La historia del indio mestizo trabada con la historia de los
antepasados familiares, los Roca y los Shoo, podría ser una novela de aventuras
desopilante y sangrienta, un western criollo en clave de parodia, podría ser una
tragedia política de ajuste de cuentas con la historiografía oficial-familiar y
en ese sentido sí, progre, higiénica, digamos justa pero
Los Pincén (Omnívora, 2022)
hace una pirueta alternativa al maniqueísmo y se entrevera en un
entremedio incómodo para implosionar discursos heredados. Quien escribe el libro,
personaje, narrador e investigador del texto pertenece a un clan cuyo abolengo y hazañas militares sabemos,
hemos leído, sentaron, torcieron la identidad patria. Carlos Roca, el tío
abuelo Bebi, escribe a su hermano Quique una serie de cartas en las que se
propone reconstruir la historia familiar. En la portada de su proyecto, una
foto de Segundo Roca, padre de Julio Argentino. La aventura mnemotécnica de tío
Bebi es el punto de partida, una de las excusas, Dónde está la tumba del
cacique legendario, otra excusa que pone en marcha este gran artefacto
narrativo-poético que es Los Pincén.
Todo el libro se lee como una novela en la que cabe todo,
tal como se leía antes del siglo XIX, libertad
compositiva, alternancia de narración y digresión (o, si se prefiere, de
narración y reflexión) mezcla de géneros.
De un experimento que trasvasa fronteras para
enrostrarnos un berenjenal discursivo,: testimonios orales de la familia, lo
que escribió Dionisio Shoo Lastra, el pariente por el lado de los Shoo que publicó El indio del desierto, La lanza rota y Alarido, fuente del tío Bebi en su Los Roca y los Shoo que lo lee y lo recita y lo desvía, las
conversaciones con Taretita, la abuela centenaria más los desvíos que el
autor propone en lo que lee de Bebi, y en lo que Bebi no escribió y no
podría haber escrito y por eso mismo exige que alguien lo escriba
Relato de intereses diversos empezado con un tono, engordado
a pedido.
Año 2016: Milagro Sala es detenida por instigadora del orden
social, el mismo verano que se empieza a escribir Los Pincén.
Leemos en página 83:
“Yo no quiero contar historias de indios. Yo voy a contar historias de indios.
Yo no soy indio, qué te creés. Ese es indio, me dijo. Yo no quiero contar
las historias de los sin voz., de los que fueron acallados. Sí me gustaría
contar de los que se callaron por propia voluntad, pero como no hablaron, no
hablaron porque no quieren, no sé qué podría decir”.
Hablar de y no por, modular una voz en una lengua que no le
ha sido robada ni suprimida sino que al contrario detenta y ostenta es tomar
posición.
¿Por qué escribir sobre ese indio, terror de los fortines al
que el coronel Villegas le perdona la vida y Ataliva Roca le concede el derecho
a un rancho en tierras pampas ya repartidas? ¿Por qué escribir sobre el periplo
vital de ese indio con todo lo que en
ese nombre regurgita de la herida patria se postula como cosa distinta al
progresismo en su sentido acomodaticio y servil a las buenas conciencias? Tal
vez esa sea la gran pregunta que vertebra el libro, e instala, quien escribe, en el medio como un
carozo de fruta despeluzado, agrietado y
en confesa descomposición.
Leemos en página 100: “Yo quería hechos y verdad la verdad
de los hechos los hechos de verdad. Yo quería a la bisnieta de Pincén (...) Yo
quería pedir perdón por mi familia pero sin decir la palabra perdón”.
En el Prefacio a Metahistoria,
Hayden White identifica estrategias que los historiadores emplean para obtener
“efectos explicativos” de los datos del pasado, esas estrategias serían lo que
emparenta la labor historiográfica con la literatura, organizar en una
estructura narrativa hechos acontecidos supone una configuración que se vale de
moldes del lenguaje, tropos, propone White, y por
eso esa configuración sería de naturaleza poética.
