22.4.11

Reportaje a Carlos Correas

por Jorge Quiroga





Usted tuvo un comienzo aproximadamente escandaloso en la literatura. ¿Podría dar detalles?
Con mi cuento La narración de la historia aparecido en la revista Centro en diciembre de 1959 hubo más de un escándalo. Era un cuento con tópico y hechos homosexuales. Primero un escándalo doméstico, por ejemplo que Germán Rozenmacher, en la época compañero de estudios, me dijera que él y un grupo de amigos encontraban aceptable mi cuento, excepto el que dos tipos se besaran en la boca. Me quedé en blanco. Pero la réplica debió haber sido que no eran simplemente dos tipos, sino una marica besando a un chongo o a la recíproca. Segundo, el escándalo judicial, el proceso, la condena por “publicaciones obscenas”, el secuestro y prohibición de Centro. En el juzgado, el fiscal, Dr. Guillermo de la Riestra le pidió al juez que me preguntara qué juicio me merecía a mí la masturbación, “el acto más abominable que podía cometer un hombre”. En el despacho del juez estábamos entre varones solos; también estaba el abogado defensor, función de la que muy generosamente se había hecho cargo Ismael Viñas. El juez, sabiamente, declinó formularme esa pregunta. El cuento que me valió asimismo el editorial Confusión y extravío del diario La Nación del 17/5/1969, que decía que mi cuento, no por estar escrito podía considerarse dentro de la literatura, ya que caía más bien en el campo de lo patológico. Me alcanzaba uno de los tantos ecos de la altísima moralidad y del sano poder de policía doctrinaria desde los que habla La Nación. Yo quedé debidamente, ya que no excesivamente, reprimido.

¿Podríamos hablar de su procedencia generacional, de sus experiencias, de su participación en la revista Contorno, de su encuentro con David Viñas, con Oscar Masotta?
A la revista Contorno llegué por intermedio de Juan José Sebreli. Mi participación escrita fue muy escasa: un cuento con tópico también homosexual y una crítica a El juez de H. A. Murena, y mi participación programática fue nula o del todo periférica. Contorno fue para mí una experiencia íntima; he aquí la experiencia: el hallazgo de nuevas relaciones humanas. Con Sebreli éramos compinches tunantes de tiempo atrás. Y David Viñas, con su, en mi caso, entrega masiva, adherente, me brindó, creo que el primero de mi vida, respeto, en una época en que yo no me sentía respetable y en que tal vez no lo era. He aquí otra experiencia, una de mí mismo: yo era indiscriminadamente ignorante, rabioso, callejero, y aspiraba, sin mucha buena suerte, a la desolación, a la promiscuidad, al clandestinaje, a la fortísima desenvoltura de la perversidad. Era naturalmente patético, lo que me ponía más rabioso todavía. Y con Oscar Masotta descubrí la pura amistad. No nos preocupábamos tanto del contenido de nuestra obra futura, sino del éxito literario y de nuestra futura manera de ser. Sebreli, Masotta y yo formábamos un grupo aparte. Éramos tres primitivos indefinidos, vivíamos en círculos viciosos, y con la ambición de ser firmemente agraviantes y depredadores. Teníamos 22 años. Oscar Masotta decía: “Si no podemos producir obras que sean ‘hitos fundamentales’, entonces como última salida para ser famosos escribimos una novela pornográfica y sanseacabó”. Y también: “Debemos fijarnos un plazo. Este será nuestro proyecto cultural: a los cuarenta años ya tenemos que haber llegado a ser inteligentísimos, bellísimos, cancherísimos y crudelísimos”. Yo agregaba: “Y putísimos”, Oscar reía.

¿Qué influencia pudo haber tenido Sartre en su formación literaria y en su generación?
Pienso que Sartre se convirtió en ejemplar para nosotros porque por su intermedio nos uníamos o escapábamos a la angustia de la soledad. Personalmente descubrí a Sartre en 1951. Yo tenía 20 años y venía de Émile Zola. Leí La náusea. Fue una revelación fulminante. Estuve tres noches sin dormir. Tenía un motor marchando en la cabeza. No debe ser sencillo dejar atrás esta rotunda y dichosa violación. Me pasé de Medicina a Filosofía y Letras. Pero esa unión ocurrió porque en Sartre encontrábamos los más eficaces medios para luchar contra los enemigos literarios internos de la época. Así, la idea del arte como fundación humana del mundo, contra los majaderos surrealistas; la idea de la escritura como imaginería corrosiva de lo real, contra los comunistas, faltos de la malignidad necesaria para el valor estético. Y Sartre era también nuestra arma en común para vencernos entre nosotros, los contornistas, la unión en el combate para decidir quién resultaría el único que sería nuevo y daría la pauta. Pero era obvio que los contornistas no estudiábamos L’être el le néant. El estudio de la filosofía requiere soledad, y nosotros, por nuestra edad y, quizás, nacionalidad argentina, necesitábamos agruparnos, militar en conjunto, vanguardizarnos, buscarnos cada uno en cada otro, y esto porque cada uno no conocía todavía sus posibilidades ni sus límites. Así, Masotta, Sebreli y yo éramos, en esa época (de 1953 a 1956), un conjunto esencialmente fraudulento. Para escribir robábamos, recortábamos y copiábamos. Textos franceses aún no traducidos al castellano; y, además de Sartre, Merleau-Ponty y Hegel. Claro que a la vez obligadamente debíamos tomarnos en broma a nosotros mismos. Y esto no podía durar. Los caminos fueron diferentes. En Sebreli la fraudulencia no desapareció; al contrario se le ha metido en los huesos y se parasitan mutuamente, pero a la vez esa fraudulencia en él empezó a tomarse en serio a sí misma y por esto Sebreli ha desembocado en la mentira abyecta y en la fatuidad. En Masotta la imposibilidad intelectual de seguir a la par de Sartre, sobre todo después de la aparición de la Critique de la raison dialectique, fue un determinante de su locura. Luego de la terapia Oscar trasbordó de la fraudulencia y el pastiche a la “honestidad básica” y a la “legitimidad”, de Sartre a Lacan, y encontró y blandió un inencontrable de aire: “el pensamiento contemporáneo”. La soledad amarga en que lo encontró la muerte en el extranjero y su desilusión final frente a la tontería imperante en el mundo, precisamente luego de haber estado en Buenos Aires entre estructuralistas, semiólogos, freudianos y lacanianos, esto es, la en ese momento “gente más inteligentísima y cancherísima” con la que Oscar siempre soñaba alternar en su veintena, le habrán revelado que los “inteligentísimos y cancherísimos” son siempre otros y que aquellos ya eran y son corrupción o nadería. Todavía no puede leer sin congoja, sin fastidio, su queja en 1970 por la “falta de maestros” en la Argentina y esos blandos, pueriles, enrarecidos, humildes hasta el desfallecimiento, lastimeros “como nos enseña Lacan”, “viene a enseñarnos Lacan”, “nos dice Lacan”. Una compungida santurronería de acción de gracias: “ ‘Nosotros’ y ‘Lacan’: no estamos solos; hay un alguien, Lacan, que se dirige a nosotros, que nos vuelve ‘nosotros’ ”. Pero en verdad siempre estuvimos solos. Para nadie dijo y enseñó Lacan. Tras la decepción inmunda de los “inteligentísimos y cancherísimos”, la soledad sorda y callada, retornó para Masotta y fue a la muerte.

