27.5.10
Historia(s) del cine o Adrián Cangi dice que Godard..., por Pablo Moreno
Y pongo mi mayor esfuerzo pero no logro entender lo que dice el texto. Son las 22.35 hs. Terminé mi jornada laboral y encuentro un asiento en el colectivo 110. Fila del fondo, entre dos personas, sin intimidad para leer.
Leo el prólogo de Cangi de Historia(s) del cine y me revuelvo en el asiento. Primera enumeración: Broch, Mann, Bloy, Malraux, Adorno, Benjamín, Heidegger (esto empiezo a no entenderlo), Debord, Foucault (¿Foucault?), Blanchot (¡Blanchot! ¡Ira de Dios!), Deleuze, Sollers…y suspiro. Levanto la vista y me cambio de asiento, en la ventanilla.
Sigo leyendo, qué prosa difícil, imágenes subordinadas, texto-imagen. Si el texto es bueno se puede hacer cualquier cosa. Como Sallman con Zoo de Sklovski. Varias veces es nombrado Heidegger. Hay tipos que cometen los peores actos y nunca caen en desgracia. Y encima son filósofos. Si al menos escribieran como Céline. Continúo. Estratigráfica. Repito la palabra como un mantra. Rezo en silencio. Me estaré embruteciendo. No entiendo lo que leo, no entiendo al Godard de las últimas décadas. Será porque su morada en Suiza le da mucho tiempo para pensar y termina afirmando pelotudeces, sale suelto de cuerpo a pontificar la muerte del cine, o del cine tal como lo conocíamos. O quizás todo esto sea la tragedia de no poder explicar mi incomprensión. De mis fobias hacia el lenguaje técnico. Del odio que me producen los intentos teóricos de querer dar un status científico a todo aquello que amamos, sean libros o films. Ya lo sé. Todo esto son teorías sin calle, ni sangre. Las teorías de un mundo muerto.
Entonces trato de legitimar mi compromiso con las imágenes. Y vuelvo atrás.
Me acuerdo haber visto casi toda la filmografía del Godard de los 60’s en un par de semanas en la Lugones. Tendría unos 18 años y el cine estaba vivo. Me encantaron las historias, las traiciones de las heroínas, las calles de Paris y Anna Karina. Iba al cine a ver a Anna Karina. Manuel Puig decía: “los rostros de la Garbo y de la Crawford eran los autores de sus films”. Y lo rajaron a patadas del Centro Sperimentale di Cinematografia.
Seguí viendo films. Miraba los de Ferreri porque estaban la Schygulla y Ornella Mutti. Los films eran intensos, feministas. Fassbinder era frío como un témpano, pero era una fuente inagotable de historias. Los parámetros estéticos y narrativos se van corriendo con los años. Godard decía algo así en Introducción a una verdadera historia del cine: “hay que partir de cero, pero ese cero se ha corrido y ha dejado de ser un cero”. Las historias son verdaderas si las formas narrativas son sinceras. Sentidas. A partir de ahí todo es susceptible de ser experimentado, porque todo es experiencia. Narrar es una experiencia y un privilegio de pocos.
Hace un par de años vi dos veces seguidas un film de Apichatpong Weerasethakul: Syndromes and a century. El film, como todos los del tailandés, no ofrecía una historia, trama ni argumento. Eran los mismos personajes en dos mundos distintos (un hospital rural y un hospital de ciudad). Al día de hoy no puedo explicar la fascinación que me produjo. Era sumergirse en la película y disfrutar de ese mundo. Nunca puede transmitir esa emoción.
La felicidad no tiene explicación.
Miro por la ventana y veo la calle Artigas. Villa Pueyrredón es un barrio hermoso. Antes que me cuestione por enésima vez para qué la literatura, el cine, todo esto, al recapitular, recuerdo el mail de la mañana. El Joven Poeta ante mis dudas de tipo imbécil me escribe: “Amigo, métase a Hamlet en el culo”.
Y entonces me río solo.
Buenos Aires, 16 de abril de 2010.
20.5.10
La sonoridad en Espantapájaros, por Christian Fernández
Introducción
Hay que buscarlo ingnífero superimpuro leso
lúcido beodo
inobvio
entre epitelios de alba o resacas insomnes de soledad en creciente
antes que se dilate la pupila del cero
mientras lo endoinefable encandece los labios de subvoces que brotan del intrafondo eufónico
con un pezgrifo arco iris en la mínima plaza de la frente hay que buscarlo
al poema
Oliverio Girondo, en “Hay que buscarlo”, de En la masmédula, nos da una clave de lectura para su poesía, al decirnos dónde debe buscarse el poema. Dentro de la compleja enumeración que realiza, un lugar de búsqueda en particular nos llama la atención: este es el intrafondo eufónico que menciona en el antepenúltimo verso. Encontramos en el neologismo intrafondo una alusión a lo profundo, a lo recóndito, a lo más interno del ser. Se nos dice además que este intrafondo es eufónico, es decir, que produce un "efecto musical agradable". Marchese y Forradellas definen la eufonía como una "armonía producida (especialmente en la poesía), por los valores tímbrico-melódicos de las palabras".
