3.9.25

Borges igual a Borges, por Néstor Sánchez

 

 

(Entrevista)

 

 

La primera virtud de Jorge Luis Borges se experimenta casi al mismo tiempo de entrar a ese salón incalificable de la Biblioteca Nacional donde atiende a todos los que necesitan entrevistarlo, sin excepción alguna; deja las manos sobre una mesa de dimensiones  casi tan irreales como las del salón y, a partir de una pausa que viene de antes, dispone de todo su tiempo: en resumidas cuentas Borges no es un hombre ocupado.

 

Poco más tarde necesitará saber con qué tipo de periodismo se topará una vez más su peligrosa inclinación al diálogo. Pero lo cierto es que Borges necesita forzar su nueva entrevista hasta volcarla hacia los hábitos de una entrevista ejemplar, casi una entelequia, a la que daría la impresión de responder desde hace mucho tiempo.

 

Y esa sensación de tiempo detenido en el tiempo de hablar no es la segunda virtud de Borges, a lo sumo el tono obligado de aquella entrevista idéntica a sí misma que él reinstala con un par de movimientos algo sonambúlicos de sus manos.

 

Sin embargo (a pesar del salón, y de la mesa, y de sus manos), casi al mismo tiempo entrará en juego otro viejo compañero suyo: aquel humor atravesado por la ironía. Y hasta parece justo que él lo sepa justo. Entonces inicia su primera parábola basada,. aparentemente, en su desconfianza física ante todo interlocutor desconocido. Una especie de parábola anti-entrevistas periodísticas:  “Hace muchos años trabajé durante algunos meses en el diario Crítica –recuerda casi sorprendido-, fui sin lugar a dudas el peor periodista del mundo. Fíjese que yo he conocido –eran los años veinte- mucha gente que debía muertes. Claro, en aquella época en que todavía funcionaba el cuchillo se hacían casi comunes las personas que debían dos muertes o tres; se trataba de personas interesantes, cordiales; uno podría pasar horas con ellos y hasta cultivar su amistad sin que las muertes pesaran en ningún momento. No puede negarse que eran mejores que los periodistas”.

 

¿Quién de los dos Borges contesta generalmente un reportaje?

Yo trato por todos los medios que sea el primero, pero generalmente no puedo evitar que el segundo, el Borges literato, se entrometa. Es realmente muy entrometido.

 

¿Antes de identificarse con el ultraísmo, tuvo alguna oportunidad de ser influenciado por jóvenes como Guillaume Apollinaire y Blaise Cendras?

En realidad no. Creo que en mi obra (no hay otra manera de llamar a lo que he escrito) no hay influencias. En todo caso hay desmedro de todo aquello que me ha tocado de cerca, que ha significado algo para el escritor en mí.

 

¿Cree que esa falta de contemporaneidad real de su juventud pueda vincularse al hecho de que sus poemas aparezcan como de menor interés en relación con sus cuentos y prosas de cámara?

Pienso que mis poemas y prosas no difieren esencialmente. El verso libre es un asunto tipográfico. Todo lo que he escrito son atributos o adjetivos míos, yo diría diversas facetas de un mismo fenómeno.

 

A pesar de la notoria influencia del Eliot político en usted ¿por qué nunca habla de su poesía?

¿Cómo sabe usted que no hablo esos temas con mis amigos intimos?

 

Usted fue incluido en el desopilante libro de Powells pero alguna vez se refirió, entre otros, a Pedro Ouspensky. ¿Cree deberle mucho al auténtico esoterismo occidental, desde Pitágoras a Gurdjieff?

Yo también, como mucha gente interesada en el tema, tenía idea de que Powells no era otra cosa que un charlatán; pero cuando lo conocí en Europa me di cuenta de que era como yo, un agnóstico.

 

¿Cómo aquellos que debían dos muertes?

