente a Robinson Crusoe, en la
literatura novelesca, la tierra soñada será la misma que va a ser necesario
desbrozar. Todo esto marca cierta
insatisfacción del individuo con su nacimiento. Será la fortuna del bastardo,
genio liberador de la novela moderna, en el modelo de Napoleón, bastardo
encarnado, renegado perfecto que revuelve el mundo llevando a cabo sin
escrúpulos ni remordimientos, lo que sus semejantes apenas se atreven a soñar.
Entonces, si pensamos así, ¿cómo es Zavalita respecto a esos tipos de héroes?
¿Podemos leerla como una novela de iniciación?
En el texto-reportaje sobre Vargas Llosa de Luis Haars, Los nuestros (1966) hay una cita del auto sobre sus novelas
publicadas: “el aprendizaje de la madurez concebido de una manera arbitraria,
incluso monstruosa”. Sobre la novela en Lukács, Teoría de la novela: “La novela como epopeya burguesa” El héroe
novelesco es alguien que está siempre en busca de. Pero esto no debe entenderse
en el sentido de una definición formalista ni estructuralista. No se trata de
funciones, ni de acciones, ni de héroe como actante, con ayudantes y oponentes,
como en los modelos estructuralistas o greimasianos. Porque lo que define la
búsqueda del héroe es la búsqueda de un sentido. Textualmente: “la inmanencia
perdida del sentido”. ¿En qué momento se jodió el Perú? ¿En qué momentos se
jodió él, Zavalita? O en otras palabras: la búsqueda (imposible) de la
totalidad. Esto quiere decir que para Lukács el héroe no es una mera función
del relato. Es una categoría constitutiva. Para Lukács, el héroe novelesco nace
de la alteridad entre el yo y el mundo exterior. Sin alteridad, no habría héroe
novelesco, habría héroe épico. Carlitos, amigo del diario le dice “parece que
hubieras dejado de vivir cuando tenía 18 años”, cuando evoque su efímero paso
por la militancia política, actividad que no resulta bien para él. Norwin, uno
de sus amigos del periódico le dice: “ya te estoy viendo hecho un burgués”. Él
se imagina el crecimiento de su abdomen y piensa que tendrá que hacer deportes
para corregir su panza.
La imposibilidad de invitar a sus compañeros a su casa, el inicio de clases en
la universidad de San Marcos –una elección propia que lo lleva a rechazar la de
los padres, que proponía la Universidad Católica, donde van los muchachos
bien– y la inevitable reflexión: “Ese primer día comenzaste a matar a los
viejos, a Popeye, a Miraflores (…) estabas rompiendo, Zavalita, entrando a otro
mundo.” Imagínense como puede caer en una familiar de la aristocracia limeña,
rica, acomodada, con varias casas –una, la casa de Ancón, especie de quinta de
veraneo, será sede de una relación homosexual entre dos personajes, de
diferentes capas sociales, de diferente color y raza… y hasta nos da la posibilidad
de ver invertida la lógica del amo y del esclavo– y con servidumbre, que un
hijo milite en las filas del comunismo y tenga amigos cholos. Don Fermín Zavala
o Bola de Oro, como se lo va a conocer, es un empresario importante aliado del
gobierno que le vende insumos de laboratorio a los militares y construye
hospitales y autopistas para el estado. Su mujer doña Zoila, una vieja cheta
estirada y religiosa, Los otros hijos, hermanos de Santiago Zavala, el Chispas,
expulsado del colegio naval que luego se hace cargo de los negocios de la
familia y la Teté,
hermana menor, los dos con típicas aspiraciones de clase, mirando como ideal a
alcanzar hacia EEUU. Lo señala Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas
(1976): las clases altas y las altas clases medias –las nuevas élites–
introducen un nuevo estilo de vida cosmopolita, luego de un progresivo remplazo
de las influencias europeas. La ciudad como un foco sensible de la influencia
exterior. Por ejemplo la Teté
se casa con Popeye, amigo de Zavalita de la infancia y la boda se anuncia en la
columna social del diario. ¿Dónde se irán de luna de miel? A México y luego a
EEUU.