¿Puede hablar acerca de su silencio literario desde su cuento penado hasta la aparición de su novela Los reportajes de Félix Chaneton?

Mi silencio literario a partir del cuento y de su proceso obedece seguramente a diversas razones. De las que mejor percibo puedo indicar primero el miedo que me sobrevino luego de mi propia sorpresa por la relación de los demás, no de todos, claro, sino de quienes llamaríamos “autoridades” o “poderes”. Yo era “asqueante”, el “extremo de la degradación” y desde mí parecían emanar la “perturbación tendenciosa y contumaz”, la “disolución de las instituciones republicanas”, etc. En una segunda razón podemos incluir cómodamente todas las formas de la impotencia literaria: el no saber qué decir o cómo decirlo, la repugnancia por mí mismo como escritor, el sentirme alternativamente por encima o por debajo de mis propios escritos, etc. Y una tercera razón, quizá la más poderosa, es que yo también, como Masotta, busqué abandonar la fraudulencia y pasar a la “seriedad”. Intimidado, traté de merituarme para lograr alguna institucionalidad y licitud. Me enclaustré para estudiar filosofía y terminar la carrera, pues yo debía recibirme y ser profesor. Este debía ser el lado oficial de mi vida, por el que me haría perdonar aquella “aberración”, aunque yo, astutamente, me reservaría un lado “destructivo”, no por la bobería de helarle la sangre a burgués alguno, sino para sacar de este último lado una máxima fuerza literaria. Me recibí e inicié mi carrera docente en la misma Facultad de Filosofía y Letras junto con mi mujer y compañera Marta Brarda. Y esto era también estadísticamente normal e incluso decoroso. Hasta que en setiembre de 1974 fui dejado cesante por razones políticas. Entonces volví a hacer literatura, con, entre otras, dos obras largas: una novela autobiográfica y un ensayo filosófico sobre Roberto Arlt.

¿Cuál es el lugar específico que ocupa Roberto Arlt en sus preocupaciones?

Sigo buscando un modo de hurgar en o construir el sentido de su cultura –no diré “escritura” ni “literatura”– de la violencia y la prepotencia. Desde y por Arlt sabemos que hasta ahora no hay cultura argentina posible si no comienza ejerciéndose en el elemento de la violencia opresiva y la prepotencia. Y que toda respuesta a esa situación deberá fundar y practicar la cultura a través de la contraviolencia y la contraprepotencia. Contra los cultos que necesariamente nos violentan y los violentos que necesariamente nos cultivan, no seremos cultos de otro modo ni haremos otra cultura si no violentamos y prepotenciamos a nuestra vez. El dolorismo cósmico y el buen truco de tomar sobre sí los crímenes del hombre son el rezago que la violencia en forma de miseria tomó en Arlt y lo convirtieron en un hombre imposible y simultáneamente real, un hombre con quien no podríamos convivir un instante; y no solo un hombre imposible, sino el que debía cargar conscientemente (envenenadamente) con su imposibilidad. Puesto que mi novela Los reportajes de Félix Chaneton sería una muestra cualquiera de “cultura argentina”, debí acudir a Arlt, a quien nos divulgó que el secreto de la cultura yace en la violencia. Partiendo de Arlt busqué a Arlt mediante mi novela. Pero no se erige en Maestro a Arlt. Se aprende de él, sí, pero, además de esta receptividad, sólo se puede intentar ser Arlt, y aguantarse en el asco y frente a la muerte. Y para ser Arlt empecé por ser yo y a la vez otro que yo, otro yo que es un personaje de mi novela y a quien llamé Carrera. Porque Carrera soy yo; incluso dejé, en una ilusión de ser estudiado (atendido) por futuros descifradores, el muy fácil recíproco eco Carrera-Correas. Aunque igualmente Carrera es el yo peor que ya no podré ser, así como Chaneton –señorito que debía ser inicialmente repulsivo para terminar siendo no amado por vos, oyente o lector, sino aquel a quien habrías de acudir en tu momento de la desazón y la angustia– es el yo mejor que pude inventarme.