Leemos en nota al pie de página 70:
“Buscarle la vuelta a la prosa para buscarle la vuelta al tema para buscarle la
vuelta al libro de Bebi, que se mostraba ahí, imperturbable, como origen negro
del neoroquismo que estábamos sufriendo en el país”.
La historia como poética, decía.
Un epígrafe del Popoh
Vulh, el origan como postulación fabulosa, irremediablemente incorroborable.
Boroas, pueblo migrante que llega de Chile hasta tierras
pampeanas cuyos caciques supieron tener cautivas españolas , mezclas étnicas,
alianzas, sangre. Periplo de migración y
muerte que se narra con el carácter hipotético de un
recuerdo imaginado en vidas pasadas. Seis veces se arranca con quizá
o se obtura una frase con ese adverbio sospechoso. Y cada largo párrafo empieza
con un “O no”, una conjunción negada, una unión que levanta sospecha sobre la
información. Cito: “El origen detrás del origen detrás del origen del nombre”
hay que leerlo al pie de la letra, Valle verde es Carhué, y la historia de ese
poblamiento no es vana llega hasta Los
Pincén. Una historia en la que los boroganos fueron también realistas y patriotas, aunque
distinto. En cualquier caso, no se trata de “hacer hablar a los indios” aunque
sí, aunque no. La deriva terminológica del nombre boroas, borogas, boroganos
condensa: exterminios, huidas, asimilaciones, nuevas mudanzas forzadas. La palabra
como documento encriptado y aproximado de vida.
Y ahí el discurso historiográfico se vuelve música. La
sintaxis hace rodeos impensados. Frases que duran más de lo que se llega poder
decir con una sola toma de aire y cuya excesiva prolongación atenta contra el
sentido que se va armando por decantación inversa, como ocurre con la
rumiación, Los Pincén nos exige
una lectura enrevesada, de idas y vueltas acaso un procedimiento que coincide
con una escritura que parece pensada frase a frase sin ninguna improvisación
cuyos matices s se esculpen con técnica.
Sentido, decía que vamos armando con el ojo en una lectura
abductiva, podemos dar por cierto un fondo, aunque lo que se arma desde ese
fondo materialmente corroborable empieza a ser un desvío probable, si, una
serie de desvíos que nos convencen de que así podrían haber sido las cosas
después de todo.
Una genealogía india que sirve para ir abriendo relaciones entre Pincén
y los Roca, en este registro particular que abre Jurado Naón en la reescritura,
comentario , enmienda a Los Roca y los
Shoo de Bebi, ese texto que el nieto lenguaraz le roba o le toma prestado o
le plagia y le oye decir palabra por palabra y del que se
repetirán con fuerza alucinatoria segmentos en conversaciones seniles y que se
van ordenando como una impostura a lo largo del libro como hipótesis y desvíos.
Notas al pie de palabras robadas de contexto, contextualizadas, re
contextualizadas.
Felisa Shoo esposa de Agustín Roca dormía en su estancia cuando un malón al
mando de Vicente Pincén casi se la lleva cautiva. Ese episodio le deja una
afección cardíaca, Felisa Shoo, sin embargo, pudo haber sido secuestrada, como
otras que sí lo fueron, una biografía hipotética que nos entretuvo
insufriblemente con la fuerza centrípeta de una escritura envolvente y
aditiva sin puntos, literalmente, una extensa oración con acontecimientos
posibles que se extiende tres páginas y que de alguna manera, tangencial y
burlona, exhibirían el miedo, el gran miedo del tío abuelo Roca de quedar del
otro lado de la frontera, fuera de casa, allá lejos en la intemperie sin la luz
dorada de los candelabros y el tapiz antiguo en los pies y de lo que ese
casi cautiva que retardaría el traqueteado corazón de Felisa hubiera
supuesto para la parentela bien. Procedimiento que se replica en el final del
libro pero en el siglo XX,
cronología de las acciones probables.