En La ciudad y los perros, el fiestero padre de Alberto, uno de los cadetes
protagonistas de la novela, siempre le propone irse a estudiar a EEUU. También
viven en Miraflores, cosa que enorgullece y alegra a este joven, que se pasea
por las mansiones de frondosos jardines de la avenida Primavera. Su meta:
trabajar con el papá, tener un auto convertible, una casa con piscina, ser un don
Juan, ir a bailar al Grill Bolívar y viajar mucho. Podemos ver cómo son estas familias de
la oligarquía decadente en Un mundo para Julius (1970) de Alfredo Bryce
Echenique. Un palacio en la avenida Salaberry, servidumbre, viajes a EEUU,
estudios en Europa, Mercedes, el mundo de los toros, las reuniones en el club
del golf con dandies y diplomáticos.
Halperín Donghi, en Historia contemporánea de América Latina, menciona no solo una
oligarquía de ciudad sino también una de sierra que vendría a complementar la
labor de ésta, en el sentido de aquietar las masas campesinas del interior. Acá
podemos ver el dúo Fermín Zavala y el estanciero Arévalo (quien lo esconde en
un momento difícil). Hacendados que desalojan comunidades van a aparecer en
toda esta literatura. Cuando se alcen los pueblos, viene la saga de Manuel
Scorza. Bueno, Zavalita deja la casa paterna, se emplea en la Crónica y alquila una
pieza en la pensión de Barrancos, barrio pegado a Miraflores pero más bohemio,
símil San Telmo, tal vez lo más pintoresco de Lima. Trabaja de noche, se codea
con gente de bares marginales, bailarinas de clubes nocturnos, borrachos (tiene
un amigo en Chorrillos que según el Chispas parece un forajido con tufo que
marea). Al padre esto lo mata: un puesto mediocre, un futuro mediocre, todo el
tiempo le insiste para que vuelva a la casa. Y él que reitera que no quiere
tener plata, que no le interesa. Cuando se encuentre con el Pecoso, su amigo,
le recuerda: “tu siempre has querido ser diferente de todo el mundo”, cosa que
Zavalita acababa de pensar hacía un instante de este forma: “ya no eras como
ellos, ya eras un cholo”. El Chispas lo anticipa: para demostrar que es
diferente terminará casándose con una negra, china o india. Finalmente, se casa con una enfermera
que lo cuida tras sufrir un accidente (hay una historia de un amor frustrado,
su compañera de facultad y militancia, podríamos decir una entrega patética a
otro militante; el rechazo de una bailarina). Va a conocer a Ana, que nació en
Ica, un departamento al sur, a unas horas de Lima y vive cerca de la Plaza
Bolognesi. Hija de un huancaíno gordo, profesor de secundario y una mulata,
obviamente pertenece a un estrato inferior.
“¿Cómo voy a aceptar, cómo voy a ver a mi hijo casado con una que puede ser su
sirvienta?”, solloza esta señora tan simpática el día que la conoce. Habrá una
escena terrible (tribunal y fusilamiento) el día de la formal presentación de
la esposa de Zavalita. Porque se habían casado a escondidas. Hasta la despedida
de soltero será una noche tragicómica, con una muerte y velorio en el medio que
arruina los planes. Muere Becerrita, cronista policial, popular, un Enrique
Sdrecht descontrolado y que es quien lo lleva a cubrir un asesinato, dándole la
posibilidad a Santiago de moverse en otros mundillos. Actividad casi
detectivesca, un S. Holmes. Él se va a sentir por primera vez vivo hasta que
bueno… se entera de algo no muy agradable que interrumpe su aventura. Es un
punto oscuro. Termina emborrachándose con Carlitos en los bares de Plaza San
Martín y su constante monólogo interior no parará de repetir: “esa noche te
hiciste hombre, Zavalita, o nunca más”. Respecto al trabajo en el diario,
existe una película, Tinta roja que recrea toda la movida de los periodistas de
policiales, hay un personaje basado en Becerrita y al joven protagonista le van
a decir Varguitas. Esta es la vida que va construyendo y viendo desmoronar al
rato el personaje. “Yo me desheredé solito”, dice. Ahora está junto a un
“huachafita”, otro calificativo cariñoso de la madre. En cuanto a la mujer limeña, aparece una categoría de clasificación –xenófoba.