En síntesis, este intrafondo eufónico evidencia una de las características más relevantes de la poesía girondina que es la musicalidad. El propio Girondo nos dice que abreva, para la construcción de su poesía, en la armonía de sonidos que se encuentran en lo más profundo del ser. Es una concepción casi pitagórica de la creación. La crítica coincide en que es en el último libro que publicara Girondo, En la masmédula, en donde el lenguaje, en todos sus aspectos, cobra mayor relevancia. No obstante, creo que la preocupación por el aspecto sonoro de la lengua es una constante en todas las etapas de su producción. Coincido con Jorge Schwartz en que se puede "leer la producción poética de Girondo como una totalidad, en vez de bloques diferenciados, como lo ha dividido hasta ahora casi la mayor parte de la crítica", ("La trayectoria masmedular de Oliverio Girondo." Cuadernos Hispanoamericanos: Revista Mensual de Cultura Hispanica, 1996).
Reconozco, junto con Enrique Molina, que "pueden señalarse, sin embargo, tres momentos bien definidos [en la obra de Girondo]. Uno inicial, que incluye sus dos primeras obras... donde se instaura un diálogo con lo inmediato... Otro, intermedio, [en el que] las cosas se someten a un conjuro, se sobrepasan o circulan irisadas por el delirio. Situamos aquí a Espantapájaros... Y por último, la plena asunción de esa terrible intemperie del espíritu, esbozada primero en Persuasión de los días para culminar En la masmédula" ("Hacia el fuego central o la poesía de Oliverio Girondo", en: Girondo, Oliverio. Obras. Losada, Buenos Aires, 1991). Aldo Pellegrini, quien antes que Molina había realizado una división de la obra de Girondo, aunque en dos etapas, asigna un lugar clave al libro que Molina designara como etapa intermedia: "Espantapájaros aparece como un verdadero libro clave, pues al mismo tiempo que cierra este primer período, contiene en germen los elementos del segundo", (prólogo a Oliverio Girondo. ECA, Buenos Aires, 1974).
Por su caracter de libro clave, de etapa intermedia en la que puede verse en estado seminal el desarrollo posterior de su obra, intentaremos ver qué recursos relacionados con una concepción musical de la poesía explotó Girondo a comienzos de la década del 30; mediante qué figuras retóricas y recursos lingüísticos buscó expresar la creciente hondura de su visión existencial.
Los recursos sonoros de Espantapájaros
Beatriz de Nóbile analiza a fondo los usos del lenguaje en En la masmédula. De dicho estudio extraigo algunas líneas de análisis sobre los recursos sonoros, así como también la idea de base de relacionar lo fónico con lo conceptual, con las intuiciones poéticas y las temáticas clave de la obra de Girondo. "No sólo interviene la forma -expresa Nóbile-, el contorno gráfico, sino también las formas sonoras encarnando un significado: el sonido como eco del sentido", (El acto experimental. Oliverio Girondo y las tensiones del lenguaje. Losada, Buenos Aires, 1972).
Mi análisis está estructurado en torno del caligrama que abre el libro. Esto fundamentalmente por dos razones. La primera, porque constituye la primera impresión del lector al abrir el libro e inaugura sus expectativas, dando así una suerte de clave de lectura y horizonte de expectación. La segunda, porque creo que en él se encuentran condensados la mayor parte de los recursos sonoros que Girondo utiliza a lo largo del libro. Empiezo este análisis con la cabeza de la figura del caligrama. Ahí se observa una clara repetición. Por un lado, se repite la construcción sintáctica: un pronombre, una negación, el verbo 'saber' conjugado, el objeto directo. Por otro lado hay una repetición lexical llamativa: la palabra 'nada'. Dicha palabra se vuelve más notoria cuando vemos que cierra los siete versos; la ubicación no es inocente. Por último, la repetición de una misma palabra al final del verso genera un potente efecto sonoro que da énfasis a la idea de la nada. Retóricamente, este recurso tiene el nombre de epanalepsis, que Marchese y Forradellas caracterizan como la "repetición de una o varias palabras para reforzar la idea que se quiere expresar". Tenemos, en la cabeza del caligrama, el sonido abierto y enfático de las dos 'a' de 'nada', que agigantan la palabra y lo que ella implica.