¿En su novela está nítidamente expresada una actitud ante la literatura. ¿En qué consistiría esa actitud y qué significa una literatura destructiva, como a través del prólogo se anuncia?
Por lo pronto le diré que mi novela, en cuanto la vi publicada, me dejó y me siguió dejando una impresión de anacronismo en todos los aspectos que se me ocurran. Y aunque no me detengo en mis impresiones, razono que ese anacronismo respondería a una demora o laboriosa o remolona meditación filosófica. Si el ateísmo es “una empresa cruel y de largo aliento”, según Sartre, no menos cruel y larga es la de volverse materialista; creo que recién me he iniciado en ella. Una actitud materialista antes la literatura pone en primer lugar la literatura como lucha violenta: contra las costras y podredumbres del idealismo inculcado en uno mismo y en los demás. Es justo la literatura destructiva: el escritor que busca hacer cultura, y no meramente defenderla o pillarla o enmendarla, sabe que no ha hecho buena literatura si su libro no alcanza a destruirlo en su más fina e intensa adaptación al mundo establecido. Sólo si pasa esa prueba, el escritor podrá aspirar a una destrucción análoga en el lector, y podrá alegremente pontificar con plena seguridad y derecho. Muy buenas revulsiones, disolvencias, provocaciones pertinentes, carcomas, terrores, agresiones correspondidas ya con el silencio, ya con la burla, ferocidades, virulencias e interrogantes sobre modos de degradación o de aniquilación atroz pueden hallarse en Arlt. Este hombre no abomina de su época menos que de sí mismo, ni su época no fue menos ruinmente guerrera y genocida que la nuestra ni nosotros somos más mugrientamente bárbaros. Sólo que una cultura no se hace si no se hace enemigos. Esto, que lo saben ya nuestros enemigos, es lección necesaria para devenir los enemigos que debemos ser. Los procedimientos de opresión y humillación no son “alternativas propuestas”: son realidades sociales prácticas que constituyen la sociedad argentina misma y que se ejercen de hecho desde y por la institución de la (digamos la palabras tan vieja y tan presente como el objeto designado por ella) burguesía como clase dominante que se sabe y se corrobora “ama de la historia”. Y nuestra época, aderezada por la última “dictadura militar”, es también de un retrasado estado de descomposición intelectual, que, deberá admitirse, es de inmediato político. Por ello estamos obligados a concluir que la política militar ha triunfado –internamente– y que este triunfo es el “espíritu oficial” y el gobierno presente. En efecto, nuestros militares han conseguido hacer creer a sus enemigos y adversarios naturales, ex intelectuales críticos de la sociedad pero ahora oficialistas, que han estado locos o han delirado y hacerlos confesar que el castigo que han recibido era merecido; o bien que la izquierda incurre paupérrimamente en “maximalismo”, término intelectual rastrero para lo que nuestros brutales militares y editorialistas asnales llaman, más dignamente “extremismo”. Son los efectos del adormecimientos de este depresivo período de seudopaz en la también pseudopostguerra. El actual partido gobernante, sus candidatos vencedores y los provisoriamente postergados, los intelectuales “autorresponsabilizados” que los apoyan o se resignan a ellos, su fraseología… son a lo sumo aplastantes. Son ya del todo ubicuos. Son la miseria de la cultura. Exitosamente se hacen o se dejan encontrar y depositan por doquiera viscosidad y pesadez: combinan la profundidad del hedor de quién está demasiado fatigado y demasiado lastimado para ser peligroso y una impávida apariencia de necedad, verdaderos huevos duros de quince minutos de cocción, de miradas vacías, de obras menores, quizás monstruosos, pero de solo interés local. Jamás en la historia de los argentinos, debe de haber marcado tanta fuerza de presencia el enmerdamiento que ha sobrevenido. También aquí nos asiste Roberto Arlt y su muestrario de basuras y basurales de nuestra sociedad. El basurero Roberto Arlt se encarnó asimismo en una basura modelo para hacernos comprender a una soledad a través de sus desechos específicos. Claro que habrá que rechazar siempre todo “miserabilismo”, la “mera mortalidad o infortunio”. Arlt no es en absoluto un escritor miserabilista.

Su libro sobre Arlt, ¿qué significaría respecto de la crítica que se escribió sobre este escritor?

Hay un vasto Arlt inédito y, por tanto, no hay un Arlt completo. Mi trabajo filosófico sobre Arlt pretende sistematizar parte de su obra. Sostengo que no hay Arlt si no es todo Arlt. Pero aún no hay un todo Arlt. Sólo formalmente mi libro se asemeja al de Larra en cuanto a que estudio a Arlt en sus novelas, cuentos, teatro, las Aguafuertes, y también en sus colaboraciones en la revista humorística Don Goyo, en algunas de sus crónicas últimas en El Mundo y en varios de sus cuentos de El Hogar y no recogidos en libros. Pero me aparto, sin interés, de las bonachonas intenciones de Larra y su estilo dominical subsecuente a la lectura u ojeada del suplemento infantil los diarios. Diana Guerrero y Masotta consideraron a Arlt sólo en algunos aspectos de la narrativa. Es incompartible la tesis de la primera sobre el discurso ideológico pequeñoburgués subyacente en la obra de Arlt, simplemente porque Guerrero no investigó la obra de Arlt, por lo que la tesis carece de prueba. Detrás del libro de Masotta está el Saint Genet de Sartre, además de la “prosa de tonos” de Merleau-Ponty. Es un ensayo expresivo, pero algo embrollado y sobremanera exiguo y apenas difunde lo que Masotta alcanzó a entender de una salteada y conjetural lectura de sólo una tercera parte del Saint Genet, lo cual me consta pues yo le presté el libro en francés. (Era, sí, un retoño de la fraudulencia, aunque ahora pienso si no quedará como uno de los productos más válidos para los lectores.) Entonces, mi libro sobre Arlt pretende significar, a paso forzado, una reflexión materialista totalitaria (es decir, aquí, filosófica) sobre la parte de la obra de Arlt. Estimo que avanzo sobre el conjunto de la crítica precedente, y, del todo separadamente, construyo a un nuevo Arlt por el que somos Astier, Erdosain o Balder. Este “ser” he tratado de mostrar en mi ensayo. Somos aquel traidor; ese ladrón, masturbador, fraudulento, asesino, suicida y terrorista onírico; este ingeniero burgués repugnado de sí mismo y que busca huir de la condición burguesa mediante la chochera erótica y la sumisión perruna a las mujeres; o bien nos alcanza la sagrada esterilidad del “escritor fracasado”, o también somos alguna de “las fieras”, que es el mito más bello y potente creado por Arlt.