Huachafa, huachafería, por lo que sabemos es un peruanismo, tal vez sinónimo de
cursilería, con que se diferencia a personas de mal gusto, recargadas,
especialmente en quienes tratan de manera fallida de mostrarse elegantes o
finos en el vestir, en el actuar o en el hablar. Un estilo de vida de gustos o
preferencias ridículas. «Tomar café en copa de champán». Afectación.
Comportamiento fingido. Podríamos seguir a Ramos Mejía cuando ubica al
“guarango” dentro de su lista. Las multitudes argentinas. El origen algunos lo remontan al quechua wahcha (huérfano, pobre), otros al
español guachapear (hacer algo mediocremente, alborotar, garrapatea) y hasta se
lo llega a considerar un colombianismo guachafita (fiesta alegre y bulliciosa).
Volvamos a La ciudad y los perros.
Alberto Fernández, este personaje que sueña con su carro convertible, su casa
en Orrantia, sus salidas a Chosica, zapatos americanos, camisas de hilo, etc.,
va a salir con Teresa, una huachafa pobre que vive con su tía costurera en
Lince. Salazar Bondy aclara que la pobreza no es huachafería pero es sobre todo
entre los pobres donde los satíricos lo advierten. Un intento de infiltrarse en
las clases altas mediante la ejecución de ardides que se notan postizos. Un
apelativo que sujeta el desborde mediocre. Este autor va a vincular el término
con el chiste rosa o lisura limeña de la sátira, un chiste que golpea y
acaricia, afrenta y se rectifica, literatura festiva de una sociedad
jerarquizada que impide la protesta, que sesga la rebeldía y la violencia. Hay
un poema de Nicomedes Santacruz, escritor y folklorista peruano, que lo ilustra
bastante bien. Concluyo este mini catálogo de personajes que ascienden o
descienden peldaños sociales, menciono a Ambrosio, partícipe de dos hechos
importantísimos en la trama de la novela. Chofer y a veces matón de Cayo
Bermúdez, luego chofer de Fermín Zavala, va a tener un hijo con Amalia,
sirvienta de los Zavala y luego de la Musa. Es con quien se inicia la
conversación en el bar La
Catedral, dijimos después del incidente con Batuque, el
perrito secuestrado por la perrera. Un personaje afroperuano de Chincha, un
zambo sumiso cuya construcción en la novela se basa en prejuicio y
estereotipos. Fracasa en casi todo lo que intenta y se encamina hacia la
degradación y la derrota. Trabaja en la perrera y al final de la novela solo
espera la muerte. Este tema está trabajado en la tesis de María Milagros
Carazas Salcedo, en el capítulo IV, “Conversación en La Catedral: entre la
discriminación y la violencia.” Imágenes e identidad del Sujeto afroperuano en
la novela peruana contemporánea.
Un aparte para nombrar a Trifulcio, el padre de Ambrosio, “un negro enorme que
caminaba como un mono”, que no bien salga de la cárcel, andrajoso y descalzo
(no queda claro si por violación, robo o asesinato), lo convocan para ser matón
de Arévalo, el terrateniente de Ica. Ellos están en Chincha, que por lo que nos
muestra el narrador, es un rancherío de calles de tierra y que en tiempos de
los incas fue una ciudad comerciante y próspera, y los mismos incas adoptarán
su lengua, lo que se conoce como el proto quechua, debido a su popularidad.
Completa la familia la negra Tomasa, que sigue viviendo en Chincha, y no es
casual porque cerca existe un pueblito, El Carmen, un distrito donde predomina
aún la raza negra con todas las manifestaciones culturales. Y es en el capítulo
VII de la primera parte que recorremos desde el vuelo de un gallinazo, ave
carroñera típica, ese espacio marginal. Y siguiendo a estas aves, encontramos
un cuento de la pluma de otro autor, Julio Ramón Ribeyro, “Los gallinazos sin
plumas” (1954) que transcurre en Lima y nos muestra como se vive en los
suburbios. Dos niños y su abuelo, de pata de palo, dedicado a engordar un cerdo
con desperdicios que ellos juntan en el basural, rivalizando con perros y
gallinazos. (Acá se les dice cirujas). El animal se vuelve insaciable y el
viejo más malo y exigente con sus nietos. Tiene un final terrible. En la obra
de Ribeyro uno puede rastrear también los cambios que se operan en la ciudad a
mitad del siglo XX. Como Miraflores pasa de ser un balneario de quintas a un
barrio moderno y lujoso, como se van viniendo abajo las antiguas casas
señoriales, a partir de la visión extrañifica de un narrador que regresa del
exilio (él autor vive muchos años en París). Esta convergencia de tipos
sociales diferentes, en un metrópoli, sigo a Romero, va a producir cambios
cualitativos y cuantitativos en una sociedad que quedará escindida. Dos mundos
contrapuestos: una sociedad tradicional y normalizada y un grupo inmigrante,
conjunto heterogéneo. Debido a la escasez de recursos, resultado de la crisis
mundial de 1930, la emigración hacia las ciudades será una búsqueda progresiva
de inserción en el tejido social. Todo esto genera desarrollo urbano a la vez
que miseria y desempleo.