Este recurso de repetición constante de una palabra es retomado en el poema número siete, en el que la palabra 'amor' aparece incesantemente, incluso combinada con palabras que, mediante aliteraciones, multiplican la sonoridad de sus vocales y consonantes. Tal es el caso de la 'a' en "Amor analizable, analizado" y de la 'm' en "Amor con una gran M, con una M mayúscula, chorreado de merengue...". Incluso con la 'a, la 'm', la 'o' y la 'r' todas juntas, como en "Amor que exalta el canto de las ranas bajo las ramas, que arranca los botones de los botines". 'Sublimar' y sus étimos se repiten en el número diez: “Yo he optado, definitivamente, por lo sublime y sé, por experiencia propia, que en la vida no hay más solución que la de sublimar, que la de mirarlo y resolverlo todo, desde el punto de vista de la sublimidad.” La palabra 'llorar' resuena en el dieciocho: “Llorar a lágrima viva. Llorar a chorros. Llorar la digestión. Llorar el sueño. Llorar ante las puertas y los puertos. Llorar de amabilidad y de amarillo.” El subordinante 'que' encabeza todos los párrafos del veintiuno, que es una gran enumeración: “Que los ruidos te perforen los dientes como una lima de dentista... Que te crezca, en cada uno de los poros, una pata de araña... Que al salir a la calle, hasta los faroles te corran a patadas...” Y, finalmente, el adjetivo 'solidario' se reitera constantemente en el veintitres: “Solidario por predestinación y por oficio. Solidario por atavismo, por convencionalismo. Solidario a perpetuidad. Solidario de los insolidarios y solidario de mi propia solidaridad.”
Volviendo al caligrama; en segundo lugar, los brazos de la figura presentan la primera parte de una frase que, sintáctica y semánticamente, es correcta y coherente: habla de una generación desorientada por el contraste entre sus propios intereses y los impuestos por la generación anterior a través de la educación. Esta idea podría ser, incluso, un claro ejemplo de la génesis de la actitud de las vanguardias. Sin embargo el sentido de la frase queda opacado por la hipnótica repetición del sufijo 'ción' (con 's' o con 'c'), dándole un cierto aire de juego absurdo, de nonsense. El sonido modifica el sentido de la frase. No sé si llamar a este tipo de repetición sonora aliteración, puesto que los manuales de retórica que consulté establecen que se trata de una repetición de sonidos al comienzo o en medio de una palabra, no al final. Tampoco puede hablarse de rima, puesto que no finaliza el verso. Quizá podría hablarse de rima interna o, simplemente, de un ritmo generado por la repetición. Lo cierto es que, de algún modo, distrae la atención del significado propio de la frase y le confiere otro sentido. "Aunque este poema esté reglado más por un virtuosismo extravagante -observa Beatriz de Nóbile-, de todos modos, las correspondencias establecidas en las cadenas de palabras, ejercen su propio sentido por el efecto sonoro. (...) Existe un propósito, no sé si deliberado o no, de expandir el significado". Yo particularmente creo que el propósito es deliberado. Girondo no llega en Espantapájaros a la fiesta del lenguaje que representa En la masmédula, pero sí se ve aquí en germen, o al menos en la intención, la necesidad de apoderarse enteramente del lenguaje para desestructurarlo y adaptarlo a las necesidades expresivas del poeta.
Pero continuemos por ahora con el análisis del caligrama. La repetición continúa en la parte superior del embudo que representa el torso de la figura. Se ve aquí la continuación de la frase anterior, aunque se da dentro de otra figura retórica que es la de la acumulación. Esta "consiste en la seriación de términos o sintagmas de naturaleza similar e idéntica función". En este pasaje, la acumulación presenta una cierta relación semántica entre las palabras que la componen, aunque, como veremos, no siempre es así en la prosa poética de Espantapájaros. Lo interesante de este caso es que, como en muchos otros a lo largo del libro, el elemento que asocia los términos acumulados es una repetición de sonidos: nuevamente el sufijo 'ción'. La sonoridad refuerza la yuxtaposición y la coordinación sintácticas y, en este caso en particular, continúa el juego sonoro de la extensa frase con palabras terminadas en 'ción'. Este tipo de asociación paradigmática que violenta la sintaxis y refuerza las yuxtaposiciones puede verse también en el poema número cuatro, aunque en él, como anticipamos, no hay una estricta relación entre las palabras yuxtapuestas. La asociación se crea directamente a través del sufijo que se reitera: "Fui metodista, malabarista, monogamista". En el veintitrés encontramos "Solidario por atavismo, por convencionalismo". El recurso se repite en el número doce dentro de una frenética acumulación de verbos cuyas desinencias generan un ritmo y hasta una rima asonante, algo muy raro en la poesía de Girondo: “Se miran, se presienten, se desean,/ Se acarician, se besan, se desnudan,/ Se respiran, se acuestan, se olfatean,/ Se penetran, se chupan, se demudan...”