¿Qué nuevos trabajos está preparando?

Preparo una serie de cuatro breves nouvelles, en la que me preocupa mucho la forma. Y para esto debo distorsionarme aunque sin desinteresarme por mí mismo ni por mi trabajo. El lector, por supuesto, es nuestro patrón; todo se hace para él, o, mejor, por él es posible que haya algo así como un todo. Pero quizás, y esto es ya el trabajo conjunto de la distorsión y el interés, más que buscar nuevas formas, habría que inventar e imponer otro sentido de “forma”, o destruir y deslegitimar cualesquiera temas acerca de la “forma” o el que la forma sea el contenido de nuestras reflexiones. O “forma” debería adquirir un sentido más hondo, pero que finalmente no sería sino el sentido de la existencia. Lo obvio es que es decisivo preguntarse ¿cómo escribir?, pero no más obvio ni más inevitable que preguntarse ¿cómo ser? o ¿cómo vivir? Pero el añadido fatal es ¿cómo escribir para ser leído y buscado y perseguido por el lector? Por lo demás espero urdir situaciones o episodios literarios que estén a la altura de la actoral inhumanidad argentina. Me bastaría con un lector o con los lectores que se persuadieran que es innecesario seguir argentinizando la inhumanidad. Y además estoy escribiendo un ensayo polémico contra un fantasmón escritor argentino especializado en suministrar el más influyente doctrinarismo al servicio de la guerra antisubversiva. Por ahora no conviene nombrarlo. Y también trabajo en mi tratado de filosofía. No seré libre hasta que no lo termine.




Este reportaje fue realizado en 1985 y publicado en la revista El juguete rabioso, año 1, nº 1, noviembre 1990.

9.4.11

La vigilia, discreta, de ver el abismo, por Laura Estrin






Claridad del saltimbanqui de Hugo Savino marca fuerte, son pinturas de un ojo transfigurado. A veces abandona a los personajes que retrata por los colores del día: “la luz de la mañana, el carro de la madrugada”.

Me gusta esa lírica que hace desde el primer poema: “memoria extralúcida/ del sol de la mañana” y la palabra convoy! Camina y arma buen ritmo con ese primer poema que baja bien al final y cierra perfecto. “Rasca la mejor frase” como en Viento del noroeste dijo en “el fondo de la olla”.

Rey de algunos verbos, como “tijeretean”, dueño de algunas palabras: “rantifusa”. Hugo Savino hace listas, orgullo loco o humildad perfecta del artista como saltimbanqui según escribe Jean Starobinski.

“El polvo el viento”: el tiempo. Siempre se trata del tiempo… del tiempo que lo arruina todo –como dice Graciela Schvartz. Se trata de La línea del tiempo… Siempre será “En la mañana soleada”: esa lírica, el tiempo–que–hace, la escena, la luz. Casi siempre en los poemas de Hugo Savino es “el sol de la mañana”… Que no te roben la mañana –escribió Tsvietáieva– aunque cueste “meterse en los zapatos” porque hasta los zapatos duelen –y eso me lo dijo Nicolás Rosa caminando y entendiendo. Aunque cueste salir de la queja porque se nace con el rencor en la cuna (y ahora se trata de La mañana sol de limón). Los poemas andan, por desolados, por el vértigo y la visión de la impostura… en la vocación contradictoria del día: la “tarde es alegría”, como escribe en otro poema. Será que sólo es cuestión de pasar la mañana… Osvaldo Lamborghini también la tenía así… Hay que nacer con el día armado o hay que armarse el día, divina reconvención de Milita Molina.

Y sí: todo tendría que dividirse entre los que son y los que no son “amarretes del tiempo”… Hay que saber dejarse ir, como “a favor del río” –según me dijo de una mujer pueblerina, una vez, Hebe Uhart… o a favor de la mañana… provincia y ciudad, Hugo Savino, son a veces lo mismo.

El poema de la Richmond con la atmósfera que trae Couto es hermoso. También eso es escribir “con el culo”… como Tsvietáieva recuerda y retrata a sus amigos, como se le canta el culo, como en Una Dedicatoria en que se pone a corregir, violencia del amor, lo que dicen de su relación con Mandelstam. Como si dijera: quieren saber: fue así. El que interviene, el que grita: una delicadeza… Savino lo dijo y lo repetí mil veces… la delicadeza de intervenir… Hace años que él la escribe.

Otro poema de atar es el “del mellizo de Pinamar”… lo repetiría todo… Me acercan mucho a esa escritura “en mi mano está mi voz”… Hugo Savino trata con lo más difícil, con lo que “huye(n) del demonio de la comparación”… Hay que escribir lo que no se puede escribir.