En el Perú, en la década de 1920, comienzan los serranos a bajar hacia Lima por
el camino que se ha abierto desde Puquio. Esto aparece en Yawar Fiesta (1941) de Arguedas, que da cuenta de la llegada de los
serranos del norte, sur y centro a la capital por los caminos nuevos. “En todas
las provincias cundió así de repente, como una fiebre, el ansia de conocer la
capital. ¡Llegar a Lima! Ver el Palacio, las tiendas, los autos, los tranvías.”
Por otro lado, va a generar la imagen de ciudades abandonadas, Ayacuco y
Cajamarca o de ciudades museo, Cusco. Y continuando con Arguedas y su Yawar
fiesta, se cuenta que en Lima los que van llegando primero consiguen trabajo
doméstico en la casa de los ricos de su pueblo que también se habían desplazado
hacia la capital. Y ya familiarizados con la ciudad, acogen a los que llegan en
olas sucesivas. Y esto sin que nadie lo organizase. Se ayudarán entre chalos,
mistis, puquios, según su ayllu, su comunidad. Se ubicarán en cuartitos cerca
de la universidad o de la escuela de ingenieros, los estudiantes; en cuartitos
para sirvientes, en azoteas, en casas señorales antiguas a punto de caerse o la
peregrinación será hacia los bordes despoblados. Prolíficas en sus lugares de
origen, estas familias numerosas se arraciman en barrios pobres, en zonas
marginales, barriadas (villas) en las faldas del cerro San Cristóbal, o como
marqué antes en viejos palacetes, casa solariegas de hasta el siglo XV, conventillos
diríamos acá, lo que produce un deterioro y descenso de categoría del casco
histórico. Va a surgir el suburbio residencial que da cuenta del progreso de
zonas vecinas y nos encontramos con Miraflores, San Isidro y Monte Rico, con su
centro comercial de moda, su evidente búsqueda de exclusividad.
Es cuestión de acompañar en sus salidas a los Zavala, al Cream Rica de Larco,
por milk shakes y hot dogs a la
Herradura y sus restaurantes, al Malecón de la Reserva, muchas veces
mencionado en La ciudad y los perros como una serpentina que abraza Miraflores
con un cinturón de ladrillos rojos, paseo obligado (fue casi impuesto a la moda
de esos barrios, así evitaron que la gente echara la basura al acantilado que
separa la ciudad del mar). Reencuentro de padre e hijo en el club Regatas. El
club Terrazas y sus piscinas. Un paseo por la alameda Ricardo Palma cerca del
Parque Miraflores (justo el máximo exponente que identifica Salazar Bondy en
cuanto a la lisura limeña). Son los distritos de la élite, de la sociedad
normalizada, una vez que se da la dispersión por clases, característica del
desarrollo de las ciudades de sociedad escindida. La otra sociedad, yuxtapuesta
en guetos incomunicados, amplía Romero, esa masa heterogénea en su origen y
homogénea en un ocasional sentimiento de fracaso, también va a tener sus
espacios de esparcimiento y diversión. Basta que sigamos a la pareja Amalia
–Ambrosio, desde el cuartito de Ludovico de la calle Chiclayo, el bulín de la
calle Chiclayo, a comer chicharrones al Rímac, a comer chifa, esa comida que
nace con la inmigración china, a Francisco Pizarro, a los barrios altos, en
tranvía, a bailar a una carpa de circo detrás del ferrocarril, saturada de
borrachos que pululan en el piso de tierra. Esta escena de salida de pobres,
tranquilamente puede ser otra versión de la milonga del cuento de Bestiario, “Las puertas del cielo”.