Emilio Jurado Naón juega con la memoria familiar y al
completar en un registro potencial las opciones que la escritura del
pariente obturada por la propia posición social, las posibilidades que la
historia fáctica no arrojó, las posibilidades que la propia imaginación demencial
permiten postular hace estallar el referente, nos enrostra que la
historia es, sobre todo, relato.
“Los Pincén representan tres escalones descendentes de una
historia de salvajes.” Escribe , el tío abuelo, Carlos A. Roca, y Emilio Jurado
Naón se lo imagina mientras escribe con la ansiedad de subir la escalera pisando
aquellos tres escalones, cada escalón una cabeza de indio.
No se trata de negar la referencialidad de los hechos para
dejar todo en el limbo de la especulación del lenguaje sino subrayar que a la
hora de escribir, se sabe, sabemos, los acontecimientos pasan por un tamiz y
esa modulación es una manera de entenderlos, de ofrecerlos a los otros. Cito: “Representar
es realizar una interpretación e interpretar se vuelve un acto de
representación.” (p. 72) También Ricoeur sumó un
aporte a la discusión sobre el discurso historiográfico y ahí aparece lo
de la manipulación de los documentos, eso del archivo al que se hace hablar.
En cualquier caso, de eso se trata Los Pincén, ¿no es cierto? Un artefacto curioso que deliberadamente
explora diversas estrategias para mostrar el envés del relato cronológico,,
para hacer polvo el documento, para jugar con la enunciación ajena,
ideológicamente marcada, desmarcándola con una nueva enunciación.
Leemos en la página inicial: “el odio es debería ser
combustible”. Podríamos seguir jugando con las asociaciones paradigmáticas a la
que prestan las palabras así combinadas, odio como deseo que lubrica los intersticios de los
discursos pacatos, ideológicamente tramposos y enmascarados tras la pose
objetiva y neutral,
El odio deseante y explosivo que recorre una escritura llena de humo radas para hacerse leve, eterna
y opaca.
El gesto es revolver el cajón de las medias del tío abuelo
disfónico, de las joyitas heredadas, de la opulencia complicada de ese apellido
que se abraza como deleitable al mismo tiempo que se reconoce como criminal.
Qué voz propia se modula, se posiciona, digamos, en el conjunto de esos puntos
de partida, cada nombre elegido supone una forma de reimprimir al referente.
Charqui o charque, carne sometida a un largo proceso de
deshidratación para ser un comestible duradero, una analogía con la
escritura, desnaturalización de la
lengua, extrañamiento.. Una
disquisición, digresión, diatriba contra, cito: “Una prosa pobre o devaluada
que apareció bajo la hipótesis de la sinceridad y contra la hipocresía”
Deleitarse, entonces, con las frases que escribió tío Bebi,
fuera de la prosa historicista, es también una posición no hipócrita. Abrazar
el cuento del pasado que llega de las mujeres de la familia, como las nanas
infantiles entrañables, a la vez que terroríficas, nanas del pasado familiar
cantado por estas señoras que podían despreciar a la chusma misteriosa y a sus
lanzas dispuestas a penetrar en el patio, en la alcoba opulenta, en la
comodidad del hogar amoroso. Abrazar esas nanas para desafectarlas, quitarles
el afecto y mostrar qué dice la voz entrañable de los parientes, oficiar como
el lenguaraz Vargas, un traidor sonriente, el allegado a los Roca que sabe la
lengua pampa, ese problema de tener un secreto en la lengua, una papa caliente
entre los dientes, porque decir y no decir es mucho más que pronunciar una
frase, es decidir un destino, desviarlo, hacerle justicia o no.
El mestizaje, después de todo, por la sangre compartida
y derramada, la sangre que supo pisarse después de descabezar salvajes,
mestizaje por usurpación material de tierras, de nombres, el mestizaje, ese
cruce entre fronteras territoriales, étnicas, lingüísticas es el gran
tema de Los Pincen.