El recurso de asociar palabras mediante sufijos tiene su correlato también en el uso de los prefijos. En el poema número cuatro, por ejemplo, se da con 'entre' y 'contra': “Abandoné... los entreveros por los entretelones... tuve que distanciarme de los contrabandistas y de los contrabajos...” En el siete con 'pre', 'in' y 'corto': “Amor... lleno de prevenciones, de preventivos; de cortocircuitos, de cortapisas... Amor impostergable y amor impuesto. Amor incandescente y amor incauto. Amor indeformable.” Otras asociaciones se establecen mediante étimos, como en el poema número cuatro "Mi repulsión hacia los parentescos me hizo eludir los padrinazgos, los padrenuestros". En el número cinco los números están agrupados por su raiz: "Siete, setenta o setecientas generaciones..." Y en el dieciocho conviven "las puertas y los puertos".
Pero retomemos ahora el análisis del caligrama inicial. Una indicación de lectura, "(Gutural, lo más guturalmente que se pueda)", conecta la parte superior con la parte inferior del torso de la figura. Esta parte consiste en un juego conceptista. Aquí hay un doble recurso sonoro. Por un lado, la aliteración: la repetición del grupo consonántico 'cr' por la repetición de la palabra 'creo'. Por otro lado, una referencia onomatopéyica al "canto de las ranas". Dos recursos entonces, aliteración y onomatopeya, integrados en un juego conceptista que cobra finalmente un sentido de absurdo. La aliteración es una constante en varios pasajes del libro, entre ellos este del poema número cuatro: "Abandoné las carambolas por el calembur, los madrigales por los mamboretás". Los ejemplos son innumerables, pero citaremos algunos agrupados según el sonido o grupo de sonidos que repiten. La 'm' en el siete: "Amor con una gran M, con una M mayúscula, chorreado de merengue", en el diecinueve: "millares y millares de dedos meñiques" y en el veinte: "El exotismo de las mariposas o de los mastodontes, los ritos de la masonería o de la masticación". La 'c' en el número ocho: "con ese cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una locomotora", en el número diez: "adquirir la psicología de un colmillo cariado", en el once: "Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal..." y en el dieciocho: "Llorar como un cacuy, como un cocodrilo..." La 'f' en el trece: "¡Al traste con los frascos de las farmacias, con los artefactos de luz eléctrica...", el dieciocho: "Llorar de frac, de flato, de flacura" y el veinticuatro: "recordar el forro de los féretros, o fijarse..." La vocal 'e' en el 14: "Ya ves en el estado y en el estilo en que se encuentra tu pobre abuela".
Volvamos ahora al caligrama. Para finalizar, quisiera resaltar que las piernas de la figura presentan una nueva repetición, esta vez de tres frases que implican a la vez desorientación y búsqueda. En estas frases, separando la apariencia de sin sentido que suponen los juegos retóricos y sonoros, Enrique Molina lee una constante en la poesía girondina: la verticalidad. Molina dice que hay en Girondo un "doble viaje hacia la profundidad y hacia la culminación del espíritu", que estaría representado por la búsqueda constante ("¿Allí está? Aquí no está") y por un movimiento ascendente ("Y subo las escaleras arriba!") y otro descendente ("Y bajo las escaleras abajo!"). En ese movimiento vertical de búsqueda constante interviene otro factor clave en la poética de Girondo. Creo que en este caligrama, como en el resto de la poesía de Espantapájaros, se amalgaman el "virtuosismo extravagante" de los juegos retóricos y sonoros con la introspección más profunda, todo esto a través del humor. No voy a detenerme en una descripción del humor en Girondo. Baste decir, por el momento, que Molina habla de "humor negro" como una "puesta en juicio" de una realidad mediocre, un "iluminar con una plenitud jocunda la insuficiencia del contorno". Esa crítica, que según Molina nace de un amor profundo, toma rasgos grotesco que revelan en última instancia la nada que se oculta tras las apariencias.