Sigo con Romero. En un principio –en el shock originario– el número fue lo que
alteró el carácter de la ciudad, y lo que atrajo la atención acerca de que algo
estaba cambiando. Esta nueva densidad provoca una modificación en la fisonomía
de la ciudad. “En el barrio hay caras nuevas”, dice un tango. Cuestión de leer
las primeras poesías de Borges. Fíjense esta estampa que nos regala Salazar
Bondy en Lima la horrible (1964): “… un urbe donde dos millones de personas se
dan de manotazos, en medio de bocinas, radios salvajes, congestiones humanas y
otras demencias contemporáneas, para pervivir. Dos millones de seres que se
desplazan abriéndose paso –llamo la atención sobre el contenido egoísta de esta
expresión coloquial– entre las fieras que de los hombres hace el subdesarrollo
aglomerante. El caos civil, producido por la famélica concurrencia urbana de
cancerosa celeridad, se ha constituido, gracias al vórtice capitalino, en un
ideal: el país entero anhela deslumbrado arrojarse en él, atizar con su
presencia el holocausto del espíritu. El embotellamiento de vehículos en el
centro y las avenidas, la ruda competencia de buhoneros y mendigos, las
fatigadas colas ante los incapaces medios de transporte, la crisis del
alojamiento, los aniegos debidos a las tuberías que estallan, el imperfecto
tejido telefónico que ejerce la neurosis, todo es obra de la improvisación y la
malicia. Ambas seducen fulgurante, como los ojos de la sierpe, el candor
provinciano para poder luego liquidarlo con sus sucios y farragosos absurdos.” Comparémosla
con el inicio de la novela. Zavalita piensa en un momento: “qué fea es la gente
de aquí”, está en otro barrio, en Chorrillos, casas viejas, cubos con rejas,
cuevas agrietadas, viejas pútridas en zapatillas con várices, rocas color moco,
café terroso, adobe color caca, el color de Lima, de Perú. Olores: sudor, ajís,
cebolla, orines, basura. Y también de forma parecida, da cuenta de otra novela:
En octubre no hay milagros (1965) de Oswaldo Reynoso (autor contemporáneo,
habitué del Keyrolo, un bar que queda en el jirón Quilca) y su realismo urbano:
“Olor a pescado podrido, cielo de ceniza el de Lima (hago otra digresión para
comentar una publicidad de Claro: Tema del verano, muchos conocidos de la tele
local participan, y el estribillo era: “Todo es posible mi amor este verano,
bajo un cielo azul que aquí no hubo jamás”.) Babilonia de la porquería, a sus
pies, casas chatas y sucias y, de vez en cuando, un alto edificio de cemento,
cristal y acero; pocos parques; por las calles angostas y largas, autos y
tranvías destartalados, aglomerados en las esquinas y el cielo gris triste,
cochino; basurales colgantes, aéreos, color tierra podrida.” Para la gente de
la sierra, tiene color panza de burro.
En contraposición a Lima, el Cusco. “Dos focos opuestos de la nacionalidad”,
dice Luis Valcárcel. El Cusco representa la cultura madre, la heredada de los
incas milenarios. Lima es el anhelo de adaptación a la cultura europea. Como se
puede, desde la capital, comprender el conflicto secular de dos razas y dos
culturas. Y se pregunta: ¿Será capaz el espíritu europeizado, sin raigambre en
la tierra maternal, de enorgullecerse de una cultura que no le alcanza? Los
andes constituyen una muralla infranqueable. Manuel González Prada, en el
“Discurso en Politeama” (1888), dice que las agrupaciones de criollos y
extranjeros no forman el verdadero Perú, la nación está formada por las
muchedumbres de indios diseminados en la banda oriental de la cordillera. Uno
de los textos de Valcárcel, “El licenciado” habla del mal de la ciudad. Un
joven vuelve a su choza, a su aldea luego de dos años de residencia en la
ciudad, y vuelve raro, débil. “Todos notaron la tristeza de Mariano. ¿Estaba
acaso enfermo? ¡Oh la ciudad, la maldita ciudad que troncha la juventud, que
consume la lozanía, que acorta la existencia.”
