16.12.16

La alegría brasilera, por Santiago Erausquin

A Leo Bertolotto, con afecto

“Baila comigo, como se baila na tribo
baila comigo, lá no meu esconderijo, ay ay ay”
Rita Lee

La primera vez que entré a ver en el cine una película prohibida para menores de dieciocho fue cuando apenas pasaron unas semanas de haber cumplido los quince. Falté a la clase de gimnasia y me fui al centro en tren, como un fugitivo, con unos anteojos negros y ropa común hecha un bollo en la mochila que me pondría en el baño del Pumper Nic de Lavalle, la peatonal de los cines. Los preparativos fueron intensos: la elección de la ropa, el peinado, la práctica de caminar para simular más altura y hasta la modulación de la voz, todo fue premeditadamente estudiado para lograr un aspecto que no correspondía al que tenía. Y esta estrategia, la de parecer lo que no se es, fue lo que intenté durante muchos años en mi vida para encontrarme sólo con frustraciones.
Antes de entrar al cine verifiqué que no hubiese policías cerca, ubiqué las salidas de emergencia y la boca de subte más adecuada en caso de un imprevisto. También di varias vueltas a la manzana.
Finalmente, después de pagar la entrada, a la sala pasé lo más bien. El vendedor de la boletería no reparó ni un segundo en mi actuación que fue genial. Sí lo hizo el acomodador que cortaba las entradas, que me miró desconfiado por un instante. Creí que me iba a echar a patadas, pero no, lo único que esperaba era una propina.
La película fue un desastre. Complicada sin necesidad alguna, aburrida por momentos bastantes extensos y con diálogos totalmente superfluos. Era un policial con un reconocido galán norteamericano que hacía de un agente secreto que, después de todo, aunque no estoy muy seguro, debía aniquilarse a sí mismo, porque también hacía de su propio enemigo. No la entendí en lo más mínimo. Yo había quedado interpelado por el afiche que había salido en el diario que compraban en casa. Debajo del título un cartel igual de grande aclaraba que era prohibida para menores de dieciocho, y más abajo, el actor, con su camisa desabrochada y el resto de su vestimenta en desorden, abrazaba a una señorita que aún estaba vestida. Esa imagen se fundía con otras muy variadas. Dos helicópteros, un submarino, un revólver y hasta un reloj de arena eran parte de lo que prometía el film. También recuerdo claramente un jeep en una playa brasilera. Pero la parte más importante por su tamaño era la del actor con el torso descubierto. Por eso deduje que buena parte de la película trataría ese tema. Ochenta, ochenta y cinco por ciento, calculé. Casi noventa. Así que una vez en la butaca me relajé y no me detuve a leer los subtítulos esperando las escenas calientes, pero fue un grave error porque esa escena en particular del afiche jamás apareció, nunca se vio al actor desnudo, apenas si se mostró haciéndose el nudo de la corbata. Cuando quise ponerme al día con los diálogos ya era demasiado tarde: no sabía bien quién era Jack, John o Jameson. Hacia el final de la historia, resignado a no ver sin ropa al actor que me gustaba, traté de dormir un poco. Cuando estuve por lograrlo me sobresaltaron unos tiros a todo volumen. Salí del cine bastante nervioso y enojado conmigo mismo. ¿Qué tenía de prohibido para menores esa historia? En una parte mencionaban al presidente de los Estados Unidos. Debía ser eso. Tendría que haber elegido la película que pasaban en el cine de al lado. Era sobre una madre humillada que, presa injustamente, intenta todo para recuperar la tenencia de su hijita predilecta, y cuando lo logra la hija ya es una adolescente drogadicta y pandillera. Apta para todo público.
