A Leo Bertolotto, con afecto
“Baila comigo, como se
baila na tribo
baila comigo, lá no meu esconderijo, ay ay ay”
baila comigo, lá no meu esconderijo, ay ay ay”
Rita Lee
La primera vez que entré a ver en el cine una película
prohibida para menores de dieciocho fue cuando apenas pasaron unas semanas de
haber cumplido los quince. Falté a la clase de gimnasia y me fui al centro en
tren, como un fugitivo, con unos anteojos negros y ropa común hecha un bollo en
la mochila que me pondría en el baño del Pumper Nic de Lavalle, la peatonal de
los cines. Los preparativos fueron intensos: la elección de la ropa, el
peinado, la práctica de caminar para simular más altura y hasta la modulación
de la voz, todo fue premeditadamente estudiado para lograr un aspecto que no
correspondía al que tenía. Y esta estrategia, la de parecer lo que no se es, fue
lo que intenté durante muchos años en mi vida para encontrarme sólo con frustraciones.
Antes de entrar al cine verifiqué que no hubiese
policías cerca, ubiqué las salidas de emergencia y la boca de subte más
adecuada en caso de un imprevisto. También di varias vueltas a la manzana.
Finalmente,
después de pagar la entrada, a la sala pasé lo más bien. El vendedor de la
boletería no reparó ni un segundo en mi actuación que fue genial. Sí lo hizo el
acomodador que cortaba las entradas, que me miró desconfiado por un instante.
Creí que me iba a echar a patadas, pero no, lo único que esperaba era una
propina.
La
película fue un desastre. Complicada sin necesidad alguna, aburrida por
momentos bastantes extensos y con diálogos totalmente superfluos. Era un
policial con un reconocido galán norteamericano que hacía de un agente secreto
que, después de todo, aunque no estoy muy seguro, debía aniquilarse a sí mismo,
porque también hacía de su propio enemigo. No la entendí en lo más mínimo. Yo había
quedado interpelado por el afiche que había salido en el diario que compraban
en casa. Debajo del título un cartel igual de grande aclaraba que era prohibida
para menores de dieciocho, y más abajo, el actor, con su camisa desabrochada y
el resto de su vestimenta en desorden, abrazaba a una señorita que aún estaba
vestida. Esa imagen se fundía con otras muy variadas. Dos helicópteros, un
submarino, un revólver y hasta un reloj de arena eran parte de lo que prometía
el film. También recuerdo claramente un jeep en una playa brasilera. Pero la
parte más importante por su tamaño era la del actor con el torso descubierto.
Por eso deduje que buena parte de la película trataría ese tema. Ochenta,
ochenta y cinco por ciento, calculé. Casi noventa. Así que una vez en la butaca
me relajé y no me detuve a leer los subtítulos esperando las escenas calientes,
pero fue un grave error porque esa escena en particular del afiche jamás apareció,
nunca se vio al actor desnudo, apenas si se mostró haciéndose el nudo de la
corbata. Cuando quise ponerme al día con los diálogos ya era demasiado tarde: no
sabía bien quién era Jack, John o Jameson. Hacia el final de la historia,
resignado a no ver sin ropa al actor que me gustaba, traté de dormir un poco.
Cuando estuve por lograrlo me sobresaltaron unos tiros a todo volumen. Salí del
cine bastante nervioso y enojado conmigo mismo. ¿Qué tenía de prohibido para
menores esa historia? En una parte mencionaban al presidente de los Estados
Unidos. Debía ser eso. Tendría que haber elegido la película que pasaban en el
cine de al lado. Era sobre una madre humillada que, presa injustamente, intenta
todo para recuperar la tenencia de su hijita predilecta, y cuando lo logra la
hija ya es una adolescente drogadicta y pandillera. Apta para todo público.
En el
tren de vuelta recordé la escena en la que el protagonista viajaba a Brasil, y
en una fiesta en la playa dialogaba con el barman, que resultaba ser como él otro
agente secreto. También recordé el jeep del afiche que me lo debí haber
perdido, porque eso seguro no recordaba haberlo visto. “¡Qué víctima del engaño
publicitario resulté ser!”, pensé indignado. “Pero ni piensen que voy a caer
otra vez”, aseguré determinante. Enseguida volví a la película y me tranquilicé.