Este muchacho Mariano se reencuentra con su familia y su novia Juanacha. Con
ella se va detrás de los tapiales y parece que se desata la pasión pero no,
“pobre Mariano, él ya no era un hombre. Habíale robado la ciudad los atributos
viriles”. Curanderos, no. Falta de fe. Taciturno. Final predecible: se cuelga
de una viga en el granero. Algo parecido ha dicho Evo Morales hace un tiempo.
Ciertas costumbres occidentales disminuyen la libido. “Sumirse a cierto
excitante estilo de enajenación”, dice Romero. A pesar de todo lo malo de la
ciudad, nadie quiere renunciar a la ciudad. Todos quieren disfrutar de los
beneficios de la civilización, del bienestar, del consumo.
La vuelta de la ciudad a las sierras es un tema que se reitera en varios
autores: Uno, Arguedas, en Todas las
sangres (1964), el personaje de Demetrio Rendón Willka, una especie de
indio transculturizado, que intenta tener acceso a la enseñanza primaria en San
Pedro, lugar donde transcurre casi toda la novela, y no le resulta muy fácil.
Decide partir a Lima, donde va a vivir en las barriadas durante ocho años. Allí
aprende todo sobre lucha de clases, sindicalismo, etc. Por eso cuando regrese,
vestido con ropa occidental, va a generar inquietud en la población criolla,
será visto como una especie de brujo, por la forma que tiene de convocar y
disponer de los indios de la comunidad para trabajar en un mina, por la
convicción de su mirada; y también lo acusarán de comunista cuando trate de
romper la lógica feudal que aún pervivía allí. “Algo maligno se trae”, piensan
algunos. Para uno de los empresarios interesados en la explotación de la mina:
“Los ex-indios son vendidos al diablo. No pretenden otra cosa que arribar;
tener mando, especialmente sobre los antiguos miembros de su manada. Tener
mando y vengarse: son furiosos y obran contra indios y caballeros con la misma
saña, si pueden.” La sabiduría que adquiere lo convierte en líder natural y
referente indígena. Se dice que ejecuta la voluntad de Dios, se habla varias
veces de la mano de Dios, en esto o aquello, frase que llevan algunos taxis en
Lima. Así se lo reclama y anticipa la comunidad el día que parte, cantando un
harawi para que vuelva fortalecido.
González Prada se explaya en sus ensayos sobre estas cuestiones: habla del
encastado y, en parte, afirma que los peores caporales y opresores fueron los
que se elevaron sobre el nivel de su clase social. Pero buen, el indio recibió
lo que le dieron: fanatismo y aguardiente. Entonces, su propuesta: al indio no
se le predique humildad y resignación, sino orgullo y rebeldía. Si el indio
aprovechara la plata que gasta en alcohol y fiestas para comprar rifles y cápsulas,
si en un rincón de su choza escondiera un arma, haría respetar su propiedad y
su vida. A la violencia responder con violencia. Escarmentar al patrón, al
soldado, al gobierno. También dice que la Anarquía es el punto luminoso y lejano hacia
donde nos dirigimos por una intrincada serie de curvas descendentes y
ascendentes.