En “Consejo y Confidencia”, Mansilla elige un epígrafe que
menciona al primer naturalista que hizo avances en la anatomía comparada y dice
: “Cuvier ha podido reconstruir todo un mundo de animales fósiles mediante algunos
huesos y dientes. Pero con algunas ideas y frases apenas se puede bosquejar
imperfectamente un carácter.” Una
charla en la que Mansilla, discurre, alrededor de cuatro párrafos, acerca
de las correspondencias entre la obra y su autor.
Para Mansilla memorias, autobiografías, retratos, reportajes
serían géneros de interés, confesiones públicas de sus autores aunque no
necesariamente un aporte al conocimiento humano. Las afirmaciones, claro,
empiezan a enrarecerse, a salirse de la recta, bifurcar la pregunta inicial o
por lo menos de la invitación del título que no termina de resolverse del todo
sino que da paso a un ejercicio un poco
egotista en el que el autor nos da una clase acerca de la necesidad que
tuvo de ser sincero, de mostrarse tal cual es y ofrece un semblante medio
delirante acerca de sí mismo al punto de afirmar que es un violento, tan
violento que podría descender a uno de los escabrosos embudos de Dante aunque
con un consuelo: no haber sido hipócrita sobre la tierra. Pese al didactismo y
a ese juego indagatorio sobre su persona que rápidamente nos preguntamos hacia
dónde va, el ejercicio es bastante entretenido.
Algo de ese ejercicio egotista al que no le podemos creer
del todo explota en Charque, en lo que tiene de diagnóstico de época, de
indagación sobre la propia lengua y la historia familiar. Anatomista de los
cadáveres familiares, los huesos del árbol genealógico se van poniendo de pie
en una versión fantástica e incorroborable de la historia de los Roca y
los Shoo.
Cuvier con algunos dientes y huesos erigió la hipótesis de
una civilización animal demencial, inmensa, ¿bastan algunas frases e ideas para
reconstruir un carácter? La carne que le falta a los huesos de la parentela
nuclear despunta en un documento
escrito del tío abuelo Bebi compuesto a su vez de las historias oídas por
Papá Marcos, por todas las disquisiciones que Bebi, Papá Marcos, las tías
y los menos famosos de la familia grande van armando en torno a las andanzas de
los Roca hasta llegar a un Pincén siglo XX, carne que ahora Emilio, un
carroñero profesional, vivisecciona , rellena y coce como un matambre tremendo
y sazonado.
No es discreto. No es amable. No es tierno. No se lee
rápido. No se lee de un tirón.
No pide lectores amistosos. ¿Qué relación se tensa entre la
cultura, el negocio de lo cultural, la enunciación de una época, las
políticas de la amistad literaria en este libro que coquetea con las
contradicciones?
Volver en el final sobre el aviso de comienzo del
libro que firma el autor y que hace al montaje atado con alambre de
eso que él confiesa haber estirado y que con alambre atado, un alambre que en
“Charque” se hace púa nos hace pensar en una deliberada apuesta por la por
exhibir un posicionamiento que arde, que va saltando como si el piso se hiciera
de lava que no quiere escribir sobre indios porque no es indio porque no hace
hablar lo que no es y porque en eso hay una genuina voluntad de no violentar
una traducción.
Hay sí un regodeo, obsceno
y juguetón en torno a la lengua del enemigo, digamos, la lengua que en el
propio seno familiar ha sostenido las historias en torno a la Familia Grande y
que es la propia lengua que se ama y se fisura, se puebla de llagas, se hace
doler. Este libro en el que Emilio Jurado Naón investiga su lengua, la somete a
una vivisección voluntaria, la despelleja, la ve de atrás para desandar un
carácter, una voz que no busca en los bordes de la verdad, que no tiene
miedo a recorrer la sombra del relato, incluso ridiculizarse, crecer egóticamente
hasta parecer invencible, derrapar. Ese gesto, exhibir en los reveses de la
lengua la sombra de la historia con y sin mayúscula conjura, con alambre, el
cinismo de la cultura y de nuestra época.