En el tren de vuelta recordé la escena en la que el protagonista viajaba a Brasil, y en una fiesta en la playa dialogaba con el barman, que resultaba ser como él otro agente secreto. También recordé el jeep del afiche que me lo debí haber perdido, porque eso seguro no recordaba haberlo visto. “¡Qué víctima del engaño publicitario resulté ser!”, pensé indignado. “Pero ni piensen que voy a caer otra vez”, aseguré determinante. Enseguida volví a la película y me tranquilicé. En esa fiesta brasilera se vivían libertades que eran imposibles de imaginarse en Buenos Aires. Las brasileras, con peinados voluminosos y ultramaquilladas, tenían unos tops diminutos, y los negros, con las camisas anudadas a la altura del ombligo, bailaban la samba o algo similar con una sensualidad salvaje y delirante. Entre todos se hacían gestos obscenos y señas excitantes. Cuando el protagonista cruzó la pista hizo unos pasos de baile muy a tono con el lugar pero sin abandonar la cultura civilizada a la que pertenecía.
Cuando llegué a casa ya había oscurecido. Dejé la mochila por ahí. Mi mamá no estaba y mi hermano se estaba preparando una leche con muchísimas cucharadas colmadas de Nesquick.
―Con tanto chocolate vas a quedar negro como un brasilero.
―No, ―me dijo― porque ahora le pongo varias de azúcar y compenso.
Mientras mi hermano tomaba religiosamente su poción de la tarde, y sabiendo que se demoraría un buen rato echado en el sillón viendo tele, me fui al cuarto. Me saqué las zapatillas así nomás y después busqué, en el fondo del placard, una caja de madera que un tío nos había regalado para guardar los elementos necesarios para lustrar nuestros zapatos. En la parte superior tenía una horma de pie para apoyar el zapato y lustrarlo. El equipo incluía de todo: pomadas, cepillos y franelas que únicamente utilizábamos bajo la amenaza de nuestra mamá. Pero mi hermano guardaba ahí unas revistas porno que debió comprar clandestinamente en algún kiosco del barrio. No tenía muchas pero había una brasilera que me interpelaba en particular. Se llamaba Inferno anal y en la portada una carioca, de espaldas y mirado a la cámara, mostraba una gran sandía a la altura de su culo enorme.
En el interior no abundaban las fotos. Tenía una fotonovela audaz en la que una maestra era seducida por varios alumnos de un instituto para adultos y cuando terminaban, ya en la dirección para hacer la denuncia, el director también abusaba de ella. “Eu sou um professor de línguas” decía ella en un globito. Yo lo tomaba casi como un documental de no ser por los ambientes que resultaban extraños. Con un planisferio pegado en la pared, sillas en vez de pupitres y actores de distintas edades les alcanzaba para lograr el clima estudiantil y en realidad quedaba más como un sketch del Chavo del Ocho. En algún momento planeé escribir una queja a la revista sugiriendo un verdadero ambiente escolar basado en una descripción detallada de mi aula y de la oficina del rector, que por las amonestaciones que tenía conocía muy bien. También pensé en describir minuciosamente a la profesora de matemática que, según me habían dicho, solía ir a dar clase sin corpiño y al hermano mayor de un compañero mío que estaba muy fuerte de tanto deporte que practicaba. Pero suponía también que por esa misma descripción reconocerían mi colegio, llamarían a la policía y en mi casa mi mamá haría un escándalo tremendo. Además, la revista ya era algo vieja y era imposible saber si aún se publicaba. Lo único exótico en la fotonovela eran los protagonistas que eran negros ―incluso la que hacía de maestra― porque después, de ese Brasil exuberante, sus playas, palmeras y vegetación abundante, no aparecía ni una hojita.
Tal vez fue por esa revista que se formó en mí la idea de que Brasil era una nación supersexual. Lo digo en un sentido absoluto, como que tener relaciones sexuales era lo único que se podía hacer allí, sin importar el momento del día, ni dónde ni con quién. Ningún Pão de Açúcar, ni Minas Gerais, ni Brasilia. No, todo era carnaval, calor y desenfreno sexual. En el Parlamento, en las escuelas, en los supermercados, en las calles y hasta en las iglesias, todos desnudos y alzados. Encima, Federico, un compañero del colegio de mi hermano que había conocido Río en sus vacaciones, me había dicho que en Brasil coger no era algo prohibido. Y que él lo había hecho con su prima de allá, que aunque tuvieron momentos de tensión porque creía haberla embarazado, todo había salido bien y hasta lo habían felicitado, pero que acá no era así y que no dijera ni una palabra, obligándome a jurar silencio total. Yo le creía todo y durante varias noches no dejaba de pensar en esa prima suya que imaginaba negra, caderona, salvaje y ultramaquillada, como la maestra de la fotonovela, teniendo sexo con Federico, con el papá de Federico y hasta con su mamá.