Y pasa Zelarayán en “una perla/ que ningún mar se tragará”: era de La Gran Salina lo de una gota de sangre intelectual que ningún mar borrará? (no cito bien, seguro). Es de Lautréamont –me dice después Savino–, pero es de nosotros. De quien lo lee y yo lo leí en Zelarayán. Creo en las propiedades y los dones, como se ve.

El de Pirozzi, “aires colados”… tiene esa pregnancia de los hallazgos tranquilos, también ahí está el agarrar el tiempo. Que sigue en “la queja de la tarde”… el tiempo del día y la otra palabra genial que atrapa su oreja: las parvas… La pintura, muy cerca de esta voz escrita.

Norberto Gómez “escucha con las manos”, como dice Savino de Adriana Yoel en Bloc. Y al compararlo con el salmista… encuentro a Meschonnic… que cuánto nos ha mostrado…

Alguien…“que no sabe del sombrero chistera” queda marcado: los que entienden y los que no entienden, uno escribe para los que agarran sueltos, a los otros hay que abandonarlos –como me dijo Irina Bogdaschevski, asombrada de mis cuidados literarios. La contundente frase que una vez nos tradujo Hugo Savino: “Sartre sabía, Baudelaire no sabía”, escribir es el más fuerte no explicar.

En los poemas de Hugo Savino todos los amigos estamos muy cerca. Es muy bueno para los apelativos: las bovarys, los retóricos, los festejantes o discípulos, los becarios, las profesoras de letras… Pero, además, todo viene del “pasado dormido”… Todo está en la infancia, todo lo demás es ensimismamiento.

Genial el verse y oírse en el poema que espera… Porque Claridad es un libro que se va tejiendo con un hilo delgado, el de la vida, pero una vida que acecha, que es siempre vigilia sin consuelo, la que une todos los fragmentos de todas las páginas.

Hugo Savino compone un mundo propio con sus cuatro libros: es el “rodete irmiano”, el de la costurera, esperanza y tristeza del poema, de un mundo propio, del pasado propio. Muy cerca un libro de otro: La línea del tiempo, Viento del noroeste, Salto de mata y Claridad del saltimbanqui.

Subrayo casi todo, sobre todo las apuestas a las descripciones: “al pie de una pureza”, “patas de miel”… y ahí se vuelve más enigmático: cuando se esperan las cosas y sólo viene el “mito de la claridad/ cascado de cloqueo”… Pero él sabe lo que dice, igual… y se sabe y se dice lo que se arrincona y no sale, como algunos cuadros en el taller.

Qué buen paso da ese modo de seguir el tranco del escribir, del encontrar, de Mastronardi y la pregunta por el Diario de Correas!

Hugo Savino busca, en el vacío del tiempo, Hugo Savino busca, conciente, apretando la poesía.

7.4.11

Lecturas cruzadas de Adán Buenosayres y Macunaíma, por Gustavo Calandra






¡Volved a ese Santo Engendro vuestro, maldito por la Naturaleza, que no ha dejado un solo momento de nacer y que sin embargo, continua Nonato! ¡Marchad, marchad para que él no os deje Vivir ni Reventar y os mantenga siempre entre el Ser y la Nada!

Witold Gombrowicsz, Trasatlántico.


Dos novelas. Adán Buenosayres y Macunaíma. Dos héroes. Dos itinerarios diferentes: uno barrial y otro nacional. Será la búsqueda –en el pasado– de un espacio no corrompido por la inmigración y la modernidad. Hoy podríamos hablar del imperialismo y de los gérmenes de podredumbre que tenemos que descubrir y extirpar de nuestras tierras y cerebros. La lucha nacional y la liberación de los pueblos. El pasado debe utilizarse para abrir el futuro, asegurar la esperanza y darle densidad.

¿Es hacia la ciudad, dónde habría que mirar para forjar una cultura americana? San Pablo es la ciudad elegida por Mario de Andrade. Hasta entonces, el afán artístico buscaba contornear la figura del nacionalismo y no había resultado. Seguir tendencias universales no era suficiente para quien se dice “brasileiro abrasileirado”. La contemplación y el adorno no matan el hambre: “essa fome da Pátria, porca parida que devora os próprios filhos”. (Jornal do Comercio, 24/05/1925. Reeditado en Neroaldo Pontes de Azevedo, Modernismo e Regionalismo -Os Anos 20 em Pernambuco.)

Antes de llegar, Macunaíma dejará su conciencia en la isla de Marapatá. Reproduzco una nota de Gilda de Mello e Souza, en la edición en español: "Se cuenta que en la época de extracción del caucho en Amazonia, los exploradores que se internaban en la espesura, antes de irse, dejaban su conciencia en la isla de Marapatá, ya que liberándose de ella se sentían más cómodos para enriquecerse." (Mario de Andrade, Macunaíma, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979.)

La escolta de la papagayada imperial da media vuelta y enfila hacia el mato. Un paisaje industrial y mujeres blancas, “filhinhas da mandioca”. El héroe, párrafos atrás, había mudado el color de su piel, en agua encantada que lava su prietura. Deseo y jugueteo. Cuando regrese a su tierra, Macunaíma, va a anhelar la “joda” paulista, la “sacanagem feliz”. Penetra el espacio promiscuo de la multitud y la masa sin nombre. Abundan –y saturan– los objetos, los rostros, las imágenes. “Máquinas”. Todo son máquinas. Ya no es el cacao la moneda tradicional. Tanto “arame conto contecos milréis borós tostao duzentorréis”, tanto “selos, bicos-de-coruja massuni bolada calcáreo gimbra siridó bicha e pataracos”, produce flojera. “Ter de trabucar, ele, herói”. Estrechez de sensibilidad y a-u-t-o-m-a-t-i-z-a-c-i-ó-n. Se perturba la inteligencia. Es en éste mismo capítulo del arribo a la morrocotuda ciudad de San Pablo, donde se produce la primera muerte del héroe.