En esa fiesta brasilera se vivían libertades que eran imposibles de imaginarse
en Buenos Aires. Las brasileras, con peinados voluminosos y ultramaquilladas,
tenían unos tops diminutos, y los negros, con las camisas anudadas a la altura
del ombligo, bailaban la samba o algo similar con una sensualidad salvaje y
delirante. Entre todos se hacían gestos obscenos y señas excitantes. Cuando el
protagonista cruzó la pista hizo unos pasos de baile muy a tono con el lugar
pero sin abandonar la cultura civilizada a la que pertenecía.
Cuando
llegué a casa ya había oscurecido. Dejé la mochila por ahí. Mi mamá no estaba y
mi hermano se estaba preparando una leche con muchísimas cucharadas colmadas de
Nesquick.
―Con
tanto chocolate vas a quedar negro como un brasilero.
―No, ―me
dijo― porque ahora le pongo varias de azúcar y compenso.
Mientras
mi hermano tomaba religiosamente su poción de la tarde, y sabiendo que se
demoraría un buen rato echado en el sillón viendo tele, me fui al cuarto. Me
saqué las zapatillas así nomás y después busqué, en el fondo del placard, una
caja de madera que un tío nos había regalado para guardar los elementos
necesarios para lustrar nuestros zapatos. En la parte superior tenía una horma
de pie para apoyar el zapato y lustrarlo. El equipo incluía de todo: pomadas,
cepillos y franelas que únicamente utilizábamos bajo la amenaza de nuestra mamá.
Pero mi hermano guardaba ahí unas revistas porno que debió comprar clandestinamente
en algún kiosco del barrio. No tenía muchas pero había una brasilera que me
interpelaba en particular. Se llamaba Inferno
anal y en la portada una carioca, de espaldas y mirado a la cámara,
mostraba una gran sandía a la altura de su culo enorme.
En el
interior no abundaban las fotos. Tenía una fotonovela audaz en la que una
maestra era seducida por varios alumnos de un instituto para adultos y cuando
terminaban, ya en la dirección para hacer la denuncia, el director también
abusaba de ella. “Eu sou um professor de línguas” decía ella en un globito. Yo
lo tomaba casi como un documental de no ser por los ambientes que resultaban
extraños. Con un planisferio pegado en la pared, sillas en vez de pupitres y
actores de distintas edades les alcanzaba para lograr el clima estudiantil y en
realidad quedaba más como un sketch del Chavo del Ocho. En algún momento planeé
escribir una queja a la revista sugiriendo un verdadero ambiente escolar basado
en una descripción detallada de mi aula y de la oficina del rector, que por las
amonestaciones que tenía conocía muy bien. También pensé en describir
minuciosamente a la profesora de matemática que, según me habían dicho, solía
ir a dar clase sin corpiño y al hermano mayor de un compañero mío que estaba
muy fuerte de tanto deporte que practicaba. Pero suponía también que por esa
misma descripción reconocerían mi colegio, llamarían a la policía y en mi casa
mi mamá haría un escándalo tremendo. Además, la revista ya era algo vieja y era
imposible saber si aún se publicaba. Lo único exótico en la fotonovela eran los
protagonistas que eran negros ―incluso la que hacía de maestra― porque después,
de ese Brasil exuberante, sus playas, palmeras y vegetación abundante, no
aparecía ni una hojita.
Tal vez fue
por esa revista que se formó en mí la idea de que Brasil era una nación supersexual.
Lo digo en un sentido absoluto, como que tener relaciones sexuales era lo único
que se podía hacer allí, sin importar el momento del día, ni dónde ni con quién.
Ningún Pão de Açúcar, ni Minas
Gerais, ni Brasilia. No, todo era carnaval, calor y desenfreno sexual. En el
Parlamento, en las escuelas, en los supermercados, en las calles y hasta en las
iglesias, todos desnudos y alzados. Encima, Federico, un compañero del colegio
de mi hermano que había conocido Río en sus vacaciones, me había dicho que en
Brasil coger no era algo prohibido. Y que él lo había hecho con su prima de
allá, que aunque tuvieron momentos de tensión porque creía haberla embarazado,
todo había salido bien y hasta lo habían felicitado, pero que acá no era así y
que no dijera ni una palabra, obligándome a jurar silencio total. Yo le creía todo
y durante varias noches no dejaba de pensar en esa prima suya que imaginaba
negra, caderona, salvaje y ultramaquillada, como la maestra de la fotonovela,
teniendo sexo con Federico, con el papá de Federico y hasta con su mamá.