Acá retomo esa proposición de Valcárcel, de un ejército mestizo. Otro que
vuelve es Benito Castro, en El mundo es
ancho y ajeno (1941), parte de la trilogía de Ciro Alegría, junto a La serpiente de oro (1935) y Los perros
hambrientos (1938). Este joven que parte a Lima, pasa por Trujillo, casi
que lo obligan a enrolarse en el servicio militar, debe pelear frente a un
alzamiento guerrillero en Cajamarca por el año 22, encabezada por Eleodoro
Benel. Presencia fusilamientos de campesinas, niños, deserta y huye hacia donde
está su familia y amigos, vestido de milico y con el poncho encima, llevando su
escopeta. Allá se entera de las injusticias a las que fue sometida la comunidad
de Rumi, a punto de desaparecer, la muerte del líder de la resistencia, Rosendo
Maqui, su padre, y él toma la posta para hacerle frente a los hacendados. Se
convierte así en su sucesor pero representando un opción modernizante. Estas
alternativas nos dan a entender cierto mensaje: si la comunidad no se
transforma, sin traicionar su identidad, no podrá sobrevivir. Habría que pensar en Ambrosio, que en
algún momento se va de Lima. Se establece en Pucallpa, maneja un micro
destartalado de larga distancia, El rayo de la montaña. Invierte cierta
indemnización sucia, cierta recompensa, en una funeraria que hace cajones para
niños: Ataúdes Limbo. Y Amalia, la esposa, tenía que vigilar desde la puerta –vivían
enfrente– cada cajón que salía, por el tema de las comisiones. Y bueno, hay que
ver cómo termina esto. Lo que sí sabemos es que se saca un pasaje a Lima y
regresa a la ciudad. Lumpen y todo, prefiere la ciudad. “Lima, la ciudad más
corrompida del mundo”, se dice en La ciudad y los perros. También Salazar Bondy
diagnostica una alienación –atractiva– que produce Lima y lo relaciona con la
trampa de la arcadia colonial: una visión romántica que genera un espejismo de
una edad que nunca tuvo su carácter idílico. La meta es la reproducción de un
pasado que nunca existió y lo único que se reproduce, al fin de cuentas, es la
división en castas. El doble fondo del costumbrismo: exalta el régimen
irregular a la vez que exalta la opresión de que se nutría la opulencia dorada
del antiguo señorío.
Solamente siguiendo los títulos de cada apartado ya se puede intuir algo: La
extraviada nostalgia», «El criollismo como falsificación», «El candado de la
grandes familias» y así. Da una vuelta más: ese criollismo -y la viveza criolla
inherente- habilita la búsqueda de una vía de ascenso social criollista: el
perricholismo: un malinchismo almibarado que no deja de ser traición al grupo
de pertenencia. a perricholi es una actriz del siglo XVIII, amante del virrey
Amat. Se puede rastrear en alguna de las tradiciones de Ricardo Palma,
“Genialidades de la Perricholi”. Un self made man/ woman que se segrega de la
mayoría pobre india o mestiza. Valcárcel: “el virus moderno del parasitismo
elegante penetra al Perú por la puerta abierta de su capital europiezada.” En
cuanto a recorrido de vida, triunfos, derrotas, “la desesperada aventura del
ascenso social”, repitiendo a Romero, vimos qué pasa con Cayo, Zavalita,
Ambrosio, la Musa. Se
puede seguir la tía de Amalia, a Ludovico o a Hipólito, especie de matones de
comité. Lima puede ser una ciudad de perros que se devoran mutuamente, un mundo lleno
de violencia donde los débiles sucumben. El Esclavo. La rabia de los perros
genera el encuentro fortuito que dispara la conversación – que dura cuatro
horas. Justamente es Zavalita quien escribe editoriales contra la rabia. Agente
moderador de un pueblo sin grandes pasiones, un pueblo suave dice Salazar
Bondy, que se desenvuelve en un clima suave, una pasividad que incluye hasta
los perros, perezosos e indiferentes. El perro como disparador de la escritura
en Los cachorros (1967). Es la historia de Cuéllar, un muchacho que se muda a
Miraflores y sufre el ataque de Judas, un gran danés, cuando se está duchando
en el vestuario luego de un partido de futbol. A partir de ahí le van a decir
Pichulita. El relato gira alrededor de todos los trastornos que experimenta
este pobre chico ante esta especie de castración: romances truncos, locuras y
excentricidades. Fue por el futbol le recuerdan los amigos. Y lo peor es que él
ni siquiera jugaba pero como le insisten, practica todo el verano y lo entrena
su primo, que da la casualidad que es el Chispas. Se va a rodear de malas
compañías, se entrega a excesos, va al Embassy –tal vez a ver a la Musa– y
termina mal.
Tarzán vs. Supersabio. Podemos tratar de entrar por los deportes, que casi no
se mencionan en la novela, solo la asistencia de Trinidad al estadio del
Municipal. Para las clases altas, deportes de elite, individuales, importados.
Para los adolescentes miraflorinos el fútbol ya no tiene lugar, solo en la
infancia, y por eso se instala como una práctica cultural de las clases
populares. Así lo leemos en La ciudad y los perros, por ejemplo. El
enfrentamiento entre Alianza, equipo de negros, desde sus orígenes,
perteneciente al barrio La
Vcitoria y la U,
equipo de la burguesía. La inserción de la población afroperuana. El valor
simbólico para la construcción de una identidad.