Prostitutas de lenguas extranjeras chismean. ¡Qué cháchara! Entre la chusma, un estudiante da un discurso antiestatal. ¡Bien, Che! Hay trifulcas y los inmigrantes austríacos búlgaros polacos se visten chanchos con el uniforme del orden, sin ser muy respetados. Los chiflan. Para Macunaíma, un arma de fuego y experiencias alcohólicas. Otra de chicha.

Allí, comenta luego, por carta, a las Icamiabas, las costumbres y modas son importadas desde Europa. El virus de la imitación innecesaria. Que “puito” de acá, que “puito” de allá. Compre esta excelente bicoca. Cuidado con amancebarse con una lusitana, perderá el favor de una diosa. Dos lenguas: el brasilero hablado y el portugués escrito diagnostican la falta de libertad e identidad. La voz del autor: “No dia em que nós formos bem filhos da nossa terra, a humanidade se enriquecerá de mais uma expressao que me parece bem gostosa: o brasileiro”.

De la mano de Leopoldo Marechal, pasamos a “la Reina del Plata”. “A Buenos Aires se lo interpreta con los ojos porque ha sido construido para ser visto. Y de ahí el poder de fascinación que ejerce: mirando la ciudad se inhibe la facultad del raciocinio y uno niega o afirma en estado hipnótico”. (E. Martínez Estrada, “Las ciudades diversas”, La cabeza de Goliath.)

Adán Buenosayres despierta en Buenos Aires, “la ciudad-nación”, (E. Martínez Estrada, “Argirópolis”, Radiografía de la pampa), según el pensador arriba citado. Las coplas y los versitos se disuelven entre los gritos de esa “mazorca de hombres” que se disputan la posesión del día y de la tierra. Pluralidad de idiomas en escalas tanas, rusas, gallegas, turcas. Serpenteados por el Riachuelo, la muerte en el matadero y el sur fabril de chimeneas con cielo gris. Por el puerto, la invasión extranjera. Nótese la metáfora que utiliza el narrador: una figura que remite al ámbito rural para hablar de la ciudad. La mazorca de hombres como fruto de la ciudad, por un lado; y la más-horca como cuerpo policial de la época rosista que, si seguimos esa línea de asociación, nos recuerda varios pasajes de Amalia donde las calles de la ciudad eran asediadas por los asesinos del Restaurador.

Buenos Aires muere de vulgaridad. Si vivís ahí, podés ser víctima de lo mediocre y su contaminación. Tiembla el protagonista ante “el frío de una realidad sin vuelo”. Elevación gallinácea. Dicho por Samuel Tesler: “La perra que se come a sus cachorros para crecer.”

Adán es el expulsado del Paraíso. Ha muerto. Murió el poeta-creador en el prólogo. Adán, el desarraigado de la perfección, dirá Cortázar. Atrás, vestigios de sueños, queda la infancia de una vida rural, patria idílica del comienzo. El proyecto intelectual es de una doble recuperación: la tradición criolla, acorralada por la ciudad, que sobrevive en el campo y las tradiciones de los antepasados europeos.

Cuando el astrólogo Schultze reproche al lanchero de Cacodelphia, un gallego colectivero, haber olvidado aquella dignidad que tenía en su aldea, en Galicia, haber trocado sus valores por un mimetismo grosero, no nos sorprenderemos: “podabas tu viña, matabas tu chancho, cantabas los villancicos de tu madre y profesabas la sabiduría de tus abuelos”. ¿Y después? Metamorfosis en un compadrito de melena y pañuelo al cuello. La “bravura criolla” viene evolucionando desde Martín Fierro al malevo.

Más adelante, los héroes encuentran a un abogado, hijo de un zapatero. Típica historia de tango (“Giuseppe, el zapatero”, cantado por Carlitos Gardel), el hijo oculta al padre, reniega de su linaje, aún cuando su progenitor se ha deslomado por costear sus estudios y, ya doctor, se entrega al lujo burgués. “Y olvidaron su tabla de valores por aquel fácil estilo de vida que les enseñaba el país. Y la obra de corrupción iniciada en los padres fue concluida en los hijos: los hijos aprendieron a reírse de sus padres emigrados, y a ignorar o esconder su genealogía. Son los argentinos de ahora, sin arraigo en nada”.

No sólo este ritmo de vida infernal, “un urbanismo traicionero que amenazaba con envolver en sus redes lo más puro de la tradición argentina”, confunde, sino desdibuja el ser nacional. Los colores del estandarte mixturan sus pigmentos. ¡Oíd poetas, el profundo reclamo!... “La tristeza del barro que pide un alma”.

La solución rapsoda. “Allí fuera, los hombres vivían bajo la tiranía de las cosas. Su conducta era determinada en todos sus detalles por los mandatos de lo material, por el dinero, por las herramientas de sus profesiones y por las leyes nada juiciosas de la costumbre y la convención. Pero dentro de la librería me sentía a salvo de las asechanzas de la materia, aislado de los peligros de la actualidad; allí, en donde un viejo barbudo, superviviente de otros tiempos, tocaba con furia la música romántica.” Aldous Huxley, “La librería”, Limbo.

Y, por supuesto, en el oficio de juglar existe una necesidad apremiante: hacerse entender en todo momento. Histórica ha sido “la urgencia de renovar el repertorio heredado, haciendo que el habla de los vulgares usos cotidianos entrase más y más en la prosa recreativa.” Una elección que más bien es una corazonada. “Los juglares, no por decisión unipersonal sino colectiva, en esfuerzo difuso e instintivo (…), echaron llaves al arte de los clérigos, continuador de una tradición latina docta , extremamente empobrecida, y dejándose conducir del gusto vulgar al que inexcusablemente debían atender, crearon una nueva tradición popular en la lengua románica de los nuevos pueblos medievales.” (Ramón Menéndez Pidal, “Los juglares y los orígenes de la literatura española”, en: Francisco Rico y Alan Deyermond, Historia y crítica de la Literatura Española). Esto me lleva a reflexionar sobre las instancias de recepción de ambas novelas y la incomprensión de varios intelectuales contemporáneos. Libros inclasificables, inacabados, fragmentados.