Molina habla de la imagen distorsionada de las apariencias como grotescas. Nóbile, retomando esta idea, explica el mecanismo por el cual opera el grotesco en el lenguaje, principalemente a raiz del muy citado poema número cuatro de Espantapájaros. El grotesco se daría aquí por las deformaciones que introducen las aliteraciones, las asociaciones sonoras, las onomatopeyas y todo tipo de abusos lingüísticos. El grotesco revela, según nóbile, otro de los temas característicos y subyacentes en toda la poética de Girondo que es el absurdo, tema que ya estaría, según señala la crítica, en la carta a "La Púa" que sirve de prólogo a la primera edición argentina de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía: "lo cotidiano, sin embargo, ¿no es una manifestación admirable y modesta de lo absurdo?" Nóbile esplica que "el grotesco idiomático de este párrafo forma, da cuerpo, al absurdo. (...) Así como en otros pasajes de Espantapájaros se introducirá por canales de absurdo semántico, de distanciamiento del mundo corriente, en los casos de grotesco lingüístico el distanciamiento se produce a partir de la homofonía, del encuentro permanente de partículas que sirven para formar la ‘rareza’ sobre la que descansará el absurdo". Estos temas son precisamente los que se ocultan tras el caligrama inicial. Todos los juegos de repeticiones, aliteraciones, onomatopeyas y acumulaciones son engañosos, distraen a la mirada ingenua y representan una farsa, un simulacro. Esto nos remite a lo que Luis Martínez Cuitiño considera "una visión medular en la poética: a ese principio de mutación, de cambio, de simulacro. Nada es lo que es. La realidad parece depender de pases mágicos...". ("Girondo y sus estrategias de vanguardia", Filología, 23.1.1988).
Efectivamente, hay en la poesía de Girondo algo encantatorio, una musicalidad que, como la lira de Orfeo, detiene todo a su alrededor y revela los sentidos más profundos. Creo que el aspecto sonoro es clave para comprender la poesía de Girondo, y uno de los más llamtivos. "En Girondo -expresa Aldo Pellegrini- hay una verdadera sensualidad de la palabra como sonido, pero más que eso todavía, una búsqueda de la secreta homología entre sonido y significado. Esta homología supone una verdadera relación mágica, según el principio de las correspondencias, que resulta paralela a la antigua relación mágica entre forma visual y significado". La correlación secreta entre las cosas, reales o imaginarias, que se evidencia en el lenguaje está presente en todo momento en Espantapájaros. El mismo Girondo lo expresa claramente en el poema número cuatro: “Lo irreductible me sedujo un instante. Creí, con una buena fe de voluntario, en la mineralogía y en los minotauros. ¿Por qué razón los mitos no repoblarían la aridez de nuestras circunvoluciones? Durante varios siglos, la felicidad, la fecundidad, la filosofía, la fortuna, ¿no se hospedaron en una piedra?” Este caracter mágico, encantatorio, de la poesía girondina se corresponde con una expresa voluntad de devolverle la pureza al idioma y convertirlo así en un medio de expresión adecuado para las intuiciones poéticas del autor. Explica Martínez Cuitiño que en En la masmédula Girondo "opta por el ludismo del niño que descubre las palabras. Así crea y no es creado por ellas. Comienza el intento de devolverle la virginidad al idioma...".
Podría hacerse aquí, tal vez, una relación con la modalidad de pensamiento por correspondencias que, según Foucault en Las palabras y las cosas, formó parte de la cosmovisión occidental hasta el siglo XVI. En esta modalidad de pensamiento tenían su lugar todo tipo de asociaciones y tanto la magia como la alquimia respondían al funcionamiento normal del universo. Quizás podría decirse desde este punto de vista que Girondo retoma una imago mundi que no conocía las distinciones científicas de Saussure y su escuela, una forma mentis en la que sonido y concepto no estaban distanciados y se relacionaban con la realidad en toda clase de correspondencias.
Me gustaría, antes de terminar, establecer un contraste con la estética borgeana. Gabriela Massuh, en Borges: una estética del silencio, señala que desde mediados del siglo XIX y atravesando casi todo el XX, hubo una fuerte crisis del lenguaje (Editorial de Belgrano, Buenos Aires, 1980). La póética de Borges comprendería, según esta autora, una respuesta a dicha crisis mediante la perfección de la forma por una lado y la búsqueda que realizan sus personajes de una expresión absoluta y del silencio como respuesta por otro.