Mas o menos. El no estaba seguro respecto de la cuarta dimensión, de la trasmigración, de la transmisión del pensamiento; todas esas alternativas más allá del positivismo. Almorzando con él lo encontré muy simpático y afín a mis dudas, incluso me habló de su “espíritu borgeano” y nos hicimos amigos. Por otra parte puedo asegurarle que nunca pase, en estos temas, de una actitud de curiosidad intelectual. Mi madre católica a la manera Argentina, sin mayor fervor; mi abuela protestante; y mi padre discípulo de Spencer, un libre pensador. El clima familiar en que me formé no pasó de una discordia amistosa. Mi literatura, no es fantástica para asombrar al lector, todo eso corresponde a estados del alma que he tenido. Es una literatura fantástica pero no irreal. Incluso hay un poema mío en un puente de Constitución que bien podría relacionarse con una búsqueda mística. Yo creo que se trató de un estado poético, nada más.

 

¿Entonces su pasión por la metafísica no fue nunca más allá de una actitud “rara”, filológica?

Nunca. A lo sumo nunca de un modo trágico como lo ha elegido Unamuno, por poner un ejemplo.

 

¿Siente haber exagerado la figura de Macedonio Fernández?

No, creo que es el hombre más inolvidable que he conocido a lo largo de mi vida; eso lo sentimos todos sus contertulios.

 

Se lo preguntaba desde el punto de vista estrictamente literario.
Le voy a hacer nombres de muertos y vivos: Santiago Davobe, Enrique Fernández Latour y Manuel Peyrou. Claro, la grandeza de Macedonio estaba en el diálogo más que en lo escrito por él. Incluso se considera un pensador, un místico, y no un escritor. Fíjese que a pesar de ser un conversador brillante era lacónico y tímido. Si bien no desaconsejo la lectura de sus libros tampoco puedo negar que se trata de un hombre que nunca se entregó enteramente en ellos. Era un hombre de genio, pero su instrumento fue el diálogo, como en el caso de Sócrates (y para poner un ejemplo que no sea polémico). Macedonio fue amigo de Lugones, Ingenieros, J.B. Justo, Molina y Vedia, de Jorge Borges, mi padre. Sin embargo, después de muerto empezó a aparecer (y todavía siguen apareciendo) todo tipo de gente que asegura haber frecuentado su amistad; y esto no favorece su recuerdo. Pero siempre pasa lo mismo con hombres notables una vez que están muertos.

 

¿En algún periodo de su vida necesitó alcanzar un aliento más riesgoso que el cuento? ¿Lo intentó?

Nunca. Bastante trabajo me da hasta el final de mis cuentos. En la actualidad, sin embargo, pienso en algo que va a ser menos una novela que un cuento largo y que se va llamar El Congreso. Por supuesto que este título no tiene nada que ver con una alusión de tipo político.

 

¿Lo político entra en su concepción de lo fantástico?

No podría contestarle con exactitud.

 

¿Cuál es el cuento suyo que más quiere?

¿Puedo vacilar? Bueno, hay un cuento que se llama La intrusa, y otro El sur.

 

¿Y el que menos quiere?

Sin ninguna duda El hombre de la esquina rosada, yo no lo escribí como cuento realista y, sin embargo, todos se empeñan en leerlo como tal. Un desafío no se hace de esa manera, un compadre auténtico no habla de esa forma. La película es mejor que el cuento. En realidad, si publicar un libro es una gran emoción, ver un film hecho con un argumento propio la supera con creces. Es como si se carnalizaran un grupo de fantasmas que brotaron de uno.

 

¿Cree que algún escritor argentino, alguna vez, llegó a decir algo más o menos inteligente sobre usted y su obra?

Casi todos, argentinos y extranjeros, que han hablado en alguna oportunidad de mi obra resultaron más inteligentes que yo: o si prefiere mucho más imaginativos.

 

Por momentos, ¿se ha sentido tan solo como su obra entre la gente de la revista Sur?

No, nunca, ¿por qué solo? La señora Victoria Ocampo me hizo el honor de invitarme a colaborar en su revista. La revista Sur ha sido muy generosa conmigo, nunca me ha rechazado ningún original. No me sentí nunca solo; la señora Victoria ha sido muy buena conmigo. A ella se debió la idea de que yo fuera postulado como director de la Biblioteca Nacional, a ella junto con Esther Zamborain de Torres. Cuando me lo propusieron les contesté que jamás me iban a dar un cargo semejante, me quedaba grande. Por mi parte, les propuse la biblioteca de Lomas de Zamora, era un sitio que siempre me ha gustado. Sin embargo, el mismo general Lonardi, en persona, justo un 17 de octubre de 1955, me entregó el nombramiento.