No puedo no pensar en los textos antropófagos de Oswald de Andrade. Manifiestos que convocan una lengua “sin arcaísmos” ni “erudición”, y que se nutren de millones de errores y faltas del habla. Y no sorprende que, cuando enumere elementos estéticos modernistas a utilizar, junto a la libertad de creación, destaque la valorización del inconsciente, de lo cotidiano y de lo mecánico. Porque “en lo cotidiano, que llega hasta lo vulgar, están lo popular y lo revolucionario. En el inconsciente se esconden lo primitivo, lo nativo, lo geográfico y lo telúrico”. (Oswald de Andrade, Escritos antropófagos.) Recordemos la filiación modernista de Mario de Andrade y su recorrido inicial que, poco a poco, fue desviando su norte.

Nacionalismo combativo. Un arte de acción. “Brincamos com a arte”. Gilda de Mello e Souza en “O tupí e o alaúde”, analiza el plano de la composición de Macunaíma en analogía con el proceso creador de la música popular brasilera. Basado en juegos infantiles donde se unen los cantos de modo espontáneo, la improvisación del cantor alcanza una pieza híbrida. En cada repetición se mudan uno o más elementos sin dejar de ser reconocible la fisonomía de su constitución. Mediante la combinatoria –que incluye fallas mnemónicas repuestas con variaciones inconscientes– se enmascara, transforma, deforma y adapta texto y melodía. Aplicada en la escritura corrobora la subversión del material lingüístico en la novela. Y, también, utilización de artificios y frases hechas desprovistas de su sentido fijado- estereotipado por la lengua. Recordemos que Macunaíma colecciona garabatos –cuando niño soñaba con malas palabras– así como el gigante piedras preciosas. Esas palabras “feas” son consideradas cosas materiales que funcionan como instrumento de lucha. (Eneida María de Souza, “A pedra mágica do discursos”, en: Mario de Andrade, Macunaíma, Edición crítica, Telé Porto Ancona Lopez, coordinadora, Fondo de Cultura Económica.)

Un pre-realismo, forma salvaje de contracultura, se acerca a la narrativa oral indígena o arcaica popular, Alfredo Bosi, “Situaçao de Macunaíma”. El resultado será un embrollo cronológico y geográfico, con persecuciones al mejor estilo de los dibujos animados. Desde Itamaracá a Guajará Mirim pasando por Paraná, atrás viene el cachorro Xaréu. La vieja Ceiuci te persigue de Mendoza a la Guayana Francesa, sin parar. ¡Borren las fronteras políticas que dividen a Latinoamérica!

Dijeron los martinfierristas en manifiesto girondezco (Martín Fierro. Nº 4, del 15 de mayo de 1924): “nos hallamos en presencia de una NUEVA sensibilidad y de una NUEVA comprensión”. La primera definición de estos jóvenes fue reaccionar contra una situación cultural que juzgaban rutinaria y caduca. Rasgos centrales de la revista eran el desenfado y la irreverencia con que consideraban la crítica artística, el tono festivo del que aparecía rodeada la actividad literaria, la virulencia de las polémicas, la búsqueda de un criollismo que conjugara la tradición nacional con estéticas europeas.

Así el “lector agreste” debería estar orgulloso, él es un “porteño leal”. Lealtad que conserva y legitima la tradición. El campo, como espacio aún no contaminado por la inmigración y la modernidad, es el reservorio de un pasado nacional ligado a la tierra, asentado en el linaje o en las posesiones y saberes de los antepasados. Porque “cuando lo presente ya nada nos insinúa y lo futuro no tiene color delante de nuestros ojos, ¡bueno es dirigirlos a lo pasado, sí, allá, donde tan fácil es reconstruir las bellas y sepultadas islas del júbilo!”. El ámbito rural, donde las cosas vuelven, tal vez, a tener un valor primordial, brotadas “recién de las manos de su Creador”.

Es la confianza en un ascenso por la belleza. Beber de las fuentes de la tradición y enaltecer el alma. La dignidad en lo simple, en lo noble del trabajo. Es la nobleza original del poema del domador de caballos, sabio en la medida de su fidelidad, “como templar una guitarra”. Civilización y barbarie. La famosa “i” de Sarmiento que une los polos. El dilema de la generación del 37 casi un siglo después.

Marechal no puede rastrear las huellas patricias que –aunque un poco fabuladas– rescata Borges de sus antepasados. Su tono se hace cargo de ese cambalache que hereda la cultura de Buenos Aires y lo resuelve uniendo extremos opuestos, yuxtaponiendo, superponiendo. En el fango sagrado crece la mortífera hoja de cicuta para que mastiquen los Sócrates del arrabal. Criollismo y lunfardo, Homero y catolicismo.

Y la pregunta por el argentino auténtico... un enigma nacionalista. Si ya no es ni país, esto es una factoría… “¡Inglaterra es el enemigo!”, sentenció el petiso Bernini. “El argentino, por naturaleza, fue y debe ser un hombre sobrio, como lo era y es todavía nuestro paisano, como lo fueron y son los inmigrantes que nos han dado el ser a la mayoría de nosotros. Pero, ¿qué ha sucedido? Que el extranjero nos ha embarcado en una mística de la sensualidad y el vivir alegre, inventándonos mil necesidades que no teníamos, para vendernos, ¡claro está! Los cachivaches de su industria y rescatar el oro con que nos paga nuestra materia prima.