Tanto Massuh en el citado libro como Sarlo, en Borges, un escritor en las orillas, hablan de la fascinación de Georgie con el Diccionario de rimas de Mauthner. Cito a Sarlo: “(Este era) una máquina para pensar: las rimas de una palabra guían hacia otras que se combinan en un poema hipotético por neecsidad fonética y azar semántico. (...) Como una pesadilla formal, el diccionario de rimas no se detiene nunca ni deja de producir poemas mounstruosos. (...) Máquinas de este tipo ocasionan una ordenada proliferación formal que Borges presenta como contrapartida cómica al desorden del mundo. (...) Pero, al mismo tiempo, dicen que algo imaginado por los hombres puede escapar a un destino confuso. (...) Los acontecimientos más extraños deben contarse como si el orden, ausente de la realidad, fuera posible en la ficción. (Ariel, Buenos Aires, 1995).”
Me resulta inevitable, cuando leo este párrafo, pensar en Oliverio y su método de asociaciones sonoras, similar en más de un punto con el de Mauthner que tanto incitara la curiosidad de Borges. Ambos compartieron una época de crisis del lenguaje y ambos encontraron su propia forma de expresarla e intentar superarla. Podríamos decir, se me ocurre, que mientras que Borges oculta el caos de la realidad y la crisis del lenguaje en una forma ficcional perfecta que, sin embargo, escamotea todo tipo de significados unívocos, Girondo lo desnuda en una máquina poética regida por asociaciones sonoras y semánticas aparentemente caóticas, para luego crear su propio lenguaje en En la masmédula.
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9.5.10
Jugar con los perros como perro con perro, por Juan Dos
En el decenio segundo de la segunda mitad del siglo veinte varios escritores latinoamericanos gesticulan sus hábiles mascaradas subidos al fenómeno del “boom”. Las regalías del negocio editorial, la sabrosa circulación de efectivo abre el apetito a la novísima generación. Algunos adoptan aires de “estrella”, la mayoría corteja los gustos y las prerrogativas de la cultura dominante. Arguedas no. José María Arguedas (1911-1969) no es un aculturado. El socialismo no mató lo mágico en él, su manejo del instrumental literario “burgués” no le impide ni rascar (con gusto) la cabeza de chanchos mostrencos ni conversar y jugar con los perros como perro con perro ni convertir los mitos y los cantos de su pueblo en textual espina dorsal de sus novelas. Esta última, por lo demás, conversión problemática: leyendo los capítulos finales de Transculturación narrativa en América Latina, de Ángel Rama, uno toma conciencia del conflicto (¿irresoluble?) entre la forma novela (burguesa) y el tema y los destinatarios de Arguedas (el pueblo). Problema común a Walsh, quien, entrevistado por Ricardo Piglia en 1970, esquiva la apresurada vinculación a Joyce o a Faulkner servida por el entrevistador, optando por una literatura “menor” (Lord Dunsany), más de sótano, por (al menos) una forma breve, más pequeña. Metiendo en medio a Borges ya que a éste “nadie se anima a pedir una novela”.
Arguedas y Walsh registran la tensión en sus Diarios. El zorro de arriba y el zorro de abajo (edición póstuma de 1971) y la comprometida crónica clandestina de Operación Masacre, Satanowski y Rosendo (1957, 1958, 1969) forman parte de un proceso, ensayan soluciones parciales. Los Diarios son el lugar de ese registro. El problema de la novela desemboca en el Diario. Valiéndose de la privacidad inherente al género, Arguedas y Walsh registran múltiples tensiones. Tensión del combate personal junto a los avatares del combate colectivo. Por ejemplo Arguedas: “me devano los sesos buscando una forma de liquidarme con decencia”, “los hacendados grandes y chicos se mean en la boca y en la conciencia de los indios”. Tensión respecto del campo literario burgués o revolucionario, tensión de las formas estéticas extraídas al grupo dominante (duras, difíciles de reconvertir) y tensión de la asfixiante soledad respirada a lo largo de sus complicadas estadías en cualquiera de los hemisferios regios. Ambos. No obstante, la utopía indígena de Arguedas, más allá del trágico final personal, el silencioso presente y el futuro incierto, en su inmediatez, provee una cercanía con lo “real” mayor que la de un socialismo conjugado a futuro. Cuando a comienzos de los sesentas Walsh visita las delicias del lupanar cubano y accede a la suave tersura de sus misteriosas mulatas (Ese hombre y otros papeles personales: 1961, 19 de febrero, domingo) siente culpa. Avisado por los remilgos y la vigilancia cómplice del joven gobierno revolucionario al que responde, no lo disfruta. Walsh registra eso. Arguedas, en cambio, camina solo, casi apocalíptico, las sesiones académicas seguidas de fiesta en la Universidad de Valparaíso apagan la poca llama encendida entre árboles, perros y mujeres de la vida. Lidia con accesos de invalidez operativa que duran años, enloquecido por el trabajo vudú (supondría Artaud) practicado por el capitalismo, academias e intelectuales, sobre su voz, luchando contra ese bombardeo viral de la palabra consensuada, confiesa hallar en el “pino de Arequipa” a su mejor amigo. No cuenta con nadie: “yo tenía pocos y débiles aliados, inseguros”. Qué