La revista tenía notas y relatos que eran imposibles de comprender porque estaban en portugués pero las publicidades de sex-shops y lencería eran mucho más familiares.
Sin embargo lo que no podía dejar de leer una y otra vez eran los avisos clasificados. Todo un país se condensaba en esa página de contactos de Inferno anal. Hacía esfuerzos sobrehumanos por traducirlos y enterarme de qué iban. Y lo que no entendía, lo suponía con una dosis altísima de delirio. Deduje que la gente brasilera estaba dividida en dos grupos claramente diferenciados, como peronistas y radicales acá. Por un lado figuraban aquellos que se ofrecían como objeto sexual para satisfacer cualquier demanda y por otro aquellos insatisfechos que buscaban nuevas experiencias sexuales. Todos sonaban terriblemente desesperados y no podía creer lo fácil que resultaba trazar con flechas las correspondencias. Me preguntaba si era posible que no se hayan encontrado en esa página, porque de haberlo hecho ya serían felices. Qué suerte, pensaba, que en Brasil siempre hay un roto para un descocido. Por lo que ofrecía, la mulata de enormes tetas congeniaba con el lampiño hiperactivo de Bahía o las mellizas viciosas de no-sé-dónde con un doctor experto en puntos hipersensibles del aparato sexual femenino. También estaban los travestis, los transexuales y operados que incluso ofrecían charlas explicativas de sus experiencias. ¿A quién podría escribirle yo?
Mi mamá, que recién había llegado me llamó a cenar con un grito.
―¡Ya voy!
Antes de guardar la revista volví a un aviso que era mi favorito. Caio, un chico superdotado ofrecía sus virtudes a cualquier persona que lo solicitase, sin importarle el género ni la edad. Decía tener buena presencia y amplia disponibilidad de horarios. Estaba en São Paulo y cerraba solicitando equis cantidad de cruzeiros. ¿Cuánto valía un cruzeiro? Podría escribirle y pedirle una entrevista y ver si esas medidas eran ciertas, porque no quería ser víctima de un engaño más. Habría que ver si esas medidas se referían cuando estaba normal o con su miembro erecto, si se dejaba tocar o no. Pero también quería preguntarle si tenía familia, si estudiaba, si estaba siendo explotado o si necesitaba ayuda. ¿Sería muy religioso Caio? Le escribiría usando un seudónimo, para que acá no me descubrieran. Zezé podría ser, como el chico de la planta de naranja lima. En Brasil debería ser un nombre común. A Caio podría caerle bien y gustarle, y a su vez yo seguro me enamoraría de él, de su virilidad y tez oscura, de su sonrisa que imaginaba blanca y perfecta y rescatarlo de ese ambiente lúgubre para traerlo a Buenos Aires escondido en un micro de larga distancia. Acá terminaríamos juntos la secundaria, noviando a escondidas, dándonos besos en la boca y apretando constantemente. Mi mamá podría hacer los trámites necesarios para adoptarlo y mi hermano colaboraría enseñándole las cosas de nuestro país. Podríamos ducharnos juntos, hacer ejercicio, aprender inglés y a los veintiuno viajar a los Estados Unidos. Allí podríamos casarnos, estudiar para policías y luchar contra el crimen organizado de la ciudad de San Francisco; ser expertos en artes marciales y danzas de salón. Con el tiempo sería lindo volvernos agentes secretos del FBI, frustrar algún atentado contra el presidente y finalmente, luego de ser condecorados con medallas doradas y plateadas, protagonizar películas de espionaje, acción, y tiros que por supuesto, sean prohibidas para menores de dieciocho.


Mar del Plata, julio 2016