Macunaíma reivindica la necesidad de asumir una particularidad latinoamericana, desenvolviendo el propio potencial cuestionado por la civilización europea: “Paciência, manos! Nao! Nao vou a Europa nao. Sou americano e meu lugar é na América. A civilizaçao européia de-certo esculhamba a inteireza do nosso catáter” (c. XII). No bien se alejaron de San Pablo, Macunaíma, ante la imposibilidad de encontrar la suya, dejada en la isla de Marapatá, “pegó una consciencia dum hispano-americano”, demostrando ser un héroe no absolutamente brasilero. Y reafirma que los brasileros comparten parámetros con el resto de América. El mismo sol nos dora a todos.

Esta mirada –integradora– hacia la región es imposible hallarla en Adán Buenosayres. Pienso en una biografía ideal del poeta de Villa Crespo: niñez y experiencias de la vida rural, un lazo prolongado con la tierra y la tradición, el nudo de un linaje heroico, conocimientos perspicaces y contagiosos como la risa del abuelo Sebastián. Desaparecen el mundo barrial y hogareño, y podría agregar matero decentito infeliz. No se oculta esa necesidad de recuperar las raíces europeas.

Existe un armazón católico que estructura la novela y que no permite un acercamiento más consciente hacia otras culturas de Argentina, especialmente, las desarrolladas por los pueblos originarios (aunque aparezca una conexión con la tierra como fuente de vida). Menos aún hacia otras partes de América Latina. Cuando se hable de los indígenas, Echeverría y Mansilla respaldarán la erudición. Asistimos al recurrente tópico literario del indio, el malón, la cautiva, los ranqueles. Shultz nombra, antes del encuentro fortuito y etílico –“yapay”– con el cacique Paleocurá, a Incas y Aztecas, presuntas raíces nuestras pero remite el origen a la Atlántida, al Critias, a Platón. Toma la palabra el narrador: “nuestros aborígenes descendían de aquéllos focos norteños, o mejor aún, de grandes contingentes que por desertar a la servidumbre o la guerra se habían desplazado hacia el Sur y habían descendido luego a la barbarie; (…) Schultz hubo soltado ésa y otras especies que volvían a convertirnos en la resaca del mundo;” (la cursiva es mía.)

Un pliegue hacia adentro que excluye posibilidades de integración. De cabeza, al útero de la patria. Es tiempo del “neocriollo”. Poética y metafísica. Un hurto al cuerpo latinoamericano. La selva amazónica está en el corazón de Brasil. Hasta allí rastreamos altivos pechos de la resistencia, pateando muros, pisando fronteras. El “hérue” va por “debaixo do salto da Felicidade”, luego toma “a estrada dos Prazeres” para arribar a “capao de Meu Bem que fica nos cerros de Venezuela” , donde Ci comanda asaltos matreros.

Cuenta Gilberto Freyre que, con el indígena, en la formación de la familia brasileña, se produjo una hibridez armoniosa. (Gilberto Freyre, “El indígena en la formación de la familia brasileña” Casa Grande e Senzala.) Cambió el esquema uniforme del modelo católico europeo. Habrá sido la Tía Ciata con una de sus macumbas. El vetusto arquetipo acusó la influencia de la magia y la mística, el totemismo y el fetichismo, los tabús. (Y los modernistas brasileros pretenden transformar el tabú en tótem.) “¡Va-mo sa-ra-va!” La “Casa Grande” amplió el horizonte brasilero, fue heterogénea la colonización y la familia gozó de plasticidad social. Uno aprende a caminar la selva y la jerga de las aves. (Y los modernistas brasileros se engullen al enemigo sacro.) No así es considerada la “casa grande” de las pampas por Martínez Estrada. Una casa de las afueras. Casa mala, sin ruido, pensamientos reprimidos, casa tabú. Silencio. Porque el campo puede ser también un espacio hostil, de telúricas maldiciones, de sequías rabiosas, y hay que salir a cuerear cadáveres con tío Francisco. Y así también curte su ser, el estoico resero.

Apertura de un lado y cierre de otro: los procesos históricos son diferentes. En Argentina, sabemos del exterminio aborigen en el sur. “Campaña del desierto” le dijeron, como si no hubiese habido habitantes, comunidades, vida. Aunque un mismo punto de fuga hacia la pureza natural o la naturaleza pura y la denuncia o la certeza de una ciudad que aniquila, que oblitera la autonomía espiritual. En cuanto a la instrucción, “los nacionalismos criollos de las Américas fueron, durante muchas décadas, débiles, eficientemente descentralizados y bastante modestos en sus ambiciones educativas.” (B. Anderson) Un llamado, una nueva voz. Por el lado de Macunaíma, la voz indígena, censurada, suprimida, inaudible en su forma originaria, apropiada y mal transmitida por los conquistadores. Esa mudez del vencido, sobrevive en un lorito.

Macunaíma no consiguió armonizar las dos culturas: Uraricoera, de donde provenía y el progreso, donde llegó ocasionalmente. Cuando regresó fue tarde, el rancho se había hecho tapera. Ni selva ni ciudad, concluye, ambas causan tristeza. Desterrado en su tierra, solo resta un exilio cósmico. El epílogo enmarca la historia y le da carácter de apólogo. El poeta traductor decanta la lengua para redescubrir el canto. Ese himno errante que podría entonar el pueblo brasileño en su búsqueda por una identidad tan plural y tan indeterminada. La gesta de un héroe antinormativo que apunta a un mundo futuro, eventualmente más abierto. Y un eco que se propaga: AMÉRICA LATINA UNIDOS O DOMINADOS.