 

Usted ha tenido, casi siempre, conciencia de nuestro provincianismo cultural y ha deslizado algunas bromas al respecto. Eso de que “el genio de Joyce era puramente verbal lástima que lo gastó en la novela”, incluido en su breviario de literatura inglesa ¿se relaciona con la misma actitud?

No es ninguna broma. Me parece que la novela no requiere un estilo tan trabajado como el de Joyce, un estilo que ofrece tantas dificultades de lectura. Cervantes y Tolstoi fueron grandes novelistas y no necesitaron recurrir a tanta complejidad formal.

 

¿Quién ha sido el autor de influencia más perdurable en su formación de escritor?

En primer término debo reconocer que todos los libros leídos y todas las personas con que cambié alguna palabra han influido decisivamente en mí. Pero comprendo que la pregunta exige una definición casi categórica. Entonces tengo que nombrar a Chesterton, a pesar de que no profeso sus opiniones religiosas. Y esto no significa que para mí Chesterton sea superior a Bernard Shaw, pero en alguna medida me siento indigno de Shaw. Uno no puede elegir a sus maestros. A Chesterton lo considero más imitable.

 

Sin embargo, uno de sus libros claves, ‘Historia universal de la infamia’, rezuma la influencia de Marcel Schwob.

A pesar de que la idea general de "Vidas imaginarias" de Schwob, me pareció estupenda desde el primer momento, cuando encaré su lectura atenta me sentí, si se quiere, defraudado; otro tanto le pasó a Bioy Casares, él tampoco podía llegar al final. Sin embargo, a pesar de que me costara tanto trabajo su lectura, la idea general del libro empezó a interesarme vivamente. Pensé que se podía hacer algo mejor que esa idea. Sin duda el ambiente general del libro de Schwob fue lo que motivó 'Historia universal de la infamia’.

 

A los treinta años, me parece, la idea de la muerte sólo admite una pregunta ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Qué sucede a los setenta?

Hace bastante tiempo estoy tentado en escribir un poema sobre esto. Podría hablarle, a grandes rasgos, de la serenidad que trae la vejez, de esa apacible resignación que incluye la tristeza, pero de una manera muy diferente. A los treinta años, eso sí, cultivaba desdicha, necesitaba ser cada día más desdichado, más profundamente desdichado. Aquello ya no cuenta para mí, no cuenta para nada.

 

Después de una pausa bastante prolongada Borges, repentinamente jubiloso, hablará de ciertos detalles de Invasión, un film estrenado en Buenos Aires y cuyo argumento escribiera “sobre esa misma mesa” en colaboración con Bioy Casares. En Invasión, entre otras cosas, se canta su Milonga del condenado a muerte con música del legendario Aníbal Troilo: “fíjese que dos días después que la compuse, el realizador del film, me dijo que a la milonga le ponía música Troilo; y yo le pregunté de inmediato ¿a qué milonga?, pasa que me había olvidado, las milongas son temas populares y la métrica el octosílabo, y a mí me salen tan fácil que una vez compuestas casi inmediatamente las olvido”.


Ahora, aparte de traducir Walt Whitman y de entregar un libro de poemas a la imprenta, tiene en preparación otro argumento cinematográfico: “Los otros”, de corte puramente fantástico.

 

Después de otro rato Borges se pone de pie y consulta el reloj: el mundo, desgraciadamente, es real; él, desgraciadamente, es Borges.

 

 

 

Tomado de: Revista Actual –Revista de la Universidad de los Andes–, n° 8-9, Mérida, enero-diciembre 1971.

Si bien la entrevista apareció originalmente como Borges igual a Borges en la revista ARTiempo, n° 6, abril-mayo 1969, Buenos Aires, está es la versión más desconocida con varias modificaciones en relación a la versión nacional.
(Nota aclaratoria de Federico Barea)