La
revista tenía notas y relatos que eran imposibles de comprender porque estaban
en portugués pero las publicidades de sex-shops y lencería eran mucho más familiares.
Sin
embargo lo que no podía dejar de leer una y otra vez eran los avisos clasificados.
Todo un país se condensaba en esa página de contactos de Inferno anal. Hacía esfuerzos sobrehumanos por traducirlos y
enterarme de qué iban. Y lo que no entendía, lo suponía con una dosis altísima
de delirio. Deduje que la gente brasilera estaba dividida en dos grupos
claramente diferenciados, como peronistas y radicales acá. Por un lado
figuraban aquellos que se ofrecían como objeto sexual para satisfacer cualquier
demanda y por otro aquellos insatisfechos que buscaban nuevas experiencias sexuales.
Todos sonaban terriblemente desesperados y no podía creer lo fácil que
resultaba trazar con flechas las correspondencias. Me preguntaba si era posible
que no se hayan encontrado en esa página, porque de haberlo hecho ya serían
felices. Qué suerte, pensaba, que en Brasil siempre hay un roto para un
descocido. Por lo que ofrecía, la mulata de enormes tetas congeniaba con el
lampiño hiperactivo de Bahía o las mellizas viciosas de no-sé-dónde con un
doctor experto en puntos hipersensibles del aparato sexual femenino. También
estaban los travestis, los transexuales y operados que incluso ofrecían charlas
explicativas de sus experiencias. ¿A quién podría escribirle yo?
Mi mamá,
que recién había llegado me llamó a cenar con un grito.
―¡Ya voy!
Antes de
guardar la revista volví a un aviso que era mi favorito. Caio, un chico
superdotado ofrecía sus virtudes a cualquier persona que lo solicitase, sin
importarle el género ni la edad. Decía tener buena presencia y amplia
disponibilidad de horarios. Estaba en São Paulo y cerraba solicitando equis
cantidad de cruzeiros. ¿Cuánto valía un cruzeiro? Podría escribirle y pedirle
una entrevista y ver si esas medidas eran ciertas, porque no quería ser víctima
de un engaño más. Habría que ver si esas medidas se referían cuando estaba
normal o con su miembro erecto, si se dejaba tocar o no. Pero también quería
preguntarle si tenía familia, si estudiaba, si estaba siendo explotado o si
necesitaba ayuda. ¿Sería muy religioso Caio? Le escribiría usando un seudónimo,
para que acá no me descubrieran. Zezé podría ser, como el chico de la planta de
naranja lima. En Brasil debería ser un nombre común. A Caio podría caerle bien
y gustarle, y a su vez yo seguro me enamoraría de él, de su virilidad y tez
oscura, de su sonrisa que imaginaba blanca y perfecta y rescatarlo de ese
ambiente lúgubre para traerlo a Buenos Aires escondido en un micro de larga
distancia. Acá terminaríamos juntos la secundaria, noviando a escondidas, dándonos
besos en la boca y apretando constantemente. Mi mamá podría hacer los trámites
necesarios para adoptarlo y mi hermano colaboraría enseñándole las cosas de nuestro
país. Podríamos ducharnos juntos, hacer ejercicio, aprender inglés y a los
veintiuno viajar a los Estados Unidos. Allí podríamos casarnos, estudiar para
policías y luchar contra el crimen organizado de la ciudad de San Francisco; ser
expertos en artes marciales y danzas de salón. Con el tiempo sería lindo
volvernos agentes secretos del FBI, frustrar algún atentado contra el presidente
y finalmente, luego de ser condecorados con medallas doradas y plateadas, protagonizar
películas de espionaje, acción, y tiros que por supuesto, sean prohibidas para
menores de dieciocho.
Mar del
Plata, julio 2016