Bach ni qué Vivaldi. El pino de ciento veinte metros de altura, desde el patio de la Casa Reisser y Curioni domina todos los horizontes de la ciudad. Arguedas le habla con respeto y el gigante, gigante como el Niágara, probablemente hasta hoy guarda su confidencia. O como cuando va de putas (secuencia más luminosa que la dedicada a su mujer: “por primera vez no sentí temor de la mujer amada”), Arguedas, como los personajes de Onetti, no es que vaya de putas, se queda con ellas recibiendo “el toque sutil, complejísimo que mi cuerpo y mi alma necesitaban para recuperar el roto vínculo con todas las cosas”. (Nota al pie: dentro de la ética revolucionaria el tema de la prostitución genera cierto escándalo y el realismo socialista acostumbra replegar sus hilos narrativos ante el vistazo de una sexualidad marginal.) Las correspondencias Arguedas-Onetti vienen por este lado. La furibunda inclemencia neurótica de la desesperación ciudadana que zafa del partido académico o del corset revolucionario, establece los códigos, las relaciones, los circuitos del ámbito marginal no como exilio interior, sino contrapartida del mundo burgués. Operación que disminuye la intervención política en las dimensiones del plano obvio de lo real, pero que revaloriza y opone sujetos, vínculos, estilos vitales, recorridos biológicos, geografías violentas y materiales desclasados. Y opone la mujer pública a la privada, la delincuencia y la cara de la desgracia al maldito encanto de la burguesía, como el imaginario de la marginación a la complacida estructura moral proyectada por modas, intereses ideológicos, políticas editoriales, esnobismos estéticos, mafias culturales, etc.
A partir de Yawar Fiesta (1941) Arguedas sortea las normas de la modernidad enfocando exclusivamente un solo problema, el indio. A partir de El pozo (1939, cerca de Arlt y anterior a La náusea), Onetti concentra su narrativa en torno al lumpen. Estos no son puntos de fuga, son impiadosos recortes, tajos radicales o, mejor aún, cito a Rama, un “universo interno, humilde, concreto, que sin otras coordenadas axiológicas impone un sistema de valores artísticos poco valioso para la intelectualidad en general” (ob.cit.). Pero la novela es un soporte pensado por una clase determinada y la clase sojuzgada por ésta halla dificultades inevitables al intentar apropiarse de él. Si Walsh se hubiera puesto hubiera completado la serie de los irlandeses (ver mismo reportaje), entonces no se pone y su cambio de posición también cambia la clase de lector. El avance exclusivo en la cuidadosa elaboración de documentos políticos no lo deja reconstituir su narrativa dispersa. Walsh enroca tipos de lector porque la denuncia, licuada por el tratamiento clásico o vanguardista de la novela, se le vuelve inofensiva. Y Arguedas defiende una zona donde salvo el lenguaje no se complace nunca a nada. Por eso Ángel Rama agrega que esta operación (transculturadora) “sólo puede asentarse en los círculos rebeldes de intelectuales y estudiantes del hemisferio de la cultura dominante, sin armar contrapartida en el hemisferio cultural dominado” (ob.cit.). Ni el pueblo trabajador ni el pueblo indígena (aún mucho menos) disponen los recursos indispensables para dotar a Walsh o a Arguedas de condición orgánica, funcional a sus grupos, y ésta diyuntiva, más la cooptación institucional de casi todas las búsquedas o experimentaciones dependientes (en algún punto) del campo cultural, rige, dibuja nuestros vastos laberintos de soledad disidente. Arguedas desplaza el foco hacia otro territorio, sin duda al más ignorado y el menos “interesante” para el cuerpo profesionalizado de una seudo-modernidad tercermundista que, presurosa tras la conquista del mercado europeo, olvida las urgencias de su patria, cautivada por el resplandor de otras en lo económico todavía adversas. Tanto Arguedas como Juan Rulfo (metafísica fantasmagórica de la revolución) como Vallejo (Tungsteno) como Onetti (novela de ofensiva urbano-rural), o, (urbana de barricada existencial) como Carlos Correas en Los reportajes de Félix Chaneton (porque aunque la degradación progresiva del paso del tiempo en Correas y Onetti, sea inapelable, igual desarrollan la “aventura marginal”), todos mantienen los ejes de su producción apegados a la región original, dotándola de posibilidades sumergidas en la indiferencia oculta de su seno. Del reviente displicente al desesperado amanece en ellas el violento y duro banco de la plaza periférica, el revolver del malevaje insubordinado, el tiempo emparedado, la frontera de las bestias arltianas y más allá, donde el tema se transfigura en compromiso, un centinela despierto. Con la palabra cargada al hombro el centinela mira de frente el caos contradictorio de su autocuestionada colmena. La desintegración del edificio vincular, centralizada mediante el vórtice escudriñador de la narración, ilumina el callado desvanecimiento de una comunidad en problemas. Algo viejo, un aparato, una organización o un conglomerado agoniza y se desintegra. Apesta. La novela parte de un problema moral y de una responsabilidad testimonial: la calle, el suburbio o lo rural como zona de batalla entre clases de saberes y cosmogonías inconciliables.