Otro monólogo interior de Zavalita: “¿no habías vuelto a ver a nadie de la
promoción, flaco? Piensa: la promoción. Los cachorros que ya eran tigres y leones,
Zavalita. Los ingenieros, los abogados, los gerentes. Algunos se habrían casado
ya, piensa, tendrían queridas, ya.” Los
jefes (1958): sistema de ásperas jerarquías establecidas ritualmente,
pandilleros jóvenes y adolescentes. Pugnas por el poder a través del reto y del
combate. En Lima y en Piura: “En el Perú estamos en la edad de piedra, mi
amigo”, dice el empleado de la perrera mientras apalean a un pichicho. Conflicto interracial, el predominio de una clase que se cree superior sobre
otra. En el diario de Granado, el que viaja en moto con el Che, aparecen
algunos comentarios cuando están en Perú: en los transportes públicos, anota,
si subía un blanco y no tenía lugar para sentarse, algún cholo se paraba y
cedía su asiento.
En otro plano, en el sexual, también hay voluntad de sometimiento: al comienzo
de la novela y al final, miembros del clan Zavala van a utilizar una droga
estimulante para acceder a favores corporales de algún subalterno. Un polvito
llamado yohimbina. Un químico sacado de un árbol, el yohimbe que provoca
excitación, un vaso dilatador que aumenta el flujo sanguíneo. No había viagra
ni pastillita azul. Símil lo que se conoce como Popper, un vasodilatador
utilizado en intoxicaciones con cianuro. Enfrentamiento de razas en una ciudad
trazada a cuadrícula. La rectilineidad arquitectónica, cito a Salazar Bondy que
cita a Mumford, es una disposición urbana de carácter militar, explicada por
las circunstancias bélicas de la conquista de Pizarro y su gente. Menciona
poetas que la comparan con Damasco o Bagdad, con una población morisca. Uno
recuerda las hipótesis analógicas de Sarmiento.
Otros
lugares de Lima: La universidad de San Marcos (donde estudió el autor y militó
en Cahuide, la juventud
comunista) y el parque universitario: escenario de resistencia al régimen de
Odría. Cayo Bermúdez pasa cuando lo están llevando desde Chincha, y profetiza
mano dura. Carteles contra la dictadura de apristas y comunistas. Militancia y
formación de cuadros. Se pueden seguir ideas y miradas sobre el APRA, su
oposición, sus alianzas. “Una olla de grillos” (bolsa de gatos). En el presente
de la novela, apristas y odriístas que tanto se odiaron antes, ahora eran uña y
carne. Frente, la plaza San Martín con la estatua del bronce dándole la espalda
al parque universitario y a los jóvenes, esta curiosidad la señala Reynoso. El
mismo Bermúdez toma la facultad y esta maniobra política lo fortalece. El saldo
son estudiantes presos y torturados, hasta les ponen armas y manoplas. Para el
gobierno es un foco subversivo en el centro de Lima. Parece que siempre
molestó, porque luego de la antigua casona jesuita del siglo, se traslada a San
Marcos hacia las afueras. Otro dato curioso es que el 1 de mayo de 1953, llegan
a Lima El Che y Granados. Anota este último en su diario cuando visitan San Marcos:
“Encontramos un fermento revolucionario en sus aulas, particularmente en la
facultad de Derecho, que es la única que tiene un centro de estudiantes
organizado.” Algo de esto hay al principio de la novela. Paro tranviario y la unión obrero
estudiantil que no prospera. Manifestaciones relámpago en el Jirón de la Unión.
Lima noctámbula: podemos seguir recorridos por bares y prostíbulos *El embassy
*La Catedral
*Montmartre *Bar Zela *Negro-Negro *El América (los peloteros de Ivonne y la Paqueta, etc).
Estilo: este recurso faulkneriano de multiplicar los puntos de vista: “el
propósito es crear una ambigüedad, asociar dentro de una unidad narrativa dos o
más episodios que ocurren en tiempos y lugares distintos, para que las vivencias
de cada episodio, circulen de uno a otro y se enriquezcan mutuamente.” En Los nuestros. También trabajado en La casa verde (1965), donde en el
prólogo habla de las hechicerías de la ficción que ha leído en Faulkner.