De lado a lado del espectro ideológico emerge una serie de pronunciamientos relacionados a través de cierta (persistente) resistencia a distintos aspectos del totalitarismo y a distintas clases de servidumbre o canallería intelectual que éste necesita y recompensa. Voces impugnadoras, textualidades instrumentalizadas por fuera de los canales fiscalizados desde los gabinetes de la cultura dominante, extravagancias agresivas que intervienen al margen de las cofradías estéticas elaborando escrituras de una contundencia insobornable. Francotiradores del sistema literario, marginales, solitarios o militantes, de derecha a izquierda disparan ficciones, proclamas, ensayos, artículos, poemas y denuncias cuya voluntad de proyectar el tema en el seno de sociedades que lo rechazan e invisibilizan, incomoda, amenaza, sobra, estorba por sus correcciones incesantes, por el desenmascaramiento constante de las numerosas fachadas del tinglado. Interfiriendo dentro del campo literario (llegado el caso algunos también dentro del político), ajenos a la coartada de la irresponsabilidad burguesa y extraños al suspiro del estudiante titular becado, como quería Sartre en ¿Qué es la literatura?, los centinelas piensan, escriben dando pelea, metidos de lleno en la situación de su hora. No escriben a destajo, escriben por amor, goce o necesidad, no por oficio. Antiguamente los poetas eran considerados profetas visionarios y algo más tarde hubieron de peregrinar, réprobos, a lo Hölderling. En la mitad del siglo veinte Sartre fecha el descenso del vate a la categoría de “especialista” (op.cit). En la actualidad, el panorama congelado de nuestro insípido charco exige la práctica del lobby como parte inherente del “oficio”, editoriales pro reeditan material vencido hace tiempo, pocos poetas transmiten el espíritu de la materia a la palabra y, casi ninguno, vierte el sueño del ser sobre la materia. Sacando al francotirador militante, el resto de los francotiradores encarnan hombres solitarios que fuman en un sitio cualquiera de la ciudad, que, como Roquentin, conocen al dedillo esas calles-sótano hediondas de Bouville, de Santa María y de todas las ciudades del mundo, calles donde el sol da con dificultad y unos charcos eternos de agua servida aseguran la escasa circulación de hombres con “atributos sociales”. Porque el hombre social, burgués, acá por lo pronto denominado “cerdo”, observa el decoro, pasea sólo con mujeres “decentes” y asiste puntual al supermercado de las pasiones con la ambición de exterminar la conspiración de las almas fugitivas.
Escritores stalkers. Arguedas, Rulfo, Onetti, Walsh y Symns componen llamativas independencias de impulso furtivo. Se deslizan de manera ilegal. El referente de sus trabajos, al hallarse desclasado no participa de la recepción final y así, el diálogo iniciado, acaba siendo escamoteado a los receptores efectivos, calificados, pero en esencia extraños al deseo original del texto. Zona de lúgubre belleza, su carácter irreversible conoce renuncias y audacias. O el amable sometimiento del mercado o la reclusión del silencio. O la fe en la palabra o la confirmación del suicidio. José María Arguedas interrumpe su vida y evita ser convertido en sombra, enfermo inepto, testigo lamentable de los acontecimientos. Lo cual no impide afirmar que el suicidio derive muchas veces de interpretaciones desafortunadas, lecturas insuficientes que, enceguecidas por el rápido fulgor del apresurado descenso, queman, desperdician un resto valioso. Un bendito resquicio por donde las piruetas imprevistas del francotirador (pienso en Viel Temperley: “El guardafauna”) acepten sin más la obligación casi templaria de mirar hacia el mar, día tras día. No importa qué. Para llegado el caso salir con un máuser y disparar contra las olas o contra las horcas y entonces disparar hacia fuera, no hacia adentro. Lejos del último boliche del camino, con doscientos kilómetros de soledad a las espaldas.
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